Conservando los restos
LA SUPRESIÓN DEL SANTO SACRIFICIO
Texto del vídeo publicado Aquí
Estamos a cincuenta años del Novus Ordo Missæ… Estamos a cincuenta años de la segunda reforma protestante… Con esa reforma no católica comienza la operación de supresión del santo sacrificio…
Luego de haber estudiado la historia de la Santa Misa desde San Pedro hasta San Pío V, y de haber analizado las diversas partes de la Santa Misa de Rito Romano y sus correspondientes oraciones, comenzamos a considerar los antecedentes de la misa nueva.
Hemos visto los antecedentes remotos, consecuencias de los errores protestantes, como son el Jansenismo, el Anglicanismo y el conciliábulo de Pistoya.
También hemos seguido de cerca la bien llamada herejía antilitúrgica y la obra de restauración llevada a cabo por Dom Guéranger, dando inicio al Movimiento Litúrgico.
En la última entrega emprendimos el estudio de la desviación del Movimiento Litúrgico, que desembocará en la nueva misa. Y vimos los tres focos principales de este fenómeno de desviación: en Francia, Alemania y Bélgica; y cómo llevaron a cabo la contaminación y radicalización de esa obra subversiva.
Hoy veremos la subversión propiamente dicha y la reacción de Pío XII.
***
ESCUCHAR AUDIO DEL ESPECIAL DE CRISTIANDAD
HISTORIA DE LA MISA TRADICIONAL
ANTECEDENTES DE LA NUEVA MISA
I LA SUBVERSIÓN
Si bien los neoliturgistas desprecian la teología tradicional, sin embargo, su acción tiene un significado teológico.
Las reformas que presentan como sólo «pastorales» tienen un sentido teológico y contribuyen a la instauración de una nueva visión de la Misa. He aquí algunos ejemplos.
En la sesión de estudio de 1944, el Padre Dubarle, ex capellán de cárcel, decía:
“Vuelvo una vez más sobre el gran beneficio de los indultos pontificios: comunión con un ayuno eucarístico muy limitado. Los feligreses volvían a casa después del trabajo alrededor de las 14 horas, se servía la comida y terminaban de comer a las 14:30/15 horas. Se les decía: comulgarán cuando la Misa sea dicha. Es asombroso comprobar cómo esta facilidad concedida les daba una idea mejor de que esta comunión era una especie de cumbre de una comida. Y eso tenía su valor. Fue una especie de ruptura con un formalismo sacramental demasiado seco”
Continuaba diciendo que la Misa debía celebrarse en la mesa de la comida, y comentaba: «¡Dios mío! Este altar es el verdadero altar, el que es una mesa».
Otro participante expuso:
«Tuvimos que formar a un catecúmeno de diez años. Al explicarle que la Misa es una comida, tuvimos todos los problemas del mundo para demostrarle que el altar era una mesa».
Y cuando un sacerdote de Lyon expresó «dimos vuelta al altar hace aproximadamente tres años” (para celebrar de cara al pueblo), los aplausos de los congresistas estallaron.
Durante la sesión de 1946, encontramos las mismas ideas:
«El altar es una mesa, equipada con los accesorios de una comida», dijo el Padre Roguet.
Cinco meses después, en una sesión de predicadores litúrgicos, el mismo pidió a los predicadores que inculcasen las siguientes ideas a sus auditores:
«El altar es, ante todo, una mesa. La Misa, por lo tanto, es ante todo una comida. La Misa no es solamente un asunto del sacerdote. Es vuestro asunto. Sin vosotros él no podría celebrar la Misa. Él es vuestro delegado. Por el bautismo, vosotros sois capaces de celebrar. El bautismo os ordena «sacerdotes» de un sacerdocio subordinado y colectivo”.
En mayo de 1946, Dom Beauduin también desarrolló la idea de una misa-comida antes de ser sacrificio:
«Es por la participación en una Comida, una Comida real, donde uno rompe el pan y hace circular una copa de vino, que hacemos la obra de la cruz”.
Cuando un participante pregunta si no sería apropiado especificar la palabra «memorial», utilizada para definir la Misa (dado que para el protestantismo la Misa es una simple conmemoración, esta palabra es ciertamente ambigua), el Padre Martimort le respondió: «La Misa es propiamente el memorial de la Pasión».
