PADRE CERIANI: LA NUEVA TORRE DE BABEL DE LOS HIJOS DEL DIABLO

Misterios de iniquidad

CASA DE LA FAMILIA ABRAHÁMICA

Con miras a la consecución de los objetivos del Documento sobre fraternidad humana para la paz mundial y la convivencia que firmaron Jorge Mario Bergoglio y el jeque Ahmed el-Tayeb, en Abu Dabi, capital de los Emiratos Árabes Unidos, el Comité Superior para la Fraternidad Humana publicó el diseño de la Casa de la Familia Abrahámica, que se construirá en la Isla de Saadiyat, en Abu Dabi.

Como un reflejo del Documento sobre la fraternidad humana, el espacio será compartido por una iglesia, una mezquita y una sinagoga, creando una comunidad de diálogo e intercambio entre religiones, que alimentará los valores de la convivencia pacífica y la aceptación de distintas creencias, nacionalidades y culturas.

El proyecto está a cargo del arquitecto David Adjaye, Oficial de la Orden del Imperio Británico, quien expresó:

«Me siento profundamente honrado por la selección de nuestro diseño. Estoy convencido de que la arquitectura debe servir al enaltecimiento del tipo de mundo en el que deseamos vivir: un mundo de tolerancia, apertura y progreso constante. El diseño arquitectónico y paisajista puede interpretar los elementos y principios de un lugar a fin de fomentar el diálogo, revaluar aquello que damos por sentado acerca del mundo y descubrir, con mayor trascendencia, aquello que determinado lugar puede brindarnos. Como arquitecto, busco dar vida a un edificio que empiece a disolver la noción de la diferencia jerárquica, un edificio que represente la universalidad y la totalidad, algo superior que enriquezca la diversidad humana. Espero ofrecer los planos de un espacio hermoso que invite a la reflexión y celebre estos tres cultos, que estimule el diálogo y el entendimiento en una época crucial para el planeta. Concebido para situarse en la capital de los EAU, el espacio estará abierto al mundo; nuestra esperanza es que, a través de estas edificaciones, las personas de todos los cultos y todos los estratos sociales puedan aprender y participar de una misión: la convivencia pacífica entre las generaciones por venir».

La firma británica, Adjaye Associates, ha sido la ganadora del contrato para diseñar el centro, que consistirá en tres grandes edificios dispuestos alrededor de un jardín central, debajo del cual se ubicará un museo y un centro educativo.

Con un diseño contemporáneo, los tres edificios tendrán una silueta similar, pero con detalles diferenciadores de cada religión. De esta forma se pretende comunicar «los orígenes compartidos de las tres religiones, así como sus diferencias culturales e históricas».

La denominación de Casa de la Familia Abrahámica se debe a que, según los inspiradores del templete, Abraham es considerado un profeta sagrado, una de las figuras más importantes en las tres religiones por igual, y se espera que sea un símbolo de la unificación y la convivencia pacífica.

De hecho, el proyecto prevé que los tres lugares de culto estén unidos entre sí por un cimento único, a imagen del que simboliza Abraham.

La forma en la que se disponen los tres edificios, así como su orientación, es estratégica. La mezquita se dirige hacia La Meca; el bimah de la sinagoga —desde donde se hace la lectura de la Torá durante los servicios religiosos— se enfrenta a Jerusalén; y el altar de la iglesia apunta al este.

Adefesio… ¡Eso sí, ad orientem…!

Cada uno tendrá su propia entrada individual a la calle, pero el suelo se inclinará hacia un podio en el centro, permitiendo a los visitantes del jardín ver los tres. En efecto, los tres edificios se expanden dentro de un jardín, evocación de un Nuevo Edén, reedición babilónica en clave gnóstica y masónica del paraíso terrenal.

Se trata, pues, de un templo para una nueva religión mundial… En el jardín de Abu Dabi está a punto de surgir el Templo de la neo-religión sincretista mundial con sus dogmas anticristianos.

Se ha previsto también la construcción de un cuarto edificio, sede del Centro de Estudios e Investigación sobre la Fraternidad Humana, cuyo objetivo, que se deduce del documento de Abu Dabi, será “dar a conocer las tres religiones”. En esta misma sede tendrán lugar las ceremonias para la entrega del Premio a la Fraternidad Humana.

