Padre Juan Carlos Ceriani:CUARTO DOMINGO DE PASCUA

 

CUARTO DOMINGO DE PASCUA

Continuamos con la predicación sobre el Libro del Apocalipsis, con la finalidad de hacer ver que, lejos de ser un texto aterrador, ofrece una literatura consoladora, que confirma nuestra Esperanza en la Fe y la Caridad.

Según el Evangelio de este Cuarto Domingo de Pascua, Nuestro Señor dijo a sus discípulos que cuando viniese el Espíritu Santo, el Intercesor que Él enviaría, presentaría querella al mundo… porque el príncipe de este mundo ya estaba juzgado…

Pues bien, contemplaremos hoy los azotes de las Siete Copas de la cólera divina, el castigo de Babilonia y el Cántico triunfal en el Cielo.

Repito, una vez más, que esto sólo bastaría para infundir confianza, robustecer nuestra esperanza y animarnos en el combate que debemos sostener en la Inhóspita Trinchera.

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La visión de las Siete Copas describe el castigo de las dos Bestias y de los enemigos de Dios.

Estas Copas son presentadas como las últimas calamidades, lo cual muestra bien la progresión dramática del libro, y preceden inmediatamente al establecimiento del Reino de Dios.

Son Siete Ángeles los que traen consigo las siete plagas, porque tanto los castigos como la misericordia proceden igualmente del Santuario, del Altar; y fue uno de los Cuatro Vivientes que sostienen el trono de Dios el que entregó a los Siete Ángeles las Siete Copas de oro, llenas de la cólera de Dios eterno, porque todo, hasta los mismos azotes, está ordenado a la salud de los hombres y de la Iglesia de Dios.

Van vestidos de lino puro, brillante, y ceñidos los pechos con cinturones de oro, porque la misión que llevan es una misión sagrada; al castigar ofrecen como un sacrificio a la justicia divina ofendida.

Las copas contienen el brebaje con el que ya se había amenazado a los adoradores de la Bestia (XIV: 9-11): Si alguno adora a la bestia y a su estatua y recibe su marca en la frente o en la mano, él también beberá del vino del furor de Dios, vino puro, mezclado en el cáliz de su ira; y será atormentado con fuego y azufre, en la presencia de los santos ángeles y ante el Cordero. Y el humo de su suplicio sube por siglos de siglos; y no tienen descanso día ni noche los que adoran a la bestia y a su estatua y cuantos aceptan la marca de su nombre.

Ahora se va a cumplir la terrible amenaza. Recordemos el Evangelio de hoy.

El humo que llena el templo celeste es un rasgo propio de las teofanías. Dios quiere hacer sentir la majestad de su presencia con esta imagen sensible. Además, de este modo el santuario se hace inaccesible durante la promulgación de los azotes, para significar la ejecución inexorable de los decretos divinos, o bien para indicar que los juicios de Dios son impenetrables e incomprensibles hasta que se hayan realizado. Todo esto sirve para dar realce al valor de los juicios de Dios.

Las Siete Copas están en relación concreta con las Bestias y los enemigos de Dios, y son como una especie de introducción a los capítulos decimoséptimo a decimonoveno.

Tanto en la visión de las Trompetas como en la de las Copas, los cuatro primeros azotes se desencadenan sucesivamente sobre la tierra, el mar, los ríos y el sol.

Las Cuatro primeras Copas forman una unidad, en cuanto que sus plagas afectan a todo el mundo, abarcan a toda la tierra o a todos los vivientes, lo cual conviene perfectamente a las postreras calamidades, que traerán como consecuencia el colapso de los enemigos de Dios.

Como nos hallamos en un estadio muy avanzado de la justicia divina, los castigos van creciendo en intensidad. Pero, por grandes que sean estos azotes divinos, se insiste por tres veces en que no consiguieron los efectos morales y medicinales pretendidos. Los enemigos no quisieron arrepentirse y convertirse, sino que blasfemaron contra Dios. A pesar de todas estas calamidades, los hombres impíos, como el faraón del Éxodo, lejos de convertirse a Dios, se levantan contra Él y le blasfeman.

