Conservando los restos
Especiales de Cristiandad
LA SUPRESIÓN DEL SANTO SACRIFICIO
Escuchar aquí
***
El 3 de abril de 1969, Jueves Santo aquel año, veía la luz la Constitución Missale Romanun presentando el Novus Ordo Missæ, la misa bastarda montiniana…
Estamos a cincuenta años del Novus Ordo Missæ…
Estamos a cincuenta años de la segunda reforma protestante…
Con esa reforma no católica comienza la operación de supresión del santo sacrificio…
Continuamos con estos Especiales, en los que ya hemos considerado la historia de la Santa Misa en la Iglesia Primitiva. Veremos hoy el período que va desde San Pedro hasta San Gregorio Magno.
Dios mediante seguiremos de cerca la continuidad del Misal Romano desde este gran Pontífice hasta San Pío V. Así hasta llegar a la desviación del Movimiento Litúrgico, que desembocará en la promulgación de la Constitución Missale Romanum de Pablo VI…
Estudiaremos en detalle el Breve Examen Crítico del Novus Ordo Missæ, las oraciones de la nueva misa y el espíritu protestante de la reforma litúrgica…
Llegaremos, Dios mediante, hasta los Indultos de 1984 y 1988 y el pérfido Motu proprio de 2007…
HISTORIA DE LA MISA TRADICIONAL (IV)
LA SANTA MISA
DESDE SAN PEDRO A SAN GREGORIO MAGNO
Desde la era apostólica, la estructura de la Santa Misa es la que conocemos, con todas sus partes. Éstas se desarrollaron y luego se fijaron armoniosamente en torno a lo esencial transmitido por el mismo Jesucristo, es decir, la Consagración.
Los Sumos Pontífices trabajaron para establecer la unidad litúrgica y su perfeccionamiento en concordancia con la doctrina. Esta obra fue culminada en el siglo VI por San Gregorio Magno, que gobernó la Iglesia desde el año 590 al 604.
Aunque en las partes no esenciales el rito de la Misa siguió desarrollándose después de San Gregorio, las modificaciones posteriores fueron adaptadas a la antigua estructura y las partes más importantes no fueron tocadas. El Papa Benedicto XIV (1740-1758) podrá decir: “Ningún Papa ha agregado o cambiado algo en el Canon desde San Gregorio en adelante”.
I.- ESTRUCTURA DE LA SANTA MISA
El carácter sacrificial de la Santa Misa está muy claramente marcado desde el origen por la presencia del altar: Altare habemus…, dice San Pablo. Tenemos un altar del cual no tienen derecho a comer los que dan culto en el tabernáculo. (Heb., XIII, 10). Y escribiendo a los Corintios, enfatiza: No podéis beber el cáliz del Señor y el cáliz de los demonios. No podéis participar de la mesa del Señor y de la mesa de los demonios (I Cor., X, 21).
El Catecismo del Concilio de Trento declara:
Estas cosas que enseña la Iglesia católica sobre la verdad de este Sacrificio, las aprendió de las palabras del Señor, quien encomendando a los Apóstoles en aquella noche última estos mismos sagrados misterios, dijo: “Haced esto en memoria mía”. Entonces los instituyó Sacerdotes, como lo definió el Santo Concilio de Trento, y mandó que ellos y todos los que les sucediesen en el ministerio sacerdotal, sacrificasen y ofreciesen su cuerpo. Y bastantemente muestran también esto mismo las palabras del Apóstol diciendo a los Corintios: “No podéis beber el Cáliz del Señor, y el Cáliz de los demonios; no podéis ser participantes de la mesa del Señor y de la mesa de los demonios”. Porque así como por la mesa de los demonios se ha de entender el altar donde se les sacrificaba, así también (para que se concluya con un discurso probable, lo que propone el Apóstol) no puede significar otra cosa la mesa del Señor, que el altar, en que se ofrece Sacrificio al Señor. (Parte II, Capítulo IV, Del Sacramento de la Eucaristía, en donde se nos enseña la doctrina del Sacrificio y del Sacerdocio de la Nueva Ley).