Edifiquémonos una torre, cuya cumbre llegue hasta el cielo

Revivió en aquellos antiguos babilónicos el espíritu de Caín, la rebeldía contra Dios, que siempre cunde en el mundo.

Eran inventores y progresistas, como el hombre moderno, que los imita en la construcción de torres babilónicas, en sentido técnico, y más aun en sentido ideológico.

En lugar de cumplir la voluntad divina edificaron una ciudad monstruosa, en la cual levantaron, como símbolo de su unidad espiritual, un templo.

La idea que los animaba consistía en crear no sólo un monumento, sino a la vez un centro idolátrico que les sirviese de lazo de unión.

De ahí que Dios interviniera con tanta severidad. La soberbia, dice San Agustín, confundió las lenguas.

Los modernos babilónicos no son menos hijos del diablo…

Comité por la fraternidad humana

Profundicemos la cuestión planteada y consideremos la construcción del templete babilónico a la luz de la Sagrada Escritura y la Tradición.

Examinando cuatro de los documentos del Concilio Vaticano II (Gaudium et spes, Unitatis redintegratio, Dignitatis humanæ y Nostra ætate), parece que, aparentemente, la gran preocupación del Concilio fue predicar la fraternidad de todos los hombres, de todas las religiones, señalando aquello que tienen de común y ocultando lo que las separa.

Omitir esta verdad fundamental es ya un crimen contra la fe; pero también contra el más elemental deber de caridad para con aquellos que están en el error.

Sólo la prédica caritativa de la verdad puede lograr la unidad.

Son la fe y la caridad las que han de establecer la unidad.

El conciliábulo y quienes lo ponen en práctica buscan ante todo la unidad; y es a partir de ella que pretenden establecer una fe común, insistiendo sobre la caridad.

Esto sólo, por sí mismo, es muy grave.

Este vasto y falso ecumenismo esconde una intención profundamente más grave: el conciliábulo proclama un nuevo credo:

Dios es Padre de todos los hombres, y éstos, por lo tanto, son todos hermanos entre sí. De donde se sigue que entre ellos debe descartarse absolutamente toda discriminación, toda oposición, toda persecución, incluso por motivos religiosos.

La idea masónica, anti-cristiana, que domina es ésta:

Todos los hombres son hermanos y absolutamente iguales entre sí; de ésta fraternidad e igualdad se siguen la libertad e igualdad absoluta de las religiones.

Nuestro Señor Jesucristo y su Iglesia, y las distinciones y oposiciones que se siguen de ello, vienen en segundo lugar y no deben ser recordadas ni defendidas, bajo pena de excomunión por la «conciencia universal» por el crimen de discriminación o segregación.

La Declaración conciliar para las religiones no cristianas, Nostra ætate, en sus parágrafos 3 y 4, referente a las religiones islámica y judía, ha rechazado la Tradición. Pero, para hacerlo, ha falsificado las Sagradas Escrituras. Leamos:

La religión del islam

3. La Iglesia mira también con aprecio a los musulmanes que adoran al único Dios, viviente y subsistente, misericordioso y todo poderoso, Creador del cielo y de la tierra, que habló a los hombres, a cuyos ocultos designios procuran someterse con toda el alma como se sometió a Dios Abraham, a quien la fe islámica mira con complacencia. Veneran a Jesús como profeta, aunque no lo reconocen como Dios; honran a María, su Madre virginal, y a veces también la invocan devotamente. Esperan, además, el día del juicio, cuando Dios remunerará a todos los hombres resucitados. Además, aprecian la vida moral, y honran a Dios sobre todo con la oración, las limosnas y el ayuno.

Si en el transcurso de los siglos surgieron no pocas desavenencias y enemistades entre cristianos y musulmanes, el Sagrado Concilio exhorta a todos a que, olvidando lo pasado, procuren y promuevan unidos la justicia social, los bienes morales, la paz y la libertad para todos los hombres.

La religión judía

4. Al investigar el misterio de la Iglesia, este Sagrado Concilio recuerda los vínculos con que el Pueblo del Nuevo Testamento está espiritualmente unido con la raza de Abraham.

