LA SAGRADA LITURGIA: ELEMENTOS LITÚRGICOS

Conservando los restos

ELEMENTOS LITÚRGICOS
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La ignorancia de la Liturgia es una de las causas de la ignorancia de la Religión”

EL AÑO LITÚRGICO

EL CICLO TEMPORAL O CRISTOLÓGICO

EL CICLO DE PASCUA

(Preparación, celebración y prolongación del misterio de la Redención)

EL TIEMPO DE CUARESMA

(Preparación próxima a la Redención)

1. Origen y vicisitudes de la Cuaresma

La Cuaresma es hoy un período litúrgico de cuarenta días, destinados a preparar la digna celebración de la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. Por lo mismo, es un tiempo de mayor penitencia y recogimiento, y en que con más ahínco ha de procurarse la compunción del corazón.

Por más que los liturgistas no están aún acordes acerca de la fecha precisa en que se estableció en la Iglesia la Cuaresma, si viviendo todavía los Apóstoles o bastante después, todos sabemos que hay uña Cuaresma de origen bíblico; pues en la Biblia constan expresamente las de Moisés, Elías y Jesucristo.

¿La practicarían como observancia eclesiástica los Apóstoles y los primitivos cristianos? San Jerónimo, San León Magno y otros Santos Padres enseñan que sí, y su opinión por cierto es muy probable, aunque no se apoya en ningún documento escrito.

Verdad es que San Ireneo, en el siglo II, y la “Didascalia”, en el III, hablan de ayunos preparatorios para la Cuaresma; pero los ayunos de aquél son nada más que de contados días, y los de éste de sola la Semana Santa.

El primer documento conocido que menciona la Cuaresma propiamente dicha, es el canon 5 del Concilio ecuménico de Nicea, celebrado en 325. A partir de esa fecha, abundan los testimonios en los escritos y concilios de Oriente, y desde el año 340, también en Occidente.

Pero lo que ni en Oriente ni en Occidente se descubre claramente, en aquellos primeros siglos, es el comienzo y término de la Cuaresma. La organizaban de distinta manera las diversas iglesias, incluyendo unas en ella la Semana Santa, y excluyéndola otras. En una cosa, empero, convenían todas: en el número de ayunos, que solía ser, para los fieles, de treinta y seis días.

En el siglo V se unificó, por fin, la duración; y en el VII, un Papa posterior a San Gregorio Magno completó los cuatro días de ayuno que faltaban a, la Cuaresma, prescribiéndolo como obligatorio desde el Miércoles de Ceniza, que por eso se llamó caput jejunii o “principio del ayuno”.

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2. Prácticas cuaresmales

Lo que Moisés, Elías y Jesucristo practicaron con más rigor en sus respectivas cuaresmas, fue el ayuno y la oración, los que, por lo mismo, sirvieron de base para la Cuaresma cristiana, a la cual agregó la Iglesia la práctica de la limosna y obras de caridad.

La ley del ayuno la observaban los antiguos con sumo rigor. No contentos con cercenar la cantidad de alimento, se privaban totalmente de carnes, huevos, lacticinios, pescado, vino y todo aquello que el uso común lo considera como un regalo. Hacían sólo una comida diaria, después de la Misa “estacional” y Vísperas, que terminaban al declinar la tarde; y esa única comida solamente consistía en pan, legumbres y agua, y, a las veces, una cucharada de miel. Con la particularidad que ninguno se eximía del ayuno ni aun los jornaleros, ni los ancianos, ni los mismos niños de más de doce años de edad; tan sólo para los enfermos se hacía una excepción, que habían de refrendar el médico y el sacerdote. A estas penitencias añadían otras privaciones, tales como la continencia conyugal, la supresión de las bodas y festines, del ejercicio judicial, de los juegos, recreos públicos, caza, deportes, etcétera. De este modo se santificaba la Cuaresma no ya solamente en el templo como ahora, sino también en los hogares, y hasta en los tribunales, en los teatros y en los circos. Es decir, que el espíritu de Cuaresma informaba la vida de toda la sociedad cristiana.

