PADRE RAÚL SÁNCHEZ ABELENDA: SÓLO ESPAÑA PODÍA EVANGELIZAR AMÉRICA

Conservando los restos

Reflexiones sobre el V° centenario del descubrimiento de América

Trabajo presentado por el Padre Raúl Sánchez Abelenda en las Primeras Jornadas sobre el V° Centenario de la Fe Católica en América (Buenos Aires, del 9 al 12 de octubre de 1992).

I

Si las palabras del R.P. Xavier Beauvais, Superior del Distrito de América del Sur de la Fraternidad Sacerdotal San Pío X han sido el pórtico de este Congreso celebratorio de la Fe Católica en América, las mías revisten el carácter de una suerte de umbral para las exposiciones ulteriores. Decimos umbral de un pavimento que, al levantar las estructuras histórico-conceptuales que han hecho y dan sentido y deben seguir dándoselo a nuestro continente católico, no pueden desubicarse del marco amplio —tan amplio como la Christianitas orbis— de la Cristiandad y, encuadrado en ésta, del más específico —el que afecta a nuestra condición de hispanoamericanos— de la Hispanidad, que a la Cristiandad del orbe le ciñó la communitas orbis: así, estaremos atentos al aspecto evangelizador y la cristianización de América, amén de otros más circunstanciados e individualizados, que es la cifra de la lumbre vivificante, de la raíz, la médula, la cima y la corona de la obra de España en estas tierras.

Seremos muy sucintos —lo que no quiere decir superficiales ni efímeros— en la simplicidad de nuestras consideraciones. Éstas no pueden dejar de estar calzadas en la historia —de la cual no podemos jubilarnos— porque historia somos, además de naturaleza, y en la historia han transcurrido, transcurren y transcurrirán, hasta la parusía de Cristo, las batallas con sus victorias y sus derrotas, con sus clarividencias y oscuridades, con sus euforias y depresiones, con sus aciertos y sus yerros.

Pero, al recordar la parusía de Nuestro Señor Jesucristo, recordemos también «vincenti dabo manna absconditum» y «al que venciere se le dará la corona de la vida». Por eso, más que un deber que tiene su premio es una dicha y, sobrenaturalmente hablando, una gracia luchar por nuestra fe. Luchar por ella no es luchar contra esto o aquello, a tontas y a locas. ¿Y el premio? Inefable, inconmensurable, apoteótico: nuestro buen Dios, como dicen los franceses, y nosotros los hispanos, a secas: el Señor.

He dicho los hispanos, no meramente los españoles, pues desde ya sabemos que la hispanidad sobrepasa la geografía peninsular: engarza una geografía —y no solamente telúrica— maravillosa y ricamente universal.

Cabe aquí subrayar que celebramos este V° Centenario de un Mundo Nuevo: algo más que una mera conmemoración. Muchos católicos, sin duda, así lo han de sentir. Pero nosotros, sin jactancia, lo sentimos cum pleno jure, concatenados vivencialmente —sin rupturas, sin olvidos ni soslayos, sin parches de falsas hermenéuticas— con la tradición que en sus etapas más gloriosas tuvo ese alumbramiento de una América cristiana, convencidos —merced a esa tradición unívoca, en la univocidad de la fe— que «en ningún continente del mundo se ha recibido la gracia que han recibido los habitantes de Hispanoamérica», al decir de Monseñor Marcel Lefebvre, haciéndose eco de la siembra de la semilla del Evangelio apenas descubierto nuestro continente, que señalara Benedicto XV en su encíclica «Máximum illud», del 30 de noviembre de 1919, y que le hiciera afirmar a Pío XII, respecto del mismo, como el «mundo de la esperanza» católica.

Y al celebrarlo no pagamos ningún tributo a la distorsión histórica de una rapiña de culturas válidas anteriores, al margen de la sombra redentora de la Cruz. Nuestra celebración es visceral, porque visceralmente estamos vinculados a la misma Cruz que clavó Isabel de Castilla el 2 de enero de 1492 en la Alhambra de Granada al recuperar totalmente su patria del invasor infiel, y a la misma Cruz que, con el mismo pendón de Castilla, clavó Colón aquel viernes —natalicio de la Hispanidad— del 12 de octubre del mismo año. Semilla evangélica fecunda que mereció, a menos de cuatro décadas de esa fecha, la aparición de la Patrona de Hispanoamérica, Nuestra Señora de Guadalupe, en el año 1531.