Pues la Iglesia de Cristo reconoce que los comienzos de su fe y de su elección se encuentran ya en los Patriarcas, en Moisés y los Profetas, conforme al misterio salvífico de Dios. Reconoce que todos los cristianos, hijos de Abraham según la fe, están incluidos en la vocación del mismo Patriarca y que la salvación de la Iglesia está místicamente prefigurada en la salida del pueblo elegido de la tierra de esclavitud. Por lo cual, la Iglesia no puede olvidar que ha recibido la Revelación del Antiguo Testamento por medio de aquel pueblo, con quien Dios, por su inefable misericordia se dignó establecer la Antigua Alianza, ni puede olvidar que se nutre de la raíz del buen olivo en que se han injertado las ramas del olivo silvestre que son los gentiles. Cree, pues, la Iglesia que Cristo, nuestra paz, reconcilió por la cruz a judíos y gentiles y que de ambos hizo una sola cosa en sí mismo.

La Iglesia tiene siempre ante sus ojos las palabras del Apóstol Pablo sobre sus hermanos de sangre, «a quienes pertenecen la adopción y la gloria, la Alianza, la Ley, el culto y las promesas; y también los Patriarcas, y de quienes procede Cristo según la carne» (Rom., 9, 4-5), hijo de la Virgen María. Recuerda también que los Apóstoles, fundamentos y columnas de la Iglesia, nacieron del pueblo judío, así como muchísimos de aquellos primeros discípulos que anunciaron al mundo el Evangelio de Cristo.

Como afirma la Sagrada Escritura, Jerusalén no conoció el tiempo de su visita, gran parte de los Judíos no aceptaron el Evangelio e incluso no pocos se opusieron a su difusión. No obstante, según el Apóstol, los Judíos son todavía muy amados de Dios a causa de sus padres, porque Dios no se arrepiente de sus dones y de su vocación. La Iglesia, juntamente con los Profetas y el mismo Apóstol espera el día, que sólo Dios conoce, en que todos los pueblos invocarán al Señor con una sola voz y «le servirán como un solo hombre» (Soph., 3, 9).

Como es, por consiguiente, tan grande el patrimonio espiritual común a cristianos y judíos, este Sagrado Concilio quiere fomentar y recomendar el mutuo conocimiento y aprecio entre ellos, que se consigue sobre todo por medio de los estudios bíblicos y teológicos y con el diálogo fraterno.

Aunque las autoridades de los judíos con sus seguidores reclamaron la muerte de Cristo, sin embargo, lo que en su Pasión se hizo, no puede ser imputado ni indistintamente a todos los judíos que entonces vivían, ni a los judíos de hoy. Y, si bien la Iglesia es el nuevo Pueblo de Dios, no se ha de señalar a los judíos como reprobados de Dios ni malditos, como si esto se dedujera de las Sagradas Escrituras. Por consiguiente, procuren todos no enseñar nada que no esté conforme con la verdad evangélica y con el espíritu de Cristo, ni en la catequesis ni en la predicación de la Palabra de Dios.

Además, la Iglesia, que reprueba cualquier persecución contra los hombres, consciente del patrimonio común con los judíos, e impulsada no por razones políticas, sino por la religiosa caridad evangélica, deplora los odios, persecuciones y manifestaciones de antisemitismo de cualquier tiempo y persona contra los judíos.

Por los demás, Cristo, como siempre lo ha profesado y profesa la Iglesia, abrazó voluntariamente y movido por inmensa caridad, su pasión y muerte, por los pecados de todos los hombres, para que todos consigan la salvación. Es, pues, deber de la Iglesia en su predicación el anunciar la cruz de Cristo como signo del amor universal de Dios y como fuente de toda gracia.

En lo referente a los judíos, la falsificación de las Sagradas Escrituras y el rechazo de la Tradición apunta a tres puntos esenciales: la alianza, el deicidio y el llamado antisemitismo.

Nos detendremos solamente en el tema de la Alianza, que, salvando las diferencias, también vale para el islam.

El pueblo judío es un pueblo teológico: hijo de Abraham, tiene su origen en Dios, quien lo crea para sí. Israel es grande, y grande con grandeza teológica.

