LA SAGRADA LITURGIA: ELEMENTOS LITÚRGICOS

Conservando los restos

ELEMENTOS LITÚRGICOS
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La ignorancia de la Liturgia es una de las causas de la ignorancia de la Religión”

EL AÑO LITÚRGICO

EL CICLO TEMPORAL O CRISTOLÓGICO

EL CICLO DE PASCUA

(Preparación, celebración y prolongación del misterio de la Redención)

LA PASCUA DE LA RESURRECCIÓN

(Celebración festiva de la Redención)

1. La Pascua judía

El nombre de Pascua deriva de la palabra hebrea Phase o Phazahah, y significa “paso” o “tránsito”, o más propiamente “salto”.

El objeto principal de la Pascua judía fue conmemorar el “paso” del Ángel exterminador por las casas de los egipcios, matando a sus primogénitos; pasando por alto, o “saltando”, y perdonando a los de los hebreos.

Refiriéndose a este “paso” del Ángel exterminador, dice el texto bíblico: Llamó Moisés a todos los ancianos de Israel, y díjoles: Id y tomad el animal por vuestras familias, e inmolad la Pascua, etc.

Al propio tiempo que conmemora el paso del Ángel exterminador por las casas de los egipcios, la Pascua judía les recordaba a los hebreos la comida del Cordero, y el insigne beneficio de haber sido ellos librados de la esclavitud, “pasando” a pie enjuto el mar Rojo.

Este Cordero es el animal que en el versículo del Éxodo, antes citado, les mandaba Moisés tomar a los hebreos, por familias, e inmolarlo para celebrar la Pascua, o “paso” del Ángel. De él habla minuciosamente el Éxodo en el capítulo XII.

Tales eran, en resumen, las ceremonias de la Pascua judía, y tales los sucesos que con ella conmemoraban.

Todo en ella era figura de la Pascua cristiana. El Cordero pascual, especialmente, era una imagen tan viva y tan perfecta de Jesucristo, que los mismos Apóstoles la hicieron resaltar en sus escritos.

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2. La Pascua cristiana

La Pascua cristiana, de la que la judía, como hemos ya dicho, era una mera figura, fue establecida, en los tiempos apostólicos, para conmemorar la Pasión y Resurrección de Nuestro Señor.

Tiene por objeto celebrar el gran acontecimiento de la Resurrección de Jesucristo, que fue un “tránsito” glorioso de la muerte a la vida, después de haber pasado por el mar Rojo de la sangrienta Pasión.

La Pascua judía celebrábase el 14 del primer mes judío (Nisán), día y mes que Jesucristo fue inmolado en la Cruz. Está demostrado que la muerte del Señor acaeció en viernes: el Viernes Santo, que nosotros festejamos.

Desde el principio se suscitó entre los cristianos, a este respecto, una controversia, la “controversia pascual”, que tuvo su resonancia en todas las Iglesias. Disputábase entre ellas acerca del día en que debía celebrarse la Pascua.

Las Iglesias de Asia fijaban la data de la Pascua, a la usanza judía, el 14 de Nisán, fuese cual fuese aquél el día de la semana; mientras Roma, y con ella casi todo el Occidente, la retardaba al domingo siguiente, precisamente para no coincidir con los judíos.

De esta suerte, la Pascua era, para los unos, el aniversario de la Muerte del Señor, y para los otros, de su Resurrección. La cristiandad estaba, pues, frente a un grave conflicto litúrgico. Unos y otros invocaban en su favor la autoridad y la tradición apostólica: los asiáticos, la de San Felipe y San Juan, que vivieron y murieron entre ellos; los romanos, la de San Pedro.

¿Cuál de ellos triunfará? Entre el Papa Aniceto (157-168) y San Policarpo, obispo de Esmirna, se plantea abiertamente la cuestión; pero nada se resuelve. El Papa Víctor I (190-198), la vuelve a encarar con ánimo de zanjarla, y, al efecto, invita a todas las Iglesias de Oriente y de Occidente a reunirse en sínodos para deliberar, y convienen celebrar la Pascua en domingo, práctica que definitivamente quedó consagrada en el concilio de Nicea.

Pero si todas las Iglesias de la cristiandad estaban ya de acuerdo en celebrar la Pascua, no ya el 14 de Nisán, como los judíos, sino en un domingo; faltaba todavía fijar para siempre el tal domingo, ya que de eso dependía todo el ciclo litúrgico anual.

Después de muchos y difíciles estudios y de tantear, durante largos años, los diversos sistemas astronómicos en uso, para concordar en lo posible los años solares y lunares; por fin, la Iglesia romana fijó definitivamente la celebración de la Pascual el domingo siguiente a la luna llena del equinoccio de primavera, o del 21 de marzo, pudiendo por lo tanto, oscilar la fiesta entre el 22 de marzo y el 25 de abril.

La data de la Pascua es, en el calendario actual de la Iglesia, la más importante de todo el año, pues regula todas las fiestas movibles, influyendo en los períodos litúrgicos que la preceden y la siguen. Es ella la fiesta movible por excelencia, y lo es porque se rige por la edad de la luna, mientras las fiestas fijas siguen el cómputo solar.