Sí, no se puede hablar de Cristiandad, celebrar los fastos de la Cristiandad, sin una tradición verdadera y auténtica; sólo puede celebrarlos de corazón y con frente limpia y alta el tradicionalista —usamos la palabra, que es noble, sin complejo de inferioridad— que tiene incólumemente anclada su fe en la doctrina, la moral y el culto católicos, establecidos para siempre y con perenne eficacia soteriológica por el Redentor del mundo y Fundador de la única Iglesia y Religión verdadera: la Católica, Apostólica y Romana —extra quam nulla salus— que, providencialmente, identificara Pío XII históricamente con el Cuerpo Místico de Cristo en la encíclica homónima del 29 de junio de 1943.

Recordar esto aquí y en estos momentos exactos parecería una perogrullada, pero nunca hay que dar por sabidas las cosas que, por sabidas, nunca se dicen, se suponen y no sólo se soslayan, sino que se olvidan y se niegan, o al menos se tergiversan. Viene a cuento aquella expresión de Chesterton: «Si todas las cosas son siempre las mismas es porque son siempre heroicas; si todas las cosas son las mismas es porque son siempre nuevas». En todo caso, recordamos sin rubor que abusus non tollit usum.

II

Cristiandad e Hispanidad: dos estrellas de primera magnitud, como Alfa y Beta del Centauro, que esplenden en nuestra Cruz Austral.

La Cristiandad es algo sustantivamente social, es una concreción histórica, maguer su expresión abstracta, no es un concepto meramente lógico desgranado de un árbol porfiriano: es un todo de orden con sus partes ordenadas y orgánicamente estructuradas y existencialmente con una entidad propia. Aparte de que Casiodoro (477-570) haya sido el primero que acuñara esta expresión, significando el conjunto de las virtudes cristianas, y que el Código Teodosiano (379- 395) lo acerque al significado vigente y que nos ocupa, el Papa Juan VIII (872- 882) fue el que llamó Cristiandad a la sociedad temporal, la ciudad terrena, en cuanto imagen de la Ciudad celeste.

Se trataba de la comunidad o sociedad de todos los cristianos. La historia lo sostiene y lo realiza, pero no lo explica; tampoco una consideración meramente filosófica. Cabe anticipar —por más que haya una cierta legitimidad en su uso— que una filosofía de la historia puede consignarla, pero no explicarla, porque en rigor de verdad no hay una filosofía de la historia. Sí, por cierto, una teología de la historia que explica su significado porque explica ante todo el itinerario salvífico de Dios respecto del hombre después de su caída original, cuya cima es la Vida y la obra soteriológica del Verbo Encarnado, centro de toda la historia cuyo movimiento explica —en el doble sentido del vocablo: su razón de ser y las etapas de su desarrollo; «ante legem – sub lege – sub gratia»— y cuyo término con toda certeza lo hace conocer por la fe, desearlo por la esperanza y buscarlo por la caridad, es decir, la Patria, la Ciudad celeste.

La Cristiandad ostenta la clásica relación entre el orden temporal y el orden sobrenatural. Hemos dicho el orden temporal, más ceñido —aunque de tejas abajo más dilatado— que el orden natural en lo que atañe al hombre: cada predestinado al devenir ciudadano del cielo es el mismo individuo, con su cuerpo y con su alma divinizados, plenamente sobrenaturalizados. El orden temporal es totalmente intrahistórico. Por ende, cuando una sociedad está compenetrada por el espíritu del Evangelio, tal sociedad es intrínsecamente cristiana y puede llamarse Cristiandad; y más aún el conjunto de las diversas sociedades naturales entre sí relacionadas y jerárquicamente organizadas, pues no necesita explicación el hecho de la pluralidad social entre los hombres.

Reiteramos: cuando el orden temporal —con su plexo plural estático y dinámico—, cuando la sociedad civil como un todo, idónea para conocer la religión verdadera y capaz de profesarla —como efecto de la misional fides ex auditu, tarea por antonomasia de la Iglesia— se une a esta religión verdadera, la confiesa, la practica, la protege, propaga y defiende, existe la Cristiandad. Se trata del homenaje social rendido a Cristo, cuya Encarnación fundamenta este vasallaje por sus prerrogativas hipostáticas, no siéndole ajeno nada de lo creado. Siendo el hombre social por naturaleza y la sociedad la comunidad concorde de personas tendiente al bien común, con la autoridad necesaria y competente en orden al mismo, cuya causa eficiente es, para la fe cristiana, y desde el punto de vista del misterio de la Encarnación, la sociedad humana, por sí misma, no puede considerarse ajena, ni ontológica ni moralmente, respecto de la misma Encarnación.