La primera descripción de la Santa Misa que se conserva fuera de los Evangelios y Epístolas de San Pablo es la de San Justino, en el año 155. En su llamado Discurso Eucarístico, es decir, Carta a Antonino Pío, Emperador, o Primera Apología de San Justino, mártir, en defensa de los cristianos, caps. 65-67, dice:
Después de ser lavado de ese modo, y adherirse a nosotros quien ha creído, le llevamos a los que se llaman hermanos, para rezar juntos por nosotros mismos, por el que acaba de ser iluminado, y por los demás esparcidos en todo el mundo. Suplicamos que, puesto que hemos conocido la verdad, seamos en nuestras obras hombres de buena conducta, cumplidores de los mandamientos, y así alcancemos la salvación eterna.
Terminadas las oraciones, nos damos el ósculo de la paz. Luego, se ofrece pan y un vaso de agua y vino a quien hace cabeza, que los toma, y da alabanza y gloria al Padre del universo, en nombre de su Hijo y por el Espíritu Santo. Después pronuncia una larga acción de gracias por habernos concedido los dones que de Él nos vienen. Y cuando ha terminado las oraciones y la acción de gracias, todo el pueblo presente aclama diciendo: Amén, que en hebreo quiere decir Así sea. Cuando el primero ha dado gracias y todo el pueblo ha aclamado, los que llamamos diáconos dan a cada asistente parte del pan y del vino con agua sobre los que se pronunció la acción de gracias, y también lo llevan a los ausentes.
A este alimento lo llamamos Eucaristía. A nadie le es lícito participar si no cree que nuestras enseñanzas son verdaderas, ha sido lavado en el baño de la remisión de los pecados y la regeneración, y vive conforme a lo que Cristo nos enseñó. Porque no los tomamos como pan o bebida comunes, sino que, así como Jesucristo, Nuestro Salvador, se encarnó por virtud del Verbo de Dios para nuestra salvación, del mismo modo nos han enseñado que esta comida —de la cual se alimentan nuestra carne y nuestra sangre— es la Carne y la Sangre del mismo Jesús encarnado, pues en esos alimentos se ha realizado el prodigio mediante la oración que contiene las palabras del mismo Cristo. Los Apóstoles —en sus comentarios, que se llaman Evangelios— nos transmitieron que así se lo ordenó Jesús cuando, tomó el pan y, dando gracias, dijo: Haced esto en conmemoración mía; esto es mi Cuerpo. Y de la misma manera, tomando el cáliz dio gracias y dijo: Esta es mi Sangre. Y sólo a ellos lo entregó (…).
Nosotros, en cambio, después de esta iniciación, recordamos estas cosas constantemente entre nosotros. Los que tenemos, socorremos a todos los necesitados y nos asistimos siempre los unos a los otros. Por todo lo que comemos, bendecimos siempre al Hacedor del universo a través de su Hijo Jesucristo y por el Espíritu Santo.
El día que se llama del sol [el domingo], se celebra una reunión de todos los que viven en las ciudades o en los campos, y se leen los recuerdos de los Apóstoles o los escritos de los profetas, mientras hay tiempo. Cuando el lector termina, el que hace cabeza nos exhorta con su palabra y nos invita a imitar aquellos ejemplos. Después nos levantamos todos a una, y elevamos nuestras oraciones. Al terminarlas, se ofrece el pan y el vino con agua como ya dijimos, y el que preside, según sus fuerzas, también eleva sus preces y acciones de gracias, y todo el pueblo exclama: Amén. Entonces viene la distribución y participación de los alimentos consagrados por la acción de gracias y su envío a los ausentes por medio de los diáconos.
Los que tienen y quieren, dan libremente lo que les parece bien; lo que se recoge se entrega al que hace cabeza para que socorra con ello a huérfanos y viudas, a los que están necesitados por enfermedad u otra causa, a los encarcelados, a los forasteros que están de paso; en resumen, se le constituye en proveedor para quien se halle en la necesidad. Celebramos esta reunión general el día del sol, por ser el primero, en que Dios, transformando las tinieblas y la materia, hizo el mundo; y también porque es el día en que Jesucristo, Nuestro Salvador, resucitó de entre los muertos; pues hay que saber que le entregaron en el día anterior al de Saturno [sábado], y en el siguiente —que es el día del sol—, apareciéndose a sus Apóstoles y discípulos, nos enseñó esta misma doctrina que exponemos a vuestro examen.