3. La solemnidad pascual

Los oficios pascuales propiamente dichos, preludian el Sábado Santo, con la Bendición del fuego y todo lo demás, que, originariamente, correspondía a la noche de ese día y a la madrugada del domingo; pero la Pascua verdadera comienza con la Resurrección de Jesucristo, en la aurora del domingo. He aquí cómo la anuncia al mundo católico el Martirologio Romano:

En este día que hizo el Señor, celebramos la Solemnidad de las solemnidades, y nuestra PASCUA, es decir: La Resurrección de Nuestro Salvador Jesucristo, según la carne.

En el Breviario romano, los Maitines de Pascua son los más cortos del año, debido a que los eclesiásticos habían pasado en vela toda la noche del sábado con los oficios bautismales, y a que era de rigor colocar los Laudes al rayar el alba, para con ellos saludar la Resurrección.

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En la Edad Media, estuvo muy en boga la costumbre de representar dramáticamente en los templos la escena de la Resurrección, inmediatamente después de los Maitines y antes de Laudes. Con variantes locales, el drama litúrgico reducíase a lo siguiente: El clero y los fieles iban en procesión, con cirios encendidos en las manos, y, a veces, con incienso y aromas, a un cierto lugar del templo en que se había instalado un Sepulcro imaginario. Allí esperaban varios clérigos vestidos de albas, representando a las tres Marías y a los Apóstoles San Pedro y San Juan, a los que asociaban los niños del coro, personificando a los Ángeles mensajeros de la Resurrección.

Al acercarse al sepulcro, los Ángeles preguntaban, cantando, a las Marías: Quem quaéritis in Sepulchro? – ¿A quién buscáis en el Sepulcro?

Y respondían ellas: Jesum Nazarenum. – A Jesús Nazareno.

Contestándoles los Ángeles: Surrexit; non est hic. – Ha resucitado; no está aquí.

Y levantando el velo o sudario que cubría el Sepulcro imaginario, los Ángeles se lo mostraban vacío a las Marías y a toda la concurrencia. Inmediatamente, se entablaba entre ellos el gracioso diálogo de la Secuencia de la Misa de Pascua Victimæ paschali laudes, terminando el acto con el Te Deum.

En algunas iglesias, en la Capilla llamada del Santo Sepulcro, y cubierto con el Sudario, se ocultaba desde el Jueves Santo el Santísimo. Sacramento; y hecha toda esa triunfante representación escénica, se le descubría, y se le llevaba en procesión por el interior del templo, para festejar así la victoria de la Resurrección.

En otras iglesias se celebraba el desentierro del aleluya, como un complemento de la ceremonia del entierro realizada la víspera de Septuagésima; cuya aparición se saludaba con cánticos de regocijos.

Seguramente es un vestigio de estos antiguos usos populares la típica procesión que en algunos países se celebra actualmente todavía en la mañana de Pascua, para representar el encuentro de Jesús con la Virgen su Madre, y los mutuos saludos de parabienes que se dirigen por boca de algunos de los concurrentes.

a. La Misa

La liturgia de la Misa de Pascua como toda la de este día, tanto en su parte textual como melódica, es un desbordamiento de gozo por el triunfo insuperable de la Resurrección.

En Roma, la estación y la Misa papal celebrábanse en la basílica de Santa María la Mayor. Era lógico que la primera visita y los primeros honores pascuales se le reservaran a la Madre de Dios, a quien también su Hijo visitaría antes que a nadie, para hacerla participante del triunfo de la Resurrección.

La pieza típica, en la Misa, es la prosa Victimæ Paschali, que le sirve de Secuencia y que dramatiza el hecho de la Resurrección.

Esta Secuencia se ha atribuido a Wipo († 1050), capellán en la corte de Conrado II y de Enrique III. En el texto del Misal se ha suprimido, no sabemos por qué, toda la quinta estrofa, que corresponde a los cantores y que dice:

Credendum est magis soli Mariæ veraci

Quam judeorum turbæ fallaci.

Hay que creer más al solo testimonio de María

Que al falaz de todo el pueblo judío.

En muchas iglesias benedictinas (y, en algunos países, en otras que no lo son) al Ofertorio de la Misa se bendicen los huevos pascuales, como en el Sábado Santo se bendijo el Cordero pascual.

Ambos ritos atestiguan la fe y exquisita piedad de los antiguos cristianos, quienes, así como se habían abstenido por obedecer a la Iglesia, durante toda la Cuaresma, de carnes, huevos y otros manjares regalados, se resistían a volver a usarlos sin antes presentarlos a la bendición de la misma Iglesia, su Madre amantísima. Para expresar que con la bendición pierden los huevos su ser y hasta su aspecto vulgar, se acostumbra a pintarlos de colores y a decorarlos con aleluyas y emblemas alusivos a la Resurrección.

b. Las Vísperas

Las Vísperas de Pascua no ofrecen hoy notabilidad alguna, pero en los ocho primeros siglos de la Iglesia constituían para el pueblo cristiano un verdadero acontecimiento litúrgico. Por la mañana, había ocupado la atención de todos el hecho primordial de la Resurrección; en cambio, por la tarde, eran los neófitos los héroes de la fiesta.