¿Por qué tanto empeño en usar esta palabra ambigua? La respuesta fue dada en otra intervención: «En muchas reuniones con pastores protestantes, discutimos los puntos precisos que nos preocupan, y dijeron: Si presentan la Misa de esta manera, estamos de acuerdo.”
Cuando Dom Botte defendió en una reunión la distinción de naturaleza que separa el sacerdocio ministerial del sacerdocio común de los fieles, se encontró solo en su opinión, entre todos los líderes del C.P.L.
Sin embargo, aquí tenemos solamente la punta emergente del iceberg: habría que presentar los hechos y dichos de las reuniones secretas que tuvieron lugar en esos años entre sacerdotes católicos y pastores protestantes para oler la subversión.
No podían decir todo abiertamente, pues Roma vigilaba; por lo tanto, se especifica cuidadosamente que no desean desviarse de la doctrina católica y que sólo proponen reformas pastorales; se las arreglan para contrarrestar los pasajes más audaces con notas que recuerdan la doctrina de la Iglesia, pero avanzan en la nueva concepción de la Misa.
Esta voluntad subversiva, incluso a veces se expone en público, aunque con palabras encubiertas. Dom Beauduin presenta las «Normas prácticas para las reformas litúrgicas», y confiesa el objetivo buscado: «liberarse cautelosamente de la disciplina demasiado estrecha de las reglas litúrgicas actuales».
Toda una estrategia es ideada para evitar confrontar de frente a la autoridad: «Proceder pacientemente; utilizar modestamente lo que es legítimo hoy y preparar el futuro, haciendo que todas las riquezas contenidas en la liturgia antigua sean deseadas y amadas; disponer los espíritus, pues Roma teme ante todo el escándalo de los fieles; proceder metódicamente, y sobre todo invocar los motivos pastorales para pedir modificaciones”.
Acentuar también el aspecto moral y práctico: “comunión frecuente”, “ayuno eucarístico”, “horario de la Misa”, pues la Iglesia no teme modificar su disciplina por el bien de sus hijos.
Finalmente, «hacer conocer a las autoridades los deseos y los sabios motivos de los pastores más celosos y del pueblo fiel, especialmente los miembros devotos de la Acción Católica».
De hecho, un año después, el cardenal Suhard, arzobispo de París, comenta: «Actualmente se nos están pidiendo varias facilidades para la disciplina litúrgica» (incluida la introducción de la lengua vernácula); y, al mismo tiempo, las mismas solicitudes se presentan en Roma por el cardenal Bertram, en nombre de los fieles alemanes. ¿Simple coincidencia?
El Padre Martimort, durante la sesión de 1944 del C.P.L., revela los objetivos a largo plazo: «Para adaptar el culto a nuestros contemporáneos, ¿será necesario abandonar la venerable obra del pasado, que contiene tanta belleza humana, que ha sostenido la oración de muchas generaciones, y que testifica la continuidad de la Iglesia? La Iglesia tiene un corazón humano, y ella no puede soportar aplicar el hacha a la raíz de un árbol tan hermoso. Sin embargo, Ella no duda en hacer sacrificios importantes. Si decidimos hacer cambios más radicales, podríamos mantener las antiguas costumbres, las viejas canciones, las fórmulas que han encantado nuestro sacerdocio, en los monasterios y algunas iglesias que, por su carácter, no son frecuentadas por un público popular; la Capilla Sixtina, las abadías siempre atraerán a una élite accesible a las obras maestras de la oración y del arte”.
Aimé Georges Martimort
¡Qué confesión! ¡Qué desprecio del pueblo cristiano! ¡Qué lejos estamos de las instrucciones de San Pío X!: «Quiero que mi pueblo rece seguro de la belleza».
Se trata, pues, de una verdadera revolución litúrgica, deseada y preparada conscientemente por los neoliturgistas.
Las palabras del Padre Martimort suenan tan claras a este respecto que los dominicos de Cerf creen que es útil agregar una nota del editor: «Sólo la autoridad eclesiástica puede legislar en este asunto y legitimar mediante sus decretos las innovaciones propuestas. Cualquier iniciativa tomada sin la autorización de la Santa Sede, además de ser a menudo imaginativa y arbitraria, implicaría medidas represivas y pondría en peligro cualquier reforma seria y legítima».
Entendámoslo bien: no se trata de prohibir los experimentos audaces, sino de esconderlos a la autoridad «represiva».