El plan general de la Santa Misa queda entonces fijado de esta forma:
— Lecturas.
— Sermón del obispo.
— Alabanza divina.
— Ofertorio (el pan y el vino se traen con agua).
— La Oración Eucarística, rezada por el sacerdote, y en medio de la cual está la fórmula de la Consagración.
— Amén de los fieles al final del Canon.
— Comunión de fieles en estado de gracia (bautizados y «viviendo según los preceptos de Jesucristo”).
Se destaca la discreción con la que San Justino pasa por sobre el Canon y la Consagración; esto corresponde, como sabemos, con la regla del secreto que prevalecerá hasta el final de las persecuciones.
San Cipriano, en el siglo tercero, se contenta con indicar que «recordamos la pasión del Salvador en todos los sacrificios».
La recitación del Padrenuestro durante la Misa, así como el Sanctus (mencionado por San Juan en el Apocalipsis) también se remontan ciertamente a la época apostólica.
II.- EL CANON
El Concilio de Trento, en su XXIIª Sesión, capítulo 4 enseña:
Y puesto que las cosas santas santamente conviene que sean administradas, y este sacrificio es la más santa de todas; a fin de que digna y reverentemente fuera ofrecido y recibido, la Iglesia Católica instituyó muchos siglos antes el sagrado Canon, de tal suerte puro de todo error, que nada se contiene en él que no sepa sobremanera a cierta santidad y piedad y no levante a Dios la mente de los que ofrecen. Consta él, en efecto, ora de las palabras mismas del Señor, ora de tradiciones de los Apóstoles, y también de piadosas instituciones de santos Pontífices. (Denzinger 942).
El Canon Romano ratificado por San Pío V ya se había completado en la época de San Gregorio Magno (Sumo Pontífice del 590 al 604), quien puso el punto final al agregar seis palabras: Diesque nostros in tua pace disponas, en el Hanc Igitur:
Hanc igitur oblationem servitutis nostræ, sed et cunctæ familiæ tuæ, quæsumus, Domine, ut placatus accipias: diesque nostros in tua pace disponas, atque ab aeterna damnatione nos eripi, et in electorum tuorum jubeas grege numerari. Per Christum Dominum nostrum. Amen.
Por lo mismo, Señor, te rogamos te dignes admitir favorablemente esta ofrenda en testimonio de nuestra dependencia y de toda tu familia: y hacer que pasemos, en paz contigo, los días de nuestra vida, que nos veamos libres de la condenación eterna y seamos por Ti incluidos en el número de tus escogidos. Por Jesucristo Nuestro Señor. Así sea.
Dicho Canon ya es casi idéntico dos siglos antes (alrededor del 380) en el De Sacramentis de San Ambrosio, y muchas de sus oraciones son aún más antiguas.
La fórmula consagratoria utilizada en la Santa Misa es más rica que la proporcionada por los cuatro Evangelistas: proviene de Nuestro Señor, quien la transmitió a los Apóstoles.
La mención “accipiens et hunc præclarum Calicem in sanctas ac venerabiles manus suas” (tomando también este precioso Cáliz en sus santas y venerables manos) ha sugerido a algunos liturgistas atribuir el texto del relato que rodea a la Consagración a San Pedro, quien habría utilizado el mismo Cáliz que usara Nuestro Señor durante la Institución de la Misa.
Las oraciones que entornan la Consagración (Quam oblationem, antes de la consagración; Unde et memores, después de ella; Supra quæ, recuerdo de los sacrificios de Abel, Abraham y Melchisedech; Suplices) también se remontan a los Apóstoles.
«Es a partir de la tradición apostólica que hemos recibido el texto de la oración canónica», afirma el Papa Vigilio (reinó del 537 al 555), tal como lo refiere Dom Guéranger en sus Instituciones Litúrgicas. Ellas ya se mencionan en los documentos más antiguos, y tienen su equivalente en todas las liturgias.
