Conservando los restos
Especiales de Cristiandad
LA SUPRESIÓN DEL SANTO SACRIFICIO
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El 3 de abril de 1969, Jueves Santo aquel año, veía la luz la Constitución Missale Romanun presentando el Novus Ordo Missæ, la misa bastarda montiniana…
Estamos a cincuenta años del Novus Ordo Missæ…
Estamos a cincuenta años de la segunda reforma protestante…
Con esa reforma no católica comienza la operación de supresión del santo sacrificio…
Continuamos con estos Especiales, en los que ya hemos considerado la historia de la Santa Misa en la Iglesia Primitiva. Veremos hoy el período que va desde San Pedro hasta San Gregorio Magno.
Dios mediante seguiremos de cerca la continuidad del Misal Romano desde este gran Pontífice hasta San Pío V. Así hasta llegar a la desviación del Movimiento Litúrgico, que desembocará en la promulgación de la Constitución Missale Romanum de Pablo VI…
Estudiaremos en detalle el Breve Examen Crítico del Novus Ordo Missæ, las oraciones de la nueva misa y el espíritu protestante de la reforma litúrgica…
Llegaremos, Dios mediante, hasta los Indultos de 1984 y 1988 y el pérfido Motu proprio de 2007…
HISTORIA DE LA MISA TRADICIONAL (VII)
LA OBRA DEL CONCILIO DE TRENTO
Resumamos primero lo que hemos visto hasta el presente sobre la historia del Misal Romano.
Los Apóstoles habían recibido el mandato y el poder de celebrar el Sacrificio de la Nueva Alianza. Los documentos más antiguos nos muestran que los Apóstoles y sus sucesores observaron fielmente esta orden.
Por la naturaleza misma de las cosas y con la autoridad inspirada recibida de Nuestro Señor Jesucristo y del Espíritu Santo, los Apóstoles y sus sucesores debían completar lo ocurrido el Jueves Santo.
Por un conjunto de ritos y ceremonias iban a solemnizar esa renovación y hacer de ella un acto religioso en el estricto sentido de la palabra.
De este modo, al dispersarse los Apóstoles, hubo en todas las iglesias locales de Oriente y Occidente un rito más o menos uniforme.
Este rito iba a cristalizarse en el curso de los tres primeros siglos en “grandes tipos” que debían tomar una forma fija conforme al género particular de cada pueblo.
Así, a partir del siglo cuarto se pueden reconocer cuatro tipos generales de la liturgia del Santo Sacrificio: Antioqueno, Alejandrino, Romano y Galicano.
El Rito Romano se extendió por todo Occidente suplantando los otros ritos occidentales derivados, pero tomando de ellos algunos elementos. Los ritos occidentales sobrevivientes son el Mozárabe y el Ambrosiano.
En lo referente a la formación del Canon Romano, por arduo que sea seguir su historia y su desarrollo, se puede afirmar que ya estaba acabado en tiempos de San León Magno (400-461).
San Gregorio Magno (590-604) lo completó agregándole al final del Hanc igitur estas palabras: Diesque nostros in tua pace disponas.
En los siglos transcurridos desde San Gregorio Magno hasta el Concilio de Trento, el Rito Romano se extendió por todo el mundo católico sin que ello dificultara el florecimiento de costumbres locales, que se desarrollaron poco a poco y de forma natural a lo largo de muchos siglos. Con el paso del tiempo, oraciones y ceremonias se multiplicaron casi imperceptiblemente y a su desarrollo seguía la selección y la eventual codificación, es decir, la incorporación de estas oraciones y ceremonias en los libros litúrgicos.
Las modificaciones del Rito Romano después de San Gregorio Magno fueron:
El Asperges, el Salmo Judica me, el Confiteor, las oraciones acompañando las ceremonias del Ofertorio y las tres oraciones antes de la Comunión.
Por otra parte, el estudio de los misales de la Edad Media nos enseña que casi cada catedral tenía su propio Misal, con sus particularidades litúrgicas. Ellas consistían en adiciones de pura ornamentación y devoción: fiestas locales, procesiones, oraciones y cantos, secuencias, prefacios, etc.
