SOLEMNIDAD DEL CORPUS CHRISTI
En aquel tiempo dijo Jesús a las turbas de los judíos: El que come mi carne y bebe mi sangre, en mí mora, y yo en él. Como me envió el Padre viviente, y yo vivo por el Padre, así también el que me come, él mismo vivirá en mí. Este es el pan que descendió del cielo. No como el maná que comieron vuestros padres, y murieron. Quien come este pan, vivirá eternamente.
A partir de hoy mismo, Fiesta del Corpus Christi, vamos a dedicar ocho homilías para desarrollar, a veces resumiendo, a veces completando, un libro de Monseñor Fulton Sheen titulado El Calvario y la Misa. Comenzamos hoy por el Prólogo del mismo.
La más grande bendición que jamás descendió a este mundo fue la visita del Hijo de Dios encarnado, en forma y condición de hombre.
Su vida, sobre todas las vidas, es demasiado bella para olvidarse; por eso guardamos como un tesoro la divinidad de sus Palabras en la Sagrada Escritura, y la caridad de sus Obras en nuestras acciones diarias.
Desgraciadamente, esto es todo lo que algunas almas recuerdan: concretamente, sus Palabras y sus Obras; y, sin embargo, siendo importantes como son, no son la mayor característica del Salvador Divino.
El acto más sublime en la historia de Cristo fue su Muerte.
La muerte fue la corona de vida para Cristo. Él mismo nos dijo que había venido al mundo a dar su vida en redención de muchos, así como también que nadie me quita la vida, sino que la doy libremente.
Si, pues, la muerte fue el momento supremo por el cual vivió Cristo, eso fue precisamente lo único por lo que deseó fuese recordado. No pidió a hombre alguno que consignara sus palabras en la Escritura; no pidió que se recordase en la historia su bondad con el pobre; pero sí pidió que el hombre recordara su muerte. Y para que su recuerdo no fuese una narración arbitraria por parte de los hombres, Él mismo instituyó el modo concreto cómo había de ser conmemorado.
El memorial fue instituido la noche antes de su muerte, durante lo que se ha llamado La Última cena.
Tomando el pan en sus manos dijo: Esto es mi cuerpo que será entregado por vosotros. Después dijo sobre el cáliz del vino: Esta es mi sangre del Nuevo Testamento, que será derramada por muchos para la remisión de los pecados.
Así pues, en un símbolo eficaz, aunque incruento, de separación entre el cuerpo y la sangre, consistente en la consagración separada del pan y del vino, se comprometió a Sí mismo al sacrificio delante de Dios y de los hombres, y representó su muerte, hizo presente sacramentalmente esa muerte que sucedería cruentamente a las tres de la tarde del día siguiente.
Se ofrecería a sí mismo como Víctima para ser inmolada; y, para que los hombres no pudiesen olvidar jamás que nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos, dio el encargo a la Iglesia, representada allí por sus Apóstoles, a quienes constituyó sacerdotes, de perpetuar su sacrificio: Haced esto en memoria mía.
Dice el Concilio de Trento: Cristo en la última Cena, declarándose sacerdote constituido para siempre según el orden de Melquisedec, ofreció a Dios Padre su cuerpo y su sangre bajo las especies del pan y del vino… y mandó a los apóstoles, a quienes entonces constituía sacerdotes del Nuevo Testamento…, y a sus sucesores en el sacerdocio, que bajo los mismos símbolos lo ofrecieran por aquellas palabras: “Haced esto en memoria mía”.
La muerte de Nuestro Señor se hizo presente por medio de esta separación sacramental entre el cuerpo y la sangre; pero la muerte, al mismo tiempo, ya se daba en prenda a Dios, en todo su valor, como en toda su tremenda realidad, con el expresivo lenguaje del Sagrado Símbolo.
El precio de nuestros pecados se entregaría en el Calvario; pero, en la Última Cena, nuestro Redentor contrajo la obligación y la suscribió con su propia Sangre.
Al día siguiente, lo que había prefigurado y anunciado lo realizó con toda su perfección cuando fue crucificado entre dos ladrones y su Sangre se separó toda de su Cuerpo para la Redención del mundo.
La Iglesia que Cristo fundó, no sólo conservó la Palabra que Él pronunció y las maravillas que Él obró, sino que le ha obedecido cuidadosamente en lo que preceptuó: Haced esto en conmemoración mía.
