PADRE LUIS FALLETTI: NUESTROS DIFUNTOS Y EL PURGATORIO

LA ARMADURA DE DIOS

NUESTROS DIFUNTOS
Y EL PURGATORIO

PARTE CUARTA

Principales maneras de sufragar por las Almas del Purgatorio

PLÁTICA XXXVII

Las Indulgencias

No es raro oír exclamar a personas del mundo, y tal vez sinceramente: «Conozco la excelencia y la sublimidad de la devoción a las almas del Purgatorio; Dios sabe cuánto desearía yo hacer en sufragio de las mismas, pero, ¡ay!, soy tan pobre, que me es imposible hacer ninguna clase de limosna o de obras buenas en bien suyo; tan ocupado estoy, que no puedo hallar un poco de tiempo para dedicarme a la oración y otros ejercicios de piedad; tan falto de salud, que no me está permitido practicar grandes ayunos y penitencias: ¿qué podré hacer, pues, yo por estas pobres almas?»

Se les podría responder, en primer lugar, a estas personas, que exageran excesivamente sus dificultades, porque son tantos los medios que hay para socorrer a las almas del Purgatorio, tan fáciles y tan al alcance de la mano, según hemos demostrado anteriormente, que es imposible dar por buenas las excusas y los pretextos que aducen para justificar su abandono en este punto; pero aun supuesto, y no concedido, que sea verdad cuanto los tales dicen, hay siempre a su disposición un medio al que pueden recurrir cuando quieran, y en virtud del cual pueden abundante y eficazmente acudir en su socorro; por eso, por ser tan notable su eficacia, parécenos conveniente hablar de él a propósito, explicando qué son las indulgencias, el poder que tiene la Iglesia de concederlas y de qué manera podemos aplicarlas a las almas de nuestros difuntos.

I

¿Qué son las indulgencias?

Son la remisión en todo o en parte de la pena temporal que, después de haber obtenido el perdón de nuestros pecados, tenemos que cumplir en esta vida con la penitencia, o en la otra por medio del Purgatorio.

El fin de las indulgencias no es, pues, el perdonar la culpa o las penas eternas, en caso de hallarse en pecado mortal, lo cual no puede hacer más que la absolución; sino únicamente la pena temporal debida por el, pecado, ya sea mortal, ya venial.

Y esto es muy necesario se tenga presente, porque no faltan malintencionados, los cuales, guiados por la ignorancia o, mejor dicho, por la mala fe, confundiendo el pecado con la pena merecida por él, acusan a la Iglesia y a sus Pastores de incitar y animar a los fieles a cometer el mal por medio de dichas indulgencias.

«Pero ¿es posible, exclama irónicamente un ilustre polemista de nuestros tiempos, semejante monstruosidad?»

¡Oh! Ciertamente, si fuese verdadera la definición que éstos dan de las indulgencias («la remisión del pecado, concedida después del cumplimiento de una buena obra propuesta por la Iglesia»), tal vez entonces podría admitirse, pues la facilidad de obtener por un medio harto sencillo el perdón de los pecados, aunque sean gravísimos, no podría por menos que incitar al mal; pero bien contraria es la doctrina de la Iglesia católica.

¿No enseña ella, en efecto, que la indulgencia solamente interviene cuándo el pecador se muestra arrepentido de los pecados que ha confesado y de los cuales ha obtenido el perdón por medio de la absolución? En otras palabras: ¿cuando ya se halla en estado de gracia, ha detestado el pecado y le ha perdido el afecto? ¿Dónde está en este caso el incitamiento al mal? Yo quisiera me acompañasen estos tales a visitar una de esas casas en que se hallan recluidos los delincuentes y facinerosos, y preguntar a éstos si por ventura fueron a parar allí por la práctica de las indulgencias… Quisiera el Señor que cada individuo de la sociedad lucrase cotidianamente una indulgencia plenaria, como lo desearía la Iglesia católica, ¡entonces sí que, sin temor alguno, podrían destruirse todas las cárceles!

Mucho menos tiene lugar todavía el otro infundio que, a propósito de las indulgencias, propalan los enemigos de la Iglesia Católica, a saber: que ellas destruyen la penitencia y, por lo tanto, dispensan a los pecadores de hacerla.