Pero ninguna de estas particularidades constituía un rito verdaderamente distinto. Todas pertenecían al tronco común original del Rito Romano tal como se fijó en tiempos de San Gregorio Magno. Los “ancestros” de nuestro Misal, escritos entre los siglos quinto y octavo, nos dan una constitución de la Misa idéntica a aquella que San Pío V debía canonizar en su Bula Quo primum tempore.
Podemos aseverar, pues, que desde San Gregorio Magno se considera el texto, el orden y la disposición de la Misa como una tradición sagrada que nadie se atreve a tocar, salvo en detalles secundarios.
A partir del siglo XII, el Rito Romano sufrió nuevamente influencias locales que constituyeron variantes muy secundarias de la fuente común romana: Lyon, Treves, Salisbury, etc.
A fines del siglo XII, el Papa Inocencio III (1198-1216) promulga un Ordo Missæ que corresponde al Misal utilizado en la capilla papal. Ahora bien, este Ordo es casi idéntico al que San Pío V restaurará en 1570.
Entretanto, llegamos a la rebelión de Lutero. La Revolución Protestante ha sido ante todo una revolución laicista…, antisacerdotal.
La lógica de este laicismo tendría que haberlo llevado a suprimir todo culto exterior organizado. La preocupación por llegar segura y exitosamente a su fin, procediendo por etapas, le hizo contentar con una reducción, una transformación del culto católico. Creó así, sin chocar violentamente con las costumbres seculares, un culto nuevo que ya no es sacrificial y, por lo tanto, no es sacerdotal.
La proliferación de “cenas”, “servicios”, “cultos” sin regla ni control, proporcionaba un vehículo excepcional al cisma y a la herejía.
Era necesario detener el proceso de degradación protestante de los ritos de la Misa. Dicho proceso estaba favorecido por las variantes en los Misales católicos.
¡Era urgente unificar y purificar!
Esta fue la obra del Concilio de Trento.
Hecha fuera y contra la Iglesia, herética y cismática al mismo tiempo, la Reforma Protestante no pudo ser una verdadera regeneración de la cristiandad, un retorno puro y simple a la fe y a la moral del Evangelio. Su resultado más claro fue para romper con la unidad cristiana y golpear duramente a la Iglesia.
Sucedió lo que acontece en tales casos: la lucha despertó las fuerzas latentes del catolicismo. Pronto la Iglesia reunió sus energías y tomó nuevo vigor. Este resurgir fue la obra del Concilio de Trento, de 1545 a 1563.
Por sus decisiones dogmáticas, que especificaban las fórmulas de la fe católica, y por sus decretos disciplinarios, que permitían detener los abusos y corregir las costumbres, el Concilio Tridentino realizó un gran trabajo.
Los Padres conciliares se esforzaron por reafirmar claramente la doctrina tradicional de la Iglesia con respecto a los tres puntos principales atacados por la Reforma protestante: las fuentes de la Revelación, la Justificación y los Sacramentos.
Los Padres Conciliares establecen el orden de importancia: primero la obra doctrinal, luego la reforma disciplinaria. De este modo, enseñan primero la teología de la Misa y del Sacerdocio seguida de las condenas de los errores.
Por eso el Concilio se expresó en los siguientes términos:
“Que el Sacrificio sea realizado según el mismo rito en todas partes y por todos, a fin que la Iglesia de Dios no tenga más que un solo lenguaje y que entre nosotros no pueda levantarse la más ligera diferencia respecto a esto. Para que pueda ser alcanzado todo esto sería necesario tomar las siguientes medidas:
— que todos los misales, después de haber sido purificados de las oraciones supersticiosas y apócrifas, sean propuestos a todos perfectamente puros, claros, sin defectos.
— que sean idénticos, al menos entre los sacerdotes seculares, dejando a salvo las costumbres legítimas y no abusivas de cada país.
— que sean prescriptas ciertas rúbricas bien fijas; los celebrantes tendrán que observarlas de una manera uniforme, a fin de que el pueblo no sea escandalizado por ritos nuevos o distintos.
— Resumiendo: que los misales sean restaurados según el uso y la costumbre antigua de la Santa Iglesia Romana”.