Y esta acción, por la cual nosotros volvemos a hacer presente su muerte en la Cruz, es el Sacrificio de la Misa, en la que hacemos, en conmemoración suya, lo que Él hizo en la última Cena prefigurando su Pasión.
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El Santo Sacrificio de la Misa es el mismísimo Sacrificio de la Última Cena, que Cristo instituyó para que perdurase hasta el fin de los siglos y que Él mismo de hecho ofreció el primero en aquella noche memorable.
En uno y otro es la misma la víctima que se ofrece, el mismo el oferente principal y la misma, bajo las distintas especies de pan y vino, la inmolación incruenta y la manera de ofrecer.
Sin embargo, el Sacrificio de la Misa se diferencia accidentalmente del Sacrificio de la Última Cena:
a) Por parte de la víctima, porque en la Última Cena se ofreció Cristo víctima mortal, puesto que estaba próxima a la muerte; pero en la Misa se ofrece víctima inmortal.
b) Por parte del oferente, porque en la última Cena Cristo fue sacerdote visible, que se ofreció por sí mismo en Sacrificio; pero ahora el sacerdote visible es el hombre, mediante el cual lo ofrece Cristo, sacerdote invisible.
c) Por parte de la representación. El Sacrificio de la Última Cena representaba, hacía presente, la muerte futura de Cristo, mientras que el Sacrificio Eucarístico en la Iglesia representa, hace presente, continuamente la muerte pretérita de Cristo.
d) Por parte del mérito en Cristo, porque el Sacrificio de la Última Cena, como obraopus operantisde Cristo, era meritorio, como todas las demás acciones realizadas por Cristo cuando vivía en esta vida mortal; pero el Sacrificio de la Misa, por parte de Cristo oferente, no es meritorio, puesto que Cristo glorioso e inmortal ya no está en estado de merecer, sino sólo aplicativo de sus satisfacciones y méritos acumulados y consumados en la Cruz.
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El Sacrificio de la Misa es representativo y conmemorativo del Sacrificio de la Cruz.
Representar es lo mismo que repetir o renovar la presencia de una cosa.
Pero una cosa se puede hacer presente de dos maneras:
1ª) En cuanto se presenta bajo alguna figura, signo, símbolo o imagen. En este sentido, los Sacrificios de la Ley antigua eran representativos del Sacrificio de la Cruz.
2ª) En cuanto la misma cosa en sí se hace presente de nuevo. En este sentido, la representación es más estricta y completa, puesto que bajo el signo o símbolo que representa la cosa se contiene la cosa misma.
Además, el ser representativo difiere del ser memorial.
Memorial, de suyo, es aquello que reaviva o renueva la memoria de una cosa, y, por tanto, se refiere a algo ya pasado o realizado, mientras que la representación hace referencia lo mismo a lo pretérito que a lo futuro.
Debe afirmarse, pues, que el Sacrificio de la Misa es representativo y conmemorativo del Sacrificio de la Cruz, no en cuanto nos dé una representación vacua e inane del Sacrificio de la Cruz; no porque excite un recuerdo meramente subjetivo, sino en cuanto es conmemoración objetiva y representación viva y llena, conteniendo a Jesucristo, Hostia de la Pasión, y representando, estricta y completamente, la Pasión misma, esto es, la separación del Cuerpo y de la Sangre bajo las distintas especies del pan y del vino.
El Concilio de Trento lo expresa de esta manera clara y precisa:
Nuestro Señor Jesucristo, aunque una sola vez se había de ofrecer a sí mismo en el ara de la Cruz, mediante su muerte, a Dios Padre, para que se obrase allí la redención eterna; sin embargo, porque por la muerte no se había de extinguir su sacerdocio, en la última Cena, en la noche en que era traicionado., para dejar a la Iglesia, su Esposa amada, un Sacrificio visible como lo exige la naturaleza de los hombres, que representase el Sacrificio cruento que había de llevarse a efecto en la Cruz, y para que su recuerdo permaneciese hasta el fin de los siglos y fuese aplicada su virtud salvadora a la remisión de nuestros pecados cotidianos que cometemos, declarándose constituido sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec, ofreció a Dios Padre su cuerpo y su sangre bajo las especies del pan y del vino y los dio a los apóstoles, a quienes entonces constituyó en sacerdotes del Nuevo Testamento, a fin de que bajo estas mismas especies lo recibiesen, y les mandó a ellos y a sus sucesores en el sacerdocio que perpetuamente lo ofrecieren por aquellas palabras: “Haced esto en memoria mía”.