En el rito griego, la oración que sigue a la Consagración lleva el nombre de anamnesis. Consiste en mencionar la Pasión de Cristo inmediatamente después de la Consagración para mostrar el vínculo de identidad que las une, y para manifestar que estamos actuando en obediencia a Jesucristo (Haced esto en memoria mía).
Las oraciones de intercesión (Memento de los vivos y Memento de los difuntos) son muy antiguas, incluso si parecen haber sido insertadas como agregados en el Canon. En cualquier caso, su uso es generalizado a principios del siglo IV.
Los protestantes, que rechazan la existencia del Purgatorio (y por lo tanto las oraciones por los difuntos) cuestionaron la antigüedad del Memento de los difuntos, argumentando que no se menciona en algunos Sacramentarios. Sin embargo, varios documentos demuestran su existencia desde el siglo IV (y encontramos oraciones similares en los ritos orientales).
Se supone que la lista de los difuntos estaba inscrita en un díptico (tableta de cera) y la fórmula del Memento en el marco del díptico. Debe recordarse que en ese momento no había misales de altar como los de hoy, que contienen todo el texto del Ordinario y del Propio de la Misa. El sacerdote tenía un Sacramentario, que contenía las diferentes oraciones. Por lo tanto, es posible que el Memento no apareciera en el Sacramentario, y que se leyera el texto en el díptico.
La oración Hanc igitur es más reciente (principios del siglo VI).
Las listas de Santos, después de cada uno de los Mementos, que contribuyen a darle al Canon su perfil de plena catolicidad, probablemente se fijaron bajo el pontificado de San Símaco (reinó del 498 al 514). Pero la celebración sobre la tumba de los Mártires es suficiente para demostrar que los Santos siempre han sido asociados al Santo Sacrificio.
III.- LA MISA DE SAN GREGORIO MAGNO
Ahora podemos transportarnos por el pensamiento a una basílica romana del siglo VI, para asistir a la Misa Papal celebrada por el gran San Gregorio. No nos sentiríamos sorprendidos:
— Canto del Introito durante la procesión de entrada (el Papa es precedido por siete acólitos portadores de cirios y escoltado por dos diáconos).
— Inclinación del Papa ante el Santísimo Sacramento consagrado durante una Misa anterior.
— Beso de paz (beso del Altar y del Evangelio), oración en silencio, fin de Introito.
— Kyrie en el trono, Gloria, canto de la Colecta.
— Lectura de la Epístola por el subdiácono, canto del Gradual y Salmos.
— Canto solemne del Evangelio por el diácono.
— Homilía.
— Saludo de la asamblea y Oremos (sin oración consecutiva).
— Instalación del mantel en el altar, luego procesión del Ofertorio, acompañado por el canto de un Salmo.
— Oración del Ofertorio de la oblación (nuestra actual Secreta).
— Canto del Prefacio, Sanctus.
— Canon.
— Pater.
— Libera nos.
— Beso de la paz.
— Fracción del pan.
— Comunión.
— Ite, Missa est.
El Pater Noster, que antes precedía directamente a la Comunión, fue avanzado por San Gregorio Magno en transición entre el Canon y el rito de la Comunión. El Agnus Dei fue añadido en el siglo siguiente por el Papa Sergio.
IV.- SANTO TOMÁS DE AQUINO RESUME TODA ESTA ENSEÑANZA
Lo hace en la Suma Teológica, IIIª Parte, Cuestión 83, Artículo 4:
¿Están debidamente establecidas las palabras que acompañan a este Sacramento?
Respondo que, puesto que en este Sacramento se compendia todo el misterio de nuestra salvación, por eso se celebra con mayor solemnidad que ninguno.
Y porque está escrito en Eclo., 4, 17: Guarda tus pasos cuando vas a la casa de Dios, y en Eclo., 18, 23: Antes de la oración prepara tu alma, por eso, en primer lugar, antes de celebrar este misterio, se antepone una Preparación que disponga a hacer dignamente lo que sigue.
La primera parte de esta Preparación es la Alabanza divina, contenida en el Introito, según aquello de Salmo 49, 23: El que me ofrece sacrificios de alabanza me honra, al hombre recto le mostraré la salvación de Dios.