Pero ¿cuándo ha enseñado la Iglesia semejante error? Las indulgencias, según hemos ya dicho, no perdonan ningún pecado, ni siquiera venial, sino que solamente remiten la pena temporal, debiendo observarse que, al remitir la pena del pecado, la remiten a los verdaderos penitentes, vere pœnitentibus, es decir, a los que han hecho todo lo posible por ver perdonada su culpa, aun independientemente de la indulgencia, la cual por eso no es sino un recurso que la Iglesia presenta a nuestra flaqueza, y no un incentivo que ofrece a la relajación de costumbres.

O dicho en otras palabras: son un medio que Dios, Padre de misericordia, viendo, por una parte, que nosotros muy difícilmente llegaríamos con nuestra penitencia a que se nos condonase toda la pena temporal debida por nuestras culpas, y, por otra parte, no pudiendo dispensarnos totalmente de satisfacer a su justicia, nos lo ofrece para ayudar a nuestra miseria y reparar este defecto, y de este modo, llegados a la hora suprema de nuestra muerte, podremos abrigar la esperanza de podernos presentar a Dios, no sólo sin culpa ni nada que pueda hacernos merecer la condenación eterna, sino hasta libres de toda deuda de pena para con su divina Justicia.

Por eso San Cipriano escribía: «La Iglesia no puede usar de clemencia sino para con aquellos que son verdaderamente penitentes, que se esfuerzan en satisfacer por sus culpas, que imploran humildemente la indulgencia de la Iglesia; y para éstos solamente pueden servir las recomendaciones de los mártires y la indulgencia de los sacerdotes. Si ocurriera de otro modo, es decir, que las indulgencias nos dispensaran verdaderamente de hacer penitencia, ¿no deberíamos decir que ellas resultarían más bien perniciosas que útiles a los pecadores? ¿No destruirían en gran parte los beneficiosos efectos de las obras satisfactorias, las cuales, no sólo tienen por fin el expiar por los pecados, sino también el servir de remedio y preservativo para lo por venir? Por eso a la manera que sería nocivo para un enfermo el dispensarle de tomar un remedio saludable, así también sería nocivo para los pecadores el dispensarles de practicar obras de penitencia, destinadas a robustecer su debilidad y fortalecerlos contra la recaída. La Iglesia, pues, al concedernos las indulgencias, lejos de eximirnos de la obligación de satisfacer por nuestros pecados, pretende excitar en nosotros el espíritu de penitencia, premiar nuestro celo y fervor, y venir en ayuda de nuestra debilidad e insuficiencia.»

II

¿Pero ha recibido la Iglesia verdaderamente de Dios el poder de concedernos estas indulgencias?

No se puede dudar en lo más mínimo por poco que se consulten las Sagradas Escrituras.

Jesucristo, efectivamente, dijo a San Pedro en particular, y a todos los otros Apóstoles en general: «Cualquiera cosa que tú desatares en la tierra, será desatada en el cielo.»

Ahora bien, si estas palabras tan magníficas y tan poderosas se toman, como deben ser tomadas, en su amplia y nativa simplicidad, es claro que Jesucristo por medio de ellas dio a San Pedro, y subordinadamente también a los otros Apóstoles, la potestad de remitir los pecados, no sólo en cuanto a la culpa y a la pena eterna, sino también en cuanto a la pena temporal; o en otros términos: ha dado a la Iglesia el poder de conceder cualquiera indulgencia, ya sea plenaria (o de toda la pena temporal debida por los pecados), ya sea parcial (o de una parte solamente de la pena temporal).

Y así se ha creído siempre en la Iglesia durante el transcurso de los siglos, desde el tiempo de los Apóstoles hasta nuestros días, como nos sería fácil probar con la historia eclesiástica en la mano. Y por eso, cuando el protestantismo en la persona de Lutero, de Calvino y de otros herejes, se levantó a combatir las santas indulgencias y a negar a la Iglesia el poder de concederlas, dando a las indulgencias sin ambages el nombre de fraude e impostura de los Papas, el Concilio de Trento definió clara y solemnemente que «Jesucristo mismo dio a la Iglesia la potestad de conferir las indulgencias; que desde los tiempos más antiguos la Iglesia hizo uso de tal potestad; y que por eso este uso, sumamente saludable al pueblo cristiano y confirmado por la autoridad de los santos Concilios, debe ser conservado; y cualquiera que negare la utilidad de las santas indulgencias, o el poder que la Iglesia tiene de conferirlas, sea excomulgado».