Vestidos ellos de blanco y rodeados de toda la asamblea de los fieles, asistían a las Vísperas, que, en Roma, celebraba el Papa con toda la pompa pontifical.

Terminado el tercer salmo, organizábase una brillante procesión para conducir a los neófitos al baptisterio en que, la noche anterior, habían sido solemnemente bautizados.

Encabezaba la procesión el Cirio pascual, tras del cual iba un diácono con el vaso del Santo Crisma, y, en pos de él, la Cruz mayor acompañada de siete acólitos con siete candeleros de oro, que representaban los del Apocalipsis. Seguían el clero y el Pontífice, y, por fin, los neófitos de dos en dos, y todos los demás asistentes.

Colocados los neófitos en derredor de la piscina, el prelado incensaba las aguas bautismales, mientras la asamblea continuaba cantando los demás salmos y antífonas de Vísperas.

De regreso a la basílica, los neófitos se estacionaban debajo del Crucifijo que se elevaba en el arco triunfal, para rendir homenaje al divino Libertador.

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4. Usos y costumbres antiguos

Además de las representaciones escénicas y ritos litúrgicos, como la bendición de los huevos, a que hemos aludido, los ceremoniales y tratados de liturgia medioevales reseñan algunos usos y costumbres pascuales, que nos place desenterrar para solaz de los cristianos ilustrados.

a. Habiendo sido el tiempo de Cuaresma días de austeridades y privaciones, así para los templos materiales como para los espirituales, que somos nosotros; parecía lógico que, al llegar la Pascua, uno y otros se aliñasen y adornasen como para semejante fiesta.

Al efecto, acostumbrábase con ese motivo a tomar baños, a arreglarse las barbas, las tonsuras y el peinado, y a vestirse con trajes de color, preferentemente blancas, para así estimularse mutuamente a la limpieza interior, y a la vez contribuir al mayor esplendor de la Solemnidad.

El templo material, por su parte, hacía gala en esta fiesta de sus mejores ropas y adornos, ora en los paños murales, cubriéndolos con cortinas y tapices de seda; ora en las sillerías del coro, aforrando con ricos tapetes de colores los respaldos y reclinatorios; ora en los altares, aderezándolos con candeleros y relicarios de oro o de plata, con estuches para textos del Evangelio, etc.

b. El día de Pascua era el día clásico para la Comunión pascual, y, para acercarse libres de rencores a la mesa eucarística, estaba en uso darse antes los cristianos el ósculo de paz, el cual servía a la vez para anunciarse y felicitarse efusivamente las nuevas Pascuas.

La ceremonia se verificaba, ora después de Maitines, ora en el momento de las representaciones dramáticas, ora al principio de la Misa. El que daba el ósculo decía entre tanto: Resurrexit Dominus, “el Señor ha resucitado”; y el que lo recibía le contestaba: Deo gratias, “a Dios gracias”.

La liturgia griega ponía en labios de los fieles, augurios como éstos: Esta es la Pascua felicísima, la Pascua del Señor, la Pascua santísima. Abracémonos mutuamente con alegría, ya que ella ha venido a remediar nuestra tristeza… Es hoy el día de la Resurrección; resplandezcamos de gozo, abracémonos, llamemos hermanos aun a los que nos odian, depongamos toda clase de resentimientos en atención a la Resurrección del Señor…

c. En algunos países, los buenos cristianos no sólo no se animaban a reanudar el día de Pascua la comida de carnes y huevos sin el beneplácito de la Iglesia, pero ni siquiera a probar ningún otro manjar sin la bendición del sacerdote.

A ese fin, llevaba cada familia al atrio o vestíbulo del templo los comestibles necesarios, que el sacerdote bendecía solemnemente, revestido de ornamentos y con Cruz alzada. Cumplida la bendición, era usanza, practicada ya en el Antiguo Testamento, que el sacerdote se reservara el alimento necesario para aquel día.

En este mismo orden de cosas, era también costumbre tener en las iglesias cierta provisión de pan y vino, para dar a los hombres que comulgaban aquel día —que eran los más—, un “bocado de pan y un cortadillo de vino”, según la expresión de la Regla de San Benito, de donde tomó origen la costumbre. El objeto era precaver los desvanecimientos de los comulgantes débiles y los consiguientes peligros de profanar las sagradas especies.

d. Siendo la Pascua de Resurrección la verdadera fiesta de la libertad cristiana, ya que en ella nos rescató Jesucristo del ominoso yugo de Satanás y del pecado, otra de las costumbres pascuales era abrir, durante la semana, las puertas de las cárceles y presidios de toda especie, para que los cautivos participaran libremente del común gozo de la sociedad. Otro tanto practicaban los amos con sus siervos y esclavos y con los criados en general.

Es interesante oír cómo aquellos amos razonaban al otorgarles esta libertad pasajera: “Dárnosles —decían— a nuestros siervos y criados y a los pastores de nuestros rebaños y a toda nuestra servidumbre, unos días de asueto y de libertad, para que puedan desahogada y tranquilamente asistir a los divinos Oficios, y comulgar”.