Las más de las veces, el Introito se toma de los Salmos, o al menos se canta intercalando en él un Salmo, ya que, como observa Dionisio en III De Eccl. Hier.: en los Salmos se contiene en forma de alabanza todo lo que hay en la Sagrada Escritura.
La segunda parte recuerda la miseria presente al pedir misericordia, diciendo Señor, ten piedad tres veces dirigiéndose al Padre; tres dirigiéndose al Hijo, cuando se dice: Cristo, ten piedad, y tres dirigiéndose al Espíritu Santo, al decir de nuevo Señor, ten piedad. Se dice tres veces contra la triple miseria de la ignorancia, de la culpa y de la pena; o también para significar que las tres Personas están presentes la una en la otra.
La tercera parte recuerda la gloria celestial, a la cual estamos destinados después de la presente miseria, diciendo: Gloria a Dios en el cielo. Se canta en las fiestas porque en ellas se recuerda la gloria celestial, y se omite en los oficios de luto, que recuerdan nuestra miseria.
La cuarta parte contiene la Oración que hace el sacerdote por el pueblo, para que todos sean dignos de tan grandes misterios.
En segundo lugar, sigue la Instrucción del pueblo fiel, porque este Sacramento es misterio de fe. Esta enseñanza tiene lugar inicialmente con la doctrina de los Profetas y de los Apóstoles, que viene proclamada en la Iglesia por los lectores y los subdiáconos.
Después de esta lectura, el coro canta el Gradual, que significa el progreso de la vida, y el Aleluya, que significa la alegría espiritual, o el Tracto, en los oficios luctuosos, que significa el llanto espiritual. Estos son, en efecto, los frutos que debe producir en los fieles la doctrina indicada.
Ahora bien, al pueblo se le instruye de modo perfecto con la doctrina de Cristo, contenida en el Evangelio, leído por los ministros más importantes, o sea, por los diáconos.
Y puesto que creemos a Cristo como a la Verdad divina, según aquello de Jn., 8, 46: Si os digo la verdad, ¿por qué no me creéis?, una vez leído el Evangelio, se canta el Símbolo de la fe con el que el pueblo manifiesta su asentimiento a la doctrina de Cristo por la fe. El símbolo, sin embargo, se canta en las fiestas de quienes se hace alguna mención en él, como son las fiestas de Cristo, de la Santísima Virgen y de los Apóstoles, que fundamentaron nuestra fe, y en otras semejantes.
Y, una vez que el pueblo ha sido preparado e instruido de esta manera, se pasa a la Celebración del misterio.
Un misterio que se ofrece como sacrificio, y se consagra y se toma como sacramento. Porque primero se hace la oblación, después se consagra la materia ofrecida y, finalmente, se recibe esta ofrenda.
En la Oblación hay que distinguir dos momentos: la alabanza del pueblo con el canto del Ofertorio, que significa la alegría de los oferentes, y la Oración del sacerdote, que pide que la oblación del pueblo sea agradable a Dios. Por eso en I Par., 29, 17 dice David: Con sencillez de corazón te he ofrecido todas estas cosas, y ahora veo que tu pueblo, aquí reunido, te ofrece espontáneamente tus dones. Y después (v. 18) ora diciendo: Señor, Dios, mantén siempre en ellos esta disposición de ánimo.
En lo que se refiere después a la Consagración, que se realiza por virtud sobrenatural, primeramente se suscita la devoción del pueblo en el Prefacio con el que se invita a levantar el corazón al Señor. Y, por eso, una vez terminado el Prefacio, el pueblo alaba devotamente tanto la divinidad de Cristo, diciendo con los Ángeles (Is., 6, 3): Santo, santo, santo, como su humanidad, cantando con los niños (Mt., 21, 9): Bendito el que viene.
Posteriormente, el sacerdote recuerda secretamente en primer lugar a aquellos por quienes se ofrece este sacrificio, o sea: la Iglesia universal, a los que están constituidos en autoridad (I Tim., 2, 2), y especialmente a quienes ofrecen o por quienes se ofrece este sacrificio.
