OCTAVO DOMINGO DE PENTECOSTÉS
Dios mediante, y pidiendo la bendición de María Santísima, a partir de este Octavo Domingo de Pentecostés hasta la Fiesta de Cristo Rey inclusive, voy a desarrollar una serie de sermones con la finalidad de hacer ver la participación de Nuestra Señora en el Plan divino de Redención, Santificación y Salvación de las almas.
Tal vez alguien se pregunté por qué considero importante predicar sobre este tema. La razón es muy sencilla: conociendo los temores más comunes que inquietan, angustian y hasta agobian a los fieles, es necesario recordar la misión y el ministerio que Dios ha asignado a su Madre Santísima.
Ante los eventos inminentes, los comunes e invariables (como son la familia, los hijos, lo económico, lo material, las enfermedades, la muerte…), así como los que son propios del tiempo que nos toca vivir (la apostasía generalizada, el epílogo del misterio de iniquidad y la llegada del Anticristo…), en vista de estos sucesos es muy probable que muchas o todas nuestras «seguridades» se pierdan…, y con ellas “nuestras esperanzas”…, e incluso La Esperanza…
Y, precisamente por eso, es importante y necesario tener presente que, de la misma manera que Nuestra Reina y Madre auxilió a los creyentes de todas las épocas, lo mismo hará con los fieles de hoy en día, ya sea guardándolos de algunos acontecimientos, o bien dándoles la fortaleza necesaria para sobrellevarlos.
Es indispensable destacar que María Santísima domina como soberana todos los tiempos de nuestra historia y, particularmente, el período más temible para las almas: el momento de la venida del Anticristo… Estos son los tiempos de la victoria, de la redención plenaria de Jesucristo y de la intercesión soberana de María.
Bienaventurados los que participan y profesan esta Fe; bienaventurados los que escudriñan las Sagradas Escrituras (cómo se nos ha mandado, en vez de perder el tiempo luchando contra lo que ya no hay tiempo de combatir), y por eso saben, aunque en el claroscuro de la Fe, que el final es hermoso. Ellos son bendecidos por tener Fe, ya que los mismos eventos serán insoportables para los incrédulos.
La comprensión de la misión de Nuestra Señora dispensará mucha luz e infundirá mucha fortaleza para seguir el camino trazado por Dios, al mismo tiempo que dispondrá las almas para recibir los méritos obtenidos por Ella y alcanzar su auxilio y protección.
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Y para comenzar, nada mejor que trasladarnos al origen de todo y contemplar y considerar a María Santísima en la mente divina, tal como Dios la ve desde toda la eternidad.
Todos existimos desde la eternidad en la mente de Dios… A todos nos conoce perfectamente, y nos ama… Somos porque Dios nos conoce, existimos porque Dios nos ama…
Si esto se dice de todos, ¿qué diremos de María Santísima? Ella ocupa la mente y el corazón de Dios más y mejor que todos los demás.
Después de su esencia, que es el pensamiento principal de Dios, lo primero que sus ojos contemplan es a María; a Ella, antes que a nadie; por Ella, a todos los demás.
Ella es la primera criatura que ocupa el pensamiento de Dios.
Si, por un imposible, Dios pudiera olvidarse de todos y dejar de conocernos a todos, no podría dejar de ver y de contemplar en su entendimiento a María Santísima; y esto por la participación que en Ella hay de Dios, por la unión que tiene Ella con la divinidad.
En fin, después de la idea que Él tiene de sí mismo, la Virgen Purísima es la imagen más grandiosa y hermosa concebida por Dios.
Cuando un artista quiere expresar en sus obras lo que proyectó en su mente, primero se ensaya en el barro, para después modelar la imagen con toda perfección.
La creación entera es como un ensayo de Dios, hasta que llegó a plasmar a María Santísima, la obra maestra de sus manos, concebida antes de todas las criaturas.
Ella viene a ser como un resumen de toda la creación. Las gracias y bellezas repartidas en otros seres se encuentran acumulados y sublimados en María.
De este modo, al concebir Dios en su mente a su Madre, parece como que se fue inspirando en todo lo que crearía para hacerla muy superior a todas las criaturas.
Se inspiró en los Serafines, para abrasarla en amor…; se inspiró en los Ángeles, para su pureza…; en los Patriarcas, como Abraham, para fortalecer y robustecer su fe…; en Ruth, para su modestia…; en Judit, para su valor…
Pero…, para dotarla de su Corazón de Madre, no pudo inspirarse en nada…; no hay nada que pueda compararse y asemejarse con el Corazón Inmaculado de la Virgen Santísima…
Fue necesario que Dios mirase a su mismo Corazón para darle un corazón semejante al suyo…, y así, con ese Corazón, pudiese amar a Dios y a los hombres como Él mismo los ama.