La anécdota más significativa de este espíritu subversivo fue la de la visita a Francia del futuro redactor de la nueva misa: Annibale Bugnini. El Padre Duployé dijo: «Unos días antes de la reunión del Thieulin, recibí la visita de un lazarista italiano, el Padre Bugnini, que me había pedido que lo invitara. El Padre escuchó con mucha atención, sin decir una palabra, durante cuatro días. Cuando regresábamos a París, me dijo: Admiro lo que hacen, pero el mejor servicio que puedo prestarles es no decir ni una palabra en Roma de todo lo que acabo de escuchar”.
En 1945, Dom Olivier Rousseau, discípulo de Dom Lambert Beauduin, publica una «Historia del Movimiento Litúrgico», en cuya conclusión da una voz de alarma:
“El movimiento litúrgico está perdiendo el sentido católico de la Iglesia. Para un católico, la Iglesia es la única Arca de salvación. Sociedad divina, ella permanece viviente a través de los siglos, siempre pura e inmaculada, conociendo tanto su dogma como su liturgia un «desarrollo homogéneo». Para Don Guéranger, como para todo católico, la liturgia es engendrada por la Iglesia, asistida por el Espíritu Santo, durante todo su camino por la tierra. Por esta razón, la liturgia tridentina y post-tridentina es tan venerable como la liturgia de la Edad Media o de la era patrística. Y esta es la verdad que los dirigentes del movimiento litúrgico no comprenden: para ellos, la liturgia de la época barroca, la liturgia de la Edad Media son liturgias muertas. Se trata de volver, cueste lo que cueste, a la liturgia primitiva, la «única que puede ser el alma de una verdadera renovación».”
Mientras tanto, Dom Beauduin predica el programa de la reforma litúrgica en «La Maison-Dieu», órgano oficial del C.P.L.:
— insistir en la necesidad de los cambios a través de estudios históricos sobre la liturgia;
— obtener simpatías y apoyos ante los obispos;
— presentar el pedido de reformas siempre en razón de conveniencias pastorales.
A partir de ese momento, se suceden los congresos, jomadas y reuniones reducidas.
En el año 1946, el C.P.L. trabaja activamente en Alsacia; allí se consuma la unión definitiva del movimiento litúrgico alemán con el francés.
Notemos de pasada una confidencia del Padre Duployé: «Realizamos también contactos con los representantes de diferentes iglesias cristianas. Dom Beaduin nos ha enseñado para siempre a no disociar ecumenismo de liturgia”.
Por la misma época, el movimiento litúrgico penetra en los seminarios. Algunos de sus miembros empiezan a temer que se pierda el dominio de la gigantesca revolución que han puesto en marcha.
Asistimos aquí al fenómeno de «rebasamiento permanente”, propio a todas las revolucionas: los cabecillas de ayer son rebasados por los agitadores de hoy, los primeros revolucionarios van a pasar por reaccionarios. Los primeros se van retirando, los segundos van acrecentando su influencia; la revolución avanza y se radicaliza.
II LA REACCIÓN DE PÍO XII
Pío XII tuvo, en parte, conciencia del peligro; eso le movió a exponer clara y fuertemente la doctrina católica en las Encíclicas Mystici Corporis (1943) y Mediator Dei (1947).
Pero esas Encíclicas fueron desviadas de su sentido original a través de los comentarios que hicieron los innovadores.
Por otra parte, si bien Pío XII recordó la doctrina, no tuvo la fuerza de tomar medidas eficaces contra las personas que sostenían esas doctrinas erróneas. Se debería; haber disuelto el C.P.L., prohibido un gran número de publicaciones y quitado los cargos a los guías del movimiento litúrgico.
Recordemos también que el Papa era traicionado, mal informado, y que numerosos modernistas ya se habían infiltrado en los puestos clave de la Iglesia.
Una anécdota, contada por Monseñor de Castro Meyer, resume bien la triste situación: a su queja de lo que sucedía en la Iglesia, Pío XII, señalando la salida de la habitación en que se encontraban, expresó: “Vea, Monseñor, mi autoridad termina en esa puerta”.