Pero, esta grandeza de Israel ¿estriba puramente en su descendencia carnal de Abraham o, en cambio, radica en la fe que tiene Abraham en la Promesa de Dios?

Si las bendiciones de Dios son para la descendencia carnal de Abraham, entonces, por el solo hecho de ser hijo de Abraham, el pueblo judío será elegido y bendito entre todos los linajes de la tierra. Y los judíos deben aceptar lo mismo para los islámicos, descendientes de Abraham por Ismael…

Si, en cambio, las bendiciones están reservadas a la fe en la Divina Promesa, la pura descendencia carnal no vale: es necesaria la descendencia de Abraham por la fe en la Promesa, o sea una descendencia espiritual fundada en la fe.

¿Cuál es la realidad?

La respuesta está dada por el mismo Dios en la Sagrada Escritura: léanse las siguientes citas del Antiguo Testamento con sus correspondiente exégesis realizada por San Pablo en el Nuevo Testamento:

1. Génesis XV, 1-6 (Cfr. Romanos IV, 1-3 y Gálatas III, 3-7):

Gén. XV, 1-6: Habló Yahvé a Abram en una visión, diciendo: “No temas, Abram; Yo soy tu escudo, tu recompensa sobremanera grande.” Respondió Abram: “Adonai, Yahvé, ¿qué me vas a dar, si me voy sin hijo, y el heredero de mi casa será este damasceno Eliéser?” Y repitió Abram: “Aquí me tienes, no me has dado descendencia, y así es que un hombre de mi casa me ha de heredar.” Mas he aquí que Yahvé le habló, diciendo: “No te heredará éste, sino que uno que saldrá de tus entrañas, ese te ha de heredar.” Y le sacó fuera, y dijo: “Mira al cielo, y cuenta las estrellas, si puedes contarlas”, y le agrego: “Así será tu descendencia.” Y creyó a Yahvé, el cual se lo reputó por justicia.

Rom. IV, 1-3: ¿Qué diremos luego que obtuvo Abraham, nuestro Padre según la carne? Porque si Abraham fue justificado por obras, tiene de qué gloriarse; mas no delante de Dios. Pues ¿qué dice la Escritura? “Abraham creyó a Dios, y le fue imputado a justicia.”

Gál. III, 3-7: ¿Tan insensatos sois que, habiendo comenzado por Espíritu, acabáis ahora en carne? ¿Valía la pena padecer tanto si todo fue en vano? Aquel que os suministra el Espíritu y obra milagros en vosotros ¿lo hace por las obras de la Ley o por la palabra de la fe? Porque está escrito: “Abrahán creyó a Dios, y le fue imputado a justicia.” Sabed, pues, que los que viven de la fe, esos son hijos de Abrahán.

2. Génesis XVI, 1-6:

Sarai, mujer de Abram, no le daba hijos; pero tenía una sierva egipcia, que se llamaba Agar, y dijo Sarai a Abram: “Mira que Yahvé me ha hecho estéril; llégate, pues, te ruego, a mi esclava. Quizás podré tener hijos de ella.” Escuchó Abram la voz de Sarai. Y así al cabo de diez años de habitar Abram en el país de Canaán, tomó Sarai, la mujer de Abram, a Agar la egipcia, su esclava, y se la dio por mujer a Abram, su marido. Se llegó, pues, él a Agar, la cual concibió; mas luego que vio que había concebido, miraba a su señora con desprecio. Dijo entonces Sarai a Abram: “El agravio hecho a mí cae sobre ti. Yo puse mi esclava en tu seno, mas viéndose ella encinta me mira con desprecio. Juzgue Yahvé entre mí y ti.” Respondió Abram a Sarai: “Ahí tienes a tu sierva a tu disposición. Haz con ella como bien te parezca.” Luego la maltrató Sarai; y ella huyó de su presencia.

3. Génesis XXI, 1-3 (Cfr. Gálatas IV, 21-28 y Hebreos XI, 8-12):

Gén. XXI, 1-3: Visitó, pues, Yahvé a Sara según había dicho, y cumplió en ella lo prometido. Concibió Sara y dio a Abraham un hijo en su vejez, al tiempo que Dios había predicho. Abraham dio al hijo que le nació y cuya madre era Sara, el nombre de Isaac.