En segundo lugar recuerda a los Santos, cuyo patrocinio implora sobre las personas ya recordadas diciendo: Unidos en la misma comunión, veneramos la memoria, etc.
Finalmente, concluye la petición con las palabras: Acepta, pues, esta oblación, etc., para que esta oblación sea salutífera para aquellos por quienes se ofrece.
Y, seguidamente, llega el sacerdote a la Consagración misma.
Y pide primeramente que la consagración obtenga su efecto diciendo: santifica plenamente esta ofrenda.
En segundo lugar, realiza la Consagración con las palabras del Salvador diciendo: El cual, la víspera de su pasión, etc.
En tercer lugar, el sacerdote se excusa de esta audacia declarando haber obedecido al mandato de Cristo, con las palabras: Por tanto, nosotros tus siervos, recordando tu pasión.
En cuarto lugar, suplica que el sacrificio realizado sea acepto a Dios, cuando dice: Dígnate, Señor, mirar propicio, etc.
Y, finalmente, invoca el efecto de este Sacrificio y Sacramento: para los mismos que lo toman al decir: Humildemente te rogamos; para los muertos, que ya no lo pueden recibir, cuando dice: Acuérdate también, Señor, etc., y especialmente para los mismos sacerdotes que lo ofrecen, diciendo: También a nosotros, pecadores, etc.
Y así se pasa a la Consumación de este Sacramento. Primeramente se prepara al pueblo para recibirlo.
Primero, por la oración común de todo el pueblo, que es el Padrenuestro, en la que pedimos que nos dé nuestro pan de cada día; y también por la oración privada, que el sacerdote presenta especialmente por el pueblo cuando dice: Líbranos, Señor.
Segundo, se le prepara al pueblo con la paz, que se le da cuando se dice el Cordero de Dios. Este Sacramento es, efectivamente, sacramento de unidad y de paz. Ahora bien, en las Misas de difuntos, en las que este sacrificio se ofrece no por la paz presente, sino por el descanso de los muertos, la paz se omite.
Seguidamente viene la Recepción del Sacramento.
Primeramente lo recibe el sacerdote, y después se lo da a los demás. Porque, como dice Dionisio en III De Eccl. Hier., quien entrega las cosas divinas a los demás, debe participar de ellas primeramente él.
Y, finalmente, toda la celebración de la misa termina con la Acción de gracias. El pueblo exulta de alegría por haber participado en el misterio, y ése es el significado del Canto después de la comunión; y el sacerdote da gracias con la Oración, de la misma manera que Cristo, una vez celebrada la cena con sus discípulos, recitó el himno, como se narra en Mt., 26, 30.
Objeciones y Respuestas:
1ª. Este Sacramento se consagra con las palabras de Cristo, como dice San Ambrosio en su libro De Sacramentis. Luego en este Sacramento no deben decirse más palabras que las palabras de Cristo.
R. La consagración se realiza con las solas palabras de Cristo. Pero fue necesario añadir lo restante para la preparación del pueblo que comulga.
2ª. Nosotros conocemos las palabras y las acciones de Cristo por el Evangelio. Ahora bien, en la consagración de este Sacramento hay algunas expresiones que no constan en el Evangelio. No consta en el Evangelio, por ejemplo, que Cristo en la institución de este Sacramento elevara los ojos al cielo. Igualmente, en los Evangelios se dice tomad y comed, pero no se dice todos. Mientras que en la celebración de este Sacramento se dice: Elevados los ojos al cielo, y, seguidamente, tomad y manducad todos. Luego estas palabras han sido introducidas indebidamente en la celebración de este Sacramento.
R. Se declara en Jn., 21, 25 que el Señor hizo y dijo muchas cosas que los evangelistas no han consignado por escrito. Y entre esas cosas está el que el Señor en la cena elevó los ojos al cielo, según consta a la Iglesia por tradición apostólica. Parece razonable, en efecto, que si elevó los ojos al Padre en la resurrección de Lázaro y en la oración que hizo por sus discípulos, según se dice en Jn., 11,41 y 17, 1 respectivamente, mucho más haya podido elevarlos al instituir este Sacramento, tratándose de algo mucho más importante.