Regresando al hilo de lo que llevamos dicho, Pío XII, en la Encíclica Mediator Dei, sobre la liturgia, del 20 de noviembre de 1947, lejos de condenar todo el Movimiento litúrgico de Dom Guéranger, lo alienta, pero denuncia las desviaciones que entraron en él; incluso habla de los frutos venenosos, sumamente nocivos a la piedad cristiana, que brotan de ramas enfermas de un árbol sano; hay que cortarlas, pues, para que la savia vital nutra sólo frutos suaves y óptimos.
Las instrucciones fueron claras:
— Condena el excesivo e insano arqueologismo (ver la 4ª herejía antilitúrgica y las proposiciones XXXI, XXXII, XXXIII y LXVI del conciliábulo de Pistoya):
“Es en verdad cosa prudente y digna de toda alabanza volver de nuevo, con la inteligencia y el espíritu, a las fuentes de la sagrada liturgia; pero, ciertamente, no es prudente y loable reducirlo todo, y de todas las maneras, a lo antiguo. No resultaría animado de un celo recto e inteligente quien deseara volver a los antiguos ritos y usos, repudiando las nuevas normas introducidas por disposición de la divina Providencia y por la modificación de las circunstancias”.
— Recuerda la distinción entre el sacerdocio ministerial y el sacerdocio de los fieles (ver la 11ª herejía antilitúrgica y la proposición XXVIII del conciliábulo de Pistoya):
“Por el hecho de que los fieles cristianos participen en el sacrificio eucarístico, no por eso gozan también de la potestad sacerdotal, cosa que, por cierto, es muy necesario que expliquéis claramente a vuestra grey. Pues hay en la actualidad quienes, acercándose a errores ya condenados, dicen que en el Nuevo Testamento sólo se entiende con el nombre de sacerdocio aquel que atañe a todos los bautizados; y que el precepto que Jesucristo dio a los Apóstoles en su última cena, de hacer lo que Él mismo había hecho, se refiere directamente a todo el conjunto de los fieles; y que sólo más adelante se introdujo el sacerdocio jerárquico. Por lo cual creen que el pueblo tiene verdadero poder sacerdotal, y que los sacerdotes obran solamente en virtud de una delegación de la comunidad. Por eso juzgan que el sacrificio eucarístico es una estricta «concelebración», y opinan que es más conveniente que los sacerdotes «concelebren» rodeados de los fieles y que no que ofrezcan privadamente el sacrificio sin asistencia del pueblo”.
— Condena de la Misa como «asamblea», y recuerda el valor de las Misas celebradas sin asistencia de fieles (ver las proposiciones XXVIII y LXVI del conciliábulo de Pistoya):
«Algunos reprueban absolutamente los sacrificios que se ofrecen en privado sin la asistencia del pueblo, como si fuesen una desviación del primitivo modo de sacrificar; ni faltan quienes aseveren que no pueden ofrecer al mismo tiempo la hostia divina diversos sacerdotes en varios altares, pues con esta práctica dividirían la comunidad de los fieles e impedirían su unidad; más aún, algunos llegan a creer que es preciso que el pueblo confirme y ratifique el sacrificio, para que éste alcance su fuerza y su valor. En estos casos se alega erróneamente el carácter social del sacrificio eucarístico. Porque, cuantas veces el sacerdote renueva lo que el divino Redentor hizo en la última cena, se consuma realmente el sacrificio; el cual sacrificio, ciertamente por su misma naturaleza, y siempre, en todas partes y por necesidad, tiene una función pública y social; pues el que lo inmola obra en nombre de Cristo y de los fieles cristianos, cuya Cabeza es el divino Redentor, y lo ofrece a Dios por la Iglesia católica y por los vivos y difuntos. Y ello tiene lugar, sin género de dudas, ya sea que estén presentes los fieles, ya sea que falten, pues de ningún modo se requiere que el pueblo ratifique lo que hace el ministro del altar”.
— Recuerda el carácter esencialmente sacrificial de la Misa:
«No es una pura y simple conmemoración de la pasión y muerte de Jesucristo, sino que es un sacrificio propio y verdadero, por el que el Sumo Sacerdote, mediante su inmolación incruenta, repite lo que una vez hizo en la cruz».
«El sacrificio eucarístico, por su misma naturaleza, es la incruenta inmolación de la divina Víctima, inmolación que se manifiesta místicamente por la separación de las sagradas especies y por la oblación de las mismas al Eterno Padre”.