El Concilio estableció una Comisión para examinar el Misal Romano, repasarlo y restaurarlo «de acuerdo a la costumbre y el rito de los Santos Padres». El trabajo de la Comisión se caracterizó por el respeto hacia la Tradición. En ningún caso hubo la más mínima propuesta para componer un Novus Ordo Missae.
La sola idea se hubiera considerado inconcebible para el auténtico sentir católico. La Comisión codificó el Misal existente, eliminando algunos puntos que consideraba superfluos o innecesarios y conservando los ritos existentes por un tiempo de doscientos años como mínimo. Sin embargo, en lo que respectaba al Ordinario, el Canon, el Propio del Tiempo y mucho más, era una réplica del Misal Romano de 1474, que, en todo lo esencial, se remontaba a la época de San Gregorio Magno.
El Concilio confió esta misión al Papa.
San Pío V confirmó la Comisión creada por Pío IV y realizó la voluntad del Concilio en los mismos términos que éste la había expresado:
— unificar los misales.
— purificarlos de todos sus defectos.
— llevar el Rito Romano al tipo ejemplar de su origen.
— hacerlo obligatorio para todos, respetando las costumbres.
De este modo, el Misal Romano restaurado es un acto del Concilio de Trento, cuyo título oficial es Missale Romanum ex decreto sacrosancti Concilii Tridentini restitutum (Misal Romano restaurado según los decretos del sacrosanto Concilio de Trento).
Por primera vez entonces, en mil quinientos años de historia de la Iglesia, un Concilio y/o un Papa especificaron e impusieron un rito completo de la Misa a través del instrumento legislativo.
XXIIª Sesión del Concilio de Trento
La XXIIª Sesión del Concilio, celebrada bajo la autoridad del Papa Pío IV, recuerda las grandes verdades concernientes al Santo Sacrificio de la Misa y fulmina los anatemas para condenar los principales errores.
Recordemos que el anatema es una decisión grave por la cual un Concilio, un Papa u Obispos rechazan de la Iglesia (excomulgan).
El Concilio Tidentino, además, da las razones de tales solemnes condenas:
Por cuanto se han esparcido con este tiempo muchos errores contra estas verdades de fe, fundadas en el sacrosanto Evangelio, en las tradiciones de los Apóstoles, y en la doctrina de los santos Padres; y muchos enseñan y disputan muchas cosas diferentes; el sacrosanto Concilio, después de graves y repetidas ventilaciones, tenidas con madurez, sobre estas materias; ha determinado por consentimiento unánime de todos los Padres, condenar y desterrar de la santa Iglesia por medio de los Cánones siguientes todos los errores que se oponen a esta purísima fe, y sagrada doctrina.
Consideremos los términos de dicha XXIIª Sesión:
DOCTRINA SOBRE EL SACRIFICIO DE LA MISA
El sacrosanto, ecuménico y general Concilio de Trento, congregado legítimamente en el Espíritu Santo, y presidido de los mismos Legados de la Sede Apostólica, procurando que se conserve en la santa Iglesia católica en toda su pureza la fe y doctrina antigua, absoluta, y en todo perfecta del gran misterio de la Eucaristía, disipados todos los errores y herejías; instruida por la ilustración del Espíritu Santo, enseña, declara y decreta que respecto de ella, en cuanto es verdadero y singular sacrificio, se prediquen a los fieles los dogmas que se siguen.
CAP. I. De la institución del sacrosanto sacrificio de la Misa.
CAP. II. El sacrificio de la Misa es propiciatorio no sólo por los vivos, sino también por los difuntos.
CAP. III. De las Misas en honor de los Santos.
CAP. IV. Del Canon de la Misa.
CAP. V. De las ceremonias y ritos de la Misa.
CAP. VI. De la Misa en que comulga sólo el sacerdote.
CAP. VII. Del agua que se ha de mezclar en el vino que se ofrece en el cáliz.
CAP. VIII. No se celebre la Misa en lengua vulgar: explíquense sus misterios al público.
CAP. IX. Introducción a los siguientes Cánones.