Por eso se anuncia la destrucción total del imperio de la Bestia. El azote de la Quinta Copa hiere la capital de la Bestia. La Sexta Copa, lo mismo que la Sexta Trompeta, es derramada sobre el río Éufrates. Allí se juntarán los ejércitos de los imperios anticristianos y se destruirán mutuamente. Y, finalmente, la Séptima Copa trae la destrucción de Babilonia y de su imperio.

Aunque la misericordia infinita de Dios busca mediante estos azotes su conversión, los hombres malvados se endurecen en su impiedad. Esto nos trae a la memoria el dicho de Jesús a los fariseos: Sabéis discernir el aspecto del cielo, pero no sabéis discernir las señales de los tiempos.

En la visión de las Siete Copas tenemos, pues, un cuadro de la acción de Dios contra el reino de Satán. A pesar del grande aparato de la fuerza del Dragón, con el cual parece indicar que podría acabar fácilmente con la Iglesia, sus esfuerzos resultan vanos.

La Iglesia tiene en su favor el poder divino que, en apariencia es flaco, pero, en la realidad, es fuerte. Por eso, los fieles deben confiar en que alcanzarán la victoria definitiva.

Es obvio que no corresponde al objetivo de estos sermones discernir el significado concreto de los diversos efectos producidos por los Sellos, las Trompetas y las Copas; solamente examinamos el sentido general del cuadro y no el especial de cada elemento.

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En la última parte del Apocalipsis se describe el exterminio de los adversarios de la Iglesia. Primero será la ruina de Babilonia, después la derrota y la captura de las dos Bestias y, en fin, el encadenamiento del Dragón.

Hoy nos detendremos solamente a contemplar el aniquilamiento de la gran ciudad enemiga por excelencia de la expansión de la Iglesia en el mundo.

El autor sagrado representa a la ciudad de Babilonia bajo la figura de una mujer, según el uso bastante corriente en el Antiguo Testamento. Como ciudad, se opone a Jerusalén, como mujer se opone a la Mujer del capítulo doce. La gran Prostituta, que hace fornicar a los reyes de la tierra, es la antítesis de la Nueva Jerusalén, la Esposa gloriosa del Cordero. Mientras la ciudad del lujo y del poder será totalmente destruida, la ciudad santa durará por siempre.

El cuadro precedente de las Siete Copas de la cólera divina, derramadas sobre la tierra para castigo de los adoradores de la Bestia, no significa la ruina total de ésta ni de su imperio. La lucha de Dios contra la ciudad impía proseguirá hasta su definitiva destrucción, de la cual se habla en el capítulo diecinueve.

Toda esta sección se divide en los siguientes puntos:

1°) La gran Ramera.

2°) Simbolismo de la Bestia y de la Ramera.

3°) Un Ángel anuncia solemnemente la caída de Babilonia.

4°) El pueblo de Dios ha de huir de Babilonia.

5°) Descripción de la ruina de Babilonia mediante los lamentos de los que vivían en ella.

6°) Regocijo de los Santos.

7°) Cántico triunfal en el Cielo.

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Para mostrar el enlace del presente capítulo con el precedente, San Juan nos presenta a uno de los Siete Ángeles de las Copas, que le dirige la palabra diciéndole:

Ven acá; te mostraré el juicio de la ramera grande, la que está sentada sobre muchas aguas; con la que han fornicado los reyes de la tierra, embriagándose los moradores de la tierra con el vino de su prostitución.

Esta Ramera pronto es identificada con Babilonia, tipo de la ciudad del diablo. En tiempo de San Juan ella era la capital del mundo y centro de la corrupción pagana:

Y me llevó a un desierto en espíritu; y vi a una mujer sentada sobre una bestia purpúrea, repleta de nombres de blasfemias, que tenía siete cabezas y diez cuernos. La mujer estaba vestida de púrpura y escarlata, y cubierta de oro y piedras preciosas y perlas, y llevaba en su mano por una parte un cáliz de oro lleno de abominaciones y por otra las inmundicias de su fornicación. Escrito sobre su frente tenía un nombre, un misterio: “Babilonia la grande, la madre de los fornicarios y de las abominaciones de la tierra.”

En cuanto a quién representa esta mujer sentada sobre la bestia, convienen todos los doctores que la mujer de que aquí se habla es la ciudad misma de Roma, capital en otros tiempos del mayor imperio del mundo, y luego capital y centro de unidad de la verdadera Iglesia cristiana.

