HISTORIA DE LAS HEREJÍAS EN LA IGLESIA

CONSERVANDO LOS RESTOS II

Trigésimosexta entrega

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LA IGLESIA Y EL ABSOLUTISMO REGIO

La paz de Westfalia puso fin a la guerra de los Treinta Años, que había sembrado de ruinas la nación germana. Pero también consolidó la escisión definitiva del pueblo alemán y consagró el nuevo espíritu cesarista en materias religiosas, que había de dominar en Europa durante un par de centurias. En último término, el principio protestante de las iglesias del Estado y de las iglesias nacionales quedó triunfante con el principio «cuius regio eius et religio».

Este espíritu absolutista es el que ha de ocasionar multitud de conflictos entre la Santa Sede y las cortes europeas, conflictos que llenan casi por completo las relaciones entre la Iglesia y el Estado en este período. Al principio son los mismos reyes los que, llevados de su regalismo, pretenden hacer valer sus supuestos derechos regios contra los derechos de la Iglesia. Después los reyes son los juguetes de sus ministros, filósofos, enciclopedistas y deístas, quienes, so pretexto de los supuestos derechos soberanos, oprimen tenazmente a la Iglesia.

I. LA IGLESIA EN FRANCIA. EL GALICANISMO

I. La Francia de Luis XIV, proceder absolutista. Richelieu y Mazarino habían conseguido levantar a Francia al puesto de la primera potencia en Europa, deshancando a España y humillando a la dinastía de los Habsburgo. Los escrúpulos de conciencia no angustiaban mucho a estos dos purpurados, cuando hacían triunfar en Francia el régimen de una monarquía absolutista, aunque en ello quedaran pisoteados muchos derechos de la Iglesia.

El movimiento de reforma postridentino apuntó en Francia con medio siglo de retraso; pero, en la primera mitad del siglo XVII, con Luis XIII inició su desarrollo pujante y prosiguió espléndido en todo el reinado de Luis XIV. En medio de movimientos más o menos heterodoxos, como el jansenismo y el galicanismo, surgieron en Francia instituciones y nombres providenciales.

Primero, la múltiple actividad de los jesuitas; después, la de los oratorianos franceses, fundados por Bérulle, y algo después los sulpicianos, fundados por Olier, y las varias instituciones de San Vicente de Paul, con los lazaristas, fueron los móviles propulsores y directores de este movimiento ascensional. La Sociedad del Santísimo Sacramento, en que tomaban parte los miembros más distinguidos de la nobleza francesa, con su fundador, el duque de Ventadour, Enrique de Levis, tenía por fin animar, dar consistencia y fuerza al sentimiento religioso y a las empresas benéficas y sociales de espíritu netamente católico.

El 9 de marzo de 1661 moría el cardenal Mazarino. Luis XIV, de edad de veintidós años, dejó a un lado todas las tutorías para proceder en adelante como el único gobernante de Francia. Sin duda alborearon para Francia días de gloria, en los que tuvo una parte decisiva el Rey Sol, y aun podríamos admitir como justificado el apelativo de Grande para el rey y para el siglo XVII de Francia; pero la Iglesia tendría que oponer muchos reparos a estas innegables glorias. El absolutismo regio y el galicanismo, estrechamente amalgamados, llevaron a Luis XIV a serios y ruidosos conflictos con Roma.

Los principios galicanos habían echado hondas raíces entre los juristas franceses, y, por otra parte, el conciliarismo de Basilea seguía trabajando la conciencia de los eclesiásticos. Además, con la pujanza externa del Rey Sol, que aspiraba a reconstruir el imperio de Carlomagno, los juristas despertaron la idea del monarca, Rey absoluto por la gracia de Dios. Así llegó Luis XIV, en el apogeo de su predominio europeo, a asentar el principio absolutista: «El Estado soy yo».

En el terreno de las ideas, el galicanismo parlamentario, por una parte, y el galicanismo conciliarista, por otra, trataban de humillar al Pontificado, objetando los usos de la Iglesia galicana, «secundum usus canonum receptos».

Para enjuiciar la conducta de Francia en este período respecto a la Santa Sede, es preciso tener muy presentes estos dos principios: 1º) el Rey tiene un poder absoluto, independiente e ilimitado, recibido directamente de Dios, y, por lo tanto, independiente de los Romanos Pontífices; 2º) el concilio ecuménico es superior al Papa; por consiguiente, puede imponerle sus decisiones, aceptar y decidir las apelaciones que contra él se formulen.

A confirmar y extender estas ideas contribuyeron eficazmente las obras profundamente galicanas publicadas por este tiempo por los conocidos regalistas Pedro Pithou y Pedro Dupuy.

Conocedor de estas ideas de su soberano y de la corte de Francia, el embajador francés en Roma, duque de Créqui, procedía con toda altanería y sin miramiento alguno. Cada día se mostraba más intransigente y eran más exageradas las exigencias. En estas circunstancias, el 22 de agosto de 1662, varios soldados de la escolta del embajador se enredaron con un grupo de corsos del cuerpo de guardia del Papa, de suerte que éstos acorralaron a los de la escolta hasta la misma embajada; en la refriega murieron dos franceses y cinco corsos.

El embajador salió al punto de Roma. Mas lo peor del caso fue que Luis XIV inició una serie de medidas de gravísimas consecuencias. Despidió al nuncio de París y mandó lo condujeran con escolta hasta la frontera, ocupó Aviñón y el condado Venesino, propiedades del Papa, e hizo ademán de invadir Italia.