— Condena la noción de la Misa concebida como una comida o una comunión:
«El augusto sacrificio del altar termina con la comunión del divino banquete. Sin embargo, como todos saben, para la integridad del mismo sacrificio se requiere sólo que el sacerdote se nutra con el alimento celestial, y no que también el pueblo —cosa que, por lo demás, es muy deseable— se acerque a la sagrada comunión”.
“Están fuera, pues, del camino de la verdad los que no quieren celebrar el santo sacrificio si el pueblo cristiano no se acerca a la sagrada mesa; pero más yerran todavía los que, para probar que es enteramente necesario que los fieles, junto con el sacerdote, reciban el alimento eucarístico, afirman capciosamente que aquí no se trata sólo de un sacrificio, sino del sacrificio y del convite de la comunidad fraterna, y hacen de la sagrada comunión, recibida en común, como la cima de toda la celebración”.
— Recuerda el carácter facultativo de la Misa dialogada (ver las proposiciones XXXIII y LXVI del conciliábulo de Pistoya). Después de haberla animado en la medida en que permite que los fieles se unan con el espíritu de la liturgia, Pío XII especifica:
“Son muy dignos de alabanza los que, deseosos de que el pueblo cristiano participe más fácilmente y con mayor provecho en el sacrificio eucarístico, se esfuerzan en poner el «Misal Romano» en manos de los fieles, de modo que, en unión con el sacerdote, oren con él con sus mismas palabras y con los mismos sentimientos de la Iglesia; y del mismo modo son de alabar los que se afanan por que la liturgia, aun externamente, sea una acción sagrada, en la cual tomen realmente parte todos los presentes. Esto puede hacerse de muchas maneras, bien sea que todo el pueblo, según las normas de los sagrados ritos, responda ordenadamente a las palabras del sacerdote, o entone cánticos adaptados a las diversas partes del sacrificio, o haga entrambas cosas, o bien en las misas solemnes responda alternativamente a las preces del mismo ministro de Jesucristo y se una al cántico litúrgico.
Todos estos modos de participar en el sacrificio son dignos de alabanza y de recomendación cuando se acomodan diligentemente a los preceptos de la Iglesia y a las normas de los sagrados ritos; y se encaminan principalmente a alimentar y fomentar la piedad de los cristianos y su íntima unión con Cristo y con su ministro visible, y también a excitar aquellos sentimientos y disposiciones interiores, con las cuales nuestra alma ha de imitar al Sumo Sacerdote del Nuevo Testamento.
Pero, aunque esos modos externos significan, también de manera exterior, que el sacrificio, por su misma naturaleza, como realizado por el Mediador entre Dios y los hombres, ha de ser considerado como obra de todo el Cuerpo místico de Cristo, con todo eso, de ninguna manera son necesarios para constituir su carácter público y común.
Además, la misa así dialogada no puede sustituir a la misa solemne, la cual, aunque estén presentes a ella solamente los ministros que la celebran, goza de una particular dignidad por la majestad de sus ritos y el aparato de sus ceremonias, si bien tal esplendor y magnificencia suben de punto cuando, como la Iglesia, asiste un pueblo numeroso y devoto. Hay que advertir también que se apartan de la verdad y del camino de la recta razón quienes, llevados de opiniones falaces, hacen tanto caso de esas circunstancias externas, que no dudan en aseverar que, si ellas se descuidan, la acción sagrada no puede alcanzar su propio fin”.
— Condena los experimentos (ver la 3ª herejía antilitúrgica):
«Observamos con gran preocupación que en otras hay algunos, demasiado ávidos de novedades, que se alejan del camino de la sana doctrina y de la prudencia; pues con la intención y el deseo de una renovación litúrgica mezclan frecuentemente principios que en la teoría o en la práctica comprometen esta causa santísima y la contaminan también muchas veces con errores que afectan a la fe católica y a la doctrina ascética».
— Condena la oposición entre «piedad objetiva» y «piedad subjetiva»: su distinción es legítima, pero se complementan entre sí sin oponerse, y también es necesaria la piedad personal (subjetiva):
“No tienen, pues, noción exacta de la sagrada liturgia los que la consideran como una parte sólo externa y sensible del culto divino o un ceremonial decorativo; ni se equivocan menos los que la consideran como un mero conjunto de leyes y de preceptos con que la jerarquía eclesiástica ordena el cumplimiento de los ritos.