Asimismo hacíaseles inhumano a los acreedores exigir el pago de las deudas, ya que en días de Pascua todas las cosas decíanse ser a todos comunes.

5. La infraoctava de Pascua

La Fiesta de Pascua tiene hoy una Octava privilegiada, de primera clase, con oficios y misas propios, compuestos de textos alusivos a la gloria de la Resurrección y al Bautismo de los nuevos neófitos.

En realidad la octava entera no es más que la continuación y prolongación del mismo día de Pascua, como muy bien lo indican el Prefacio, el Gradual y el Versículo Hæc Dies tantas veces repetidos durante la semana.

Antiguamente toda la Octava era fiesta de precepto para todos. Ni los comercios, ni las boticas, ni almacenes permitían abrirse si no era para surtirse de lo indispensable para la vida. Andando el tiempo, se les concedió a los hombres ir al campo los tres días últimos, para las labores más urgentes. Hasta hace muy poco, en algunos países; se observaban como feriados el lunes y el martes; luego, solamente el lunes; hasta que, al fin, el precepto se ha limitado al domingo.

Los neófitos asistían diariamente a la Misa cantada y a las Vísperas, vestidos de los trajes blancos que recibieron el día de su bautismo, y con la vela bautismal. Toda la liturgia de la semana tendía a confirmarlos más y más en la fe y a incitarlos a una vida del todo nueva y fervorosa; de modo que los divinos oficios venían a resultar para ellos y para los que los acompañaban como un catecismo de perseverancia.

Todas las tardes, después del tercer salmo de Vísperas, se dirigían, en la misma forma que lo hicieran el día de Pascua, al baptisterio presididos por el clero y por el Cirio pascual, para hacer los honores a la Pila bautismal. Las calles y las plazas de Roma ofrecían todos los días el encantador y emocionante espectáculo de una nutrida procesión de fieles y de neófitos que se dirigía, por la mañana, a la basílica “estacional” para la Misa solemne, y, por la tarde, a otra basílica para las Vísperas, y luego al baptisterio de Letrán.

6. El Sábado “In albis”

El día más interesante de la semana era el sábado, llamado in albis deponendis, porque en él debían despojarse los neófitos de los trajes blancos del bautismo, para mezclarse ya con los demás fieles. La Iglesia habíase prendado de su inocencia, y al despedirlos, hacíalo con regaladas expresiones de ternura, de las que todavía se percibe el eco en la misa y oficio del día.

La Misa se celebraba en San Juan de Letrán. Por la tarde acudían allí mismo todos los neófitos con sus padrinos y madrinas, para la solemne deposición de sus trajes bautismales. Antes de darles orden de despojarse de sus vestiduras blancas, el Pontífice dirigíales una conmovedora exhortación de despedida, encareciéndoles sobremanera la guarda de la inocencia bautismal, gracia que pedía a Dios para ellos con una bellísima oración.

7. Los “Agnus Dei”

El acto final de esta ceremonia y de la Octava pascual, era la entrega a los neófitos del Agnus Dei, reliquia que ya en la Misa había sido distribuida por el Papa a los Cardenales y dignatarios eclesiásticos, y después de ella, al clero y a los fieles asistentes.

Eran los Agnus Dei unos medallones hechos con la cera sobrante del Cirio pascual del año anterior, bendecidos y ungidos con el Santo Crisma por el Papa, y marcados con la efigie del Cordero, símbolo el más expresivo de Jesucristo, Redentor y Salvador del mundo.

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Los rituales del siglo XIV describían así la ceremonia de la distribución:

Durante el canto del Agnus Dei, el Papa distribuye los Agnus Dei de cera a los cardenales y a los prelados, colocándoselos en sus mitras. Una vez terminado el Santo Sacrificio, van todos al triclinio y se sientan a comer, y, entre tanto, preséntase un acólito con una bandeja de plata llena de Agnus Dei, y le dice: “Señor, éstos son los tiernos corderillos que nos han anunciado el Aleluya; acaban de salir de las fuentes, y están radiantes de claridad, aleluya”. El clérigo avanza entonces al medio de la sala, y repite el mismo anuncio; luego se acerca más al Pontífice, y, en tono más agudo, repítele por tercera vez y con mayor encarecimiento su mensaje, depositando, por fin, la bandeja sobre la mesa papal. El Papa entonces distribuye los Agnus Dei a sus familiares, a los sacerdotes, a los capellanes, a los acólitos, y envía algunos como regalo a los soberanos católicos.

En realidad, esos “tiernos corderillos” recién salidos de la fuente bautismal y anunciando los regocijos pascuales, eran los neófitos, objeto aquella semana, y especialmente aquel día, de las complacencias del augusto Pastor y de todo el pueblo cristiano.

El origen de los Agnus Dei no se remonta más allá del siglo IX. Actualmente, siguiendo un ceremonial del siglo XVI, lo bendice el Papa solemnemente, al principio de su pontificado, y luego cada cinco años; pero existe otra fórmula privada con la cual acostumbra a bendecirlos cuando se han agotado, o en cualquiera otra circunstancia que lo estime conveniente.