Y el canon 3: Si alguien dijere que el Sacrificio de la Misa es solamente de alabanza y de acción de gracias o mera conmemoración del Sacrificio hecho en la Cruz: sea anatema.
El Papa León Xlll dijo: El Sacrificio de Misa es no una vana y vacía conmemoración de la muerte de Cristo, sino una verdadera y admirable, aunque mística e incruenta, renovación de ella (Enc. Miræ caritatis, 28 mayo 1902).
Pío XI, por su parte, enseñó: Conviene que recordemos siempre que toda la virtud de la expiación depende del único Sacrificio cruento de Cristo, que de manera incruenta se renueva cada día en nuestros altares (Enc. Miserentissimus Redemptor, 8 mayo 1928).
Debemos comprender que la Santa Misa es un Sacrifico Sacramental, de tal manera instituido que, en virtud de las palabras de la Consagración, se pone directamente el Cuerpo bajo la especie de pan y la Sangre bajo la especie de vino. Ahora bien, esta distinta consagración es una separación sacramental, simbólica y eficaz, del Cuerpo y de la Sangre de Cristo; por lo cual es su muerte o inmolación mística, que representa sacramental y objetivamente la muerte de Cristo en la Cruz, el Sacrificio del Gólgota.
Esta objetiva representación sacramental del cruento Sacrificio de la Cruz es esencial al Sacrificio de la Misa; porque la razón del Sacrificio depende de la institución positiva de Cristo; y Cristo quiso esta representación de la inmolación del Calvario, y de tal manera instituyó el Sacrificio eucarístico, que por su misma naturaleza y modo de ofrecerse diga relación al Sacrificio de la Cruz.
De este modo, el Sacrificio de la Cruz es sencillamente absoluto, puesto que no se refiere a ningún otro Sacrificio como a su signo y representación; mientras que el Sacrificio Eucarístico es esencialmente relativo al Sacrificio de la Cruz y su representación viva y expresa.
Sin embargo, a la Santa Misa, con ser objetiva representación del Sacrificio de la Cruz, no se le puede negar ni regatear su cualidad de verdadero y propio Sacrificio; porque, como dice el Papa Pío XII: El augustísimo Sacrificio del Altar no es una pura y simple conmemoración de la pasión y muerte de Jesucristo, sino que es Sacrificio propio y verdadero, en el cual el Sumo Sacerdote, por incruenta inmolación, hace lo que hizo una vez en la Cruz ofreciéndose a sí mismo al Eterno Padre como hostia gratísima (Enc. Mediator Dei, 20 nov. 1947).
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Debemos confesar, además, que el Sacrificio de la Misa es uno y el mismo con el Sacrificio de la Cruz; pero que se diferencia de él según la diversa manera de ofrecerle.
El Concilio de Trento dice: Una y la misma es la víctima, uno mismo el que ahora se ofrece por ministerio de los sacerdotes y se ofreció entonces en la Cruz; sólo es distinto el modo de ofrecer.
Esto mismo repite y explica Pío XII: Idéntico, pues, es el sacerdote, Jesucristo, cuya sagrada persona está representada por su ministro. Igualmente idéntica es la víctima; es decir, el mismo divino Redentor, según su humana naturaleza y en la realidad de su Cuerpo y de su Sangre. Es diferente, sin embargo, el modo como Cristo es ofrecido. Pues en la Cruz se ofreció a sí mismo y sus dolores a Dios; y la inmolación de la víctima fue llevada a cabo por medio de su muerte cruenta sufrida voluntariamente. Sobre el Altar, en cambio, a causa del estado glorioso de su humana naturaleza, la muerte no tiene ya dominio sobre Él (Rom. 6, 9) y, por tanto, no es posible la efusión de la sangre. Mas la divina Sabiduría ha encontrado un medio admirable de hacer patente con signos exteriores, que son símbolos de muerte, el Sacrificio de Nuestro Redentor (Enc. Mediator Dei, 20 nov. 1947).
Por lo tanto, hemos de confesar que la Hostia o Víctima ofrecida en el Sacrificio de la Misa es el mismo cuerpo y sangre de Cristo, y, por tanto, el mismo Cristo, en cuanto se hace presente bajo las especies de pan y vino, como dice Pío XII: El divino Redentor, según la naturaleza humana en la verdad de su cuerpo y de su sangre.