La encíclica «Quas primas» de Pío XI, del 11 de noviembre de 1925, lo ha esclarecido meridianamente sobre la base de la fecunda doctrina paulina, y cuya consecuencia cultual —por lo tanto, teológica y santificante— fue la promulgación de la fiesta de Cristo Rey, es decir, de la Realeza Social de Jesucristo, antídoto eficaz para nuestros tiempos de indiferentismo y naturalismo religiosos y, en nuestros días, lamentablemente de pelagianismo atroz y de gnosticismo larvado o desembozado, como sucedáneo de la apostasía de la fe. De cara a este veneno satánico los presentes —o su inmensa mayoría— se defienden, nutren y fortifican con la fe más sincera y viva en Cristo Rey, cuyos vasallos somos y «a quien servir es reinar».

Hemos dicho sucedáneo de la fe o, en palabras más amplias, un recambio de religión, porque sin religión el hombre y la sociedad —que es su proprium naturæ — no pueden vivir; claro que se trata de una religión invertida y, en consecuencia, intramundana, que declina en el antropocentrismo más crudo: la adoración del hombre, engañado y enloquecido, por lo tanto alienado, por un huracán de falsa libertad. Y aquí señalo que —¡lejos de mí!— no voy a condenar un cristocentrismo, pero sí afirmar que el fundamento y el fin de la Cristiandad ha sido teocéntrico. Porque el criterio para formular un determinado juicio sobre un movimiento debe fundarse en el fin hacia el cual se orienta.

Todo movimiento no es un puro resultado de fuerzas que obran ciegamente, sino de la atracción que determinados fines —vivientes en alguna inteligencia— ejercen sobre los móviles. Una ley preside la actividad de todas las fuerzas que operan en el mundo, y fue enunciada por un enviado de Dios con luminosas ráfagas de su inspirada palabra: «Todo es vuestro, pero vosotros sois de Cristo, y Cristo es de Dios» (I Corintios, III, 22 y ss.). De ahí que expresara estar lejos de mí poner en tela de juicio un auténtico cristocentrismo, pero resalta que todo culmina en la sublime Trinidad, fuente de vida, bondad esencial, causa única de todo y que, en la efusión de su amor, ha comunicado a todas las cosas el ser y la perfección. En efecto: un orden inferior, de la multiplicidad, en que la multitud del macrocosmos se unifica con el microcosmos que es el hombre; un orden mediador, que se encuentra en Jesucristo, Hombre-Dios; un orden final, el de la perfecta y riquísima simplicidad, que es Dios. La clave de esta admirable economía es Jesucristo, el cual, siendo Dios, se hizo hombre y arrastró hacia Dios todas las cosas que de Él salieran.

«Dios, en la circunferencia de sus obras —dice el famoso Cardenal de Bérulle— y en el movimiento de sus consejos, es como un círculo maravilloso que se forma terminando en el mismo punto donde principió. Dios produce todas las cosas por medio de su Verbo, y el Verbo es el principio, por quien se realizó la creación del mundo, la cual termina en la producción del hombre, como en la última de las obras de Dios. Dios, pues, uniendo la naturaleza humana a su Verbo, unió y juntó, por este medio, la última de sus obras con el principio de las mismas. Y, por otra parte, siendo la naturaleza el compendio del universo y el sujeto en quien, según sus diversos grados y propiedades, se recapitulan todas las criaturas, es evidente que, al unirse el hombre a Dios, vuelve a Dios el universo mismo que de Dios saliera».

Hasta aquí el Cardenal de Bérulle. En suma, Cristo es la recapitulación del universo; y la historia —que «consiste, como decía Péguy, esencialmente en un pasar a lo largo del acontecimiento»— debe entonces estar colocada bajo el signo de Cristo, «cuyo nombre es sobre todo nombre: para que al nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, en la tierra y en los infiernos» (Filipenses, II, 9).

Cristiandad, entonces —término que viene de Christianitas—, que se realiza solamente dentro del marco de la historia humana teniendo sólo una analogía con la Patria —la definitiva Ciudad de Dios—, significa un conjunto de pueblos que públicamente se propone vivir de acuerdo a las leyes del Santo Evangelio, de las que es depositaria la Santa Iglesia. Cuando las naciones, en su vida interna y en sus mutuas relaciones, se conforman con las enseñanzas del Romano Pontífice y, en la economía, en la política, en la moral, no legislan sino de acuerdo a su sagrado ministerio, tendremos un concierto de pueblos cristianos, o sea una Cristiandad. Y esto ha tenido lugar en la historia.