Gál. IV, 21-28: Decidme, los que deseáis estar bajo ley, ¿no escucháis la Ley? Porque escrito está que Abrahán tuvo dos hijos, uno de la esclava y otro de la libre. Mas el de la esclava nació según la carne, mientras que el de la libre, por la promesa. Esto es una alegoría, porque aquellas mujeres son dos testamentos: el uno del monte Sinaí, que engendra para servidumbre, el cual es Agar. El Sinaí es un monte en Arabia y corresponde a la Jerusalén de ahora, porque ella con sus hijos está en esclavitud. Mas la Jerusalén de arriba es libre, y ésta es nuestra madre. Porque escrito esta: “Regocíjate, oh estéril, que no das a luz; prorrumpe en júbilo y clama, tú que no conoces los dolores de parto; porque más son los hijos de la abandonada que los de aquella que tiene marido.” Vosotros, hermanos, sois hijos de la promesa a semejanza de Isaac.

Hebr. XI, 8-12: Llamado por la fe, Abrahán obedeció para partirse a un lugar que había de recibir en herencia, y salió sin saber adónde iba. Por la fe habitó en la tierra de la promesa como en tierra extraña, morando en tiendas de campaña con Isaac y Jacob, coherederos de la misma promesa, porque esperaba aquella ciudad de fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios. Por la fe, también la misma Sara, a pesar de haber pasado ya la edad propicia, recibió vigor para fundar una descendencia, porque tuvo por fiel a Aquel que había hecho la promesa. Por lo cual fueron engendrados de uno solo, y ése ya amortecido, hijos “como las estrellas del cielo en multitud y como las arenas que hay en la orilla del mar”.

Abraham expulsa a Agar e Ismael

4. Génesis XXI, 9-20 (Cfr. Gálatas IV, 29-31; Romanos IX, 6-8; Hebreos XI, 17-18):

Gén. XXI, 9-20: Mas cuando Sara vio que el hijo que Abrahán había recibido de Agar la egipcia, se burlaba, dijo a Abrahán: “Echa fuera a esta esclava y a su hijo; porque el hijo de esta esclava no ha de ser heredero con mi hijo Isaac.” Esta palabra parecía muy dura a Abrahán, por cuanto se trataba de su hijo. Pero Dios dijo a Abrahán: “No te aflijas por el niño y por tu esclava. En todo lo que dijere Sara, oye su voz; pues por Isaac será llamada tu descendencia. Mas también del hijo de la esclava haré una nación, por ser descendiente tuyo.” Se levantó, pues, Abrahán muy de mañana, tomó pan y un odre de agua, y se lo dio a Agar, poniéndolo sobre el hombro de ésta; le entregó también el niño, y la despidió. La cual se fue y anduvo errante por el desierto de Bersabee. Cuando se acabó el agua del odre, echó ella al niño bajo uno de los arbustos, y fue a sentarse frente a él, a la distancia de un tiro de arco; porque decía: “No quiero ver morir al niño.” Sentada, pues, en frente, alzó su voz y prorrumpió en lágrimas. Mas Dios oyó la voz del niño; y el Ángel de Dios llamó a Agar desde el cielo, y le dijo: “¿Qué te pasa, Agar? No temas, porque Dios ha oído la voz del niño en el lugar donde está. Levántate, alza al niño, y tómalo de la mano, porque haré de él un gran pueblo.” Y le abrió Dios los ojos, y ella vio un pozo de agua; fue y llenó el odre de agua, y dio de beber al niño. Y Dios asistió al niño, el cual creció y habitó en el desierto, y vino a ser tirador de arco.

Gál. IV, 29-31: Mas así como entonces el que nació según la carne perseguía al que nació según el Espíritu, así es también ahora. Pero ¿qué dice la Escritura? “Echa fuera a la esclava y a su hijo, porque no heredará el hijo de la esclava con el hijo de la libre.” Por consiguiente, hermanos, no somos hijos de la esclava, sino de la libre.