Su tamaño oscila entre 3 y 23 centímetros, y asimismo el tamaño de la imagen. Ésta representa al Cordero acostado sobre el libro cerrado con siete sellos, nimbado con la cruz, y ostentando la bandera de la Resurrección. A su alrededor va escrita la leyenda: Ecce Agnus Dei, etc. En el reverso suele representarse uno o varios Santos, y allí mismo, o en el anverso, se graba el nombre del Papa reinante.

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Por la bendición y unciones que se les aplican, los Agnus Dei son considerados como reliquias sagradas, las que en algunas iglesias, como en las benedictinas, se exponen en el altar mayor, el Sábado “in albis”.

EL TIEMPO PASCUAL

(Celebración festiva de la Redención)

1. El panorama pascual

Terminada la Fiesta de Pascua con la nona del Sábado “in albis”, se abre en el Ciclo Litúrgico un bello y risueño panorama, que contrasta fuertemente con el austero y sombrío que hemos dejado del otro lado de la Pascua.

Lo forman las semanas comprendidas entre aquella fecha y el domingo de la Santísima Trinidad, abarcando, por lo tanto, la conmemoración solemne de los misterios gloriosos de la Resurrección y la Ascensión del Señor, y el Advenimiento del Espíritu Santo. Es lo que, en lenguaje litúrgico, se llama Tiempo Pascual.

La Santa Cuaresma, con su preámbulo de Septuagésima y su epílogo de Pasión y Semana Santa, semejan una serie de colinas, no muy altas, pero ásperas, que conducen a otra más empinada y amenísima, y en cuyo itinerario el caminante cada día se siente más afectado por los ayunos y privaciones de diverso género, y usa de lenguaje y de cánticos más lastimeros, si bien muy consoladores.

El arribo a la cumbre de la montaña, que es la Pascua, provoca en él explosiones de júbilo; despójase del luto que llevaba y se viste de blanco; suspende las penitencias y se entretiene allí ocho días en continua fiesta.

Cuando, al terminar la Octava pascual, se prepara el cristiano a reanudar el viaje litúrgico, descúbrese a su vista un panorama bellísimo, de valles ondulantes tapizados de flores y plantas aromáticas y orlados de variedad de árboles, donde juegan y cantan las aves. Tal aparece, bien estudiado y bien vivido, el tiempo pascual, con sus cincuenta días bien completos y su liturgia triunfante.

El misterio de la Resurrección ocupa casi cinco semanas de esta temporada. En ellas aparece el Divino Resucitado tratando familiarmente con sus discípulos y organizando la Iglesia, que ha de ser la continuadora de su obra restauradora. Los Evangelios, Epístolas y demás textos de las Misas y de los Oficios, ponen a los sacerdotes y a los fieles en íntimo contacto con la persona de Jesucristo, a quien, sin necesidad de palparlo, como Santo Tomás, lo creen y adoran y casi lo sienten realmente resucitado y glorioso.

Por eso son estas semanas de desbordante alegría, como bien se advierte en los cantos y en todo el conjunto de la liturgia, y asimismo lo son de renovación y remozamiento espiritual.

Para manifestar esta alegría y triunfo de la Resurrección, la Iglesia viste de gala a los altares y a los ministros con ornamentos blancos o encarnados, según las festividades; entona himnos heroicos, entremezclándolos con jubilosos e incesantes aleluyas; suspende los ayunos y las penitencias y todas las manifestaciones de dolor; y luce en el presbiterio un cirio gigantesco, el cirio pascual, imagen de Jesucristo resucitado y radiante de gloria.

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Con todo esto, el templo asume un aspecto como de antecámara del cielo, y los oficios litúrgicos celebrados en ese ambiente semejan preludios de las fiestas eternales, cuyos goces purísimos parécenos gustar por anticipado.

Esta ansia de renovación espiritual bulle en todos los textos y en todos los ritos pascuales, empezando por los del Sábado Santo al crear para el culto pascual: fuego, luz e incienso nuevos; agua bendita y bautismal nuevas; óleos y crisma también nuevos; y al invitarnos con insistencia a abandonar la «vieja levadura» y a sustituirla por masa fresca y nueva.

Es la idea dominante de toda la temporada, y ello da pie no solamente la Resurrección de Cristo, que señala un resurgimiento visible hasta en la misma naturaleza, sino también el bautismo de los neófitos, en quienes la vida de la gracia nacía pujante y brindaba ocasiones a los demás para redoblar el fervor.

2. Dos notas salientes

Entre las varias notas triunfales y regocijantes que ofrece a los fieles la liturgia pascual, dos son las más características y que contribuyen más poderosamente a poner a tono los corazones con los sentimientos que embargan a la Iglesia en estas solemnidades:

a) la presencia continua del Cirio Pascual, y b) el uso constante del Aleluya.

a) El Cirio Pascual

Desde el Sábado Santo, en que fue solemnemente bendecido por el diácono, se yergue glorioso en el presbiterio del templo y sobre gigantesco candelabro; presidiendo, unas veces encendido y arrojando verdaderas llamaradas de luz, y otras apagado.

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Pocos objetos del culto tienen tan bella historia y evocan tan poéticos y consoladores recuerdos.