En cuanto al tiempo de que se habla en la profecía, si ya pasado o todavía futuro, hallamos dos opiniones en que se dividen los doctores cristianos:

La primera sostiene que la profecía ya se cumplió toda en los siglos pasados en la Roma idólatra y pagana.

La segunda confiesa que no se ha cumplido hasta ahora plenamente; y afirma, que se cumplirá en los tiempos del Anticristo en otra Roma todavía futura, muy semejante a la antigua idólatra y pagana, pero muy diversa de la Roma cristiana, de la Roma cabeza de la Iglesia de Cristo.

Nuestra Señora en La Salette dijo que Roma perderá la fe y será la sede del Anticristo. Y Monseñor Lefebvre, el 4 de septiembre de 1987, afirmó: Roma ha perdido la fe, Roma está en la apostasía.

Y la fornicación de Roma, ¿cuál será? Será alguna otra especie de idolatría; mas no terminada en dioses falsos de palo y de piedra, sino en reyes de la tierra vivos y verdaderos; pues estos son los cómplices, clara y expresamente nombrados.

La prostitución, en lenguaje profético, es símbolo de la idolatría. Israel, la esposa de Yahvé, al entregarse al culto idolátrico, abandonaba a su legítimo esposo yéndose con otros. De ahí que la idolatría sea llamada fornicación.

Las grandes aguas sobre las cuales estaba sentada, representan los pueblos y naciones sobre los que ejercía su dominación. Las aguas de por sí indican inestabilidad, por eso caerá y se arruinará.

Con Babilonia han fornicado los reyes vasallos, edificándole templos y celebrando fiestas en su honor. Y con su ejemplo arrastraron a las respectivas naciones a las prácticas idolátricas del culto imperial, embriagándolos con el vino de su fornicación.

El Ángel lleva al vidente al desierto y le muestra a la Ramera sentada sobre una bestia bermeja, que tenía siete cabezas y diez cuernos y el cuerpo cubierto de nombres de blasfemia.

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La mujer que cabalgaba sobre la Bestia iba vestida de púrpura y grana, que representa la sangre de los mártires derramada por la misma Bestia y con la cual se embriagaba.

La Ramera llevaba en su mano una copa de oro que contenía todas las abominaciones e impurezas de su fornicación, los cultos idolátricos y las costumbres licenciosas de Roma.

San Juan puede leer también el nombre de la gran Meretriz, que llevaba escrito sobre su frente. Pero el nombre que lee el vidente de Patmos está cifrado, no es el verdadero, que sería peligroso declarar, sino otro convencional, alegórico, misterioso.

No se trata evidentemente de la Babilonia de Mesopotamia, que en aquel tiempo ya no existía, sino de Roma. Lo mismo que la Babilonia histórica, opresora del pueblo judío y destinada por Dios a la destrucción, así también Roma, la perseguidora de los cristianos de los últimos tiempos, sufrirá las consecuencias de la ira divina.

Y vi a la mujer ebria de la sangre de los santos y de la sangre de los testigos de Jesús; y al verla me sorprendí con sumo estupor.

Ante la admiración de San Juan al ver a aquella gran reina que era Roma, el Ángel se ofrece para explicarle el misterio de la mujer y de la bestia que la lleva. El Ángel se detendrá principalmente en la explicación de la Bestia que soporta a la mujer. Esto es explicable si se tiene en cuenta que la gran Ramera es sólo un instrumento de la Bestia.

El Ángel explica primero el misterio de la Bestia, empleando fórmulas misteriosas; luego el significado de la Gran Ramera.

El Cordero vencerá a la Ramera y a los diez reyes; pero para obtener esta victoria se servirá de sus mismos enemigos; pues la Bestia sobre la cual cabalga la Ramera aborrecerá a ésta y se unirá a los diez reyes para combatirla y destruirla. Por consiguiente, serán los mismos partidarios de la Meretriz los que manifestarán su odio contra ella, dejándola desolada, desierta de habitantes y de riquezas; desnuda de sus atavíos y joyas; consumida por el saqueo y el bandidaje, y destruida por el fuego. La ruina será completa e irreparable.