Sobre los cuatro pilares del Imperio Romano, cuya cultura latina había asimilado toda la helénica en su más alto grado de búsqueda y hallazgo de la verdad y la belleza, ensambladas en sólidas vivencias morales en lo que atañe a la justicia especialmente, a saber: la religión, la propiedad, la res militaris y el derecho plasmado en las instituciones básicas a partir de la familia, la Iglesia, a través de su esencial misión evangelizadora —suaviter in modo, fortiter in re—, abonada antes por la sangre de sus mártires que por la lumbre de sus doctores —que los hubo inequívocamente por cierto desde el primer instante—, evangelizó primero el Imperio en toda su latitud y luego en la asimilación de los bárbaros, cristianizándolos y cristianizando, no sólo sus solares, sino sus relaciones sociales, a medida que estructuraban comunidades cada vez más estables y perfectas, hasta configurar todo su conjunto en lo descripto como Cristiandad.

Las fechas de su comienzo y desarrollo no son matemáticas, pero sin olvidar el bautismo de Clodoveo y la conversión de Recaredo de la herejía arriana, que le había inoculado el ejemplo de su padre Leovigildo, es indudable que la coronación de Carlomagno —en la Navidad del año 800, por el Papa León III— como emperador de Occidente, casi cinco centurias después de la extinción occidental del Imperio de Roma, señala un mojón singularísimo en la historia de la Cristiandad, que tuvo en números redondos casi un milenio de existencia, si es que la prolongamos hasta la caída y extinción del Imperio Austrohúngaro, una de las consecuencias de la guerra de 1914-1918.

Claro está que corrió mucha agua bajo los puentes de tantos años, y no todo fue coherente, sólido, irreprensible y rutilante en lo que hace a la vigencia sincera y pareja de los valores cristianos, o de los mismos valores estructurales, armónicos, justos y jerarquizantes de esos mismos pueblos en su relación con las exigencias de los mandatos del Evangelio a los que se sentían obligados so pena de no ser cristianos. No es el momento aquí de registrarlos ni de computar su cumplimiento, pero sí podemos decir que hasta antes de la Revolución Francesa los pueblos europeos, por pecadores que fuesen —los católicos al menos, luego de la fractura luterana y sus semejantes—, reconocían los inviolables derechos de la Iglesia. Y no sólo en estos mencionados últimamente, sino también en los cristianos no católicos, si se pecaba —de lo que no cabe ninguna duda—, no se pecaba de impiedad.

Hablamos de los pueblos —reinos y naciones— no meramente de sus miembros individualmente considerados. Este pecado de impiedad tuvo pública carta de ciudadanía a partir de la Revolución Francesa. Pero no nos interesa aquí y ahora este tipo de crónicas, ni tampoco el análisis prolijo de los valores humanos evangelizados como tejido intrínseco de la Cristiandad; tabla de valores, desde la cima hasta la base, conculcados y negados hasta pulverizar a la Cristiandad y a sus miembros, sus pueblos integrantes, con deterioro casi letal de sus individuos.

Desde entonces la Cristiandad ha desaparecido. Por eso nos atrevemos a decir que las dos últimas proezas de Cristiandad uti talis han sido el descubrimiento de América —por la ulterior evangelización inmediata que conllevó, motivo expreso de Isabel de Castilla y la Corona española— y la batalla de Lepanto en 1571, bajo Felipe II; empresas ambas de la Cristiandad pero con indiscutible principalía hispana.

Podría añadirse la guerra de Carlos VI de Habsburgo contra los turcos —como en Lepanto— durante los años 1736-1740, que terminó en forma desafortunada. ¿Y la guerra de La Vendée durante el terror robespierreano? Probablemente. Asimismo la guerra de los cristeros mexicanos y, de un modo resaltado, la Cruzada de la guerra civil española de nuestros años treinta.

No obstante, se destacan ingentes y con éxito asaz perdurable las proezas americana y lepantina. Recordamos aquí que ahora ni siquiera tiene vigencia el Pacto de Letrán, firmado el 6 de febrero de 1929 entre Pío XI y Benito Mussolini.

Sí: hoy ha desaparecido la Cristiandad. Pero antes de indicar siquiera sus causas profundas y el modo que nos queda de avivar sus rescoldos —obligación imperiosa— recordemos este a guisa de su retrato que nos brinda la inolvidable encíclica de León XIII «Immortale Dei», del 1° de noviembre de 1884. Dice el Romano Pontífice: «Hubo un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados. Entonces, aquella energía propia de la sabiduría cristiana, aquella su divina virtud, había compenetrado las leyes, las instituciones, las costumbres de los pueblos infiltrándose en todas las clases y relaciones de la sociedad, la religión fundada por Jesucristo se veía colocada firmemente sobre el grado de honor y de altura que le corresponde; florecía en todas partes secundada por el agrado y adhesión de los príncipes, y por la tutelar y legítima deferencia de los magistrados; y el sacerdocio y el imperio concordes entre sí, departían con toda felicidad en amigable consorcio de voluntades e intereses. Organizada de este modo la sociedad civil, produjo bienes muy superiores a toda esperanza. Todavía subsiste la memoria de ellos, y quedará consignada en un sinnúmero de monumentos históricos, ilustres e indelebles, que ninguna corruptora habilidad de los adversarios podrá nunca desvirtuar ni oscurecer».