Rom. IX, 6-8: No es que la palabra de Dios haya quedado sin efecto; porque no todos los que descienden de Israel, son Israel; ni por el hecho de ser del linaje de Abraham, son todos hijos; sino que “en Isaac será llamada tu descendencia”. Esto es, no los hijos de la carne son hijos de Dios, sino que los hijos de la promesa son los considerados como descendencia.

Hebr. XI, 17-18: Por la fe, Abrahán, al ser probado, ofreció a Isaac. El que había recibido las promesas ofrecía a su unigénito, respecto del cual se había dicho: “En Isaac será llamada tu descendencia.”

Agar e Ismael en el desierto

5. Génesis XXV, 19-25 (Cfr. Romanos IX, 6-13 y XI, 11-12):

Gén. XXV, 19-25: Esta es la historia de Isaac, hijo de Abrahán: Abrahán engendró a Isaac. Isaac tenía cuarenta años cuando tomó por mujer a Rebeca, hija de Batuel, arameo, de Mesopotamia, hermana de Labán, arameo. Rogó Isaac a Yahvé por su mujer, porque ella era estéril; y Yahvé le escuchó, y concibió Rebeca, su mujer. Pero se chocaban los hijos en su seno, por lo cual dijo: “Si es así, ¿qué será de mí?” Y se fue a consultar a Yahvé. Le respondió Yahvé: “Dos pueblos están en tu seno, dos naciones que se dividirán desde tus entrañas. Y una nación será más fuerte que la otra; pues el mayor servirá al menor.” Y he aquí, cuando llegó el tiempo de dar a luz, había mellizos en su seno. Salió el primero, rubio todo él como un manto de pelo; y le llamaron Esaú. Después salió su hermano, que con su mano tenía agarrado el talón de Esaú; por lo cual le llamaron Jacob. Isaac contaba sesenta años cuando nacieron.

Rom. IX, 6-13: No es que la palabra de Dios haya quedado sin efecto; porque no todos los que descienden de Israel, son Israel; ni por el hecho de ser del linaje de Abrahán, son todos hijos; sino que “en Isaac será llamada tu descendencia”. Esto es, no los hijos de la carne son hijos de Dios, sino que los hijos de la promesa son los considerados como descendencia. Porque ésta fue la palabra de la promesa: “Por este tiempo volveré, y Sara tendrá un hijo.” Y así sucedió no solamente con Sara, sino también con Rebeca, que concibió de uno solo, de Isaac nuestro Padre. Pues, no siendo aún nacidos los hijos de ella, ni habiendo aún hecho cosa buena o mala —para que el designio de Dios se cumpliese conforme a su elección, no en virtud de obras sino de Aquel que llama— le fue dicho a ella: “El mayor servirá al menor”; según está escrito: “A Jacob amé, mas aborrecí a Esaú.”

Rom. XI, 11-12: Ahora digo: ¿Acaso tropezaron para que cayesen? Eso no; sino que por la caída de ellos vino la salud a los gentiles para excitar a los judíos a emulación. Y si la caída de ellos ha venido a ser la riqueza del mundo, y su disminución la riqueza de los gentiles, ¿cuánto más su plenitud?

Isaac bendice a Jacob

Por lo tanto, según la Palabra de Dios (Gálatas IV, 21-31), Ismael es figura de la sinagoga, que se gloría de venir de la carne de Abraham. Isaac representa y figura a la Iglesia, que surgió por la fe en la Promesa de Cristo.

Entonces, no es la descendencia carnal de Abraham la que salva, sino su unión espiritual por la fe en Cristo.

El mismo misterio nos lo revelan los dos hijos de Isaac. San Pablo (Rom. IX, 6-13) hace ver como Esaú (el mayor según la carne) es el pueblo judío, unido con Abraham por los lazos puramente carnales; y Jacob (el menor) es la Iglesia, unida por la fe en Cristo.

En el origen mismo del pueblo judío, en Abraham e Isaac, está figurada la grandeza y la miseria de este pueblo y su oposición con la Iglesia. Lo mismo vale para los musulmanes.

El pueblo judío es teológico, escogido, consagrado, santificado para significar y traernos en su carne a Jesús, Nuestro Señor.

¿Es Cristo quien santifica al linaje judío, o es el linaje judío el que santifica a Cristo?