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Un Ángel anuncia el castigo de Babilonia:

Después de esto vi cómo bajaba del cielo otro ángel que tenía gran poder, y con su gloria se iluminó la tierra. Y clamó con gran voz diciendo: «Ha caído, ha caído Babilonia la grande, y ha venido a ser albergue de demonios y refugio de todo espíritu inmundo y refugio de toda ave impura y aborrecible. Porque del vino de su furiosa fornicación bebieron todas las naciones; con ella fornicaron los reyes de la tierra y con el poder de su lujo se enriquecieron los mercaderes de la tierra».

A continuación, el vidente manda a los cristianos salir de la gran Babilonia para que no sean envueltos en el castigo de ella:

Oí otra voz venida del cielo que decía: «Salid de ella, pueblo mío, para no ser solidario de sus pecados y no participar en sus plagas; pues sus pecados se han acumulado hasta el cielo, y Dios se ha acordado de sus iniquidades.«

En la ciudad impía no todos participan de esa impiedad. También moran allí muchos que pertenecen al pueblo de Dios. A éstos se dirige otra voz del Cielo, ordenando a los fieles que abandonen la ciudad, para no contaminarse con sus pecados y que no se vean materialmente envueltos en las malas obras de los infieles y se descarguen también sobre ellos los grandes castigos que se abatirán sobre Babilonia.

El consejo de huir ante la inminencia del peligro es frecuente en la literatura apocalíptica. Jesús mismo manda a sus discípulos que huyan cuando vean que Jerusalén está a punto de ser cercada.

En este caso, la exhortación de San Juan pudiera tener también un sentido moral, en cuanto que aconseja a los cristianos aislarse de toda contaminación con los apóstatas, herejes y cismáticos de Roma.

El castigo está en conformidad con la gravedad de los pecados cometidos por la gran Ramera. Se le dio tiempo para arrepentirse y no ha querido. Ahora ha llegado el tiempo de la justicia. Es digno de notarse que por cuatro veces se repite la orden de castigar a la impía Babilonia, lo cual es un modo de ponderar el rigor con que Dios castigará sus iniquidades.

En un solo día se abatirán sobre ella toda una serie de calamidades que la reducirán a un montón de escombros calcinados por el fuego, elemento destructor tradicional de los castigos divinos.

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Sigue la descripción de la ruina de Babilonia mediante los lamentos de los que vivían en ella.

San Juan expone las consecuencias de la destrucción; y habla en futuro, porque la caída de Babilonia no se ha realizado todavía. El desastre es, sin embargo, muy inminente.

San Juan nos presenta los lamentos de todos los que prosperaban y se enriquecían a la sombra de la gran urbe.

En primer lugar, son los reyes de la tierra, aliados de Roma, que fomentaron el culto idolátrico, fornicaron con ella a causa de la idolatría para congraciarse con los gobernantes romanos y así poder crecer más:

Pero, además, Roma será castigada por su inmenso lujo, que la llevó a excesos inconcebibles. Y los reyes que la imitaban también en esto se lamentarán desconsoladamente cuando vean subir al cielo el humo destructor que la consumirá. Llenos de terror se detendrán a lo lejos por el temor de ser envueltos en su destrucción y sin ánimos para ayudarla, diciendo: ¡Ay, ay de la ciudad grande, de Babilonia, la ciudad fuerte, porque en una hora ha venido su juicio! Tan terrible calamidad ha sobrevenido en brevísimo tiempo, casi repentinamente.

A los lamentos de los reyes siguen los lamentos de los mercaderes de la tierra. Estos, más bien que lamentarse de la ruina de Roma, se lamentan de la prosperidad perdida: porque no hay quien compre sus mercancías.

San Juan presenta a continuación una lista bastante amplia de los valiosísimos productos que los comerciantes de las distintas partes del Imperio vendían a Babilonia. Por eso acudían a ella las riquezas, que alimentaban el lujo y los placeres. Esta sed de riquezas atraía a los mercaderes del mundo entero, seguros de hallar allí fácil y provechosa venta para sus artículos, sobre todo para los artículos exóticos y de mayor precio.