Su origen es antiquísimo, pues es, por lo menos, anterior a San Jerónimo y a San Agustín. Primitivamente sirvió este cirio como de almanaque o calendario, pues en él se grababan las datas de la Pascua y de las fiestas movibles de cada año, que los astrónomos más peritos de Alejandría averiguaban oportunamente, y que el Patriarca de aquella iglesia trasmitía oficialmente a todas las de Oriente y Occidente.

Luego, y hasta el siglo XI, en que todos los oficios del Sábado Santo se celebraban por la noche, empezó a desempeñar en la liturgia un doble papel, todavía más importante: uno práctico, que era alumbrar a la asamblea religiosa y acompañar las procesiones de los neófitos y de los fieles al baptisterio; y otro místico, que era representar a Jesucristo Resucitado y a la milagrosa columna luminosa que acompañaba de noche a los hebreos en su larga peregrinación por el desierto.

Es él imagen de Jesucristo Resucitado y de Jesucristo “luz del mundo” y “resplandor del Padre”, por quienes somos los cristianos “hijos de la luz” y enemigos natos del espíritu de las tinieblas.

La cera figura su Cuerpo, la mecha su Alma, la llama su Divinidad; y estos tres elementos íntimamente unidos, entre sí, simbolizan la unión de la naturaleza Divina y de la naturaleza Humana en la adorable Persona de Jesucristo.

En atención a este su alto significado, el Cirio Pascual fue y sigue siendo siempre elaborado con particular esmero, y dedicado al culto con solemnísima bendición. Los antiguos eran todos obras de arte y modelos de decoración. Dábaseles la forma de una columna, y asimismo a los candelabros que los sostenían; otras veces afectaban la forma de árbol.

Para llamar la atención de los fieles sobre ellos y representar más al natural la columna de fuego, se procuraba fuesen siempre estos cirios de extraordinarias dimensiones. Los había de más de 35 pies de alto, y en algunos, como en los de la abadía de Westminster, invertíase no menos de 300 quintales de cera. Estas dimensiones permitían no solamente pintar al Cordero Pascual, el pez y otros símbolos de Cristo, amén del alfa y la omega, sino —como ya hemos anotado— grabar la lista entera de las fiestas movibles del año eclesiástico, y además los nombres de los canónigos de la respectiva catedral, y un sinnúmero de fechas históricas de la historia religiosa del mundo y de la propia localidad.

Figura, como es, el Cirio Pascual de Jesucristo Resucitado, desaparece del templo el día de la Ascensión en seguida que el Evangelio de la Misa solemne anuncia la partida al cielo de Nuestro Señor.

b) El Aleluya

Es el Aleluya la aclamación litúrgica más repetida y que más dulcemente resuena a los oídos de los cristianos en este tiempo pascual.

Es una palabra hebrea que literalmente significa “alabad al Señor” (laudate Dominum), y en este sentido, y a modo de jaculatoria, la usaron los judíos y la adoptaron también los primitivos cristianos, así en las asambleas religiosas como en la vida privada, en las inscripciones y epitafios, y hasta en los brindis y arengas populares. Por todos estos motivos la historia del Aleluya es, de suyo, todo un poema.

San Juan nos ha trasmitido el Aleluya, en su Apocalipsis (c. XIX, 1-7), como una tonada celestial; pues dice que lo oyó cantar, primero, a nutridos coros de bienaventurados; luego, a los 22 ancianos que rodean el Trono del Cordero; después, a una masa de mucha gente, y, por fin, a una voz que imitaba el murmullo de los ríos caudalosos y el retumbo de los truenos.

Acaso para reproducir el eco vago de este celestial concierto, o para pintar con notas musicales los dulces desahogos y explayamientos de las almas contemplativas, o quizá para darnos una imagen del canto sin fin de los bienaventurados, adornaron los compositores sagrados las últimas sílabas del Aleluya de la Misa con esa como cascada de notas que forman los interminables júbilus gregorianos.

Usada, pues, esta aclamación en la liturgia del Cielo, nada más natural que la adoptase para sus oficios la liturgia de la tierra, y que hiciese de ella un sano derroche, sobre todo en las fiestas pascuales. Efectivamente, en ellas no hay versículo, antífona ni responsorio que, o no estén recamados de aleluyas, o no lleven, solo o redoblado, este suavísimo apéndice.

Por eso, cuando al comenzar la Septuagésima, se ve obligada, en virtud de las rúbricas, a desprenderse de él, lo hace con manifiesto duelo; y, en cambio, al reasumirlo en la Misa del Sábado Santo, no se sacia de repetirlo y de modularlo, como si quisiera acariciarlo a su regreso.

Del uso del Aleluya fuera de los oficios litúrgicos nos hablan con frecuencia los Santos Padres y aún los autores e historiadores profanos, y en los anales de esta aclamación privilegiada, como si se tratara de algún ilustre personaje, se registran hazañas realmente memorables. Ella cuenta sus victorias y sus milagros, y hasta tiene sus mártires en el Martirologio Romano.

San Jerónimo nos dice que era el Aleluya una cantinela que se oía por doquier. Los niños aprendían a cantarlo al propio tiempo que a deletrear el abecedario; y el simple nombre era tan popular que se bautizaba con él a personas, a aves, a plantas y hasta a monasterios.