Inocencio X, destituido de todo socorro, tuvo que firmar la humillante paz de Pisa del 12 de febrero de 1664. Por ella el Papa tuvo que despedir su cuerpo de guardia corsa y demandar humildemente perdón; el mismo embajador francés recibió plenas satisfacciones. Más aún: se erigió en la plaza de San Pedro una columna conmemorativa de aquel suceso en honra de Francia y humillación de los corsos y del Papa. Además, el rey hubo de recibir del Papa, como homenaje de satisfacción, el derecho de presentar los obispos de Metz, Toul y Verdun,

2. El Galicanismo. Entretanto, hacía rápidos progresos el galicanismo. Este, según Dubruel-Arquillière, consiste en un conjunto de tendencias, de prácticas y, sobre todo, de doctrinas relativas a la constitución y a la amplitud del poder espiritual, extendidas principalmente en la antigua Francia y opuestas en diversos grados a ciertas prerrogativas del Papa sobre la Iglesia y de la Iglesia respecto al Estado.

Las doctrinas sobre la constitución del poder espiritual (derecho público interno) llevan frecuentemente el nombre de galicanismo eclesiástico o episcopal; las teorías sobre las relaciones de los dos poderes, real y pontificio (derecho público externo), se llaman galicanismo político o parlamentario.

El galicanismo regio es la práctica del absolutismo regio, que echa mano tanto del galicanismo eclesiástico como del parlamentario para subyugar a la Iglesia y dominar como soberano absoluto aun en asuntos eclesiásticos.

Estas ideas galicanas de las relaciones entre la Santa Sede y los obispos franceses y el rey de Francia, iniciadas ya en la contienda de Felipe IV con Bonifacio VIII, se desarrollaron principalmente desde el cisma de Occidente con la proclamación de las libertades de la Iglesia galicana contra Benedicto XIII, Papa de Aviñón, y con la idea de la supremacía del concilio sobre el Papa, defendida por Gerson, D’Ailly, etc., y con las prácticas abusivas que casi imponían las circunstancias.

En Constanza y Basilea levantaron cabeza triunfante y se concretaron en la Pragmática Sanción de Bourges de 1438. Por el concordato de 1516 quedaron reguladas varias de estas relaciones, pero el espíritu galicano de libertad e independencia respecto de Roma siguió palpitante con frecuentes manifestaciones ruidosas.

Los Parlamentos, en cuyo seno bullían a veces protestantes y jansenistas, tendían a proceder siempre conforme a este espíritu. En 1596, un abogado del Parlamento de París, Pedro Pithou, protestante convertido, reunió en su famoso Librito de las Libertades galicanas toda la práctica de estas libertades: el Papa en sus intervenciones en Francia depende de los antiguos concilios franceses; al contrario, el rey es completamente independiente del Papa. El rey de Francia puede convocar concilios, dar leyes eclesiásticas, impedir la jurisdicción de los legados del Papa, vigilar a los obispos. Para mantener estas prerrogativas, que no son concesiones pontificias, el rey puede recurrir al placet, a la apelación como de abuso y a la apelación al concilio.

A comienzos del siglo XVII, Edmundo Richer trató de probar y fundamentar estas teorías en su libro De ecclesiastica et politica potestate liber unus (París 1611). Este galicanismo rígido no era del agrado de Richelieu, el cual buscaba uno más moderado. Bajo su favor, Dupuy escribió en 1639 sus Preuves des libertés de l’Eglise gallicane, y algo más tarde, en 1641, Pedro de Marca, consejero del rey, escribió su Concordia sacerdotii et imperii, que llega a sostener la infalibilidad del Papa, sed cum aliquo consensu Ecclesiae.

El galicanismo tenía su ejército en los parlamentarios, en la Magistratura, en muchos elementos de la misma Sorbona, en el alto clero; tenía su código y programa en las 83 máximas o principios prácticos de Pithou, que era como el catecismo del movimiento, y tenía su jefe en la persona del Luis XIV, que en su absolutismo había de echar mano del galicanismo como arma bélica contra Roma.

La guerra comenzó a agudizarse en 1661. El 16 de diciembre se defendió claramente la infalibilidad pontificia en el colegio de los jesuitas de Clermont. Las tesis iban particularmente dirigidas contra los jansenistas. No es, pues, de maravillar que inmediatamente se levantara una espantosa indignación por parte de los elementos jansenistas, tan influyentes en la corte.

Arnauld y Bourzeis lanzaron sus folletos contra la supuesta nueva herejía jesuitica. Es lo que se llamó la Tesis Claramontana. En 1663 presentáronse unas tesis, en las que, a vueltas de ciertas expresiones favorables a los privilegios galicanos, se concluía la superioridad del Papa sobre el concilio y de la infalibilidad pontificia. El enunciado de estas conclusiones era el siguiente: Cristo dio a Pedro y a sus sucesores la autoridad suprema sobre toda la Iglesia. Los Papas, por justas razones, concedieron a ciertas iglesias, como a la de Francia, ciertos privilegios. Los concilios ecuménicos son útiles para desarraigar las herejías, pero no son absolutamente necesarios.

Inmediatamente surgió la contradicción. El Parlamento citó al síndico Grandin, al presidente del acto y al defensor de las tesis. Estas tesis constituían un complot contra la corona. En adelante se prohibía terminantemente que ni directa ni indirectamente se enseñase la infalibilidad pontificia. Así debía imponerse a la Universidad.

Este último inciso no era fácil, pues la Facultad teológica denegaba al Parlamento la competencia en cuestiones de doctrina. Pero el Parlamento mantenía firme su mandato. Con esta ocasión se dividieron los pareceres. Muchos doctores defendían claramente la infalibilidad del Papa; otros más bien se inclinaban en favor de las libertades galicanas; entre ellos se encontraba Bossuet.

La verdadera situación nos la ofrecen los datos estadísticos transmitidos, por los que consta que 34 doctores se declararon indecisos, 55 antipapistas y 89 papistas. No obstante los votos contrarios, estaban en franca mayoría los favorables a las tesis romanas. Pero una serie de turbios manejos consiguió el 4 de abril se registrase el decreto en las actas de la Facultad. La corte, al comunicar a Roma esta determinación, barajó a su talante los nombres de los firmantes, aumentando con halagos y amenazas el número de doctores cortesanos y disminuyendo arbitrariamente el de los recalcitrantes.

La presión sobre la Sorbona de parte del Parlamento fue creciendo de día en día. Así sucedió con ocasión de haber defendido en 1663 la tesis de la jurisdicción suprema del Papa sobre toda la Iglesia. El gran canciller Le Tellier amenazó a la Universidad con serias reformas, por lo cual el síndico Grandin, aterrado, se entrevistó con Le Tellier, y el resultado fue que el 8 de mayo fueron presentadas al rey por medio del nuevo arzobispo de París, Hardouin de Perefixe, las tesis siguientes:

– 1) no enseña la Facultad que el Papa tenga autoridad alguna sobre las cosas temporales del rey;

– 2) al contrario, enseña que el rey en las cosas temporales sólo reconoce como superior a Dios;

– 3) que sus súbditos bajo ningún pretexto pueden ser dispensados de la debida obediencia;

– 4) jamás consentirá que se enseñe lo que sea contrario a la autoridad regia o a las verdaderas libertades de la iglesia galicana o a los cánones admitidos en el reino;

– 5) la Facultad no enseña que el Papa está sobre el concilio ecuménico;

– 6) o que su doctrina es infalible sin el consentimiento de la Iglesia universal.

Sin embargo, no quedaron las cosas de esta manera, pues mientras a los extremistas les parecía que no era rechazar de plano la infalibilidad, algunos de los mismos doctores firmantes de las tesis se arrepintieron de lo hecho y enviaron al Papa su firme adhesión a la Cátedra de Pedro, protestando de la violencia con que habían firmado las malhadadas proposiciones.

Sin embargo, el Parlamento presentó dichas tesis como de toda la Facultad y las impuso a todas las universidades. El 4 de agosto aprobaba el rey estas medidas, y por su parte prohibía la enseñanza de las tesis contrarias, favorables al poder pontificio.

Pero todavía no estaban satisfechos los galicanos, mientras no purificasen la Facultad de elementos díscolos, y en particular de los religiosos. A este fin se renovó el 25 de diciembre de 1663 una determinación antigua, pero olvidada por odiosa, en que se mandaba que los doctores mendicantes se recogiesen a los claustros de sus provincias y que sólo pudieran enviar a las sesiones de la Facultad dos doctores que los representasen. No obstante la protesta de las Órdenes religiosas, prevaleció esta decisión. A ello contribuyó eficazmente la intervención del arzobispo de París, profundamente cortesano.

La Universidad quedaba a merced del Parlamento galicano. No es extraño que en 1664 la Facultad teológica condenara el libro de Jaime Vernaut (el carmelita Buenaventura Heredia) por una serie de tesis anglicanas. También fue condenado el libro de Amadeo Guimenius (Mateo de Moya, S. I.). En ambos escritos había algunas exageraciones y afirmaciones falsas, como las siguientes: «Sólo los herejes desean los concilios para inquietar en ellos a la Iglesia; los concilios no tienen el poder directamente de Dios, sino del Papa, y por eso necesitan su confirmación». Pero la condenación de la Facultad teológica fue mucho más lejos y condenó proposiciones completamente ortodoxas, como la de la infalibilidad pontificia y la ilicitud de las apelaciones al concilio.

Ante todos estos hechos, que tan malparada dejaban la autoridad del Papa, el 6 de abril de 1665, Alejandro VII presentó ante el rey por medio del nuncio una protesta terminante, al mismo tiempo que exigía alguna retractación. Pero el Parlamento no quería ceder. Así, pues, encargado por el rey, declaró que sin menoscabo de las leyes del reino y sin vilipendio del Estado no podía admitirse la infalibilidad pontificia. Por lo demás, se negaba a dar ninguna clase de satisfacción y aun se atrevía a declarar que la Facultad había sido muy comedida en sus afirmaciones, extendiéndose luego en los casos tantas veces repetidos en que los Papas habían errado en la fe. En vista de esta actitud, Alejandro VII declaró nula la censura de los libros de Vernaut y de Guimenius.

La confusión siguió en aumento. La Sorbona rechazó la Bula, declarándola no auténtica. Por otra parte, se echaba en cara al Papa que no sólo no condenaba los libros malos, sino que prohibía a la Facultad el condenarlos, y al contrario, trataba de introducir la Inquisición y la infalibilidad pontificia contra las libertades galicanas. El Parlamento, por su parte, más radical todavía, prohibió leer y propagar dicha Bula, y para que nadie se llamara a engaño, prohibió a los profesores enseñar la infalibilidad pontificia. El galicanismo conciliarista o antipapal estaba en marcha, y, aunque a veces la corte tratese de reconciliarse con Roma, la actitud de los ánimos permaneció hostil.

Al firmarse en 1668 la paz de Aquisgrán, Clemente IX actuó como intermediario. Además, con la esperanza de que Luis XIV entrase por las vías pontificias en la guerra contra el turco, el Papa concedió al rey la presentación de los obispos de Arras y Tournai y se ofreció a ser padrino del hijo del rey por medio del cardenal Luis de Vendome. Por su parte, el monarca consintió en retirar la humillante columna conmemorativa contra los corsos e hizo algunas otras concesiones. Así nació la llamada paz clementina.

3. Las Regalías. Muy pronto comenzó otro conflicto más profundo: la cuestión de las llamadas regalías. Las regalías eclesiásticas o supuestos derechos reales en materia eclesiástica, de que aquí tratamos, se dividían en temporales y espirituales. Las temporales reclamaban para el rey las rentas de los obispados vacantes; las espirituales pretendían el derecho a nombrar, cuando vacaban, los beneficios no curados.

En varios países estaban en vigor ciertas regalías. En Francia comenzaron con Luis VII. En tiempo de Bonifacio VIII y Felipe el Hermoso estalló un verdadero conflicto por estos pretendidos derechos. Efectivamente, los reyes de Francia ejercían derechos de regalías sobre ciertas sedes, a las que habían prestado servicios especiales; pero el Concilio II de Lyon prohibió bajo pena de excomunión la extensión de las regalías a otras sedes. Los juristas, sobre todo galicanos, tendían a considerar estas regalías, no como una concesión pontificia, sino como un ius regale, y, por lo tanto, debían extenderse a todas las diócesis del reino. Varias fueron las tentativas por extender las regalías, sobre todo en 1608. Sin embargo, el conflicto no estaba resuelto. Este estalló con violencia en febrero de 1673, en que Luis XIV dio un decreto sujetando a todos los obispados de Francia al derecho de regalías.

Con este decreto, dado sin contar para nada con el Papa, se incorporaban a las regalías 60 nuevos obispados. Mas lo peor era que la mayor parte de los obispos, fascinados por los esplendores del Rey Sol, se sometieron a este atropello. Sólo dos obispos se resistieron abiertamente: Nicolás Pavillon, obispo de Alet, y Francisco Caulet, obispo de Pamiers. Por ello tuvieron que sufrir durísima guerra, así por parte de los oficiales reales como por parte de sus superiores jerárquicos, los arzobispos de Narbona y Toulouse, excesivamente condescendientes con su soberano. Luis XIV dio la orden a su intendente Foucauld de ocupar las temporalidades de estos obispos insumisos. «Señor—escribía el obispo Caulet al rey—, no me han dejado ni las cosas más necesarias para la vida, que no se rehúsan a los más criminales».

Tanto Clemente X como Inocencio XI trataron de apartar al rey de esta conducta, tan contraria a los intereses de la Iglesia. Inocencio XI llegó a hacerle alguna advertencia más severa. Mas todo fue inútil. Luis XIV respondió que las regalías eran derechos natos de la corona. Entonces el Papa le envió un Breve, en el que procuraba deshacer este grave error; mas tampoco entonces obtuvo ningún resultado. Finalmente, en un tercer Breve, fechado el 29 de diciembre de 1679, conminó al rey con medidas enérgicas. No es para dicho el alboroto que levantaron los galicanos, clamando por un concilio nacional para reprimir la osadía del Papa, que se atrevía a tratar tan descomedidamente al Rey Cristianísimo. El 21 de junio de 1680 enviaba Luis XIV al cardenal D’Estrées para negociar con Roma; pero ante la rigidez de sus exigencias, conformes enteramente con la ideología galicana del monarca francés, Inocencio XI se vio obligado a expresar su desengaño y su dolor, como lo hizo el 3 de marzo de 1681.

4. Los cuatro Artículos Galicanos. Para entonces el rey de Francia preparaba a la Santa Sede mayores amarguras. Ahora entra en escena la célebre Asamblea General del Clero con sus célebres Cuatro Artículos Galicanos.

La asamblea del verano de 1680 se puso servilmente de parte del rey frente a las supuestas intromisiones de Roma en la materia de las regalías. Diversos acontecimientos fueron manifestando la oposición sistemática que se hacía a Roma. Tales fueron, entre otros, el caso de las agustinas de Charonne, a las cuales el obispo de París les impuso una abadesa cisterciense, y, ante la anulación de esta elección hecha por el Papa, el Consejo de Pistado se interpuso y declaró abusiva esta intervención.

Mas, no contentos con esto, los agentes del clero reunido en París propusieron, al rey una reunión extraordinaria de obispos con el objeto de deliberar sobre todos estos conflictos, y en particular sobre las medidas adoptadas por Roma en materia de regalías. Efectivamente, la reunión tuvo lugar desde marzo hasta mayo de 1681. Tomaron parte en ella 52 obispos, entre ellos Harlay, de París, y Le Tellier, de Reims, ambos decididos regalistas. A propuesta del arzobispo de Reims, se tomaron los siguientes acuerdos:

1) el episcopado y clero francés se someterían al rey en la cuestión de las regalías;

2) el episcopado desaprobaba la decisión del Papa en el asunto de Charonne, tomada sin contar con el arzobispo de París;

3) las medidas adoptadas por Roma contra el arzobispo de Toulouse en el asunto de Pamiers violaban las libertades galicanas;

4) había que celebrar un concilio nacional o una asamblea general del clero.

El rey estaba satisfecho. Como un concilio nacional no se podía celebrar sin aprobación del Papa, el rey prefirió se reuniese una Asamblea General del Clero, para la cual suponía que no hacía falta tal aprobación. Efectivamente, la convocó para el 1° de octubre. Los 34 obispos y 37 procuradores que se reunieron eran los más apropiados para el fin que se pretendía. A su cabeza estaba el arzobispo de París. La reunión duró hasta el 1° de julio de 1682. Los personajes más destacados eran Le Tellier, arzobispo de Reims; el coadjutor de Rouen, Nicolás Colbert, hijo del ministro de su nombre, ambos bien conocidos por sus ideas galicanas, y el obispo de Meaux, el ingenuo y tímido Bossuet, quien, en medio de sus innegables grandezas, se mostró débil y demasiado sometido a la corona.

La Asamblea General del Clero de Francia, que desde 1561 se reunía cada diez años para votar el subsidio voluntario de la Iglesia de Francia al rey, estaba formada por cuatro representantes de cada provincia eclesiástica, dos obispos y dos sacerdotes. Era incumbencia de la Asamblea, además de votar los subsidios, regular los asuntos temporales de la Iglesia de Francia y sus relaciones con el Estado. Cada cinco años se reunía lo que se llamaba la Petite Assamblée. En ella se elegían dos agentes generales o procuradores permanentes que en el entretanto defendiesen los privilegios e inmunidades del clero.

En efecto, el 1° de octubre de 1681 se reunía la Asamblea. Inmediatamente fueron elegidos como presidentes Harlay, obispo de París, y Le Tellier, de Reims. Se nombraron cuatro comisiones para estudiar los cuatro puntos: las regalías, las libertades galicanas, el caso de Pamiers y el caso de Charonne. Su primer acto fue expresar su adhesión incondicional al rey: «Ligados a su majestad por lazos que nada ni nadie podrá romper». El Papa —dirá Harlay— nos ha empujado hasta el extremo; él se arrepentirá.

El célebre Bossuet, en quien tan bien se hermanaban el culto a la Ilíada y el de la Biblia, personaje de soberano prestigio en Francia para entonces, tuvo su discurso inaugural. Espíritu contemporizador, temía las exageraciones ultramontanas y que el Papa usurpase «lo temporal». En el discurso más bien trató de calmar los espíritus. Su tema versó sobre la unidad de la Iglesia. Saludó en la Cátedra de Pedro la plenitud del poder apostólico. «Todavía se cree lo que siempre se ha creído; la misma voz retiñe por todas partes, y Pedro sigue siendo en sus sucesores el fundamento de los fieles». Pero a renglón seguido venía su cortapisa: «Todo depende del jefe, pero es con cierto orden».

El punto candente de las regalías fue resuelto relativamente pronto. La resolución fue conforme a los principios galicanos. Sin embargo, Bossuet halló una fórmula media para salvar el dogma: el derecho de regalías se hacía extensivo a todos los obispados, pero con la condición de que los candidatos propuestos por el rey para la cura de almas pidiesen a sus superiores la institución canónica. De este modo, la regalía temporal quedaba intacta y extendida a todo el reino; en cambio, la espiritual se hacía más canónica. La resolución fue tomada por la asamblea el 3 de febrero de 1682, y en este sentido escribió al Papa Le Tellier, recalcando que esta cuestión nada tenía que ver con las cosas de fe y costumbres.

Después de esto se pasó a la discusión de las libertades galicanas. Aunque ya estaba decidida esta cuestión con la declaración de la Universidad de París de 1663, impuesta a todas las escuelas y universidades, sin embargo querían darle más peso y autoridad. Bossuet era de parecer que no era necesario remover la cuestión, pues, olvidándose del Breve de Protesta del 25 de junio de 1665, afirmaba que el Papa no había protestado contra aquella declaración. Esto no obstante, prevaleció la opinión de que debía lograrse una declaración más expresiva en favor de las libertades galicanas.

La asamblea comenzó a agitar el tema. Se encargó la redacción de la tal declaración al insigne Bossuet, que en su interior era contrario a toda declaración solemne. Sin embargo, a él se debe la tristemente célebre Declaratio cleri gallicani de potestate ecclesiastica. Comprende los cuatro artículos siguientes:

1) A Pedro y sus sucesores, los vicarios de Cristo, y a la misma Iglesia se dio poder sobre las cosas espirituales y pertenecientes a la vida eterna, diciendo el Señor: Mi reino no es de este mundo. Por lo tanto, los reyes y príncipes en las cosas temporales no están sujetos por ordenación divina a potestad alguna eclesiástica, ni pueden ser depuestos por la Iglesia directa ni indirectamente por la potestad de las llaves, ni sus súbditos pueden ser eximidos de la fidelidad y obediencia ni absueltos del juramento de fidelidad, y debe ser defendida esta sentencia como necesaria a la pública tranquilidad, como útil no menos a la Iglesia que al Estado y como concorde con la palabra de Dios, la tradición de los Padres y el ejemplo de los santos.

2) La plenitud de poderes que la Sede Apostólica y los sucesores de San Pedro, vicarios de Jesucristo, tienen sobre las cosas espirituales, está limitada por los decretos del Concilio de Constanza sobre la autoridad de los concilios generales, decretos aprobados por la Sede Apostólica, confirmados por los romanos pontífices y por el uso de toda la Iglesia y guardados por la iglesia galicana con perpetua veneración, los cuales se contienen en la sesión quinta y sexta. Ni admite la iglesia galicana que se ponga en duda la autoridad de tales decretos o se tengan por menos aprobados, o que su vigor y fuerza se restrinja a sólo el tiempo del cisma.

3) De aquí que la práctica de la Sede Apostólica debe regirse por los cánones establecidos por el Espíritu de Dios y consagrados por la veneración de todo el mundo, y están en vigor las reglas, costumbres y estatutos del reino e iglesia de Francia y deben permanecer inconcusos los términos de nuestros padres. A la amplitud de la Sede Apostólica pertenece dar estabilidad propia a los estatutos y costumbres, confirmadas con el consentimiento de tan gran Sede y de las iglesias.

4) En las materias de fe, al Papa toca la parte principal, y sus decretos atañen a todas y cada una de las iglesias; pero su juicio no es irreformable sin el consentimiento de la Iglesia universal.

Los artículos fueron votados el 19 de marzo por los 72 miembros de la Asamblea Eclesiástica y registrados como ley del reino el 22 de marzo. El rey, por su parte, prescribió su enseñanza a todas las escuelas teológicas de Francia.

La Asamblea prosiguió la discusión del conflicto que el arzobispo de Toulouse tenía con el obispo de Pamiers. En esto llegó la respuesta que daba Roma a la carta de la asamblea sobre las regalías. En su Breve del 11 de abril, el Papa se lamentaba de que los obispos hubieran procedido contra su propio honor y conveniencias y expresaba su dolor con las palabras Fili matris meæ pugnaverunt contra me. Terminaba Inocencio XI anulando las concesiones de la asamblea y exhortando a los obispos a volver sobre sí retirando sus concesiones.

Con ceguedad increíble, la Asamblea continuó sus deliberaciones sobre Pamiers y Charonne, como si no hubiera recibido el Breve. El 6 de mayo dirigió una protesta ante el nuncio contra los Breves expedidos por la Santa Sede en estos asuntos, y remitió al Papa un escrito, en el que se daba cuenta de todo lo que se había realizado. En él se tributaban grandes elogios al rey de Francia, debelador de las herejías, protector de los pueblos y defensor de la Iglesia. Por lo cual la asamblea suplicaba al Santo Padre respetase los sagrados derechos del rey y las libertades de la iglesia de Francia.

Ventilados los puntos principales, el rey tuvo empeño en disolver cuanto antes la Asamblea, y así, ésta no tuvo tiempo de publicar una circular colectiva a todo el clero de Francia.

No se dio prisa Roma en responder a estos desmanes manifiestos de la asamblea del clero. En vez de esto, negó sistemáticamente su confirmación a los nuevos obispos presentados por el rey, y que habían tomado parte en aquellas deliberaciones. Por otra parte, prohibió una serie de obras que defendían las libertades galicanas, como la Historia de Noel Alexandre, las obras de Maimburg, la Historia del siglo XVII de Dupin… Con esto y con la resistencia de la Sorbona a admitir estos artículos y el clamoreo que en el mundo católico se levantó contra las audacias de Luis XIV, como las censuras del arzobispo de Gran y de otros obispos, particularmente húngaros, fue creándose, aun en la misma Francia, un descontento y malestar general, que hería al rey y a sus consejeros galicanos, a los juristas y obispos cortesanos.

Ante tales armas, Luis XIV se veía impotente. Los cortesanos aconsejaban al rey atropellar por todo. ¿No podría una asamblea del clero proceder a la elección y entronización de los nuevos obispos? Pero este paso precipitaría en el cisma a la iglesia de Francia, como lo temía todo el mundo católico, y eso no lo quería el Rey Cristianísimo.

5. Revocación del Edicto de Nantes. Para vencer la resistencia pasiva del Papa, resolvió el rey de Francia, primero, dar ante el mundo entero una muestra sonada de catolicismo, aboliendo el Edicto de Nantes, y como esto no bastara para ablandar al Papa, proseguir por el camino de las violencias.

El Edicto de Nantes, concediendo a los protestantes franceses igualdad de derechos con los católicos y ciertas ciudades libres, y la política condescendiente de la minoría de Luis XIII, acordándoles ciertas ciudades fuertes, creaba en Francia un Estado dentro de otro Estado. Richelieu, para forjar su monarquía absoluta, quiso acabar con el partido hugonote y esa situación anómala.

Por el Edicto de Nimes de 1629, después de la toma de la Rochela, suprimió las plazas fuertes de los hugonotes y la libertad de celebrar asambleas generales. Mazarino siguió la política de Richelieu. Luis XIV procedió todavía con más decisión. Convencido de que se imponía la unidad de religión en el reino, trató de devolver a Francia la unidad religiosa.

En este plan fue decisivo el influjo de madama Maintenon, desde 1675 aya de los hijos del rey y desde 1683 su esposa secreta. Así escribía triunfante en 1680 que el rey pensaba en la conversión de los hugonotes para dar a Francia una sola religión.

Es natural que este plan atrajera a todos los buenos católicos. Pero las primeras tentativas de conversión fracasaron, y muchos hugonotes emigraron. Entonces el rey entró por los planes de Colbert, de apoderarse de sus bienes. En 1681, Louvois ideó otro plan, de forzar a los hugonotes mediante las dragonadas, es decir, alojando los soldados en las casas de los hugonotes. De este modo, en nueve meses hizo desaparecer los hugonotes de Poitou.

En el verano de 1683 los hugonotes del Vivaras y del Delfinado se levantaron en armas, pero pronto la rebelión fue sofocada por la fuerza. La guerra con España les dio un año de tregua; pero inmediatamente Nicolás José Foucauld, intendente de Béarn, desarrolló el sistema de dragonadas, acuartelando sus tropas baldías en las casas de los hugonotes y cometiendo con ellos toda clase de violencias. El resultado fue que para el verano de 1685 no había en Béarn ni 400 calvinistas. Los mismos medios dieron idénticos resultados en Nimes, Montpellier y otros lugares.

Entonces Luis XIV, pretextando que el calvinismo había desaparecido, suprimió el famoso Edicto de Nantes. El edicto, preparado por Le Tellier, fue firmado por Luis XIV en Fontainebleau en octubre de 1685. El 22 del mismo mes lo registraba el Parlamento, con lo que pasaba a ser ley del reino.

Como fruto de esta política emigraron de Francia unos 70.000 hugonotes. Inocencio XI, con todos los buenos católicos del mundo y de Francia, si bien se alegraba de los conatos de conversión de los hugonotes y de los planes de unificación religiosa, no pudo menos de desaprobar la violencia empleada por Luis XIV y sus agentes.

Además, tampoco se fiaba de los planes de Luis XIV, que aquel mismo año de 1685 celebraba en París otra Asamblea del Clero, donde corrían aires de patriarcados franceses con Francisco Harlay, como en otro tiempo con Richelieu. No está claro si en la mente del rey estos planes eran máquinas de guerra contra el Papa, sin realidad ulterior, o verdaderos proyectos cismáticos.

6. La cuestión de las Franquicias. En 1687, un nuevo incidente, el llamado de las franquicias de las embajadas, vino a agravar la situación entre la Santa Sede y el rey de Francia. Por entonces las embajadas de los príncipes cristianos ante la Santa Sede, por una tolerancia abusiva, gozaban del derecho de asilo o de franquicias, no sólo la misma embajada, sino el barrio contiguo, lo cual era un semillero de desórdenes y aun de crímenes, que permanecían impunes. Inocencio XI quiso poner orden en sus Estados, y en especial en Roma, suprimiendo estas franquicias.

Todas las demás potencias estuvieron conformes con esta medida de buen orden del Pontífice. No fue fácil obtenerlo de algunas potencias, como España, pero al fin se consiguió.

Luis XIV no quiso imitarlas. «Dios —decía— le había puesto para servir de ejemplo a los demás, no para seguir sus ejemplos». Inopinadamente, el 30 de enero de 1687 moría el embajador francés, duque D’Estrées. El mismo día el Papa hizo saber a Luis XIV por medio del nuncio que no recibiría otro embajador sino a condición de someterse a la disposición sobre las franquicias.

En las negociaciones sobre el nuevo embajador, sobre todo con relación a las franquicias, se pasaron varios meses. El 31 de marzo fue designado el marqués Lavardin. El Papa nada opuso contra su persona, pero advirtió que sólo después de renunciar a las franquicias le admitiría. Y para manifestar más claramente su firme voluntad en este punto, por la Bula del 12 de mayo de 1687, anunció a todo el mundo abolidas las franquicias de las embajadas romanas: los contraventores caerían en las censuras de la Bula In Cœna Domini.

Al saber Luis XIV este hecho, mandó a Lavardin que inmediatamente partiera para Roma y se posesionara de todo el barrio de la embajada francesa, si bien no había de tolerar allí injusticia ni crimen ninguno. Lavardin llegó a Roma en noviembre de 1687, y con 200 soldados de escolta ocupó el palacio Famese.

Inocencio XI fulminó contra él la excomunión. Pero Lavardin, sin preocuparse por ello, fue a comulgar solemnemente a la Iglesia de San Luis de los Franceses. Entonces el Papa puso en entredicho la iglesia, y las cosas llegaron a tal tirantez, que el 16 de noviembre el Papa excomulgaba al rey.

La reacción francesa no se hizo esperar. El Parlamento decretó de nuevo la ocupación de Aviñón y del condado Venesino; el nuncio fue desterrado y conducido entre lanzas, y el 23 de enero de 1688, por medio del procurador general Talon, y después el 27 de septiembre, el rey mismo en un documento apeló a un concilio.

Todo este alboroto se estrelló contra la calma de Inocencio XI. Su sucesor, Alejandro VIII, continuó esta política, aunque con mano más suave. No rehusaba por principio confirmar a los obispos, sino que para confirmarlos exigía una declaración en que los elegidos asegurasen que cuanto habían afirmado en la asamblea de 1682 había sido una opinión particular.

Luis XIV se desesperaba. Para 1688 eran ya 35 las sedes vacantes de Francia, con el consiguiente descontento y perturbación de la paz y orden. Cuando el rey, asustado, pedía a Dios que tocase el corazón endurecido del Papa para que pusiese remedio a tantos males como aquejaban a la iglesia de Francia, Alejandro VIII, en vísperas de su muerte, creyó llegado el momento oportuno de proceder con energía y decisión; fue entonces cuando lanzó la condenación categórica de los Cuatro Artículos y de la extensión de las regalías por medio de la Bula, que salió a luz el 4 de agosto de 1690, Inter multiplices. Ya el rey había retirado en 1689 de Roma al impetuoso Lavardin, y en 1690 había devuelto Aviñón y el condado Venesino y renunciado a las franquicias de la embajada romana.

7. Triunfo del Papa. Inocencio XII cosechó el fruto de la conducta enérgica de sus predecesores. La opinión de Europa se había vuelto contra los desmanes de Luis XIV, el cual se iba ya prestando a un arreglo, aunque las tramitaciones duraron todavía algún tiempo. Por medio de dos cardenales franceses, dio en el consistorio del 9 de enero de 1692 al Papa Inocencio XII tranquilizadoras seguridades. Sólo se buscaba una forma suave de retirada.

Por su parte, los obispos que habían intervenido en la Asamblea de 1682 manifestaron al Papa su arrepentimiento. Su retractación decía así: «Profesamos y declaramos que estamos extremadamente pesarosos por lo que sucedió en la dicha asamblea, que disgustó soberanamente a Vuestra Santidad y a sus predecesores. Por lo tanto, somos de parecer y declaramos que se debe tener por no ordenado cuanto pudo ser dispuesto en aquella asamblea contra el poder eclesiástico y la autoridad pontificia».

El 14 de septiembre de 1693, el rey mismo escribía al Papa que había tomado las providencias oportunas para que quedasen sin efecto las disposiciones referentes a los Cuatro Artículos: «Tengo el gusto de comunicar a Vuestra Santidad que he dado las órdenes necesarias para que las cosas contenidas en mi edicto del 22 de marzo de 1682 tocantes a la declaración hecha por el clero de Francia, a que las pasadas circunstancias me habían obligado, no sean observadas».

La paz y concordia renacían. Sin embargo, no se retiró el registro de la declaración hecho por el Parlamento. A pesar de la victoria pontificia, los principios galicanos, sembrados en este período, seguían dominando en los espíritus.

En abril de 1695, un Edicto real regulaba la situación jurídica de las personas y cosas eclesiásticas en Francia, situación que había de durar hasta la Revolución francesa. Por dicho Edicto se concedía a la Iglesia el conocimiento de las causas concernientes a los sacramentos, votos religiosos, oficio divino, disciplina eclesiástica y otras puramente espirituales, así como las cosas concernientes a la doctrina y al reglamento de los honorarios eclesiásticos. Esto y sólo esto se permitía a la Iglesia.

LLORCA, GARCIA VILLOSLADA, MONTALBAN

HISTORIA DE LA IGLESIA CATÓLICA

Primer entrega:  LAS GRANDES HEREJÍAS ¿Qué es una herejía y cuál es la importancia histórica de ella?

Segunda entrega: La herejía en sus diferentes manifestaciones

Tercer entrega: Herejías durante el siglo IV. El Concilio de Constantinopla (381)

Cuarta entrega: Grandes cuestiones dogmáticas. San Agustín. Pelagianismo y semipelagianismo

Quinta entrega: El semipelagianismo

Sexta entrega: Monofisitismo y Eutiques.  San León Magno. Concilio cuarto ecuménico. Calcedonia (451)

 Séptima entrega: Lucha contra la heterodoxia.  Los monoteletas

 Octava entrega:  Segunda fase del monotelismo: 638-668

Novena entrega: La herejía y el cisma contra el culto de los íconos en oriente

Décima entrega: El error adopcionista

Undécima entrega: Gotescalco y las controversias de la predestinación

Duodécima entrega:  Las controversias eucarísticas del siglo IX al XI

Decimotercera entrega: El cisma de oriente

Decimocuarta entrega: El cisma de oriente (continuación)

Decimoquinta entrega: La lucha de la Iglesia contra el error y la herejía

Decimosexta entrega: Herejía de los Cátaros o Albigenses

Decimoséptima entrega: Otros herejes

Entrega especial (1era parte): La inquisición medieval

Entrega especial (2da parte): La inquisición medieval

Vigésima entrega: La edad nueva. El Wyclefismo

Vigésimo primera entrega:  El movimiento husita

Vigésimo segunda entrega: El movimiento husita (cont.)

Vigésimo tercera entrega:  El pontificado romano en lucha con el conciliarismo

Vigésimo cuarta entrega: Eugenio IV y el concilio de Basilea

Vigésimo quinta entrega: La edad nueva. El concilio de Ferrara-Florencia

Vigésimo sexta entrega: Desde el levantamiento de Lutero a la paz de Westfalia (1517-1648). Rebelión protestante y reforma católica

Vigésimo séptima entrega: Primer desarrollo del luteranismo. Procso y condenación de Lutero

Bula Exurge Domine

Bula Decet Romanum Pontificem

Vigésimo octava entrega: Desarrollo ulterior del movimiento luterano hasta la confesión de Augsburgo (1530)

Vigésimo novena entrega:  El luteranismo en pleno desarrollo hasta la paz de Ausgburgo 

Trigésima entrega: Causas del triunfo del protestantismo

Trigésimoprimera entrega:  Calvino. La iglesia reformada

Trigésimosegunda entrega: El cisma de Inglaterra. El anglicanismo

Trigésimotercera entrega: El cisma de Inglaterra. El anglicanismo (cont,)

Trigésimocuarta entrega: Movimientos heterodoxos y controversias. Los disidentes

 Trigésimoquinta entrega: Las sectas sismáticas orientales