¡Qué contraste este testimonio de la historia, aducido por el Romano Pontífice, comparado con la civilización yerma y antievangélica en la que estamos sumergidos!

Hoy algunos hablan de la Cristiandad como algo que se les ha regalado y que es imperdible; por eso no la valorizan, engañados por una posesión fantasma. Otros la consideran un bien mostrenco: está ahí, como un punto de referencia en el horizonte de sus retóricas utópicas; se la añora, tal vez se la desea, inclusive gastan con sinceridad sus esfuerzos en su favor. Otros por cierto la niegan, la escarnecen o la burlan, la asesinan o la amordazan con el silencio más sarcástico. Recordemos la euforia de algunos Padres Conciliares cuando celebraron «la Revolución de 1789 en la Iglesia Católica», en ocasión del Concilio Vaticano II.

Nosotros pretendemos ser sinceros, con el humilde celo por el honor de la Realeza Social de Jesucristo que nos conceda Dios: hoy la Cristiandad ha desaparecido. Quedan, por cierto, no sólo sus huellas patentes sino también sus rescoldos, que hay que avivar para que alumbren sus brasas purificadoras y vivificantes. No podemos, además, condicionar la sabiduría y la omnipotencia misericordiosa de la Providencia a cierta dosis de pesimismo —no desánimo— ciertamente no infundado. La profecía de Ezequiel está en las manos de Dios: «A quatuor ventis veni, spiritus, et insuffla super interfectos istos, et reviviscant» (Desde los cuatro vientos ven, espíritu, e insufla sobre [estos huesos] muertos para que revivifiquen) Ezequiel, 37.

Decía San Agustín en su Epístola a Macedonio (3): «No es feliz la ciudad por otra razón distinta de aquella por la cual es feliz el hombre, porque la ciudad no es otra cosa que una multitud concorde de hombres». Esta ciudad agustiniana —que no es sinónimo estricto de la Civitas Dei— es la Ciudad Católica de San Pío X, que «no está por inventarse ni la ciudad nueva por construirse en las nubes. Ha existido y existe (San Pío X hablaba en los umbrales de la Primera Guerra Mundial): es la civilización cristiana —sinónimo de Cristiandad— que hay que instaurarla y restaurarla sin cesar sobre sus naturales y divinos fundamentos, contra los ataques siempre renovados de la utopía nociva, de la rebeldía y de la impiedad». Pero si la sal pierde su salinidad, ¿qué o quién la salará? De nada vale en adelante y debe ser esparcida fuera y pisoteada por los hombres (San Mateo, V). He aquí nuestra actual encrucijada.

Se habla de secularización, pero que no se desgaste esta palabra como un paraguas de nuestra somnolencia, agujereado mientras el diluvio huracanado arrecia. Los mejor intencionados pueden tener el fin de las vírgenes necias (San Mateo, XXV): que el Señor los desconozca.

Sí, por cierto, secularización, y secularización inmanentista, intramundana, lastrada —como dijimos— de pelagianismo y gnosticismo y, en sus anfractuosidades más recónditas, la sierpe siempre vigilante del arrianismo.

Las nuevas cristiandades —y por eso afirmamos que la cristiandad no es análoga sino unívoca; sus variantes no son sino accidentales vicisitudes de la historia— que se caracterizan por la exclusión de la Iglesia de la vida social humana, han concluido o inexorablemente concluyen en la carnalización de lo sobrenatural, donde no es convidado de piedra el liberalismo católico: casi diríamos el anfitrión. Esto —en lo que no podemos detenernos— lo ha expuesto magistral y prolijamente el Padre Julio Meinvielle en diversas obras y oportunidades: basta recordar la conclusión de su «De Lamennais a Maritain». Ahí añade: «La carnalización de lo sobrenatural constituye el anticristianismo». He aquí el punctum dolens.

Lo dejo casi como una aporía. Y no por ignorancia. Sólo quiero recordar un texto de Santo Tomás («De Veritate», XIV, 2): «En aquellos todos que tienen sus partes ordenadas, la primera parte en la que está la incoación del todo, se dice que está la sustancia del todo, como el cimiento de la casa o la quilla de la nave. Por eso dice el Filósofo (II Metaphys.) que si el ente fuese un todo, su primera parte sería la sustancia».