CAP. I. De la institución del sacrosanto sacrificio de la Misa.
Como quiera que en el primer Testamento, según testimonio del Apóstol Pablo, a causa de la impotencia del sacerdocio levítico no se daba la consumación, fue necesario, por disponerle así Dios, Padre de las misericordias, que surgiera otro sacerdote según el orden de Melquisedec [Gen. 14, 18; Ps. 109, 4; Hebr. 7, 11], nuestro Señor Jesucristo, que pudiera consumar y llevar a perfección a todos los que habían de ser santificados [Hebr. 10, 14]. Así, pues, el Dios y Señor nuestro, aunque había de ofrecerse una sola vez a sí mismo a Dios Padre en el altar de la cruz, con la interposición de la muerte, a fin de realizar para ellos [v. l.: allí] la eterna redención; con todo, como su sacerdocio no había de acabarse con su muerte; para dejar en la última cena de la noche misma en que era entregado, a su amada esposa la Iglesia un sacrificio visible, según requiere la condición de los hombres, en el que se representase el sacrificio cruento que por una vez se había de hacer en la cruz, y permaneciese su memoria hasta el fin del mundo, y se aplicase su saludable virtud a la remisión de los pecados que cotidianamente cometemos; al mismo tiempo que se declaró sacerdote según el orden de Melchisedech, constituido para toda la eternidad, ofreció a Dios Padre su cuerpo y su sangre bajo las especies de pan y vino, y lo dio a sus Apóstoles, a quienes entonces constituía sacerdotes del nuevo Testamento, para que lo recibiesen bajo los signos de aquellas mismas cosas, mandándoles, e igualmente a sus sucesores en el sacerdocio, que lo ofreciesen, por estas palabras: Haced esto en memoria mía; como siempre lo ha entendido y enseñado la Iglesia católica. Porque habiendo celebrado la antigua pascua, que la muchedumbre de los hijos de Israel sacrificaba en memoria de su salida de Egipto; se instituyó a sí mismo nueva pascua para ser sacrificado bajo signos visibles a nombre de la Iglesia por el ministerio de los sacerdotes, en memoria de su tránsito de este mundo al Padre, cuando derramando su sangre nos redimió, nos sacó del poder de las tinieblas y nos transfirió a su reino. Y esta es, por cierto, aquella oblación pura, que no se puede manchar por indignos y malos que sean los que la hacen; la misma que predijo Dios por Malachías, que se había de ofrecer limpia en todo lugar a su nombre, que había de ser grande entre todas las gentes; y la misma que significa sin oscuridad el Apóstol san Pablo, cuando dice escribiendo a los Corintios: Que no pueden ser partícipes de la mesa del Señor, los que están manchados con la participación de la mesa de los demonios; entendiendo en una y otra parte por la mesa del altar. Esta es finalmente aquella que se figuraba en varias semejanzas de los sacrificios en los tiempos de la ley natural y de la escrita; pues incluye todos los bienes que aquellos significaban, como consumación y perfección de todos ellos.
CAP. II. El sacrificio de la Misa es propiciatorio no sólo por los vivos, sino también por los difuntos.
Y por cuanto en este divino sacrificio que se hace en la Misa, se contiene y sacrifica incruentamente aquel mismo Cristo que se ofreció por una vez cruentamente en el ara de la cruz; enseña el santo Concilio, que este sacrificio es con toda verdad propiciatorio, y que se logra por él, que si nos acercamos al Señor contritos y penitentes, si con sincero corazón, y recta fe, si con temor y reverencia; conseguiremos misericordia, y hallaremos su gracia por medio de sus oportunos auxilios. En efecto, aplacado el Señor con esta oblación, y concediendo la gracia, y don de la penitencia, perdona los delitos y pecados por grandes que sean; porque la hostia es una misma, uno mismo el que ahora ofrece por el ministerio de los sacerdotes, que el que entonces se ofreció a sí mismo en la cruz, con sola la diferencia del modo de ofrecerse. Los frutos por cierto de aquella oblación cruenta se logran abundantísimamente por esta incruenta: tan lejos está que esta derogue de modo alguno a aquella. De aquí es que no sólo se ofrece con justa razón por los pecados, penas, satisfacciones y otras necesidades de los fieles que viven; sino también, según la tradición de los Apóstoles, por los que han muerto en Cristo sin estar plenamente purgados.
