50 AÑOS DEL NOVUS ORDO MISSÆ

Conservando los restos

LA SUPRESIÓN DEL SANTO SACRIFICIO

Estamos a cincuenta años del Novus Ordo Missæ… Estamos a cincuenta años de la segunda reforma protestante… Con esa reforma no católica comienza la operación de supresión del santo sacrificio…

Según el programa que hemos establecido, pronto comenzaremos con el estudio de la misa bastarda. Sin embargo, debemos reconocer que su desvergonzada intromisión ha permitido valorar y asentar en su justo lugar la Santa Misa Católica.

Por esta razón, luego de haber estudiado la historia de la Santa Misa desde San Pedro hasta San Pío V, con su Bula Quo primum tempore inclusive, nos cabe considerar las diversas partes de la Santa Misa de Rito Romano y sus correspondientes oraciones.

Lo haremos en cuatro entregas.

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LA SANTA MISA

SUS PARTES Y ORACIONES (I)

Dice el Concilio de Trento: “El sacerdocio de Cristo no debía terminar con su muerte. Por eso en la Última Cena, en la noche en que fue entregado, dejó a la Iglesia, su Esposa muy amada, un Sacrificio visible como convenía a nuestra naturaleza: Sacrificio que representaría el Sacrificio cruento que en la Cruz iba a cumplirse, que perpetuaría su recuerdo hasta el fin de los tiempos, aplicándonos su virtud de salvación en remisión de nuestros pecados que cada día cometemos. En el Sacrificio divino, que en la Misa se realiza, está contenido e inmolado (y por ende ofrecido) de una manera incruenta el mismo Jesucristo, que de un modo cruento se ofreció Él mismo en el ara de la Cruz. Este Sacrificio es, por consiguiente, un verdadero sacrificio propiciatorio».

La asistencia a la Santa Misa es la unión a Jesucristo que ofrece a Dios, por el ministerio del Sacerdote, su misma Sangre que derramó en la Cruz; es la participación del Sacrificio del Calvario continuado por el mismo Sumo Pontífice que ofrece la misma y única Víctima, única oblación agradable a Dios.

«Estamos obligados a reconocer”, dice el mismo Concilio, “que los cristianos no pueden hacer nada más santo ni más agradable a Dios que participar en los divinos misterios en los cuales la Víctima vivificadora que nos reconcilia con Dios Padre, se inmola diariamente sobre nuestros altares en manos del sacerdote».

Esta oblación efectuada por Cristo y por la Iglesia sobrepasa infinitamente todos los demás actos del culto, infinitamente todas las acciones, aun las más heroicas de los Santos, porque todas esas oraciones, esas virtudes, esos méritos reunidos en uno son limitados, mientras que los méritos del Calvario son infinitos.

Si de ella no sacamos el fruto que sería de esperar, la causa se halla en nuestras disposiciones; porque la participación en el Santo Sacrificio está ligada al espíritu de sacrificio. Y nada asegura más eficazmente estas disposiciones que nuestra unión íntima con el sacerdote, ministro de la Iglesia.

Dice el Concilio de Trento: «Así como la naturaleza humana no se eleva con facilidad a las meditaciones de las cosas divinas sin algún auxilio exterior, así también nuestra buena Madre la Iglesia, conformándose con la disciplina y la Tradición de los Apóstoles, ha establecido ciertos ritos y empleado ciertas ceremonias: bendiciones, luces, incienso, ornamentos sacerdotales y otros medios para realzar la Majestad del divino Sacrificio y para excitar a los fieles, por estos signos exteriores de religión y de piedad, a levantar su espíritu a la contemplación de los sublimes misterios en ellos escondidos».

Trataremos, pues, de penetrar el sentido sobrenatural de los ritos y ceremonias de la Santa Misa, que se identifica con el Sacrificio del Calvario y es el medio más poderoso que tenemos para dar gloria a Dios y santificar las almas.

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En el medio del altar se alza un Crucifijo, rodeado de varios cirios de honor. El Crucifijo recuerda el Calvario, pues en la Misa la Iglesia predica a «Jesucristo, y a Jesucristo crucificado» y renueva de un modo incruento la oblación de la Cruz.

Llegado al altar, el sacerdote deposita el Cáliz sobre el corporal abierto. Luego prepara el Misal, colocado en el atril a la derecha.