Y el hecho de que diga manducad en lugar de comed no cambia el sentido. Además de que no importa una locución u otra, puesto que esas palabras no pertenecen a la forma.
En lo que se refiere a la adición del término todos, hay que decir que está implícito en las palabras evangélicas, aunque no esté expreso. Porque el mismo Cristo había dicho en Jn., 6, 54: Si no coméis la carne del Hijo del hombre, no tendréis vida en vosotros.
3ª. Todos los demás Sacramentos están destinados a la salvación de todos los fieles. Pero en la celebración de los demás Sacramentos no se hace una oración común por la salvación de todos los fieles vivos y difuntos. Luego parece que tampoco deba hacerse en este Sacramento.
R. La Eucaristía es el Sacramento de la unidad de toda la Iglesia. Y, por eso, en este Sacramento más que en otros debe hacerse mención de todo lo que pertenece a la salvación de toda la Iglesia.
4ª. Al Bautismo se le llama especialmente Sacramento de la fe. Luego las cosas que pertenecen a la institución de la fe, como es la doctrina de los Apóstoles y los Evangelios, deberían leerse en la celebración del Bautismo, y no aquí.
R. Hay dos tipos de instrucción. Una, que se dirige a los que comienzan, o sea, a los catecúmenos. Y esta instrucción tiene lugar con ocasión del Bautismo.
Otra, que es la que se da al pueblo fiel que toma parte en el misterio eucarístico. Y ésta se hace en la celebración de este Sacramento. Sin embargo, de esta instrucción no están excluidos ni los catecúmenos ni los infieles. Por lo que se dice en De Consecr. dist. I can. 67: El obispo no prohíba a nadie, sea gentil, hereje o judío, entrar en la iglesia y oír la palabra de Dios durante la misa de los catecúmenos, en la cual se dan las enseñanzas de la fe.
5ª. Los Sacramentos requieren la devoción de los fieles. Luego no hay motivo para estimularla más en este Sacramento que en los otros con las alabanzas y requerimientos, como cuando se dice levantemos el corazón.
R. Este Sacramento requiere una devoción mayor que los otros Sacramentos por contener a Cristo en su totalidad, y una devoción más extensa por requerir la devoción de todo el pueblo, por el que se ofrece este sacrificio, y no solamente de los que le reciben, como sucede con los otros Sacramentos. Por eso, como dice San Cipriano, el sacerdote con el Prefacio prepara el ánimo de los hermanos diciendo: “levantemos el corazón”, para que con la respuesta: “lo tenemos levantado hacia el Señor”, el pueblo se dé cuenta de que no debe pensar en otra cosa más que en Dios.
6ª. El ministro de este Sacramento es el sacerdote. Luego todo lo que se dice en este Sacramento debería decirlo el sacerdote, y no parte los ministros y parte el coro.
R. En este Sacramento, como acabamos de exponer (ad 3), se hace mención de cosas que interesan a la Iglesia entera. Por eso, algunas de ellas las dice el coro, y que pertenecen al pueblo.
Algunas de éstas las dice en su totalidad el coro, son las que se inspiran en todo el pueblo.
Otras, sin embargo, las continúa el pueblo, después de la incoación del sacerdote, que representa a Dios, como signo de que tales cosas vinieron al pueblo por revelación divina, como la fe y la gloria celestial. Esta es la razón de que el sacerdote comience el Símbolo de la fe y el Gloria a Dios en el Cielo.
Otras cosas, por el contrario, las dicen los ministros, como es la lectura del Nuevo y Antiguo Testamento, para indicar que esta doctrina ha sido anunciada a los pueblos por medio de ministros enviados de Dios.
Y hay otras cosas que las dice el sacerdote solamente: son las que pertenecen al propio oficio del sacerdote, o sea, al oficio de ofrecer dones y preces por el pueblo, como se dice en Heb., 5, 1.
Algunas de estas cosas las dice en voz alta: son las que pertenecen al sacerdote y al pueblo conjuntamente, como son las oraciones comunes.