La larga enumeración de los artículos comerciales que de todas partes afluían a la gran ciudad tiene como finalidad el dar a conocer el lujo, las riquezas y los placeres que imperaban dentro de sus muros: mercaderías de oro, de plata, de piedras preciosas, de perlas, de lino, de púrpura, de seda, de grana; toda madera olorosa, todo objeto de marfil, y todo objeto de madera preciosa, de bronce, de hierro, de mármol, cinamomo y aromas, mirra e incienso, vino, aceite, flor de harina, trigo, bestias de carga, ovejas, caballos y coches.

Al final se habla de esclavos y de almas de hombres, o mejor, de vidas humanas.

Se trata, por consiguiente, del comercio de esclavos, tan frecuente en el mundo antiguo. La crueldad de este comercio es acentuada por la última expresión vidas humanas, ya que la sociedad babilónica abusa y abusará tremendamente de la vida de los esclavos…, el común de la gente del Estado Servil y los destinados a las casas de prostitución. Esta abundancia de esclavos y de carne en los lupanares constituye el colmo del egoísmo y de la corrupción de Babilonia.

Pero este egoísmo es duramente castigado, pues cuando parecía que el trabajo de muchas generaciones daría frutos aún más espléndidos, todo se viene abajo. Roma ya no podrá complacerse con los sabrosos frutos que a ella eran transportados de todas partes. Tampoco podrá gozar de las cosas más exquisitas y delicadas que confluían a sus mercados, bien surtidos de todo.

Por eso, los mercaderes lloran y se lamentan, deteniéndose a lo lejos por temor, porque no hay quien compre sus mercancías. Y gritan con desesperación: Ay, ay de la ciudad grande, que se vestía de lino, púrpura y grana, y se adornaba de oro, piedras preciosas y perlas.

Los lamentos de los comerciantes se comprenden mejor si tenemos presente que con la destrucción de Roma desaparecía la fuente principal de donde se enriquecían. Además, la ruina tan repentina de la gran ciudad probablemente había llevado también a muchos de esos mercaderes a un desastre económico irreparable, porque en una hora quedó devastada tanta riqueza.

Después de los comerciantes, San Juan nos presenta a la gente de mar, todo piloto y navegante, los marineros y cuantos bregan en el mar, lamentándose de la ruina de la gran ciudad.

Desde lejos contemplan aterrados el incendio de la ciudad que para ellos no tenía semejante en el mundo. Y repiten el mismo lamento de los comerciantes: ¡Ay, ay de la ciudad grande, en la cual se enriquecieron todos cuantos tenían navíos en el mar!

En la época en que escribía San Juan, el comercio con África y Asia se desenvolvía a través de las naves mercantes. El personal, pues, empleado en este tráfico mercantil por mar era muy numeroso, y los intereses de los patronos de barcos y de las grandes compañías eran sumamente elevados.

Pero todo esto se les vino abajo en un momento: la gran ciudad en una hora quedó devastada.

Ante la desesperación se lamentan y gritan, echando ceniza sobre sus cabezas.

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Finalmente, en contraste con esos lamentos, el Apocalipsis presenta los cánticos jubilosos de los Santos que celebran la justicia divina contra la gran Ramera:

Alégrate por ella, cielo, y vosotros, los santos, los apóstoles y los profetas, porque al condenarla a ella, Dios ha juzgado vuestra causa.

Cuando todavía parece que están resonando en los oídos los lamentos de los que hallaban su felicidad y riqueza en el trato con Babilonia, que acaba de ser devastada, San Juan invita a los moradores del Cielo a regocijarse.

El contraste es ciertamente bien marcado. La ruina de la gran ciudad, perseguidora de los cristianos, debe ser motivo de alegría para éstos, porque la justicia es de este modo restablecida.

Los Santos, los Apóstoles y los Profetas son invitados a regocijarse, porque han visto cumplida la justicia divina sobre la perseguidora del Cordero y de sus siervos. Su sangre ha sido vengada, y la verdad de su causa reconocida. Los Santos del Cielo responderán a esta invitación en el siguiente capítulo.

Inmediatamente, un Ángel anuncia, por medio de una acción simbólica, la ruina total de Babilonia:

Un Ángel poderoso alzó entonces una piedra, como una gran rueda de molino, y la arrojó al mar diciendo: Así, de golpe, será arrojada Babilonia, la Gran Ciudad, y no aparecerá ya más. Y la música de los citaristas y cantores, de los flautistas y trompetas, no se oirá más en ti; artífice de arte alguna no se hallará más en ti; la voz de la rueda de molino no se oirá más en ti; la luz de la lámpara no lucirá más en ti; la voz del novio y de la novia no se oirá más en ti. Porque tus mercaderes eran los magnates de la tierra, porque con tus hechicerías se extraviaron todas las naciones; y en ella fue hallada la sangre de los profetas y de los santos y de todos los degollados de la tierra.