La Santa Misa se divide en dos grandes fases: la Misa de los Catecúmenos (porque los aspirantes al bautismo asistían a ella) y la Misa de los fieles, que es el sacrificio propiamente dicho.

LA MISA DE LOS CATECÚMENOS

Al pie del Altar

Salmo 42, Judica me

El celebrante empieza la Misa haciendo la Señal de la Cruz.

Luego reza el Salmo 42, Judica me. El 4º versículo, lntroibo ad altare Dei, determinó la elección de dicho Salmo y el mismo sirve de antífona antes y después.

El Salmo Judica me fue compuesto por un levita desterrado de Jerusalén y que anhelaba volver a ella para cantar nuevamente las alabanzas del Señor en el Templo. El Salmista se dirige a Dios, cuyo nombre repite con insistencia, hasta doce veces; suplica a Dios tome entre sus manos su causa, su situación y lo libre de los hombres malvados e impíos en medio de los cuales vive oprimido.

Pero, ¿por qué desalentarse? Dios acudirá en su ayuda y lo restituirá a Jerusalén; entonces podrá subir a la montaña santa en donde se alza el Tabernáculo, acercarse al altar de los holocaustos y cantar los salmos acompañando su canto con el arpa. Este contacto con Dios llena su corazón de alegría.

Levantemos también nosotros, los desterrados de la patria, los ojos hacia la montaña santa, hacia el Altar, que es un lugar elevado y destinado al sacrificio. Porque, íntimamente unidos al sacerdote, en su persona subiremos las gradas de este Altar para acercarnos a Dios, nuestra única esperanza y nuestra salvación.

Asistir a la Santa Misa es elevarnos por encima de las cosas del mundo, renunciando a Satanás, a la compañía de los malvados, al pecado; es unirnos a Dios por Jesucristo, por sus Santos y por la práctica de las virtudes. Asistir a la Santa Misa es pues, librarnos del mal que nos acongoja y ponernos en posesión del Bien verdadero, que causa la verdadera y única alegría cristiana.

Confiteor

El Sacerdote preludia el Confiteor con un versículo del salmo 123 que reza santiguándose.

Para acercarnos a Dios debemos tener un corazón puro. Por eso la iglesia instituyó este sacramental que nos ayuda a adquirir mayor pureza de corazón. En el Confiteor, nos acusamos de nuestros pecados, nos excitamos a la contrición y al amor de Dios que nos alcanzan el perdón de nuestras faltas veniales, cuyo perdón puede obtenerse sin el Sacramento de la Penitencia.

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La confesión se hace a Dios con una profunda inclinación porque hemos ofendido a su infinita Majestad por el pecado.

También se hace la confesión a la Bienaventurada Virgen María, a los Ángeles (San Miguel, su Príncipe), a los Santos (San Juan Bautista, todos los Santos) y a la Iglesia (a vos, Padre, a vosotros, hermanos).

La Misa tiende a unir a todos los que participan de la Comunión de los Santos y que son miembros vivos de la Iglesia y de Cristo. Ello explica por qué el Confiteor es una confesión pública dirigida a la vez a la Iglesia triunfante y a la Iglesia militante, a la primera para implorar el auxilio, y a la segunda para acusarnos humildemente de nuestros pecados.

Los fieles rezan el Confiteor después del sacerdote.

El Sacerdote sube al Altar

Antes de subir al Altar, el celebrante reza dos versículos de los Salmos 84 y 101. Son clamores de gran confianza en Dios.

Luego sigue el antiguo saludo: Dominus vobiscum.

El sacerdote, extendiendo las manos, invita a los fieles a la oración, diciendo: Oremus y sube al Altar recitando una oración del Sacramentario Leonino (Siglo V), Aufer a nobis

El Altar cristiano merece con más razón el título de Santo de los Santos que el recinto misterioso del Tabernáculo de Moisés o de Jerusalén, donde Dios daba sus oráculos en el propiciatorio entre los Querubines. El Altar, en efecto, perpetúa en el transcurso de los siglos, la Cruz del Viernes Santo, porque Jesucristo, nuestra Víctima propiciatoria, presente en cada sacrificio bajo las especies de pan y vino, ofrece a Dios su Calvario, es decir, su Sacrificio.

Tal es el primer motivo por el cual el Sacerdote se acerca a él y lo besa con sumo respeto y amor; pero existe un segundo motivo: el Altar contiene reliquias de Santos Mártires, como lo afirma la oración que acompaña esta acción: Oramus te….