¿Podía hablar más claramente el Concilio para reivindicar a la Iglesia el poder de conferir las indulgencias y reconocer su utilidad?

No negaré que, en el decurso de los siglos, hasta en la misma concesión de las indulgencias haya podido haber algún abuso, exagerado expresamente por los enemigos de la Iglesia; pero esto no quita nada a la bondad de la cosa en sí.

Ciertamente que los Pontífices no pueden distribuir caprichosamente estos tesoros, y el Concilio de Trento declaró solemnemente a este propósito «que es preciso concederlas con mucha moderación, por temor de que, a causa de una demasiada facilidad, los fieles no tomen ocasión para dispensarse de hacer penitencia».

No nos concierne a nosotros, sin embargo, el preocuparnos por lo que se refiere a este punto, sino más bien pertenece a los pastores de las almas, que deben mirar por el bien de las ovejas confiadas a su solicitud; bástanos a nosotros la seguridad de no obrar contra la voluntad N de Dios.

Por más que no sea un hecho probado, admitamos por un momento que León X se excediera en el poder de las llaves, concediendo indulgencias a los que contribuían con limosnas a la construcción de la basílica de San Pedro, Si así fuera, él habría dado ya cuenta a Dios severísimamente de ello.

Pero, entretanto, ¿quién dio derecho a Lutero y a los protestantes para juzgar las razones que el Pontífice tuviera? Y aun suponiendo que el Papa se hubiese excedido, ¿por qué desanimar a los fieles y apartarlos de la práctica de aquellas buenas obras, que, sin el aliciente de las indulgencias, acaso no hubieran practicado, y que, no obstante, eran obras muy meritorias delante de Dios y de gran alivio para las almas?

¿Es justo que por un hecho aislado y particular se haya de perjudicar a una institución entera, arrancar a la Iglesia millones de hijos, y sembrar la turbación y la lucha en el campo cristiano, y, lo que en estos momentos más directamente nos atañe, privar a las almas del Purgatorio de un seguro y eficaz medio de sufragio?

Así es; la Tradición, efectivamente, de la Iglesia, confirmada además por el Concilio de Trento, siempre ha enseñado que las indulgencias aplicadas a las almas de los difuntos les son de gran alivio; y que si es cierto, como lo es, que estas pobres almas pueden ser ayudadas por la oración, la limosna, la mortificación y otras buenas obras de los fieles vivientes, pueden también serlo mucho más por la aplicación que se les hace de los méritos superabundantes de Jesucristo, de la Santísima Virgen y de todos los Santos, de donde las indulgencias toman su virtud y eficacia infinita.

He dicho superabundante; y a la verdad, Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, por el valor infinito de cualquiera de sus más mínimas acciones, hubiera podido con una sola gota de su Sangre preciosa rescatar, no sólo este mundo, sino millares de otros también; pero, no bastando todo esto al amor infinito que nos tenía, quiso, por el contrario, derramarla toda, y, sufriendo toda suerte de dolores y de angustias y afrentas en su pasión y muerte, quiso que fuese infinitamente copiosa y superabundante su redención.

Ahora bien, estos méritos infinitos y superabundantes de Jesucristo, estos méritos que sobrepasan en mucho el precio de nuestra salvación, no se han perdido, sino que han quedado en herencia a la Iglesia.

Lo mismo proporcionalmente puede decirse de los méritos de la Santísima Virgen y de los Santos; méritos todos que, unidos a los de Jesucristo, forman el gran tesoro de Dios, que se ha convertido en nuestro tesoro.

Las llaves de este tesoro están en manos de la Santa Iglesia, la cual, como el siervo fiel, toma de él según las necesidades, y distribuye las Santas Indulgencias que de ese solo tesoro proceden, y consisten en la aplicación de estos méritos sobreabundantísimos para satisfacer a Dios por cualquiera deuda contraída con Él, aunque fuera por los pecados de todo el mundo.