Si los judíos hubiesen creído que Cristo santificaba su linaje, habrían sido llamados a ser raíz y tronco de la Iglesia de Jesucristo.

Pero, en cambio, como pensaban que su linaje santificaba al Cristo y lo rechazaron, han sido condenados a ser raíz y tronco de la sinagoga de Satanás hasta su conversión.

No hay otra posibilidad: o bien la descendencia y la filiación corporal de Abraham terminaban y se perfeccionaban en Cristo, espiritualizándose y constituyendo la Iglesia católica; o bien el judaísmo continuaba legítimamente la religión judía, permaneciendo fiel en su espera del Mesías, que le proporcionaría la dominación mundial.

En el primer caso, el judaísmo reclama sin razón la Alianza y las promesas, y es culpable de haber falsificado su propia fe (culpable de «perfidia», en el sentido estricto del término), de deicidio y de ilegítimo semitismo.

En el segundo caso, las autoridades y el pueblo judío hubiesen tenido razón en rechazar el Evangelio, condenar a muerte a Jesús y combatir a la Iglesia Católica.

El conciliábulo vaticanesco quiere a todo precio, reconciliar a la Iglesia con el judaísmo talmúdico. Para esto, camufló esta reconciliación asimilándola a la conversión del pueblo judío y fundamentándola sobre el reconocimiento de la herencia común con el Israel espiritual.

En otras palabras, el conciliábulo, sin hacer las debidas distinciones entre Israel espiritual e Israel carnal, y entre pueblo judío a convertir y judaísmo farisaico y talmúdico, identifica estos dos últimos y les atribuye los beneficios espirituales del pueblo elegido (Israel espiritual), heredados por la Iglesia Católica.

De este modo, busca la unidad sobre una base religiosa común que supone aun existente, pero que, de hecho, debido a la prevaricación de Israel, ya no existe. Los cimientos del templete abrahámico sustentan una quimera…

Para ello, debe desmentir, silenciar o condenar todo aquello que niegue o se oponga a tal pretendida base religiosa común.

Podrán poner un mismo cimiento… Pero la casa no se sostiene…

Juan Pablo II en su visita del 13 de abril a la sinagoga de Roma, reafirmó, cual pésimo arquitecto, esta intención: los tres puntos que quiso destacar, del n.4 del documento Nostra ætate, señalan la falsificación de las Sagradas Escrituras y el abandono de la Tradición respecto a la Alianza. Allí se lee:

«La religión judía no nos es extrínseca, sino que en cierto modo es intrínseca a nuestra religión. Por lo tanto, sois nuestros hermanos predilectos, y en cierto modo, se podría decir, nuestros hermanos mayores”.

«Los judíos permanecen muy queridos por Dios, que los ha llamado a una vocación irrevocable.»

“Para que se superen los viejos prejuicios y se dé espacio al reconocimiento cada vez más pleno de ese ‘vínculo’ y de ese ‘común patrimonio espiritual’ que existen entre judíos y cristianos (…) la Iglesia de Cristo descubre su ‘relación’ con el judaísmo ‘escrutando su propio misterio’.»

La continuidad estaría bien establecida en el orden espiritual, según la fe. Israel llegó a ser la Iglesia por la Cruz de Cristo. Todo esto es correcto, si se entiende por «raza de Abraham» el Israel espiritual.

Pero existe una ruptura, provocada por el rechazo del Mesías y su crucifixión. Esta ruptura es atenuada, y sus consecuencias son disimuladas.

Primera torre de Babel

Lo que tiene que quedar claro es lo siguiente:

1°) El pueblo del Nuevo Testamento está espiritualmente unido con la raza de Abraham en su descendencia espiritual, pero no en su descendencia meramente carnal.

2°) La Iglesia de Cristo, escrutando su propio misterio, descubre su relación con el judaísmo espiritual, pero no con el judaísmo farisaico y talmúdico.