Otras, sin embargo, pertenecen solamente al sacerdote, como es la Oblación y la Consagración. Y, por eso, las fórmulas que se refieren a estos ritos son recitadas por el sacerdote en voz baja.
No obstante, en ambos casos el sacerdote reclama la atención del pueblo diciendo: El Señor esté con vosotros. Y espera su consentimiento expreso con el Amén. Y, por eso, las oraciones que dice en secreto van precedidas de El Señor esté con vosotros y las termina con Por los siglos de los siglos.
También pueden interpretarse algunas fórmulas de las que el sacerdote dice en secreto como signo de que durante la pasión de Cristo los discípulos profesaron su fe en Él ocultamente.
7ª. Es absolutamente cierto que la virtud divina actúa en este Sacramento. Luego es superflua la petición que hace el sacerdote de que se realice este Sacramento, cuando dice: Santifica plenamente esta oblación, etc.
R. La eficacia de las palabras sacramentales puede ser impedida por la intención del sacerdote. Y no puede decirse que sea superfluo pedir a Dios lo que sabemos que Él realizará con absoluta certeza, de la misma manera que Cristo, según Jn., 17, 1 y 5, pidió su propia glorificación.
Sin embargo, no parece que el sacerdote ore ahí para que se realice la consagración, sino para que nos sea fructuosa, por lo que expresamente dice que se haga para nosotros cuerpo y sangre. Y esto es lo que, según San Agustín, significan las palabras anteriores: Dígnate hacer que esta oblación sea bendita, o sea, que nosotros seamos bendecidos por ella, esto es, por su gracia; adscrita, es decir, que por ella seamos inscritos en el Cielo; ratificada, o sea, que seamos considerados como miembros de Cristo; razonable, a saber, que seamos despojados de la sensualidad bestial; aceptable, es decir, que nosotros, que nos desagradamos a nosotros mismos, seamos aceptables por ella al Hijo de Dios.
8ª. El sacrificio de la Nueva Ley es mucho más excelente que el de los antiguos Padres. Luego indebidamente pide el sacerdote que este sacrificio sea acepto como el sacrificio de Abel, de Abrahán y de Melquisedec.
R. Aunque este sacrificio sea preferible por sí mismo a todos los antiguos sacrificios, sin embargo los sacrificios de los antiguos fueron aceptísimos a Dios a causa de su devoción. Pide, pues, el sacerdote que este sacrificio sea acepto a Dios por la devoción de los que ofrecen, como fueron aceptos a Dios aquéllos.
9ª. De la misma manera que el cuerpo de Cristo no comienza a estar en este Sacramento por un cambio de lugar, así tampoco deja de estar en él por movimiento local. Luego no tiene sentido la petición del sacerdote: Manda que por las manos de tu santo Ángel sean llevados estos dones a tu altar del Cielo.
R. El sacerdote no pide que las especies sacramentales sean transportadas al Cielo, ni que lo sea el Cuerpo real de Cristo, el cual nunca dejó de estar allí. Sino que pide esto para el Cuerpo Místico, significado en este Sacramento, o sea, que el Ángel asistente de los divinos misterios presente a Dios las oraciones del pueblo y del sacerdote, según aquello de Ap., 8, 4: El humo del incienso subió de la mano del ángel con las oblaciones de sus santos.
El Altar del Cielo significa aquí, o la misma Iglesia triunfante, a la que pedimos ser llevados, o el mismo Dios, del cual imploramos la participación, ya que de este altar se dice en Ex., 20, 26: No subirás por las gradas a mi altar, o sea, no admitirás grados en la Trinidad.
También se entiende por el Ángel el mismo Cristo, que es el Ángel del gran consejo (Is., 9, 6), quien une su Cuerpo Místico a Dios Padre y a la Iglesia triunfante.
Por todo esto, al Sacrificio Eucarístico también se le llama Misa (enviada), porque el sacerdote envía preces a Dios a través del Ángel, como el pueblo las envía a través del sacerdote. O porque Cristo es para nosotros la víctima enviada. De ahí que el diácono en los días festivos despida al pueblo diciendo: Ite, Missa est = Marchaos, ha sido enviada, a saber, la hostia a Dios por el Ángel para que sea acepta a Dios.