Obsérvese, sin embargo, que la Iglesia, en el uso de esta potestad, en la aplicación de las indulgencias a los difuntos, no procede de igual modo que al aplicarlas a los vivos.

Porque cuando ella concede una indulgencia a sus hijos vivos en la tierra, como están sujetos todavía a la jurisdicción del Papa, usa de su poder, diríamos, judicial, y se la aplica por modo de absolución.

Mientras que en el Purgatorio, no pudiendo ejercer allí su jurisdicción, aplica las indulgencias a aquellas almas por modo de sufragio, esto es, rogando a Dios transfiera en favor de tal o cual difunto la indulgencia ganada por uno de los fieles vivos.

Ahora, que Dios acepte siempre e íntegramente este sufragio, hay algunos teólogos que lo niegan, otros que lo afirman.

Yo creo, con muchos autores, que Dios se reserva en este punto la más amplia libertad, y, por lo tanto, jamás debemos confiar tranquilamente en que un alma a quien hemos aplicado alguna indulgencia ha salido ya del Purgatorio en virtud de ella.

He aquí cómo razona un teólogo a este propósito:

«¿Dios acepta siempre el precio que se le ofrece como rescate por la pena debida por el pecado? Es ésta una cosa que no podemos saber, sobre todo no estando ciertos de si los vivos han cumplido todas las condiciones prescritas para ganar la indulgencia. La más pequeña omisión basta para no lucrarla y, por tanto, para no transferir su mérito a tos difuntos. Por eso, por más que se hayan aplicado con frecuencia a un difunto indulgencias, aunque sean plenarias, es muy posible que todavía se halle necesitado de socorro; por lo tanto, es muy conveniente continuar aplicándole otras nuevas.»

III

Las indulgencias, unas se llaman y son plenarias, es decir, que remiten toda la pena temporal debida por el pecado, y éstas solamente el Sumo Pontífice las puede conceder para toda la Iglesia universal; las otras son parciales, las cuales no remiten sino una parte solamente de la pena, y éstas pueden concederlas aun los Obispos, con las limitaciones acostumbradas y solamente en sus propias diócesis.

Acerca de estas últimas conviene precaverse contra un error grave, como sería el creer que una indulgencia de tres años, por ejemplo, equivale a una disminución de pena de tres años en el Purgatorio.

Nosotros no conocemos la relación del tiempo con la eternidad; y por tanto semejante comparación sería falsa.

En la idea de la Iglesia una indulgencia de tres años corresponde sencillamente a tres años de aquella penitencia canónica que ella imponía en los siglos de fervor a los fieles arrepentidos, pero no a otro tanto tiempo de Purgatorio.

Como quiera que sea, nuestra confianza en las indulgencias debe ser grande, mayor todavía que en nuestras propias satisfacciones, porque del valor de éstas podemos dudar con razón a causa de nuestra debilidad; pero en cuanto a las indulgencias no podemos dudar, ni del valor de los méritos de Jesucristo, de la Santísima Virgen y de los Santos que forman el tesoro de las mismas, ni de la autoridad de la Iglesia al distribuirlas.

No obstante, si queremos que sean provechosas verdaderamente a las almas del Purgatorio, es necesario que nos hallemos en las condiciones requeridas para ganarlas, dependiendo su eficacia de las disposiciones de quien las aplica y, acaso, también de las del difunto en cuyo provecho se aplican.

Estas condiciones se pueden reducir a tres:

1) Es preciso cerciorarse de si la indulgencia ha sido concedida verdaderamente por la Iglesia; si todavía se halla en vigor; y si es aplicable a los difuntos; teniendo en cuenta que todas las plenarias les pueden ser aplicadas; además, que nosotros tengamos la intención de aplicársela, porque de otro modo su fruto no abunda en provecho de aquellas almas, sino sólo en provecho nuestro.

2) Es preciso cumplir punto por punto las condiciones prescritas, no omitiendo ni cambiando nada, si se quiere que el valor de la indulgencia no sea nulo, aunque se practiquen obras mejores que las prescritas.