CAP. III. De las Misas en honor de los Santos.
Y aunque la Iglesia haya tenido la costumbre de celebrar en varias ocasiones algunas Misas en honor y memoria de los santos; enseña no obstante que no se ofrece a estos el sacrificio, sino sólo a Dios que les dio la corona; de donde es, que no dice el sacerdote: Yo te ofrezco, o san Pedro, u, o san Pablo, sacrificio; sino que dando gracias a Dios por las victorias que estos alcanzaron, implora su patrocinio, para que los mismos santos de quienes hacemos memoria en la tierra, se dignen interceder por nosotros en el cielo.
CAP. IV. Del Canon de la Misa.
Y siendo conveniente que las cosas santas se manejen santamente; constando ser este sacrificio el más santo de todos; estableció muchos siglos ha la Iglesia católica, para que se ofreciese, y recibiese digna y reverentemente, el sagrado Canon, tan limpio de todo error, que nada incluye que no dé a entender en sumo grado, cierta santidad y piedad, y levante a Dios los ánimos de los que sacrifican; porque el Canon consta de las mismas palabras del Señor, y de las tradiciones de los Apóstoles, así como también de los piadosos estatutos de los santos Pontífices.
CAP. V. De las ceremonias y ritos de la Misa.
Siendo tal la naturaleza de los hombres, que no se pueda elevar fácilmente a la meditación de las cosas divinas sin auxilios, o medios extrínsecos; nuestra piadosa madre la Iglesia estableció por esta causa ciertos ritos, es a saber, que algunas cosas de la Misa se pronuncien en voz baja, y otras con voz más elevada. Además de esto se valió de ceremonias, como bendiciones místicas, luces, inciensos, ornamentos, y otras muchas cosas de este género, por enseñanza y tradición de los Apóstoles; con el fin de recomendar por este medio la majestad de tan grande sacrificio, y excitar los ánimos de los fieles por estas señales visibles de religión y piedad a la contemplación de los altísimos misterios, que están ocultos en este sacrificio.
CAP. VI. De la Misa en que comulga sólo el sacerdote.
Quisiera por cierto el sacrosanto Concilio que todos los fieles que asistiesen a las Misas comulgasen en ellas, no sólo espiritualmente, sino recibiendo también sacramentalmente la Eucaristía; para que de este modo les resultase fruto más copioso de este santísimo sacrificio. No obstante, aunque no siempre se haga esto, no por eso condena como privadas e ilícitas las Misas en que sólo el sacerdote comulga sacramentalmente, sino que por el contrario las aprueba, y las recomienda; pues aquellas Misas se deben también tener con toda verdad por comunes de todos; parte porque el pueblo comulga espiritualmente en ellas, y parte porque se celebran por un ministro público de la Iglesia, no sólo por sí, sino por todos los fieles, que son miembros del cuerpo de Cristo.
CAP. VII. Del agua que se ha de mezclar en el vino que se ofrece en el cáliz.
Amonesta además el santo Concilio, que es precepto de la Iglesia que los sacerdotes mezclen agua con el vino que han de ofrecer en el cáliz; ya porque se cree que así lo hizo Cristo nuestro Señor; ya también porque salió agua y juntamente sangre de su costado, en cuya mezcla se nos recuerda aquel misterio; y llamando el bienaventurado Apóstol san Juan a los pueblos Aguas, se representa la unión del mismo pueblo fiel con su cabeza Cristo.
CAP. VIII. No se celebre la Misa en lengua vulgar: explíquense sus misterios al público.
Aunque la Misa incluya mucha instrucción para el pueblo fiel; sin embargo no ha parecido conveniente a los Padres que se celebre en todas partes en lengua vulgar. Con este motivo manda el santo Concilio a los Pastores, y a todos los que tienen cura de almas, que conservando en todas partes el rito antiguo de cada iglesia, aprobado por la santa Iglesia Romana, madre y maestra de todas las iglesias, con el fin de que las ovejas de Cristo no padezcan hambre, o los párvulos pidan pan, y no haya quien se lo parta; expongan frecuentemente, o por sí, o por otros, algún punto de los que se leen en la Misa, en el tiempo en que esta se celebra, y entre los demás declaren, especialmente en los domingos y días de fiesta, algún misterio de este santísimo sacrificio.