«Los Santos, cuyas reliquias están aquí presente, nos conceden siempre el auxilio de sus poderosos méritos», decía el Obispo sellando la piedra que encierra sus reliquias. Y antes de esta ceremonia, el coro había cantado la antífona: «Vuestra morada será debajo del altar de Dios, Santos del Señor, interceded por nosotros ante Jesucristo, nuestro Señor».

Alusión evidente al texto del Apocalipsis en que San Juan dice: «Vi debajo del altar a las almas de aquellos que fueron muertos por la palabra de Dios y por ratificar su testimonio» (Apoc. VI, 9).

Tratase aquí de los mártires que derramaron su sangre para defender el Evangelio y cuyo sacrificio fue unido al del gran Mártir del Gólgota. Por lo que se los representa cerca del Altar del Cielo, que es el mismo Jesucristo.

El culto tributado a Dios en nuestras iglesias se identifica, pues, con el culto que los elegidos le tributan en los atrios celestiales.

Introito

Las oraciones recitadas por el sacerdote al pie del Altar son oraciones preparatorias que constituyen la primera parte de la Misa de los Catecúmenos.

La segunda parte comienza con el Introito; como lo indica su nombre, es un canto de entrada, de ingreso, originariamente destinado a ocupar a los fieles mientras el Pontífice salía de la Sacristía y entraba en el santuario.

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Este canto fue introducido en la liturgia romana en el siglo IV. Aún en nuestros días el Coro lo canta mientras el sacerdote llega al pie del altar y reza con sus asistentes el Judica me y el Confiteor.

Casi siempre el Introito es una Antífona sacada de un Salmo, un versículo, el Gloria y nuevamente la antífona.

El Introito es el primer elemento de la Misa que varía con el Calendario. Infunde, pues, a los fieles el espíritu de la fiesta que se celebra.

Kyrie

A continuación del Introito sigue una letanía (palabra derivada del griego y que significa súplica) que alterna el sacerdote en la Misa rezada con el ayudante.

Kyrie eleison, dos palabras griegas cuyo significado es: Señor, tened piedad de nosotros.

Exclamación muy frecuente en la Sagrada Escritura.

La Iglesia de Antioquía fue la primera en emplear esta fórmula como contestación a las oraciones que dirigía a Dios el diácono bajo la forma de letanía para preludiar la Misa de los Catecúmenos. Estas letanías se divulgaron luego en todo el Oriente, especialmente en Jerusalén, en Bizancio y penetraron después en Roma, Milán, y en todo el Occidente.

San Gregorio Magno, Papa a fines del siglo VI, explica como en Roma, en donde se había introducido el Kyrie a principios del mismo siglo, se suprimieron las peticiones «en las Misas cotidianas, para que podamos más detenidamente insistir en las palabras de súplica Kyrie eleison» (Carta IX a Juan de Siracusa).

Supresión que pasó luego en práctica común. También advierte que en Roma se decía: Christe eleison, no practicado por los griegos.

El número de invocaciones fue reducido a nueve, como oración trinitaria: A Dios Padre (3 veces alternando); a Dios Hijo (3 veces alternando); y a Dios Espíritu Santo (3 veces alternando).

Gloria in excelsis

Cuando se reza el Te Deum en el Oficio de Maitines, así como en las Misas festivas, en las votivas de 1ª, 2ª y 3ª clase, en las votivas de 4ª clase de los Santos Ángeles y en las Misas de Santa María los Sábados, el sacerdote dice el Gloria en la Misa; es un himno o canto de alabanza a Dios, de origen griego.

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Este himno es una gran doxología trinitaria. A las alabanzas tributadas al Padre, viene a continuación las dirigidas a Cristo, que comparte con el Espíritu Santo la gloria del Padre.

Roma introdujo el Gloria en la Misa; primero en la Misa de Navidad, ya que el himno es la paráfrasis hecha por la Iglesia del Cántico de los Ángeles al nacimiento de Jesús.

Oración Colecta

La oración que sigue al Kyrie o el Gloria se llama Oratio ad Collectam porque era recitada por una muchedumbre reunida (collectam) en una iglesia, punto de partida de la procesión hacia el lugar donde se celebraba la Misa estacional en Roma. Esta oración ad collectam era, por regla general, repetida al llegar a la iglesia estacional. Es el motivo por el cual se la llama colectiva o bien Oración Colecta.