No creo oportuno hacer la exégesis prolija de este texto, que puede dar lugar a casuísticas engorrosas y hasta absurdas —y ex absurdo sequitur quodlibet—, pero hemos aludido a la salinidad evangélica, elemento sine qua non para el «instaurare omnia in Christo» de San Pío X. La Cristiandad es un todo de orden, estructurado jerárquicamente, con cuerpo, alma y espíritu, y su núcleo y principio vital es el Evangelio, cuya predicación y defensa corresponde a la Esposa de Cristo. No es una mera civilización con barnices cristianos, que solamente puede complacer al mundo. Aunque no haya sido conmemorado —como era justo— el Syllabus de Pío IX, del 8 de diciembre de 1864, sigue vigente y cuya proposición 80ª (D. 1780) resume todo lo que aquí tratamos.

De ahí la referencia de San Agustín y en relación a la parte que incoa el todo de Santo Tomás: lo que hace feliz al hombre, lo que lo salva, es lo que hace feliz a ese todo de orden social que es la Cristiandad y que la salva, y éste no es sino Dios. Y Dios, ¿a quién encomendó esta tarea? ¿A los hombres enfermos —débiles— por el pecado original y las sociedades que integran?, por cierto que no. Salvo que establezcamos la nueva religión pelagiana, gnóstica y arriana.

Hemos hablado del anticristianismo. Ocurre que la Cristiandad no se identifica con el cristianismo; éste es más amplio y se concentra todo en Cristo Salvador: su doctrina, su moral, su culto. Puede estar vacante la Cristiandad, puede ser descuajada de raíz y para siempre, pero no el cristianismo cuya cima es la Parusía, inicio sin fin de la Civitas Dei agustiniana, primum analogatum —digo analogatum— de la Cristiandad. Y aquí juega su papel ineludible y necesario la Iglesia como Cuerpo Místico de Cristo, que tampoco puede desaparecer, aunque palidezca exteriormente y que está en función sembradora y vehicular —por eso fuera de ella no hay sino extravíos— de la Patria, de la Civitas Dei, cuya «Pax cælestis civitatis (est) ordinatissima atque concordissima societas fruendi Deo et invicem in Deo» («De Civitate Dei», XIX, 13,1).

Cuando se conoce la enfermedad en forma exacta se la puede curar. Recordemos a Juan Donoso Cortés: «Los tiempos inciertos son los más seguros, pues nos aleccionan a qué atenernos frente al mundo» (citado por Joseph Pieper: «Sobre el fin de los tiempos», Epílogo, Rialp, Madrid, 1955). Y el gran extremeño nos ha brindado el remedio con su famosa Ley del Termómetro: «No hay más que dos represiones posibles: una interior y otra exterior; la religiosa y la política. Son de tal naturaleza que, cuando el termómetro religioso está subido, el termómetro de la represión está bajo. Esta es una ley de la humanidad, una ley de la historia» (Discurso sobre la dictadura, 4 de enero de 1849). Y su relación con lo que dice en su Carta a los directores de «El País» y «El Heraldo» (16 de julio de 1849): «El mal triunfa naturalmente del bien, y el bien triunfa sobrenaturalmente sobre el mal, con una intervención personal de Dios, como el milagro sobre las leyes físicas». He aquí el remedio, el consuelo que da fortaleza, la esperanza anclada en Dios y no el vaivén del péndulo.

III

¿Y la Hispanidad? No es otra cosa, en primer término, que la Cristiandad hispánica, y en segundo término, una patria común de todas esas patrias, que Francisco Elías de Tejada gustaba de llamar «las Españas». Las «Españas» ante todo transatlánticas, rodeando el orbe hasta las Filipinas, pero que tuvieron su raíz medulosa en la misma España peninsular con la organización de sus reinos. De esos reinos que luego de la quiebra visigoda que había asimilado la romanidad sobre la riqueza primigenia celtíbera y se había cimentado en la evangelización más profunda conforme a la redacción del español Osio del símbolo de Nicea en el año 325 —preámbulos de Cristiandad— se fueron rehaciendo a partir de la resistencia asturiana, firme desde el año 718, hasta la culminación en la conquista de Granada el 2 de enero de 1492.

De ahí que en la Hispanidad la Cristiandad —sit venia verbo— juega el papel de género y su diferencia específica la constelación de naciones a partir, no del hecho desnudo del descubrimiento de América, sino de su ulterior y consciente empresa de evangelización. Expresa en la conciencia de esa señora impar, Isabel de Castilla, a quien no defraudó el decurso siguiente de la Corona española hasta que ésta perdiera la conciencia de su identidad.