Pero es diverso el modo como Cristo ofreció entonces el Sacrificio de la Cruz y como ofrece ahora el Sacrificio eucarístico; porque, aunque en la Cruz y en la Misa sea una y la misma la acción sacrificial interna de Cristo, esto es, su oblación inflamada de amor a Dios y a los hombres; sin embargo, hay diversidad en la acción sacrificial externa, porque en la Misa, según enseña el Concilio de Trento: Se inmola de modo incruento el que en el ara de la Cruz se ofreció una sola vez cruentamente.
El Sacrificio de la Misa se distingue accidentalmente del Sacrificio de la Cruz.
a) De parte de la víctima, la cual, aunque sea numéricamente la misma en uno y otro Sacrificio, sin embargo, en la Cruz la víctima era Cristo pasible y mortal, mientras que en la Eucaristía Cristo se ofrece impasible e inmortal.
b) De parte del oferente. En la Cruz, Cristo se ofreció por sí mismo al Padre de modo visible, mientras en la Misa se ofrece de modo invisible por ministerio de los sacerdotes.
c) Por parte del efecto, que en el Sacrificio de la Cruz es la satisfacción y el mérito para completar la obra de la Redención; mientras que en la Misa es la aplicación del mérito y satisfacción consumada en la Cruz, toda vez que Cristo nada ya de nuevo merece después de su muerte.
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Todas estas consideraciones nos obligan a confesar que el Santo Sacrificio de la Santa Misa es para nosotros el acto cumbre del culto cristiano.
Un templo sin el altar del sacrificio no existe entre los templos primitivos, y no tiene ningún sentido en un templo católico.
Y así, en la Iglesia Católica el altar, y no el púlpito, es el centro del culto; porque en él se representa y conmemora el Sacrifico de la Cruz. Su valor no depende de quien lo celebra o de quien asiste; depende de Aquel que es el único gran Sacerdote y Víctima, Jesucristo Nuestro Señor.
¡El altar es el centro del culto católico!… Por eso, no tiene sentido la mesa que conmemora la Cena. Esto queda para los protestantes, desde Lutero hasta los modernistas conciliares, pasando por Calvino, Zwinglio, Cramer y todos los reformadores heréticos.
Por estas razones, la Santa Misa es el único Acto Santo que aparta la ira de Dios de un mundo pecador, porque levanta la Cruz entre el Cielo y la tierra, renovando así el momento decisivo en que nuestra triste y trágica humanidad pasó de repente a la plenitud de la vida sobrenatural.
Lo que importa en este punto es que adoptemos la actitud mental exacta con relación a la Misa, y recordemos este hecho trascendental, es decir, que el Sacrificio de la Cruz es no sólo algo que aconteció hace siglos, sino que está aconteciendo aún. No es algo pasado, es un drama permanente, del cual no se ha bajado aún el telón. No pensemos que sucedió hace mucho tiempo, y por tanto que no tiene con nosotros más relación que cualquier otra cosa sucedida en el pasado. El Calvario pertenece a todos los tiempos y a todos los lugares.
Por eso, cuando Nuestro Señor subió a la cima del Calvario fue significativamente despojado de sus vestiduras. Quiso salvar al mundo sin el ropaje de un mundo que pasa. Sus vestiduras pertenecían al tiempo, porque lo localizaban, lo determinaban como un ciudadano de Galilea. Ahora, que había sido despojado de ellas y enteramente desposeído de todas las cosas terrenas, pertenecía, no a Galilea, no a una provincia Romana, sino al mundo entero.
En el Cenáculo, Jesucristo ofreció la Víctima para ser inmolada; nosotros la ofrecemos ya inmolada.
En la Cruz, Jesucristo sacrifica la Hostia una vez y para siempre; nosotros ofrecemos la misma Víctima eterna en la Cruz.
La Santa Misa es un sacrificio porque es nuestra oblación de la Víctima ya inmolada, como en el Cenáculo fue la oblación de la Víctima que iba a ser sacrificada.
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Para significar con más fuerza la universalidad de la Redención, la Santa Cruz fue erigida en la encrucijada de la civilización, en un punto central en medio de tres culturas, de Jerusalén, Roma y Atenas, en cuyos nombres Él había sido crucificado.
La Cruz, pues, fue fijada ante los ojos de los hombres para detener a los despreocupados, atraer a los aturdidos, levantar a los mundanos. Fue el único hecho ineludible que la cultura y la civilización de su tiempo no pudieron resistir. También es el único hecho ineludible de nuestros días que no podemos resistir.
Los diversos personajes del Calvario fueron símbolos de todos los que crucifican. Allí estuvimos en nuestros representantes. Lo que hacemos ahora con el Cuerpo místico de Cristo, lo hicieron ellos, en nuestro nombre, con el Cristo histórico.