Quede, por consiguiente, bien claro para todos que no se puede honrar dignamente a Dios si el alma no se eleva a la consecución de la perfección en la vida, y que el culto tributado a Dios por la Iglesia en unión con su Cabeza divina tiene la máxima eficacia de santificación.
Esta eficacia, cuando se trata del sacrificio eucarístico y de los sacramentos, proviene ante todo del valor de la acción en sí misma (ex opere operato); si, además, se considera la actividad propia de la Esposa inmaculada de Jesucristo, con la que ésta adorna de plegarias y sagradas ceremonias el sacrificio eucarístico y los sacramentos, o cuando se trata de los sacramentales y de otros ritos instituidos por la jerarquía eclesiástica, entonces la eficacia se deriva más bien de la acción de la Iglesia (ex opere operantis Ecclesiae), en cuanto es santa y obra siempre en íntima unión con su Cabeza.
A este propósito, venerables hermanos, deseamos que dirijáis vuestra atención a las nuevas teorías sobre la «piedad objetiva», las cuales, con el empeño de poner en evidencia el misterio del Cuerpo místico, la realidad efectiva de la gracia santificante y la acción divina de los sacramentos y del sacrificio eucarístico, tratan de menospreciar la «piedad subjetiva» o «personal», y aun de prescindir completamente de ella.
En las celebraciones litúrgicas, y particularmente en el augusto sacrificio del altar, se continúa sin duda la obra de nuestra redención y se aplican sus frutos. Cristo obra nuestra salvación cada día en los sacramentos y en su sacrificio, y, por su medio, continuamente purifica y consagra a Dios el género humano. Tienen éstos, por consiguiente, una virtud objetiva, con la cual, de hecho, hacen partícipes a nuestras almas de la vida divina de Jesucristo. Ellos tienen, pues, por divina virtud y no por la nuestra, la eficacia de unir la piedad de los miembros con la piedad de la Cabeza, y de hacerla, en cierto modo, una acción de toda la comunidad.
De estos profundos argumentos concluyen algunos que toda la piedad cristiana debe concentrarse en el misterio del Cuerpo místico de Cristo, sin ninguna consideración «personal» y «subjetiva», y creen, por esto, que se deben descuidar las otras prácticas religiosas no estrictamente litúrgicas o ejecutadas fuera del culto público.
Pero todos pueden observar que estas conclusiones sobre las dos especies de piedad, aunque los principios arriba mencionados sean magníficos, son completamente falsas, insidiosas y dañosísimas.
Es verdad que los sacramentos y el sacrificio del altar gozan de una virtud intrínseca en cuanto son acciones del mismo Cristo, que comunica y difunde la gracia de la Cabeza divina en los miembros del Cuerpo místico; pero, para tener la debida eficacia, exigen las buenas disposiciones de nuestra alma. Por eso, a propósito de la Eucaristía, amonesta San Pablo: «Por tanto, examínese a sí mismo el hombre; y de esta suerte coma de aquel pan y beba de aquel cáliz». Por eso la Iglesia, breve y claramente, llama a todos los ejercicios con que nuestra alma se purifica, especialmente durante la cuaresma, «ayudas de la milicia cristiana»; son, efectivamente, la acción de los miembros que, con el auxilio de la gracia, quieren adherirse a su Cabeza, para que «se nos manifieste —repetimos las palabras de San Agustín— en nuestra Cabeza la fuente misma de la gracia». Pero hay que notar que estos miembros son vivos, dotados de razón y voluntad propia; por eso es necesario que ellos mismos, acercando sus labios a la fuente, tomen y asimilen el alimento vital y eliminen todo lo que pueda impedir su eficacia. Hay, pues, que afirmar que la obra de la redención, independiente por sí misma de nuestra voluntad, requiere el íntimo esfuerzo de nuestra alma para que podamos conseguir la eterna salvación”.
El mensaje fue claro, todas las desviaciones del movimiento litúrgico fueron denunciadas; sus líderes sólo tenían que someterse, eliminar las ramas enfermas para permitir que el árbol produjese buenos frutos.
Pero lo contrario fue lo que sucedió: los neoliturgos redoblaron su prudencia con respecto a la autoridad, pero también los esfuerzos para hacer que sus innovaciones triunfasen.
Dios mediante, lo veremos en el próximo Especial.