El 12 de octubre de 1492 es el natalicio de la Hispanidad. Pero este desembarco no hubiera tenido lugar sin el desembarco ocho siglos atrás de Tariq, el 28 de abril del año 711, cuando el invasor de la patria era al mismo tiempo, y por sobre todo, el invasor a sangre y fuego del solar espiritual: el infiel. En este sentido España luchaba a la par contra un usurpador puramente terreno y contra el que rapiñaba su fe. Así se distingue del resto de las comunidades, países y Estados —aunque este término es moderno, contemporáneo y fruto de la Reforma luterana y fines— de la Cristiandad: éstos lucharían entre sí solamente por intereses, justos o injustos, meramente políticos o con insolencias más graves frente al Papado, pero no contra el enemigo endémico de su fe. Sus Cruzadas, admirables, fueron extramuros. La de España, intramuros. Y al unificarse como nación, en una monarquía federativa, respetuosa y eficiente en la defensa y consolidación de sus fueros estamentales —que han hecho de la España medieval y de sus reinos ultramarinos (porque a América vino una España tardíamente medieval) una estructura sociopolítica singularísima— la consolidó en la unidad de la fe católica.

Aquí correspondería pasar revista a los caracteres del homo hispanicus. Pero no podemos silenciar que el término «Hispanidad», acuñado en nuestra patria Argentina por Monseñor Zacarías de Vizcarra, el entrañable amigo español del entonces embajador en Buenos Aires, Ramiro de Maeztu, autor de ese libro extraordinario que lo dice todo: «Defensa de la Hispanidad», este término —decimos— nos corresponde más a los hispanoamericanos que a los españoles peninsulares.

En efecto, la Hispanidad casi es sinónimo de mundo hispánico. Con motivo de este V° Centenario hemos trazado el arco de la trayectoria histórica del tronco común de la Hispanidad, de sus raíces históricas y por ende socioculturales, sembradas, arraigadas, consolidadas y fructificadas en la Madre Patria ya antes, por cierto, de Covadonga, pero eclosionadas a partir del 718 hasta la reconquista de Granada, el 2 de enero de 1492 por los Reyes Católicos, cuya monarquía federativa, iteramos, cimentó definitivamente la unidad nacional sustantivamente identificada con la unidad de la fe católica. Tronco común que no ha quedado mocho en sus raíces, sino que vitalizó la amplia fronda de los pueblos hispánicos que integran los de estas tierras americanas.

Por eso —como supo decir Ignacio B. Anzoátegui— no nos obsesiona una hispanofilia sino una hispanofiliación. Desaparecido, en efecto, el vínculo político —noble vínculo de vasallaje que ponía en pie de igualdad a todos los reinos, tanto aquí como en la Península— permanece el excelso ideal colectivo, la communitas orbis mencionada, de índole espiritual, que urge mantener y vivificar, no ignorando el pasado sino adentrándolo para rescatar, malgrado las coyunturas actuales de aquende y allende el Atlántico —nuevo mare nostrum de la hispanidad— la propia sustantividad.

Porque esta realidad supranacional tiene una benéfica opresión de siglos. No se litigan, v.gr., las soberanías, no se cuestiona —al contrario, es un timbre específico de gloria singular— la semántica sociocultural y religiosa del mestizaje, ni se pregona una igualdad rasera de razas, ni siquiera se reivindica a ultranza una misma comunidad idiomática, sino el mismo sentido de la vida. Sentido de la vida que comporta los intereses prioritarios del honor y del deber respecto de la persona, del individuo cada cual en carne y hueso, y el sentido profundo, en consecuencia, de la libertad hoy en crisis bajo la máscara del libertinaje o, lo que es lo mismo, una libertad psicologizadamente individualista baldía de verdad y de justicia. Y el sentido de la familia que alcanza hasta como paradigma de la autoridad política y el ejercicio del poder en pro del bien común. Y una robusta fe católica, que todo lo entraña, alimenta y consolida unificando elementos tan diversos; de ahí la referencia al concepto de Santo Tomás mencionado en cuanto que, en un todo de orden, la primera parte que ordena las restantes del mismo incoa el todo estando en él la sustancia del mismo.