CAP. IX. Introducción a los siguientes Cánones.
Por cuanto se han esparcido con este tiempo muchos errores contra estas verdades de fe, fundadas en el sacrosanto Evangelio, en las tradiciones de los Apóstoles, y en la doctrina de los santos Padres; y muchos enseñan y disputan muchas cosas diferentes; el sacrosanto Concilio, después de graves y repetidas ventilaciones, tenidas con madurez, sobre estas materias; ha determinado por consentimiento unánime de todos los Padres, condenar y desterrar de la santa Iglesia por medio de los Cánones siguientes todos los errores que se oponen a esta purísima fe, y sagrada doctrina.
CÁNONES SOBRE EL SACRIFICIO DE LA MISA (lo destacado en azul es nuestro):
Reafirmación del carácter sacrificial de la Misa
Canon I. Si alguno dijere, que no se ofrece a Dios en la Misa verdadero y propio sacrificio; o que el ofrecerse este no es otra cosa que darnos a Cristo para que le comamos; sea excomulgado.
Canon II. Si alguno dijere, que en aquellas palabras: Haced esto en mi memoria, no instituyó Cristo sacerdotes a los Apóstoles, o que no los ordenó para que ellos, y los demás sacerdotes ofreciesen su cuerpo y su sangre; sea excomulgado.
Notemos aquí que los protestantes no niegan completamente la noción de sacrificio, sino que reducen la Misa a un simple memorial del Calvario y un sacrificio de acción de gracias, no propiciatorio, es decir, que no tiene el poder para hacernos un Dios favorable, para expiar nuestros pecados. Este es precisamente el tema del tercer Canon:
Canon III. Si alguno dijere, que el sacrificio de la Misa es sólo sacrificio de alabanza, y de acción de gracias, o mero recuerdo del sacrificio consumado en la cruz; mas que no es propiciatorio; o que sólo aprovecha al que le recibe; y que no se debe ofrecer por los vivos, ni por los difuntos, por los pecados, penas, satisfacciones, ni otras necesidades; sea excomulgado.
Canon IV. Si alguno dijere, que se comete blasfemia contra el santísimo sacrificio que Cristo consumó en la cruz, por el sacrificio de la Misa; o que por este se deroga a aquel; sea excomulgado.
Canon V. Si alguno dijere, que es impostura celebrar Misas en honor de los santos, y con el fin de obtener su intercesión para con Dios, como intenta la Iglesia; sea excomulgado.
Canon VI. Si alguno dijere, que el Canon de la Misa contiene errores, y que por esta causa se debe abrogar; sea excomulgado.
Canon VII. Si alguno dijere, que las ceremonias, vestiduras y signos externos, que usa la Iglesia católica en la celebración de las Misas, son más bien incentivos de impiedad, que obsequios de piedad; sea excomulgado.
Del carácter sacrificial y propiciatorio de la Misa se desprende que las llamadas «misas privadas» (sin asistencia de fieles) están permitidas y aprobadas porque son celebradas por un ministro público de la Iglesia, no sólo para sí mismo, sino también para todos los fieles que pertenecen al Cuerpo de Jesucristo:
Canon VIII. Si alguno dijere, que las Misas en que sólo el sacerdote comulga sacramentalmente son ilícitas, y que por esta causa se deben abrogar; sea excomulgado.
Canon IX. Si alguno dijere, que se debe condenar el rito de la Iglesia Romana, según el que se profieren en voz baja una parte del Canon, y las palabras de la consagración; o que la Misa debe celebrarse sólo en lengua vulgar, o que no se debe mezclar el agua con el vino en el cáliz que se ha de ofrecer, porque esto es contra la institución de Cristo; sea excomulgado.