Antes de la Colecta el celebrante dirige al pueblo el muy bien apellidado saludo cristiano: Dominus vobiscum. Después invita a la asamblea a orar: Oremus.

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En ciertos días, se avisa a los asistentes de arrodillarse: Flectamus genua, como se hace el Viernes Santo, en las Témporas, etc. Y la asamblea ora en silencio hasta el Levate.

Luego el sacerdote recoge los votos de toda la asamblea en una oración única que verdaderamente era la «colección», la colecta, de todos los corazones. Es otro motivo por el cual se dio este nombre a la citada oración.

El Sacerdote la reza en voz alta para fusionar todas las súplicas en una sola, que es la de la Iglesia.

Estas oraciones muy antiguas son uno de los vehículos de la Tradición cristiana. Su ritmo armonioso, llamado cursus, su simplicidad, su vigor, su exactitud y su variedad dan a su dinamismo dogmático y moral una penetración semejante a la de los Salmos y Cánticos inspirados.

El porqué de las Colectas tienen un valor sin igual, y proviene de su carácter de oración oficial de la Iglesia, es decir, la oración de la Iglesia Católica: los Sacerdotes las dirigen a Dios en cuanto son los representantes auténticos de Cristo, que es nuestro Abogado ante Dios en los Cielos.

Se dirigen al Padre por intercesión de Nuestro Señor, Per Dominum nostrum Jesum Christum.

Diciendo Amen, los fieles ponen su sello y su firma a la petición hecha en su favor por la Iglesia y por Jesucristo.

Epístola

La Epístola sigue a la Oración Colecta; esto nos recuerda un texto de San Justino que manifiesta cómo la Misa dominical en Roma, en el siglo II, comenzaba por las Lecturas de las Memorias de los Apóstoles y de los Profetas.

Los primeros cristianos añadieron a la lectura del Antiguo Testamento la del Nuevo. «La Iglesia de Roma, dice Tertuliano, une la Ley y los Profetas a los escritos de los Apóstoles y Evangelistas para alimentar nuestra fe».

En Milán, en los tiempos de San Ambrosio, tres eran las lecturas que se efectuaban en la Misa: la lección Profética (Antiguo Testamento), la lección Apostólica (Epístola), la lección Evangélica (Evangelio). Igualmente señala San Agustín «el Profeta, el Apóstol y el Evangelista» (In Psal., 118).

Poco a poco la lectura Profética cayó en desuso, y no quedaron más que la Epístola y el Evangelio; pero con el nombre de Epístola se da, en ciertos días, lectura del Antiguo Testamento.

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La organización de las Epístolas del Misal Romano remonta a la época de San Gregorio (+ 604).

En las fiestas de Pascua, Navidad, Ascensión, Pentecostés, durante la Cuaresma y el Adviento, fueron elegidas conformes con el objeto o el espíritu de dichas fiestas o tiempos litúrgicos.

En cuanto a las demás fiestas del ciclo temporal, el principio de la Lectio continua ha sido adoptado y aplicado para el Breviario:

Desde el Domingo in Albis hasta Pentecostés, después de Pentecostés hasta la fiesta de San Pedro y San Pablo, se leen las Epístolas católicas.

Luego suceden las Epístolas de San Pablo en el orden dado por la Vulgata: a los Romanos, a los Corintios, a los Gálatas, a los Efesios, a los Filipenses, a los Colosenses, que también se leen después de la Epifanía.

Para las fiestas de los Santos, las Epístolas se toman ya sea del Antiguo Testamento, ya del Nuevo Testamento según que glorifiquen las virtudes practicadas por los héroes de la fe.

Estas lecturas nos señalan la fuente de donde hemos de sacar el agua viva que salta hasta la vida eterna. Solícita de la salvación de nuestras almas cuya responsabilidad tiene ante Dios, la Iglesia nos hace oír la misma palabra de Dios, porque atentos a la lectura de las Epístolas, aprendemos por boca de Moisés, de los Profetas y de los Apóstoles las verdades sobrenaturales que el Espíritu Santo o el Hijo de Dios han revelado. “Moisés, los Profetas, los Apóstoles y los Evangelios”, dice San Cirilo de Alejandría, “son para nosotros los manantiales de salvación, porque nos comunican la palabra de Dios” (Contra Juliano, I, VIII).