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La Iglesia la aplica en sentido acomodaticio a Nuestra Señora estas magníficas palabras del Libro de los Proverbios: “El Señor me tuvo consigo al principio de sus obras, antes que crease cosa alguna. Aún no existían los abismos, ni habían brotado las fuentes de las aguas, aún no se habían asentado en su base los montes, ni los ríos, ni había hecho la redondez de la tierra. Cuando Él preparaba los cielos, estaba yo ya presente. Cuando ponía leyes a los astros, y a los mares, con Él estaba yo concertándolo todo, y eran mis delicias regocijarme continuamente en su presencia”.
¡Qué honra para la Virgen Santísima ser Ella la primera que el Señor concibió en su mente!
Y como Dios se retrata en las criaturas, fue María el primer espejo, el primer troquel y vaciado de Dios. Por eso, podemos ver a María siempre que miremos a los seres de la creación. El azul del cielo, nos recordará su manto; las estrellas, la orla que lo adornan; el sol, su luz sin sombras ni manchas; la luna, su plácida hermosura; el mar, la inmensidad de su gracia; las flores, su belleza y aroma incomparable, y así podemos ir discurriendo y ver en todo la imagen de María, como Ella lo es de Dios.
Nuestra Señora tuvo el sitial de honor en la mente divina; y por ello la primacía de la santidad y de la gloria. En efecto, el Dios omnipotente, que se recreaba en su mente y en su corazón con la idea de la Virgen, la predestinó para la gracia antes y sobre todas las criaturas, para que fuese Santa de los Santos y Reina de todos Ellos. E igualmente la predestinó para la gloria, es decir, para que sobrepujase en gloria a todos los Ángeles y Santos juntos.
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Pero, lo que pone el sello a tanto ensalzamiento es el hecho de que fue predestinada para ser con Jesucristo, su Hijo bendito, la causa de la predestinación de las otras criaturas.
De aquí nace la verdad tan consoladora de que la verdadera devoción mariana es señal de predestinación, pues, en efecto, Ella, unida a su Jesús, es obradora de nuestra salvación.
Dios ha querido que nosotros le imitemos en esto. Él desea que esa idea sea también la idea central de nuestro entendimiento, y la que dé calor y movimiento a la vida de nuestra alma.
María Santísima fue predestinada antes que ninguna otra criatura a la gracia y a la gloria. Pero, después de Ella, hemos sido predestinados también nosotros a ellas, si correspondemos a este don.
Ella fue predestinada a la dignidad incomparable de Madre de Dios; y nosotros hemos sido predestinados a la gracia de llamarnos y ser hijos adoptivos de Dios y hermanos de Jesucristo.
Pero esta altísima dignidad está ligada íntimamente con María. ¡Ella es nuestra Madre!… ¡Ella la que nos dará el ser de hijos de Dios!
Por tanto, toda nuestra dignidad y gloria ha de venir de Dios, pero por medio de María.
Nuestro Señor quiere que sea Ella la idea dominante de nuestra vida, la idea directriz y motriz de todos nuestros actos.
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Pero esto no es todo, sino que, si grande es María Santísima por ser la criatura que primero ocupó el entendimiento divino, también es magnífica por haber gozado de las primicias del amor de Dios.
Amada es por Dios antes, y mucho antes, que los Ángeles. El torrente de amor divino encerrado por una eternidad en Dios, se desbordó con ímpetu soberano sobre María. ¡Cuánto ennoblecería el alma de su bien amada, que tiene el sitial de honor en su Corazón!
Para barruntarlo de alguna manera, consideremos que los privilegios y finezas del amor de Dios están en razón directa de los destinos a que Dios predestina a sus criaturas.
Y los destinos de María Santísima tienen la primacía y son los más nobles, los más augustos, los más santos. Dios la escogió para que fuera la Madre de su Hijo. ¡Gran excelencia!
Y, junto, con ello, mal que les pese a los protestantes, modernistas y conciliares, la destinó a ser Corredentora del género humano, Restauradora del reino de la gracia, Vencedora del demonio, Emperatriz de los Ángeles, Señora y Reina de la creación, Madre de los hombres, su Abogada y Mediadora.
Y como estos designios divinos, los más gloriosos para una criatura, exigen privilegios y gracias casi infinitos, por eso mismo Dios como que derogó en obsequio de su Madre casi todas las leyes universales…
En efecto, la hizo hija de Adán, pero Inmaculada; doncellita humilde, pero llena de gracia…, gratia plena…; Virgen purísima y Madre dichosísima; Esclava rendida, pero Reina de cielos y tierra…
María Inmaculada es la obra maestra y admirable de Dios. Esta es la medida para comprender cuántas son las gracias de María, la bien amada; pues Ella es obra del amor infinito de Dios, que tiene a su servicio su sabiduría infinita y su omnipotencia.
¡¿Qué no haría un amor omnipotente?! ¡¿De qué no sería capaz una sabiduría amantísima?! ¡¿Qué se opondría a un poder sapientísimo y amorosísimo?!
Caigamos de rodillas ante esa criatura prodigiosa, que nos está diciendo: Ha hecho en mí grandes cosas el que es todopoderoso, todo sabiduría, todo amor para mí.