La ruina de la Roma Babel será rápida y violenta. Como consecuencia natural de su ruina cesará toda manifestación de júbilo popular. No se oirá la música ni la voz de los cantores, que alegraban con sus canciones las fiestas populares y familiares. Cesará también todo ruido de trabajo, y el chirrido de la muela de molino no se volverá a oír. Las antorchas que iluminaban las plazas, las calles y los templos en los días de fiesta se extinguirán para siempre. La voz alegre del esposo y de la esposa, que celebran felices el día de su esponsalicio, también desaparecerá.

El vidente de Patmos termina señalando las razones que ocasionaron la ruina de la gran Babilonia. Las causas fueron tres:

La primera fue el abuso de poder de los mercaderes de Roma, que se habían convertido en magnates del Imperio. Pensemos en la gran influencia romana en el Nuevo Orden Mundial.

La segunda de las causas fueron los maleficios, los sortilegios, la idolatría de Roma, con la cual sedujo a todas las naciones. Pensemos en el culto a la Pachamama o a la Madre Tierra en el mismo Vaticano…

Y, en fin, la tercera causa la constituyen las persecuciones desencadenadas contra los cristianos. Pensemos en las víctimas de la ostpolitik vaticana, engranaje del ecumenismo y de la libertad religiosa conciliares…

A la sangre de los cristianos hay que añadir la de otras muchas víctimas inocentes, que hicieron de Roma un monstruo de crueldad. La sangre de todos los degollados sobre la tierra exige venganza contra la cruel opresora. San Juan ve en la destrucción de Roma la mano de la Providencia divina, que vela por la justicia, tantas veces conculcada por Roma.

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La visión de la caída de Babilonia termina con el Cántico triunfal en el Cielo:

Después oí en el cielo como un gran ruido de muchedumbre inmensa que decía: ¡Aleluya! La salvación y la gloria y el poder son de nuestro Dios, porque sus juicios son verdaderos y justos; porque ha juzgado a la Gran Ramera que corrompía la tierra con su prostitución, y ha vengado en ella la sangre de sus siervos.

Miríadas de Bienaventurados celebran el triunfo de la justicia divina. En violento contraste con los lamentos del capítulo precedente, el autor sagrado nos presenta a los habitantes del cielo entonando el Cántico de Triunfo por la ruina de Babilonia, porque su destrucción demuestra claramente el triunfo de Dios y del Cordero.

El tono litúrgico de este pasaje es más acentuado que otros del Apocalipsis.

La aclamación ¡Aleluya!, alabad al Señor, tan frecuente en los Salmos, es ésta la única vez que se encuentra en el Nuevo Testamento, y se repite por cuatro veces.

La razón de estas alabanzas que los Bienaventurados tributan a Dios se encuentra en la verdad de la justicia divina, manifestada en el castigo de la gran Ramera, la cual con su fornicación idolátrica corrompía la tierra. Dios ha vengado en ella la sangre de sus siervos, que habían muerto por mantenerse fieles a Cristo.

Con la destrucción de Roma, Dios ha salido en defensa del derecho de sus mártires. La sangre de éstos reclamaba la intervención divina en defensa de sus justos derechos conculcados, con el fin de que resplandeciese ante el mundo, partidario de Roma, la verdad de su causa. En esta manera de proceder de Dios se restablece el orden violado, y se manifiesta al mundo un nuevo triunfo de la Iglesia de Cristo.

Y por segunda vez dijeron: ¡Aleluya! La humareda de la Ramera se eleva por los siglos de los siglos.

San Juan oye un segundo aleluya, entonado por los moradores del cielo, los cuales agregan, a manera de colofón, un rasgo nuevo: La humareda de la Ramera se eleva por los siglos de los siglos, para perenne memoria de la justicia divina. De este modo, el autor sagrado expresa la ruina irreparable de Roma, sobre todo en su aspecto de perseguidora de la Iglesia.