DECRETO SOBRE LO QUE SE HA DE OBSERVAR Y EVITAR EN LA CELEBRACIÓN DE LA MISA
Cuánto cuidado se deba poner para que se celebre, con todo el culto y veneración que pide la religión, el sacrosanto sacrificio de la Misa, fácilmente podrá comprenderlo cualquiera que considere, que llama la sagrada Escritura maldito el que ejecuta con negligencia la obra de Dios.
Y si necesariamente confesamos que ninguna otra obra pueden manejar los fieles cristianos tan santa, ni tan divina como este tremendo misterio, en el que todos los días se ofrece a Dios en sacrificio por los sacerdotes en el altar aquella hostia vivificante, por la que fuimos reconciliados con Dios Padre; bastante se deja ver también que se debe poner todo cuidado y diligencia en ejecutarla con cuanta mayor inocencia y pureza interior de corazón, y exterior demostración de devoción y piedad se pueda.
Y constando que se han introducido ya por vicio de los tiempos, ya por descuido y malicia de los hombres, muchos abusos ajenos de la dignidad de tan grande sacrificio; decreta el santo Concilio para restablecer su debido honor y culto, a gloria de Dios y edificación del pueblo cristiano, que los Obispos Ordinarios de los lugares cuiden con esmero, y estén obligados a prohibir, y quitar todo lo que ha introducido la avaricia, culto de los ídolos; o la irreverencia, que apenas se puede hallar separada de la impiedad; o la superstición, falsa imitadora de la piedad verdadera.
Y para comprender muchos abusos en pocas palabras; en primer lugar, prohíban absolutamente (lo que es propio de la avaricia) las condiciones de pagos de cualquier especie, los contratos y cuanto se da por la celebración de las Misas, igualmente que las importunas, y groseras cobranzas de las limosnas, cuyo nombre merecen más bien que el de demandas, y otros abusos semejantes que no distan mucho del pecado de simonía, o a lo menos de una sórdida ganancia.
Después de esto, para que se evite toda irreverencia, ordene cada Obispo en sus diócesis, que no se permita celebrar Misa a ningún sacerdote vago y desconocido. Tampoco permitan que sirva al altar santo, o asista a los oficios ningún pecador público y notorio; ni toleren que se celebre este santo sacrificio por seculares, o regulares, cualesquiera que sean, en casas de particulares, ni absolutamente fuera de la iglesia y oratorios únicamente dedicados al culto divino, los que han de señalar, y visitar los mismos Ordinarios, con la circunstancia no obstante, de que los concurrentes declaren con la decente y modesta compostura de su cuerpo, que asisten a él no sólo con el cuerpo, sino con el ánimo y afectos devotos de su corazón.
Aparten también de sus iglesias aquellas músicas en que ya con el órgano, ya con el canto se mezclan cosas impuras y lascivas; así como toda conducta secular, conversaciones inútiles, y consiguientemente profanas, paseos, estrépitos y vocerías; para que, precavido esto, parezca y pueda con verdad llamarse casa de oración la casa del Señor.
Últimamente, para que no se dé lugar a ninguna superstición, prohíban por edictos, y con imposición de penas que los sacerdotes celebren fuera de las horas debidas, y que se valgan en la celebración de las Misas de otros ritos, o ceremonias, y oraciones que de las que estén aprobadas por la Iglesia, y adoptadas por el uso común y bien recibido. Destierren absolutamente de la Iglesia el abuso de decir cierto número de Misas con determinado número de luces, inventado más bien por espíritu de superstición que de verdadera religión; y enseñen al pueblo cuál es, y de dónde proviene especialmente el fruto preciosísimo y divino de este sacrosanto sacrificio.
Amonesten igualmente su pueblo a que concurran con frecuencia a sus parroquias, por lo menos en los domingos y fiestas más solemnes.
Todas estas cosas, pues, que sumariamente quedan mencionadas, se proponen a todos los Ordinarios de los lugares en términos de que no sólo las prohíban o manden, las corrijan o establezcan; sino todas las demás que juzguen conducentes al mismo objeto, valiéndose de la autoridad que les ha concedido el sacrosanto Concilio, y también aun como delegados de la Sede Apostólica, obligando los fieles a observarlas inviolablemente con censuras eclesiásticas, y otras penas que establecerán a su arbitrio: sin que obsten privilegios algunos, exenciones, apelaciones, ni costumbres.