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Y puesto que fue predestinada para ser Madre nuestra, consideremos a la Santísima Virgen tomando parte, con Cristo Jesús, su divino Hijo, en la Obra de la Redención humana.
Esta Operación externa es la más importante de Dios; mucho más que la creación. Para crear, bastó una palabra: Fiat… Para redimirnos fue necesario que el Hijo de Dios en persona bajara para efectuarla.
Y, ¿de qué modo? Del más humillante para Dios y del más ventajoso para nosotros. Porque Dios, al humillarse en la Redención, no sólo nos redimió, sino que acortó la distancia que separaba al hombre de Dios, y se hizo igual a nosotros para que nosotros fuéramos iguales a Él.
Pues bien, en esta Obra tan grandiosa de Dios, tan verdaderamente divina, de tal modo quiso el Señor asociar a la Santísima Virgen que viniera a ser la solución de los dos conflictos divinos, como los llama San Agustín, que parecían insolubles a la sabiduría humana:
El primer conflicto divino consistía en que la ofensa del hombre había sido, de alguna manera, infinita en su malicia; porque el ofendido es infinito, y el grado de la ofensa depende de la persona ofendida.
Por tanto, sólo una obra infinita podía dar debida satisfacción y reparación justa a este pecado.
Pero obras infinitas nadie puede hacer, sino Dios…; luego, Él solo podía redimir al mundo.
Pero la Redención había de efectuarse por medio del sacrificio, que es la destrucción de una cosa en honor de Dios; y, por lo tanto, si Dios no puede sufrir, ni padecer, ni morir, ni destruirse, Dios no podía ser la víctima o la hostia de ese sacrificio.
Conflicto divino…, imposibilidad absoluta…; por una parte, la víctima no puede ser sino Dios, por otra, Dios no puede ser víctima…
Era necesario todo el poder y toda la sabiduría de Dios…, toda la santidad y todo el amor del Espíritu Santo, para que, por su medio, se llevara a cabo la magnífica solución.
Y, en efecto, en las purísimas entrañas de la Santísima Virgen, formó el Espíritu Santo, de la purísima sangre de esta Señora, un cuerpo perfectísimo, que sería la Hostia del Calvario…
Meditemos despacio estas palabras del Catecismo, y veremos cómo la solución de todo fue la Santísima Virgen, Madre de Dios, en cuyo seno el Verbo se hizo carne.
Ya tiene Dios una Madre; ya tiene un Cuerpo y Sangre, que Ella le ha dado, para ofrecer por la redención del mundo…, ya puede ser víctima…; ya puede efectuarse la Redención, gracias a María.
Pero quedaba el segundo conflicto, que consistía en que esta víctima tenía que ser sin pecado, porque iba a redimir al mundo y pagar por el pecado.
Mas, si esa víctima había de tomar su carne y sangre de María, sería una víctima humana, como nosotros; y nosotros somos concebidos y nacemos en pecado.
¿También aquella víctima sería concebida como nosotros en pecado? No podía ser; eso sería un absurdo.
Entonces, ¿cómo solucionar esta dificultad? No hay más que una solución…, la que supone un milagro inaudito, un prodigio extraordinario, un privilegio único… Y, como para Dios no hay imposibles, Él lo quiso y se hizo…
Y María Inmaculada, sin pecado y en gracia concebida, fue la solución para que el Verbo encarnado tuviese una carne pura y la sangre limpia que pudiese ser Víctima Santa del Sacrificio de la Cruz.
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Por Cristo somos redimidos; pero Jesucristo nos redime por medio de María Inmaculada.
¡Gloria al Redentor! ¡Gloria a la Corredentora!
Por eso, María Inmaculada, que tanta parte tuvo en esta obra de la Redención, no podía faltar cuando ella se llevó a cabo en la Cruz.
Y si no estuvo presente con su Hijo en sus predicaciones apostólicas, ni fue testigo de todos sus milagros, ni le acompañó en sus horas de triunfo…, en la hora del sacrificio apareció junto a su Hijo y tan unida con Él que, mientras su Hijo sufría las punzadas de las espinas, las sacudidas de los azotes, el golpe de la muerte, allí estaba Ella, sufriendo todo eso en su Corazón Doloroso, bebiendo con Jesús hasta las heces el cáliz de la Pasión…, uniéndose con Él en el ara de la Cruz, como dos Víctimas de un mismo sacrificio…, como dos Hostias que se inmolaban en un mismo Altar…, pero Hostias y Víctimas agradables a Dios por ser santas, puras, inmaculadas.
Demos gracias a la Santísima Virgen por haber así cooperando, tan eficazmente a nuestra salvación…
Dios mediante, y con la bendición de Nuestra Reina y Madre, iremos desplegando este plan en sucesivos sermones, a fin de que la comprensión de la misión de Nuestra Señora dispense mucha luz e infunda mucha fortaleza en nuestra alma para seguir el camino trazado por Dios, al mismo tiempo que la disponga para recibir los méritos obtenidos por Ella y alcanzar su auxilio y protección.