Actualmente la observancia íntegra del ayuno y abstinencia cuaresmal ha quedado confinada a algunas órdenes religiosas, ya que el derecho común tan sólo manda ayunar con abstinencia el miércoles de ceniza y de témporas, y los viernes y sábados de Cuaresma, y sin abstinencia, todos los demás días (Código de Der. Can., can. 1252, 2 y 3).

De hecho, estos mismos ayunos cuaresmales están reducidos en muchos países casi a la nada, merced a los indultos, bulas y privilegios particulares; habiendo llegado a tanto la condescendencia de la Iglesia, en cuanto al modo de observarlos, que en ellos ha permitido leche, huevos, pescado, vino y otros géneros de regalos, además de autorizar una comida fuerte, un desayuno, aunque leve, y una ligera colación.

La oración cuaresmal por excelencia era y es la Santa Misa, precedida antiguamente de la procesión estacional. Ahora es digno complemento, por la tarde, el ejercicio del Via Crucis.

La limosna se practicaba en la Iglesia con ocasión de la colecta de la Misa y otras particulares que se hacían en favor del clero, viudas, huérfanos y menesterosos, con quienes también ejercitaban a porfía otras obras de caridad.

3. Aspecto exterior del templo

La ley de la abstinencia cuaresmal se diría que hasta a los templos materiales alcanza, pues a ellos también les impone la ley litúrgica sus privaciones, con las que se fomenta la compunción y el recogimiento.

Los templos, en efecto, se ven privados durante los oficios cuaresmales del alegre aleluya, del himno angélico Gloria in excelsis, de la festiva despedida Ite missa est, de los acordes del órgano, de las flores, iluminaciones y demás elementos de adorno, y del uso, fuera de las festividades de los Santos, de otros ornamentos que los morados, de cuyo color se cubren también, desde el domingo de Pasión, los crucifijos y las imágenes.

Tal es el aspecto severo del templo o como si dijéramos el continente exterior de la liturgia en tiempo de Cuaresma, el que acentúa todavía más los cantos graves y melancólicos del repertorio gregoriano y el frecuente arrodillarse para los rezos corales.

4. El alma de la liturgia cuaresmal

Si, empero, sondeamos el alma de la liturgia cuaresmal a la luz de los Evangelios, de sus epístolas, oraciones, antífonas y demás textos de su rica literatura, la vemos embargada de los más variados sentimientos de arrepentimiento, de confianza, de ternura, de compasión, de pena, de temor.

El Breviario de Cuaresma, con sus homilías y sermones, con sus himnos, sus capítulos y sus responsorios, a cual más expresivos y piadosos, pone en juego los más delicados recursos de nuestra madre la Iglesia, para conmover los corazones de sus hijos; pero con eso y todo, todavía le supera el Misal.

Aquí encontramos cuadros indescriptibles: conversiones y absoluciones de pecadores, como la Samaritana, la Magdalena, la adúltera, el Hijo pródigo, los Ninivitas; multitud de curaciones y milagros del Salvador; rasgos generosos de desprendimiento, como el de la viuda de Sarepta; difuntos resucitados y madres y hermanos consolados; a José, víctima de la envidia de sus hermanos, y a Jesús, vendido por uno de sus íntimos; amenazas y voces de trueno y vaticinios terroríficos de los antiguos profetas para los pecadores obstinados y, en cambio, palabras dulces y persuasivas del Divino Maestro llamándolos a penitencia; ríos de lágrimas que cuestan a la Iglesia los cristianos impenitentes, y gozos inenarrables que suscita en el cielo su conversión; quejas de los sacerdotes en vista de la indiferencia de muchos, y tiernos clamores del pueblo fiel pidiendo al Señor perdón y misericordia.

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Si penetramos todavía más hondamente en el corazón de la liturgia cuaresmal, descubrimos, además, tres grandes preocupaciones que embargan a la Iglesia:

la trama y desarrollo de la Pasión del Señor;

la preparación de los catecúmenos;

la reconciliación de los penitentes públicos.