Elementos y caracteres de esta unidad espiritual, por cierto Providencial con mayúscula, que es la Hispanidad y que hace que —al decir de Ramiro de Maeztu— «la comunidad de los pueblos hispanos no puede ser la de los viajeros de un barco que después de haber convivido unos días se despiden para no volverse a ver». No se trata como una reunión de hombres de negocios, puesto que prevalecen por sobre los elementos étnicos, que ciertamente peculiarizan —hemos hablado del legítimo mestizaje—, y que no impiden los negocios, y a fortiori por encima de los elementos económicos —que pueden articular anfictionías, mejor dicho, factorías esencialmente púnicas—: prevalecen sí los elementos espirituales.

Al adentrarnos en el pasado comprendemos nuestro presente, ya que los conquistadores y evangelizadores de estas latitudes hispanoamericanas no fueron una caterva de aventureros desarraigados, resentidos, casi patibularios y filibusteros, como pretende Américo Castro. Tuvieron sus abuelos, los que reconquistaron, a botes de lanza y mandoble y con la cruz enhiesta, su patrio solar, durante casi ocho centurias —singular cruzada intramuros—, no sólo del invasor sino del invasor infiel. El factor geográfico, ante todo, reconquistado no por cierto con pasos de ballet, según el gracejo expresivo de Claudio Sánchez Albornoz, el espíritu guerrero, de un belicismo ancestralmente extremo desde los albores de la romanización de España, y un individualismo germinador de libertades concretas —las forales y las municipales trasladadas en su adecuada medida a América—, con un espiritualismo con un deseo de salvación por momentos salvajemente concreto: «Soy tu espada, Señor, estoy combatiendo a tus enemigos, que son también los míos, para llevar tu santo Nombre a nuevas tierras». Sí, tras el triunfo rodilla en tierra y el Te Deum Laudamus y, en la derrota: «A causa de mis pecados, Dios me ha vuelto la espalda». No obstante, siempre: «Sirvo, luego me debes protección».

La Hispanidad —superlativa propiedad al decir de Manuel García Morente— que en concreto quiere decir, en suma, el conjunto de los pueblos o naciones que han brotado de la raíz española, el tronco común ya mencionado. Es innegable la existencia de estos pueblos independientes o cuasi independientes que hablan español, piensan en español, sienten a la española, son católicos y no necesitan muchos centenares de años para reclamar su raíz común que, sin necesidad de estructura alguna —incluso subrayando altivamente sus idiosincrasias peculiares y propias— se sienten unidos en una interna similitud como partes de un «mundo común».

La Hispanidad que, en un sentido abstracto, no es otra cosa que ese vínculo impalpable, inmaterial, intemporal, que reúne de «modo tan singular —acota García Morente— a todas las naciones hispánicas sobre la tierra», vínculo por cierto puramente espiritual. Es la esencia de lo español —mejor diríamos de lo hispánico—, el germen dinámico de toda la historia de España, con un sentido mundial, ecuménico, centrífugo, extravertido con toda su generosidad quijotesca. Esto la hizo misionera desde aquel bendito 12 de octubre de 1492, premio del largo y estrenuo noviciado de su reconquista multisecular.

Creemos que esta ejecutoria se cifra en las palabras testamentarias de Isabel de Castilla: «Tengo por el más excelente don que pueda recibir de las manos del Señor, el de vivir y morir en esta Santa Fe Católica», que hacía que los indios occidentales, «súbditos de la Corona Castellana» fuesen tratados «con la mayor benevolencia y dulzura», recomendando e instando a sus sucesores para que procuren celosamente su «conversión a la Fe Cristiana».

Ramiro de Maeztu subraya en su «Defensa de la Hispanidad» el «eje diamantino» de la misma, al recordar lo expresado por Alonso de Ojeda al desembarcar en las Antillas en 1509: «Dios Nuestro Señor, que es único y eterno, creó el cielo y la tierra y un hombre y una mujer de los cuales vosotros, yo y todos los hombres que han sido y serán en el mundo, descendemos». Pasmosa ecumenidad que recuerda el asombro de los aztecas al verlo a Hernán Cortés —que no se había arredrado en destronar y hacer añicos sus ídolos— besar las manos de los religiosos que venían a evangelizarlos.

Recordamos la aludida Ley del Termómetro de Juan Donoso Cortés con su doble represión: la religiosa, interior, y la política, exterior. España hasta la fecha ha ido a la zaga de la decadencia de la Cristiandad, maguer el rutilante ejemplo de los miles de mártires de su Cruzada de los años treinta, entre ellos el ejemplar del citado Ramiro de Maeztu, cuyas últimas palabras frente a sus asesinos fueron: «Yo sé por qué muero, vosotros no sabéis por qué me matáis». Aquí en nuestra patria, como en el resto del mundo hispánico, quedan rescoldos de Cristiandad, de Hispanidad: urge atizarlos, reconocidos para con la Madre Patria porque, como dijera José María Pemán: