LA ARMADURA DE DIOS
CARDENAL DON ISIDRO GOMÁ Y TOMÁS
ARZOBISPO DE TOLEDO — PRIMADO DE ESPAÑA
LA FAMILIA
CAPÍTULO VIII
II DERECHOS DE LOS HIJOS
Pudiera parecer excesivo dedicar un artículo a los derechos de los hijos, cuando ordinariamente no se consideran sino sus deberes. Pero indudablemente tienen derechos los hijos de familia, y no se los hemos de negar ni regatear.
Insinuemos no más los derechos correlativos de los deberes de los padres y que en capítulos anteriores hemos expuesto. Los hijos tienen derechos fundamentales a todo cuanto diga relación a su sostenimiento y desarrollo físico, intelectual y moral, según las condiciones de la familia en que hubieren nacido.
Por lo mismo, tiene el hijo, por ley de naturaleza, derecho a albergue, alimento y vestido a expensas de sus padres.
Lo tiene a las lecciones de la verdad y del bien, sin las que no pudiera lograr la perfección que a su ser corresponde.
Lo tiene, por lo mismo, a la inviolabilidad de su pensamiento y de su conciencia, que no pueden ser falseados ni torcidos por la autoridad de los padres, que no sería en este caso sino un abuso de libertad rayano en crimen.
Lo tiene a que los padres lo hagan un ciudadano útil, poniéndole en condiciones de entrar en el complicado engranaje de la vida social, siempre con honra y, a ser posible, con el provecho máximo para el hijo.
Nacido de padres cristianos, lo tienen, sobre todo, a la formación cristiana de su pensamiento y corazón, a ser conformados según Jesucristo, divino Modelo de todos los hombres, a no ser escandalizados, en ninguna forma, por los autores de sus días, a ser estimulados, con la exhortación y el ejemplo, a la práctica de las virtudes cristianas, en el orden personal, doméstico y social.
Pero hay unos derechos que se les han disputado a los hijos, en nombre de las doctrinas modernas más o menos socializantes, en lo relativo a los bienes materiales de la pertenencia de los padres.
El tema es interesante; en tesis, porque es cuestión de derecho natural que ha ejercitado los ingenios de filósofos y juristas; en el hecho de la vida, porque la cuestión de las sucesiones hereditarias es de importancia capitalísima, en el orden de las relaciones domésticas, y más tal vez por sus repercusiones en la misma vida social.
He aquí, claras y sencillas, las preguntas en que se concreta la cuestión.
¿Tienen los hijos derecho a la propiedad de sus padres?
¿Tiene el hijo primogénito derechos peculiares sobre los demás?
Bajo el aspecto doméstico y social, ¿cuál es el criterio preferible en lo tocante al reparto de la herencia paterna entre los hijos?
Indudablemente tienen los hijos derecho a la herencia paterna.
Hubo en el siglo pasado una escuela filosófico-económica que se los negó. La transmisión de los bienes paternos a los hijos, decían los sansimonianos, es el más inmoral de todos los privilegios, porque es el derecho de vivir sin trabajar, o de ser recompensado con exceso sobre el trabajo personal.
El trabajo acumulado, que no es otra cosa la propiedad, dicen los modernos socialistas, debe ser transferido a la sociedad, para el bien común.
Ni faltan quienes deriven el derecho de sucesión de los hijos, de la ley positiva que lo ha sancionado y regulado.
Nosotros decimos que los hijos tienen derecho natural a los bienes de sus padres, y este derecho se funda en el mismo hecho de la generación. Los hijos son prolongación de la vida de los padres: Murió su padre, y como si no hubiese muerto, porque deja en pos de sí un semejante suyo (Ecl., 30, 4); tan semejante, que es de su misma sangre, que le lleva a amar a aquella porción de su vida con un amor inmensamente superior al que debe a los demás semejantes. Pero el amor es dadivoso; transfiere al amado los bienes transmisibles, entre los que se cuentan los bienes de fortuna: por ello es que los hijos, de la misma manera que participaron, de por vida, de los bienes de los padres, tienen derecho, porque lo tienen a un especialísimo amor, a poseerlos a su muerte.
La herencia es, para los hijos, no sólo un derecho, sino una necesidad. «El derecho de propiedad que hemos reivindicado para el individuo, dice León XIII en su Encíclica sobre La condición de los obreros, es preciso transferirlo al hombre constituido cabeza de familia”.
Ni es esto bastante; al pasar este derecho a la sociedad doméstica, adquiere en ella tanta más fuerza cuanto mayor extensión recibe en ella la persona humana. La naturaleza impone al padre de familia el sagrado deber de nutrir y sostener a sus hijos. Ella va más lejos. Como los hijos reflejan la fisonomía del padre y son como una prolongación de su persona, la naturaleza le inspira que se preocupe de su porvenir y que les procure un patrimonio que les ayude, en el peligroso trayecto de la vida, a defenderse de las sorpresas de la mala fortuna.
Este derecho de los hijos, fundado en el natural amor de los padres, es un estímulo poderoso para acrecer la pública riqueza. Porque tal es la naturaleza del hombre que, fuera del estímulo inmediato de la necesidad que apremia, no trabaja sino para acrecer su propiedad.
El derecho de sucesión, se ha dicho con razón, transforma, purifica y ennoblece esta tendencia egoísta y la pone al servicio desinteresado de la colectividad.
Así viene la herencia a ser una poderosa causa de progreso y riqueza, no solamente para la familia, sino para toda la sociedad. Suprimirla, debilitarla, desviarla, es fomentar en un pueblo la pereza y el despilfarro.
¿Fúndase este derecho en la ley natural? Hay autores que lo niegan. Cuanto a mí, dice Taparelli, confieso que jamás he podido abrazar una opinión contra la cual parecen protestar reciamente el consentimiento universal de los pueblos y la afección paternal.
Pero, sin valemos de estas pruebas extrínsecas, nos dará la razón sólidos argumentos. El padre debe, por decirlo así, transmitir a sus hijos su existencia propia; debe dejar después de sí sucesores que, como él, cumplan los designios de Dios sobre la humanidad; por lo mismo, debe esforzarse en conservarles esta existencia con todas las condiciones en que él mismo ha vivido. Para el padre, es una obligación querer para sus hijos, de una manera especialísima, los bienes que él se desea a sí mismo. Este amor de los hijos es algo menor en intensidad, pero, en cuanto a la tendencia, es semejante al que el padre se tiene a sí mismo, porque los hijos forman con el padre una unidad natural, y el padre debe procurar para sus hijos el bien que se procura a sí mismo. Por consiguiente el derecho de los hijos a la herencia de sus padres es un derecho natural; porque es la misma naturaleza la que da al padre, junto con una superioridad real, el medio de dar una sanción eficaz a las leyes domésticas, y obtener de los hijos rebeldes el respeto y la obediencia (Saggio, 7, 2, 1524).
Los códigos de todas las naciones reconocen a los hijos el derecho de herencia, en mayor o menor grado. Es una consagración legal del derecho que la naturaleza les concede.
Salvados estos derechos, puede el padre disponer según su beneplácito de los bienes de su propiedad. Y aun puede despojar a los hijos díscolos de su derecho, desheredándolos, cuando la ley del amor en que se funda el derecho de herencia hubiese asido conculcada por el mal hijo en alguna de las formas prevenidas por la ley.
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Otra cuestión: ¿Tiene el primogénito derechos peculiares sobre los demás hijos? Por derecho natural, no.
No faltan, con todo, quienes funden en la misma naturaleza el derecho de mayorazgo, por cuanto, dicen, al venir al mundo los hijos posteriores encuentran ya en posesión de su herencia al hijo mayor.
Falsa razón, por cuanto el derecho y el hecho de la propiedad corresponden totalmente al padre mientras no lo traspase a sus hijos. El padre, por el hecho de ser padre, lo es igualmente de tolos ellos; a todos debe querer con igual amor; todos son en la misma medida prolongación del ser del padre; a todos debe proveer en la misma forma, hasta llevarlos a la perfección. Es por ello que si el padre muere intestado, por natural presunción de su voluntad, fundada en estas razones, todos los hijos le suceden en la misma cuantía de herencia.
Pero el padre no sólo es tal, sino que es el jefe de una familia. Bajo este aspecto, por sobre las conveniencias de cada uno de sus hijos —mayormente si en ello se conjuga el mismo interés social—, puede y debe el padre mirar por la prosperidad de la familia de la que es cabeza; y si el bien de la familia, y el mismo bien de la sociedad de la que es el primer elemento, reclaman la institución de un derecho de primogenitura, sin duda podrá el padre fundarlo en favor del mayorazgo, que es lo más natural, o en favor de quien mejor pueda substituirle en sus funciones de jefe de la familia, en casos excepcionales. Este parece ser el mejor fundamento del derecho de primogenitura.
El hecho de que el hijo mayor sea el primero en cumplir sus deberes para con los padres y hasta en proteger a sus hermanos menores, son razones de más que autorizan la institución del derecho de mayorazgo.
Este no arranca, pues, del fondo de la naturaleza, sino que es más bien un derecho que para el hijo mayor pueden reclamar conveniencias más altas que las del mismo hijo favorecido. Por ello es la ley positiva la que, según estas conveniencias de orden general, suele regular los derechos sucesorales de los hijos.
De aquí brota una tercera cuestión: ¿Qué es más conforme a derecho natural, la institución de mayorazgo o el reparto de la herencia de los padres, por partes iguales, a todos los hijos?
Confesemos la dificultad de una respuesta categórica.
En derecho, ambos sistemas de herencia tienen sus fautores y adversarios; ambos tienen poderosas razones en pro y en contra.
En el hecho de la historia y de las legislaciones modernas, ora se tiende al fraccionamiento de la herencia, ora a su casi íntegra conservación.
Razones en pro de la igualdad de derechos hereditarios.
Todos los hijos son iguales para el amor de los padres, dicen: la institución del mayorazgo es odiosa, porque mayor herencia supone mayor amor. —La división de la herencia, añaden, importa la intensificación del trabajo y el acrecimiento de la riqueza pública, porque la menor riqueza es estímulo para lograrla mayor.
—Por contraria razón, las grandes herencias propenden a la formación de castas y a un monopolio siempre perjudicial a la pública riqueza. —El feudalismo, con sus abusos, no fue más que una institución de mayorazgos en grande escala, que dividió la Europa en castas de señores y parias.
En cambio, los partidarios de la institución de mayorazgos alegan estas razones.
La ruina de la riqueza pública está en la división excesiva de las herencias, que no pueden rendir lo suficiente a sus dueños y que no pueden ser gravadas con tributos, con daño del público bienestar. —Donde se pulveriza la propiedad, sufre enorme daño la natalidad; porque los padres se resisten a la división de sus fundos, y optan por reducir el número de sus hijos.
—La forzosa división de la herencia hace a los hijos ociosos y pródigos, por la seguridad de la porción que les toque.
—Ello afloja los vínculos de la familia, porque queda deshecha la casa paterna y los hijos se dispersan para no acordarse de ella.
—Dios, al dar la constitución política a su pueblo, la dio una forma esencialmente familiar, sentándola sobre los derechos de primogenitura.
¿Qué razones preponderan? Pese a la tendencia igualitaria de los sistemas políticos modernos, creemos que, no obstante los múltiples abusos a que da lugar la institución de mayorazgos, debe ésta prevalecer sobre la división sistemática y por igual de la herencia paterna.
Cierto que ello coloca en un plano de inferioridad a los hijos segundones; que quizás el mayorazgo podrá aún acrecer su herencia con las rentas y el trabajo de sus hermanos; que el egoísmo de unos y otros puede ser fuente de interminables querellas; que el advenimiento de elementos advenedizos a la familia, por el entronque del mayorazgo con otra, podrá complicar más la situación moral y económica de los demás hermanos.
Pero, aparte de que la previsión de los padres, la prudente dotación de todos los hijos, y sobre todo el espíritu de amor cristiano en que debe moverse todo lo de la familia, podrán aminorar, si no evitar las disensiones, creemos que la institución de mayorazgos que, con la principal porción de los bienes paternos, perpetúen las costumbres, las tradiciones, el «aire», el espíritu de la familia, es un gran bien para la misma familia y para la sociedad.
La familia es por naturaleza tradicional; es sociedad que tiende a la concentración y a la perdurabilidad, porque es sociedad de amor que quiere perpetuarse. Al convivir los individuos de una familia, brotan en ella espontáneamente actos característicos, que se convertirán en costumbres peculiares de la casa, que se incrustarán en ella con la adherencia propia de lo que se quiere como cosa personal.
Los mismos hechos de la vida social, de todo orden, al penetrar en el recinto de la familia, adquirirán un matiz propio de ella, engrosando el caudal de las tradiciones domésticas. Cuando la familia viva en su casa, y de sus propios bienes, llegará a formar como un pequeño reino, inconfundible con cualquier otro, que crecerá y se agrandará y se depurará a sí mismo en el orden moral y que podrá pasar en el tiempo, sin menoscabo del tesoro de bienes y tradiciones acumulado por todos, los límites de varias generaciones.
Las hemos visto en nuestro país estas familias, en las que conviven del bisabuelo al biznieto, y en que los viejos han vaciado en la casa la memoria y la vida cargadas de los hechos y tradiciones de los mayores.
Así se conserva el espíritu de familia. Atadas unas familias a otras, enlazadas por numerosos matrimonios las más afines, son el puntal más firme de las buenas costumbres, de la fe, del patriotismo, de la honradez sin tacha, en pueblos y comarcas enteras. Porque en los buenos tiempos de estas grandes familias, los hijos salidos de la casa solariega solían encontrar en ella albergue y amparo en las luchas de la vida; y si la tenían próspera, iban a remozar en ella, en días de fiesta o duelo, la memoria de las cosas vividas, para trasplantarlas a los hogares nuevos que formaron y que se convertirán a su vez en otros núcleos de vida tradicional.
La división múltiple de la herencia importa la pulverización material de la familia: ella avenía el tesoro de las tradiciones, y ahoga el viejo espíritu de una casa que no ha podido ver más tiempo que el de una generación.
No es menor la ruina material, sobre todo en la forma moderna de la riqueza. Una fábrica o un negocio no se dividen. Una liquidación más o menos forzosa, por apremios de la división de herencia, puede equivaler a un desastre económico, como puede ser avispero de rencores fratricidas.
La tierra, al fraccionarse demasiado, pierde su valor productivo y tributario, repercutiendo esta descotización en la economía nacional. Si el pan es breve y ancha la conciencia, vendrá fatalmente la reducción de la natalidad; y acabará hecho astillas lo que pudo ser árbol secular, de donde brotara copiosa la vida de nuevos vástagos.
Es por ello que, admitiendo la igualdad radical de todos los hijos en orden a sus derechos fundamentales, juzgamos más útil al espíritu de familia y a los intereses sociales el reconocimiento de los derechos del mayorazgo, en quien quede como vinculada la vida y la historia de la familia, como cumpla religiosamente con las cargas impuestas a su herencia por una sabia disposición testamentaria de los padres en favor de sus hermanos, quienes deberán hallar en el primogénito y en su hogar el recuerdo y el hecho de una paternidad que fue para todos manantial de bienestar en todos los órdenes.
Tienen los hijos, por fin, un derecho personal e inalienable: es el de disponer de sí mismos en orden al estado de vida que deberán elegir. La materia es grave y le dedicaremos otro capítulo más adelante.