Gradual — Alleluia — Tracto

La Iglesia intercala el Gradual (es decir, salmos que se cantaban en el ambón, pequeña cátedra instalada en las iglesias primitivas) entre la Epístola y el Evangelio.

El Gradual se compone de dos Salmos distintos. El primero es propiamente el Gradual; el segundo es llamado Alleluia porque es precedido por la exclamación “load al Señor”, oído por San Juan en el Cielo (Apoc. XIX, 1).

Los Salmos que alternan con las lecturas favorecen la penetración de la doctrina en los corazones por el canto y la oración. Dios habla a su pueblo, el cual escucha en silencio su palabra, y el pueblo, a su vez, iluminado y movido por la verdad divina, se dirige a Dios: “¡Con qué ímpetus me elevaban hasta Vos los salmos, y con qué ardores me inflamaban!” (San Agustín, Confesiones. 4).

A partir de Septuagésima, se reza el Tracto en lugar del Alleluia.

Munda cor

Tuvo Isaías una visión en la cual vio al Hijo de Dios en todo el esplendor de su majestad, rodeado por los Serafines que cantaban el Sanctus. El profeta, agobiado bajo el peso de aquella inmensa gloria, comprendió que no era suficientemente puro para hablar de un Dios tan Santo. Entonces un Ángel lo purificó con el fuego del altar e Isaías pudo pronunciar dignamente los oráculos divinos ante el pueblo de Dios.

El sacerdote, antes de anunciar el Evangelio, que es la palabra del Hijo de Dios y el resplandor de su gloria, siente el mismo temor y pide a Dios: Munda cor… Purifica mi corazón y mis labios, oh Dios todopoderoso, que purificaste los labios del profeta Isaías con un carbón encendido; dígnate por tu graciosa misericordia purificarme a mí de tal manera que pueda anunciar dignamente tu santo Evangelio. Por Jesucristo Nuestro Señor. Amén.

Evangelio

El Evangelio es el punto culminante de la Misa de los Catecúmenos, porque la revelación de los misterios del Reino de Dios es tanto más luminosa cuanto no es ya el Profeta ni el Apóstol, sino Aquel que los inspiró e instruyó, es decir, el Hijo de Dios, quien nos habla.

La Iglesia lee el Evangelio, que narra la doctrina y la vida de Jesucristo, para hacernos participar en la vida eterna que Él mismo posee como Dios, de la cual participa en su plenitud como Hombre.

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Como para las Epístolas, la Iglesia determina los Evangelios correspondientes a las grandes fiestas, a los tiempos litúrgicos y a las fiestas de cada uno de los Santos.

Además, para el Ciclo Temporal, lee el Evangelio de San Juan de Pascua a Pentecostés; el principio del Evangelio de San Mateo, de San Marcos y de San Lucas, de la Epifanía a la Septuagésima; y el final de estos mismos Sinópticos, de Pentecostés al Adviento.

Las Epístolas terminan con la exclamación: Deo gratias; y los Evangelios con la de admiración: Laus tibi, Christe: alabanzas te sean dadas, ¡oh Cristo!

Credo

Después de la Epístola, canta la Iglesia los Salmos; después del Evangelio, canta el Credo, que es un desarrollo del Símbolo de los Apóstoles.

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Los libros Santos, que contienen la Palabra de Dios, han menester ser explicados por la Iglesia, a quien el Espíritu Santo asegura el Magisterio infalible. Por eso, en la Misa la Iglesia reza el Credo, en el cual los concilios de Nicea (325) y de Constantinopla (381) han resumido en algunas fórmulas sacadas de las Escrituras o de otros documentos provistos por la Tradición oral o escrita el misterio de la Santísima Trinidad, el de la Salvación de los hombres por el Verbo encarnado y por la Iglesia.

Tales son los principales conceptos del plan divino revelado por las Escrituras y que debemos profesar; plan divino que consiste para todos los hombres de buena voluntad en la glorificación de la infinita misericordia de Dios, participando por Jesús, con Jesús y en Jesús en su vida de luz y de amor.

“Esto que vimos y oímos”, dice San Juan, “es lo que os anunciamos, para que tengáis también vosotros unión con nosotros, y que nuestra común unión sea con el Padre y con su Hijo Jesucristo”.

Continuará…