No hay día ni casi oficio en que no se manifieste de algún modo esta triple preocupación, y es menester estar de ello advertidos para interpretar ciertos pasajes y aun ciertos ritos especiales que, aunque muy hermosos, podrían resultar incomprensibles.

5. La Misa “estacional”

Una de las particularidades más características de la liturgia cuaresmal antigua era la Misa “estacional”. Tenía lugar todos los días, al atardecer, después de la hora de nona. Durante todo el día, el pueblo y el clero se dedicaban a sus ocupaciones habituales, pero cuando el cuadrante solar del Fórum marcaba la hora de nona, los fieles de toda la ciudad de Roma se dirigían hacia la iglesia estacional, a la que a menudo el mismo Papa acudía para ofrecer el Santo Sacrificio.

Ordinariamente, la colecta o reunión se efectuaba en una de las basílicas vecinas, donde esperaban la llegada del Sumo Pontífice y de su séquito. Una vez éstos en la basílica, se revestía el Papa de sus ornamentos y subía al altar para rezar la colecta u oración de toda la asamblea, terminada la cual iban todos en procesión a la iglesia “estacional”, al son de las letanías y precedidos por la Cruz procesional. Allí el Papa celebraba la Misa del día, en la que todos los asistentes ofrecían y comulgaban. Era ya la puesta de sol cuando el pueblo volvía a sus casas, satisfecho de haber ofrecido a Dios el sacrificio vespertino como coronamiento de una jornada laboriosa, santificada por la oración, por la penitencia y por el trabajo.

Como los de Cuaresma eran todos días de ayuno riguroso, todos esperaban en ayunas la hora de la Misa, para poder comulgar en ella. Después hacían su única comida, y los monjes completaban el oficio canónico cantando en sus monasterios las Vísperas. He aquí la razón de cantar Vísperas por la mañana, antes de la comida, todos los días de Cuaresma, excepto los domingos, que no son de ayuno.

Un momento antes de la comunión, un subdiácono anunciaba al pueblo el lugar de la estación del día siguiente en estos términos: “Mañana, la estación será en la iglesia de San N.” Y la schola respondía: “A Dios gracias”.

En seguida de la comunión y de la oración colecta, decía el celebrante la colecta super populum, que entonces reemplazaba a la bendición final. Estas fórmulas de despedida que antiguamente estaban en uso en todas las liturgias, aun orientales, y que llevaban a veces consigo la imposición de las manos del obispo, sólo las ha conservado nuestro misal en las ferias de Cuaresma, por el carácter solemne y episcopal que éstas tenían.

Cuando el Papa no intervenía en la fiesta estacional, un acólito iba, después de la Misa, a su palacio, y le llevaba por devoción un poco de algodón mojado en la lámpara del santuario. Al llegar, le pedía la bendición, la cual recibida, le decía: “Hoy tuvo lugar la estación en San N., y te saluda.” El Papa le respondía: “Deo gratias”, y después de besar respetuosamente el algodón, se lo entregaba a su cubiculario, quien lo guardaba con cuidado para meterlo, al morir el Papa, en la almohadilla fúnebre.

En el actual Misal Romano se indica todavía, al principio de la Misa correspondiente, la basílica o iglesia “estacional” de cada día, lo que muchas veces será útil tener en cuenta para explicarse el uso de ciertos textos y su verdadero significado en aquel día determinado.

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6. Los Domingos de Cuaresma

Descontando el de Pasión y el de Ramos, son cuatro los Domingos de Cuaresma, siendo el primero el de más categoría y el cuarto, o de Lætare, el más popular.

El I Domingo ha tomado entre los latinos el nombre de “Invocabit” de la primera palabra del Introito de la Misa, y entre los griegos se le llama la fiesta de la ortodoxia, por señalar el aniversario del restablecimiento de las santas imágenes en el siglo IX.