Si sentimos envidia del bien, allí estábamos en los escribas y fariseos.
Si tememos perder ventajas temporales por abrazar la Divina Verdad y el Divino Amor, allí estábamos en Pilatos.
Si confiamos en las fuerzas humanas y buscamos triunfar por medios materiales, en vez de los espirituales, allí nos representaba Herodes.
Y así se repite la historia en los típicos pecados del mundo. Todos son ciegos para reconocer el hecho de que Jesucristo es Dios. Los hombres, que fueron libres para pecar, fueron libres para crucificar. Mientras haya pecado en el mundo, la crucifixión es una realidad. Como realzó el poeta:
Con corona de espinas en la frente,
a Dios, Hijo del Hombre, pasar veo.
“Pero… ¿No estaba todo, Señor, ya consumado?”, le requiero,
“¿No habías para siempre terminado angustias y tormentos?”
¡Qué temblor cuando a mí tornó sus ojos!
“¿No entiendes tú el misterio?
Ves: cada corazón es un Calvario, cada pecado un Leño.”
Estuvimos, pues, allí durante la crucifixión. El drama se completó ya hasta donde la visión de Cristo abarcaba; pero todavía no se ha representado ante todos los hombres, en todos los lugares, en todos los tiempos.
Por ejemplo, el director de una obra de teatro conoce el drama desde el principio hasta el fin; pero los espectadores en el teatro no lo conocerán hasta que lo hayan visto representado en el tablado.
De manera semejante, Nuestro Señor en la Cruz vio en su mente divina el drama entero de la Historia, la historia de cada alma en particular, y cómo más tarde reaccionaría ante su crucifixión. Pero, aun cuando Él lo vio todo, los hombres no pueden conocer cómo reaccionarán ante la Cruz hasta que se desenvuelva en el teatro del tiempo.
No somos conscientes de estar presentes en el Calvario aquel Viernes Santo, pero Nuestro Señor sí era consciente de nuestra presencia.
Hoy conocemos el papel que representamos entonces en el teatro del Calvario por el modo como vivimos y actuamos ahora en el teatro del siglo XXI.
Por eso el Calvario es actual; por eso la Cruz es crisis; por eso, en cierto sentido, las llagas siguen abiertas; por eso el dolor sigue deificando, y la Sangre redentora está aún cayendo en nuestras almas.
No hay huida posible de la Cruz; ni negándola, como hicieron los fariseos; ni vendiéndole, como Judas; ni aun crucificándole, como hicieron los verdugos.
Todos la vemos: o abrazarla para la salvación, o huir de ella para la desgracia.
Pero, ¿cómo se hace eso visible? ¿Cómo encontraremos el Calvario perpetuado?
Encontraremos el Calvario revalidado, renovado, representado, como hemos dicho, en la Santa Misa.
El Calvario es uno con la Misa, y la Misa es una con el Calvario, porque en ambos es el mismo el Sacerdote y la Víctima.
Las siete últimas Palabras de Jesucristo son como siete partes de la Santa Misa:
La Primera Palabra, Perdónalos, es el Confiteor.
La Segunda Palabra, Hoy estarás en el Paraíso, es el Ofertorio.
La Tercera Palabra, He ahí a tu madre, es el Sanctus.
La Cuarta Palabra, ¿Por qué me has abandonado?, es la Consagración.
La Quinta Palabra, Tengo sed, es la Comunión.
La Sexta Palabra, Todo se ha consumado, es el Ite, Missa est.
La Séptima Palabra, Padre, en tus manos, es el Último Evangelio.
Contemplemos, pues, al Sumo Sacerdote, Jesucristo, dejando el Santuario del Cielo para subir al Altar del Calvario. Ya se ha puesto las vestiduras de nuestra naturaleza, el manipulo de nuestros sufrimientos, la estola del sacerdocio, la casulla de la Cruz.
El Calvario es su catedral; la roca del Calvario la piedra del altar; el sol, volviéndose rojo, es la lámpara del santuario; María Santísima y San Juan los altares laterales vivientes; la hostia es su cuerpo, el vino es su sangre.
Está erguido como Sacerdote y, sin embargo, postrado como Víctima: su Misa va a comenzar.
Es lo que contemplaremos, Dios mediante en los próximos siete sermones, considerando las Siete Palabras de Jesucristo en Cruz y su correspondiente Parte de la Santa Misa.