Para lucrar indulgencia plenaria, ordinariamente se requiere la confesión y comunión; pero las personas que acostumbran confesarse cada semana pueden con esta sola confesión lucrar todas las indulgencias concedidas durante aquellos siete días, exceptuando el Jubileo, el cual requiere una confesión especial.

Así con una sola comunión se pueden ganar en un mismo día varias indulgencias plenarias, aunque hayan sido concedidas en distintas veces.

Ordinariamente, para ganar tales indulgencias se impone la obligación de rezar alguna oración a la intención del Romano Pontífice, la cual se deja a la libre elección del que gana la indulgencia, y puede ser la misma penitencia sacramental.

3) Es necesario hallarse en estado de gracia, al menos en el momento en que se practica la última obra mandada, y tener firmísima voluntad de satisfacer cuanto antes por las propias culpas.

La razón es porque para aplicar la indulgencia al difunto es preciso que sea primeramente ganada por el que quiere aplicarla.

Por consiguiente, si quien la quiere ganar se halla en pecado mortal, es inútil intente ganarla, porque sólo cuando la culpa del pecado ha sido perdonada por la absolución, y el pecador está verdaderamente decidido a hacer penitencia, la Iglesia concede este favor.

De donde se sigue que no es tan fácil ganar integralmente una Indulgencia plenaria, siendo absolutamente necesario no tener en el alma ni el más mínimo pecado venial, ni afición al mismo, y estar animado de un gran fervor de caridad, de una contrición general y de un espíritu de verdadera penitencia.

Por donde ocurre muchas veces, según la medida de nuestras disposiciones, que se lucra una parte solamente de dicha indulgencia; y, por consiguiente, para poder extinguir completamente nuestras deudas, necesaria sería la reunión de muchas indulgencias plenarias.

Por parte del difunto al cual se aplican es preciso:

1° que esté realmente en el Purgatorio;

2°que Dios acepte realmente esta indulgencia, reservándose Él a veces amplia libertad para aplicarla.

***

Habiendo explicado qué son las indulgencias y cuánta sea su eficacia en favor de las almas de nuestros hermanos difuntos, ¿por qué no ponemos más empeño en ganarlas con más frecuencia en provecho y sufragio suyo? Desde la profundidad de aquella cárcel de fuego, ellas las aguardan ardientemente de nuestra caridad; no queramos ser, pues, tan crueles defraudándolas en su deseo.

Con un poco de buena voluntad y de atención, ¡cuán fácil nos sería complacerlas en el transcurso del día!

Arrebatada en espíritu, la Beata María de Quito, vio en una espaciosa plaza una mesa llena de oro y de toda suerte de piedras preciosas, y oyó una voz que gritaba: «El tesoro está a disposición de todos; quien lo desee, que tome de él y se aproveche.»

Este tesoro era imagen del tesoro de las santas indulgencias, expuesto todo el día, en beneficio común de los fieles, en la Iglesia.

Imaginemos que también a nosotros se nos dirige esta invitación, y, tomando a manos llenas de este tesoro, sirvámonos abundantemente de él en beneficio de los fieles difuntos.

Imitemos en esto el celo de las almas piadosas, de las que, gracias a Dios, tantas aun en nuestros días se imponen como un deber el ganar el mayor número posible de indulgencias, hasta despoblar, por así decirlo, el Purgatorio y mandarlas al Cielo.

Refiérese de un valiente capitán polaco, desterrado a Roma, que pasaba una parte de su vida visitando las iglesias en que podía ganar indulgencias por las almas de los difuntos. Cuando él calculaba que con la aplicación de esas indulgencias había libertado alguna, ponía bajo su protección y confiaba a su tutela una persona conocida, amiga o enemiga suya, que él sabía, estar necesitada de auxilio espiritual.

¡Qué hermoso ejemplo, digno de ser imitado! En tan bella devoción pasó este hombre admirable los últimos años de su vida, practicando la caridad a un mismo tiempo con los vivos y con los difuntos.