LA TRANSUBSTANCIACIÓN
Con respecto al modo de presencia de Nuestro Señor en la Eucaristía, hay que referirse a la XXIIIª Sesión del Concilio:
Si alguien niega que en el Santísimo Sacramento de la Eucaristía, está verdadera, real y sustancialmente contenido el Cuerpo, la Sangre junto con el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo; y si dice que sólo están en signo, en figura, que sea anatema.
Si alguien dice que en el Santísimo Sacramento de la Eucaristía, la sustancia del pan y del vino permanece con el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, y si niega el cambio, esta admirable conversión de toda la sustancia del pan en su Cuerpo y de toda la sustancia del vino en su Sangre, cambio que la Iglesia Católica llama de manera muy apropiada transubstanciación, sea anatema.
RECORDATORIO DEL VERDADERO SIGNIFICADO DEL SACERDOCIO MINISTERIAL DEL SACERDOTE
El Concilio de Trento rechazó la objeción protestante de que los católicos hacen de la Misa un sacrificio nuevo y diferente al de la Cruz.
De hecho, «el sacrificio que se realiza en la Misa y el sacrificio ofrecido en la Cruz son y deben ser uno y el mismo sacrificio, ya que sólo hay una Víctima, Nuestro Señor Jesucristo, que se sacrificó una vez en la Cruz de una manera sangrienta» (Catecismo del Concilio de Trento, capítulo 20, § 8: El sacrificio de la Misa es el mismo que el de Cruz).
Pero, ¿cómo es posible, ya que es el sacerdote el que celebra la misa? Es porque sólo hay uno y el mismo Sacerdote en este sacrificio: Jesucristo. Porque los ministros que lo ofrecen no actúan en su propio nombre. Ellos representan la Persona de Cristo, cuando consagran su Cuerpo y su Sangre; como vemos en las mismas palabras de la Consagración, los sacerdotes no dicen: «Esto es el Cuerpo de Jesucristo», sino «Esto es mi Cuerpo», colocándose así en el lugar de Nuestro Señor para convertir la sustancia del pan y del vino en la verdadera sustancia de su Cuerpo y su Sangre (Catecismo del Concilio de Trento, capítulo 20, § 8: El sacrificio de la misa es el mismo que el de Cruz).
Como hemos visto, el Concilio recuerda, además, que en la Última Cena, Nuestro Señor estableció a sus Apóstoles sacerdotes del Nuevo Testamento.
Es comprensible que el sacerdote no sea un simple presidente de la asamblea de los fieles : tiene un papel y poderes mucho más amplios; desde el día de su ordenación sacerdotal, él es ministro de la Santa Iglesia y participa verdadera e íntimamente del sacerdocio de Nuestro Señor.
«Por lo tanto, enseñaremos que sólo a los sacerdotes se les ha dado el poder de consagrar la Eucaristía y de distribuirla entre los fieles (…) y para realzar, por todos los medios posibles, la dignidad de tal augusto sacramento, no sólo se les ha dado el poder de administrar a los sacerdotes, sino que la Iglesia ha prohibido por ley a todos aquellos que no están en orden de manejar o tocar los vasos sagrados, los lienzos y otras cosas necesarias para la consagración, excepto en el caso de alguna necesidad grave» (Catecismo del Concilio de Trento, cap. 20, § 6: Del ministro del sacramento de la Eucaristía).
Reliquia de San Pío V
Las verdades doctrinales a las que se refiere el Concilio se definen como de fe divina y católica. Por lo tanto, están marcados con el carácter de infalibilidad y no pueden cambiar.
«El Espíritu Santo no se ha prometido a los sucesores de Pedro para que den a conocer una nueva doctrina, sino que con su ayuda santifiquen y expongan fielmente la Revelación transmitida por los Apóstoles, es decir el depósito de la Fe” (Concilio Vaticano I, Constitución Dogmática sobre la Iglesia: Pastor Ætemus).