A la vista de esta manifestación del poder de Dios, no sólo los millones de Ángeles, sino también los Veinticuatro Ancianos que rodean el trono de Dios y los Cuatro Vivientes que lo sostienen, aprueban, en nombre de la Iglesia y de toda la creación con un Amén y un Aleluya, demostrando la felicidad eterna de los Bienaventurados como una liturgia sagrada que se desarrolla ante el trono de Dios y del Cordero:

Entonces los Veinticuatro Ancianos y los Cuatro Vivientes se postraron y adoraron a Dios, que está sentado en el trono, diciendo: ¡Amén! ¡Aleluya!

Otra voz sale del trono del Señor, proveniente de uno de los Ángeles más próximos a Dios, invitando a todos los fieles de la tierra a asociarse a las alabanzas celestes con ocasión de la ruina de Babilonia:

Y salió una voz del trono, que decía: Alabad a nuestro Dios, todos sus siervos y los que le teméis, pequeños y grandes.

A esta invitación responde una voz poderosa:

Y oí el ruido de muchedumbre inmensa y como el ruido de grandes aguas y como el fragor de fuertes truenos. Y decían: ¡Aleluya! Porque ha establecido su reinado el Señor, nuestro Dios Todopoderoso. Alegrémonos y regocijémonos y démosle gloria, porque han llegado las bodas del Cordero, y su Esposa se ha engalanado y se le ha concedido vestirse de lino deslumbrante de blancura, el lino son las buenas acciones de los santos.

Es la voz de la Iglesia universal, que canta el Aleluya por el triunfo definitivo de la Iglesia en el mundo. Al fin, el Dios omnipotente ha establecido su Reino en la tierra.

Los Bienaventurados manifiestan su alegría por la intervención divina, diciendo: Alegrémonos y regocijémonos, démosle gloria, porque han llegado las bodas del Cordero. El autor sagrado anuncia con estas palabras las bodas del Cordero con su Iglesia.

Los adornos de esta Esposa inmaculada contrastan grandemente con el atuendo externo y el sobrecargo de joyas que llevaba la gran Meretriz, con las cuales trataba de seducir más fácilmente a los demás pueblos.

Sigue la cuarta bienaventuranza del Apocalipsis: Bienaventurados los invitados al banquete de bodas del Cordero.

Esta dichosa perspectiva debe servir de consuelo y aliento a los fieles en medio de las pruebas. El Ángel, queriendo recalcar aún más la verdad de este mensaje consolatorio dirigido a los cristianos, añade:

Estas son palabras verdaderas de Dios.

No se trata de invenciones fantásticas de una imaginación calenturienta, sino que provienen de Dios y, como tales, se cumplirán indefectiblemente.

Al oír San Juan tan consoladoras palabras, se arroja a los pies del Ángel que las había dicho para adorarle; pero éste rehúsa ese honor, declarándose siervo del único Dios y Señor, como Juan y como todos los fieles que en la tierra dan testimonio de Jesucristo.

Estas últimas palabras del Ángel, el testimonio de Jesús, designan la Palabra de Dios, atestiguada por Cristo, y que todo cristiano posee en sí. Es el conjunto de la Revelación que Cristo nos comunicó de parte de su Padre. El Apocalipsis es, pues, una explicación de las enseñanzas de Cristo, un testimonio dado sobre el Salvador; y de aquí procede su valor:

El testimonio de Jesús es el espíritu de profecía.

El mismo Jesús había dicho que el Espíritu Santo daría testimonio de Él por medio de los Apóstoles y de los demás fieles en quienes había de morar.

Recordemos que, según el Evangelio de este Cuarto Domingo de Pascua, Nuestro Señor dijo a sus discípulos que cuando viniese el Espíritu Santo, el Intercesor que el enviaría, presentaría querella al mundo… porque el príncipe de este mundo ya estaba juzgado…

Por esto, y por todo lo dicho, en verdad es digno y justo, equitativo y saludable que, en todo tiempo, Señor, te alabemos, pero principalmente con mayor magnificencia en este en este tiempo glorioso en que Jesucristo, nuestra Pascua, fue inmolado. Porque Él es el verdadero Cordero que ha quitado los pecados del mundo. El cual muriendo destruyó nuestra muerte, y resucitando reparó nuestra vida.