EJEMPLO

Eficacia de las Santas Indulgencias

El célebre Monseñor Gaume, para hacernos comprender la locura de los que no hacen caso de las indulgencias, medio tan fácil y eficaz para satisfacer por nuestras deudas a la Justicia divina y para librarnos de caer en el Purgatorio o abreviar sus penas por lo menos, recurre a la comparación siguiente:

«Yo supongo que vamos a visitar una inmensa cárcel en que hay recluida una muchedumbre de desgraciados cargados de pesadas cadenas. Todos ellos están condenados a penas terribles, unos por diez años, otros por veinte, otros por cuarenta. Su estado nos mueve a compasión, por lo cual les decimos: «El rey, en su bondad, quiere abreviar la duración de vuestros padecimientos, o libraros de ellos por completo, con la condición, no obstante, de que hagáis tales oraciones, tales prácticas de piedad breves y facilísimas. Si aceptáis, las puertas de la prisión os serán franqueadas al instante; podréis volver a ver a vuestros parientes, a vuestros amigos, a vuestras familias.» ¿Habría ni un solo prisionero que rechazara condiciones tan ventajosas y suaves? Pues bien, esos prisioneros somos nosotros, deudores incapaces de pagar por nosotros mismos las deudas contraídas con la divina Justicia; la cárcel es el Purgatorio. Las penas de este mundo son como sombra comparadas con las que allí se padecen. Se nos ofrece el podernos librar de ellas en condiciones facilísimas, y ¿no aceptaremos, o, aceptándolas, dejaremos de satisfacerlas con escandalosa negligencia?… Y si algún día nos tocara a nosotros eternizarnos año tras año en aquellas llamas del Purgatorio, ¿no deberíamos atribuirlo sólo a nuestra culpa?»

Así habla este docto autor, el cual, para hacernos comprender el valor de las indulgencias, nos refiere el siguiente hecho sacado de las Crónicas de los Frailes Menores.

El Beato Bertoldo, célebre predicador franciscano, había obtenido del Sumo Pontífice diez días de indulgencia para los asistentes a sus sermones. Un día en que había hablado muy elocuentemente acerca de la limosna, una noble señora aquien los reveses de fortuna habían reducido a la última miseria, se presentó a él exponiéndole su triste situación y le rogó la quisiera ayudar. El buen religioso le dio la misma respuesta del Apóstol: «Yo no poseo ni oro ni plata; pero cuanto poseo te lo doy de buen corazón. Por el bien de las almas, a quienes yo soy llamado a evangelizar, el Santo Padre me ha otorgado el privilegio de conceder por mi medio diez días de indulgencia a cuantos vengan a oír mis sermones; id, pues, a casa del banquero X, hasta ahora más preocupado por los bienes de aquí abajo que de los tesoros espirituales, y ofrecedle, a cambio de la limosna que os dará, la cesión en provecho de un alma por sus pecados de los diez días de indulgencia que habéis ganado; el Señor me da a entender que os acogerá favorablemente.»

Por dicha los banqueros de antaño no se asemejaban a los de nuestros días; si no, ¡con qué risotadas y chacota hubiera sido recibida, sabiendo el fin que la llevaba! Éste, por el contrario, acogió bondadosamente a la pobre señora: «¿Y cuánto queréis a cambio de vuestros diez días de indulgencia?» «Ni más ni menos de lo que pesen colocados en la balanza», respondió ella, animada por una fuerza interna. «Sea así», dijo el banquero, y, traída una balanza: «Escribid, le dice a la señora, sobre un trozo de papel los diez días de indulgencia y ponedla sobre un platillo; yo pondré sobre el otro una moneda de a real.»

¡Oh prodigio! El platillo de las indulgencias no sólo no se elevó, sino que arrastró y levantó bien alto al otro.

Maravillado el banquero, añadió otro real y otro hasta cincuenta; pero el platillo de las indulgencias, como si nada lo contrapesara, no se movió hasta que en la balanza se hubo colocado la cantidad que necesitaba aquella señora para atender a sus necesidades; entonces ambos platillos se nivelaron.

Fue ésta una buena lección para aquél banquero, el cual desde entonces aprendió por propia experiencia a tener en más aprecio los tesoros espirituales.

¡Ay, cuánto más caso hacen de ella las pobres almas, las cuales por la más pequeña indulgencia darían de buen grado todo el oro del mundo!