San Pablo, escribe a los Romanos con claridad y fuerza, capítulo IX, 1-8:

«Digo verdad en Cristo, dándome testimonio mi conciencia en el Espíritu Santo, porque no miento: siento tristeza grande y continuo dolor en mi corazón. Porque desearía ser yo mismo anatema de Cristo por mis hermanos, deudos míos según la carne, los israelitas, de quienes es la filiación, la gloria, las alianzas, la entrega de la ley, el culto y las promesas; cuyos son los padres, y de quienes, según la carne, desciende Cristo, que es sobre todas las cosas, Dios bendito por los siglos. Amén. No es que la palabra de Dios haya quedado sin efecto, porque no todos los que descienden de Israel son Israel; ni por el hecho de ser del linaje de Abraham, son todos hijos; sino que ‘en Isaac será llamada tu descendencia’. Esto es, no los hijos de la carne son hijos de Dios, sino que los hijos de la promesa son los considerados como descendencia.»

Por su parte, las propias afirmaciones de Nuestro Señor no dejan lugar a dudas de que Dios ha rechazado a Israel y que éste ha dejado de ser pueblo suyo, hasta que le acepte a Él como verdadero Mesías y Salvador.

Tampoco quedará piedra sobre piedra

Léanse, entre otros muchos pasajes del Evangelio, las parábolas de la higuera estéril, la de los viñadores, en el cap. XXI de San Mateo, con sus lugares paralelos en los demás Evangelistas, donde el Señor resume toda su doctrina sobre la reprobación de Israel con esta clarísima y terrible sentencia: «Por eso os digo que os será quitado el Reino de Dios y será dado a gente que produzca sus frutos.» (Mt. XXI, 43).

Estas palabras de Cristo sellan, con su divina autoridad, el cumplimiento exacto de la profecía de Daniel, (IX, 26): «Y no será ya más pueblo suyo el que le ha de negar».

Para terminar, veamos si los judíos son o no hermanos de los católicos, como dice Juan Pablo II.

Si tomamos «Israel» en sentido espiritual, podemos entonces afirmar que sí son nuestros hermanos, nuestros hermanos mayores. Pero si tomamos «Israel» por el pueblo judío actual, el judaísmo talmúdico, entonces no, no son hermanos de los católicos.

Ya Nuestro Señor Jesucristo en el capítulo VIII del Evangelio de San Juan puso punto final a esta cuestión.

Discutiendo con los fariseos, sentenció: «Yo digo lo que he visto junto a mi Padre, y vosotros hacéis lo que habéis aprendido de vuestro padre”.

Los fariseos le respondieron diciendo: “Nuestro padre es Abraham”.

Jesús les dijo: “Si fuerais hijos de Abraham, haríais las obras de Abraham. Vosotros hacéis las obras de vuestro padre”.

Le dijeron: “Nosotros no hemos nacido del adulterio. No tenemos más que un padre, Dios.

Jesús les respondió: “Si Dios fuera vuestro padre, me amaríais a Mí, porque Yo salí y vine de Dios: vosotros sois hijos del diablo y queréis cumplir los deseos de vuestro padre: él fue homicida desde el principio y no permaneció en la verdad porque no hay nada de verdad en el. El que es de Dios, escucha las palabras de Dios, por eso no la escucháis vosotros, porque no sois de Dios».

El mismo Evangelista San Juan, en su Apocalipsis, II, 9 dice: «Conozco tu tribulación y tu pobreza —pero tú eres rico— y la maledicencia de parte de los que se llaman judíos y no son más que la sinagoga de Satanás».

Por lo tanto, los judíos en sentido carnal, herederos de los fariseos (enemigos teológicos de Jesús), tienen por padre al demonio y por madre a la sinagoga de Satanás.

Por lo mismo, no tienen nada en común con los católicos, cuyo padre es Dios y cuya madre es la Santa Iglesia.

Como enseña San Pablo: La Jerusalén de arriba es libre, y ésta es nuestra madre. Vosotros, hermanos, sois hijos de la promesa a semejanza de Isaac. Por consiguiente, hermanos, no somos hijos de la esclava, sino de la libre.

Y vino uno de los siete ángeles que tenían las siete copas llenas de las siete plagas postreras, y habló conmigo diciendo: “Ven acá, te mostraré la novia, la esposa del Cordero”. Y me llevó en espíritu a un monte grande y alto, y me mostró la ciudad santa Jerusalén, que bajaba del cielo, desde Dios, teniendo la gloria de Dios (Apocalipsis, XXI, 9-11).

Padre Juan Carlos Ceriani