Cantado en el anfiteatro, sirvió para sostener y enardecer a los mártires; oído de improviso en el templo de Serapis, tómesele como anuncio infalible de que el dios falso sería en breve desplazado por el Dios verdadero, como en efecto sucedió; entonado en un incendio, apagó instantáneamente las llamadas devoradoras; coreado entusiastamente por los sacerdotes y soldados bretones en la guerra del 448 contra los pictos y sajones, su eco repercutió con tan grande estruendo en las montañas vecinas que sembró la confusión en el ejército enemigo y lo puso en fuga. Cantando desde el ambón, en la invasión del África por los vándalos, la melodía aleluyática, el lector recibió una aguda flecha en la garganta, de la que murió en el acto. Los misioneros benedictinos, capitaneados por San Agustín de Cantorbery, inauguraron la evangelización de Inglaterra al son del Aleluya, y desde entonces —escribe San Gregorio Magno— “la lengua de los bretones, que no sabía a la sazón más que bramar en un acento bárbaro, empezó a hacer resonar en los divinos oficios el dulcísimo aleluya”.

3. Los Domingos de Pascua

Cinco son los Domingos después de Pascua, de los cuales los dos primeros son los más célebres e interesantes en la liturgia del Tiempo.

Domingo I

Hoy es conocido con el nombre de Domingo de “Quasimodo”, de la primera palabra del Introito de la Misa, y de Domingo “In albis depositis”, por aparecer ya los neófitos en la Iglesia sin los trajes bautismales. En la Edad Media llamábanlo “Pascua cerrada”, para anunciar que con él se clausuraban las solemnidades pascuales. En la actual liturgia goza del privilegio de rito doble, por el que es preferido a cualquier fiesta, aun de grado superior.

En tiempos antiguos, en que el catecumenado y el bautismo de los cristianos hacíase con tanta solemnidad, estuvo en uso celebrar solemnemente el aniversario del bautismo pascual con una fiesta especial que se llamaba Pascua anotina.

Era a la vez una fiesta de acción de gracias por el sacramento recibido, y de balance anual sobre su cumplimiento de las obligaciones allí contraídas. Se celebraba con una Misa especial compuesta de textos alusivos a la Resurrección y al Bautismo, y en ella hacían los asistentes las ofrendas de estilo.

Un inconveniente se presentaba a menudo: que el aniversario coincidía a veces en Cuaresma, y las alegrías de la Pascua anotina no pegaban con las tristezas cuaresmales. Esto dio lugar a un traslado de la fiesta, la cual se fijó, ora en el Sábado “in albis”, ora en el lunes siguiente, es decir, alrededor de este domingo de “Quasimodo”.

Esta Pascua anotina tan simpática, colocada así alrededor de este domingo, motivó el que fuera elegida esta fecha para la primera comunión de los niños, a quienes, para evocar a los neófitos antiguos, se les vestía de blanco y hacíaseles renovar colectivamente las promesas del bautismo.

Reliquias de esta costumbre son, en nuestros días, las primeras comuniones de los niños y niñas con sus lazos y trajes blancos, así como la renovación de las promesas del bautismo y la celebración del día aniversario del bautismo con preferencia al del nacimiento.

Domingo II

Es el Domingo del “Buen Pastor”, nombre que recibe del Evangelio de la Misa.

Antiguamente era celebérrimo, por lo mismo que la figura de Jesucristo, bajo la del Buen Pastor, era la más usada por los primitivos artistas y la más popular entre los cristianos.

La basílica de San Cosme y San Damián, donde primitivamente se celebraba la “estación”, y luego la Vaticana de San Pedro, se llenaban de fieles, que iban ansiosos a escuchar la palabra del Papa acerca del Buen Pastor.

Son célebres las catorce homilías de San Gregorio Magno, pronunciadas seguramente en esta ocasión. De ellas y de la solemnidad que revestía este Domingo nació la devoción tan querida al Buen Pastor.

Por asociación de ideas, era éste el día de los Pastores eclesiásticos, y por eso, el domingo destinado para la reunión de los mismos en sínodo diocesano.

La Iglesia griega llama a este día “domingo de las santas Miraflores”, por estar consagrado a celebrar el recuerdo de las piadosas mujeres que fueron al Sepulcro con aromas para embalsamar el Cuerpo del Señor.

4. El Triduo y la Fiesta de la Ascensión

Desde el año 470, en que San Mamerto instituyó, en Viena de Francia, el triduo de Letanías penitenciales o Rogativas, los tres días anteriores a la Ascensión, esta última Fiesta de Jesucristo es precedida de esta extraordinaria preparación.

Como hemos de tratar en otro lugar el tema de las Rogativas, sólo diremos aquí una palabra acerca de la Ascensión.

La fiesta de la Ascensión es una de las más antiguas del ciclo litúrgico, hasta el punto de creerla San Agustín de institución apostólica. En el siglo XV se la enriqueció con una Octava, que es hoy una de las más deliciosas de la liturgia. Con ella se cierra el ciclo de las Fiestas de Jesucristo, y, prácticamente, también el tiempo pascual, aunque, en realidad, continúa éste hasta la Octava de Pentecostés.

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Desde muy antiguo, la novedad litúrgica de esta Fiesta fue una solemne procesión, en memoria de la que realizó Jesucristo con sus Apóstoles, desde Jerusalén hasta el Monte de los Olivos. Tenía lugar al mediodía, hora probable de la Ascensión. Hoy, donde se hace, precede a la Misa solemne.

Al terminar de cantar el Evangelio, el diácono apaga el Cirio Pascual, indicando con eso que Jesucristo, a quien el Cirio ha estado representando desde la Pascua en el presbiterio, desaparece ahora de nuestra vista.

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Puestos a simbolizar esta Ascensión, algunas iglesias inventaron distintos recursos. Así, la de Milán acostumbró a elevar el cirio mismo encendido hasta la bóveda, y otras alguna estatuita del Señor, que desaparecía a la vista del público.

La Domínica Infraoctava de la Ascensión primitivamente llamábase “Dominica de rosa” o “Domingo de la rosa”, porque mientras predicaba el Papa la homilía sobre la próxima venida del Paráclito, en Santa María la Rotonda, hacíase caer de lo alto de la bóveda una lluvia de rosas para representar los dones del Espíritu Santo.

5. La Vigilia y la Fiesta de Pentecostés

Litúrgicamente, el tiempo pascual se cierra con la Fiesta de Pentecostés, la cual se prepara con una solemne Vigilia y se prolonga con una Octava privilegiada.

1. La VIGILIA primitivamente era idéntica a la de Pascua de Resurrección, o sea el Sábado Santo, ya que ambas tenían por objeto terminar la preparación para los catecúmenos para el bautismo, bendecir la pila bautismal y administrar seguidamente el bautismo, la confirmación y la primera comunión.

Algún tiempo, hasta se estiló bendecir también en este día un nuevo Cirio Pascual. Ambas Vigilias, con todos los oficios y ritos inherentes, se celebraban durante la noche del sábado al domingo, para terminar, al amanecer, con la Misa de comunión.

La Vigilia de Pentecostés consta hoy, y desde los tiempos de San Gregorio Magno, de los siguientes ritos:

a) Lectura de seis Profecías, con sus correspondientes oraciones;

b) Bendición de la Pila Bautismal, idéntica a la del Sábado Santo, seguida de las Letanías de los Santos;

c) Misa, con alusiones muy claras a los sacramentos del Bautismo y Confirmación. Ahora, que ya no se bendice nuevo Cirio Pascual, úsase para la bendición de la pila el del Sábado Santo.

2. La PASCUA DE PENTECOSTÉS festeja la bajada del Espíritu Santo sobre los Apóstoles, y corresponde a la fiesta judía de los Tabernáculos, en la que se conmemoraba la entrega de las Tablas de la Ley a Moisés.

Pentecostés es la fiesta predilecta de las almas espirituales y contemplativas, porque es la fiesta de los carismas, de las nobles inspiraciones, de las íntimas consolaciones, la fiesta del huésped divino del alma cristiana, el Espíritu Santo.

Los Oficios litúrgicos de este día cantan con elocuencia sin igual las maravillas ocultas del Paráclito en la Iglesia y en las almas. Llámanle “don del Altísimo, fuente viva, fuego, caridad, espiritual unción, dedo de la diestra de Dios, padre de los pobres, repartidor de los dones del cielo, luz de los corazones, consolador, refrigerador de las pasiones, solaz en el llanto, artífice de los artífices, depositario de las virtudes, nuestro mejor amigo, nuestro más íntimo confidente”, etcétera.

Entre las piezas más clásicas merecen citarse el himno Veni, Creator Spiritus, que algunos han atribuido a Carlomagno, aunque con poco fundamento, y la secuencia de la Misa Veni, Sancte Spiritus, obra tal vez del Papa Inocencio III, que reemplazó en el siglo XVI a la famosísima del monje Notker Sancti Spiritus adsit nobis gratia.

Todas estas piezas están realzadas por sabrosísimas melodías, al oír las cuales se persuade uno de que realmente son inspiradas por este Espíritu vivificador.

Primitivamente, en Roma, la fiesta de Pentecostés terminaba la quincuagésima pascual e inauguraba los ayunos de las cuatro témporas de estío. Luego la solemnidad comenzó a prolongarse por dos días más, el lunes y el martes, y finalmente, desde San León Magno, abarcó la semana entera, a imitación de la de Pascua de Resurrección.

Esta Octava sobreañadida, inseparable ya de la Fiesta de Pentecostés, tiene el inconveniente de desmentir dicho nombre (pues Pentecostés significa el espacio de 50 días transcurridos desde la Resurrección de Jesucristo hasta la bajada del Espíritu Santo), y además, el de mezclar los regocijos pascuales con los ayunos y dejos de tristeza propios de las Cuatro Témporas. Para disimular, o por lo menos para atenuar estos efectos, la liturgia prescribe para toda la semana, aun para el Miércoles, Viernes y Sábado de las Témporas, los ornamentos rojos y el incesante empleo del aleluya.