En la Edad Media se le llamó el domingo de las Antorchas, porque los jóvenes, que se habían desenfrenado en los jolgorios de Carnaval, se presentaban ese día en la iglesia con una tea encendida para pedir una penitencia al sacerdote, a fin de reparar sus pasados excesos, de los que eran absueltos el Jueves Santo en la reconciliación general. También es conocido con el nombre de Domingo de la Tentación, por referir el Evangelio de la Misa la triple tentación del Señor en el desierto.

El II Domingo, hasta el siglo IX, fue de los llamados “domingos vacantes” o libres de “estación”, a causa de haberlo precedido con las suyas las IV témporas y estar el público cansado. Después del siglo IX, empero, se le señaló ya su estación, como a los demás.

El III Domingo era el de los “escrutinios”, porque en él, o comenzaba el examen de los catecúmenos que habían de recibir el bautismo la vigilia de Pascua, o bien se les citaba para el miércoles siguiente.

7. El Domingo “Lætare”

El IV Domingo, llamado Lætare (del introito), de los “Cinco panes” (del Evangelio), y de la “Rosa de oro” (de la bendición de la misma), es de los más celebrados del año litúrgico.

Por coincidir en la mitad de Cuaresma y suponer la Iglesia que los cristianos han vivido hasta aquí embargados, como ella, de una santa tristeza, la liturgia de este domingo se propone renovar en los ayunadores cuaresmales la alegría y la esperanza que todavía han menester hasta llegar al triunfo pascual.

A ese fin, además de elegir textos muy hermosos y muy adecuados para infundir alientos, permite en el templo las flores de adorno, el uso del órgano y hasta de ornamentos de color rosa; todo lo cual causa la impresión de ser éste un día de asueto litúrgico, podríamos decir, y de respiro espiritual. La Iglesia se alegra hoy intensamente, pero con moderación todavía, como quien está dispuesta a reanudar en seguida las penitencias y las meditaciones dolorosas.

Laetare Sunday (March 6, 2016) at the Church of the Holy Innocents, NYC.

El rito característico de este domingo es la bendición de la rosa de oro, que efectúa en Roma el mismo soberano Pontífice. Data de hacia el siglo X, y viene a ser como un anuncio poético de la proximidad de la Pascua florida.

Antiguamente la ceremonia se celebraba en el Palacio de Letrán, residencia habitual de los Papas, desde donde el Pontífice, montado a caballo y con la tiara, y acompañado por el Sacro Colegio y el público de la ciudad, llevaba la rosa bendita a la iglesia “estacional”, que era Santa Cruz de Jerusalén.

Hoy se hace todo en el Vaticano, por lo que la ceremonia no suscita ya tanto el entusiasmo popular, si bien su eco resuena en todo el mundo, merced a las informaciones de los diarios.

Además de bendecirla, el Papa unge la rosa de oro con el Santo Crisma y la espolvorea con polvos olorosos, conforme al uso tradicional. Al fin la regala a algún alto personaje del mundo católico, a alguna ciudad, etcétera, a quien quiere honrar; y por eso “dícese que su bendición sustituyó a la de las llaves de oro y plata, con limaduras de la cadena de San Pedro, que los soberanos Pontífices enviaban antiguamente a los príncipes cristianos, en pago de haberle proporcionado ellos reliquias de los apóstoles”.

Místicamente, representa esta rosa a Jesucristo resucitado, como lo explican los varios discursos pronunciados por los Papas en la ceremonia. El origen de la ceremonia quizá derive de la fiesta bizantina de la media cuaresma, aunque también puede ser que provenga del hecho que antiguamente se solemnizaba en Roma el principio del ayuno preparatorio para Pascua, que abarcaba entonces tres semanas.

8. Las Ferias más notables de Cuaresma

Aparte del Miércoles, Viernes y Sábado de las IV Témporas de Cuaresma, son dignas de especial mención, entre las Ferias cuaresmales, el miércoles de la III y IV semana, por ser días de escrutinio, y el Jueves de la III, que es como jalón de media Cuaresma.

Empezamos por advertir que todas las Ferias de Cuaresma tienen, en el Breviario, su homilía propia, y en el Misal, su misa correspondiente, lo que constituye un caudal riquísimo y variadísimo de doctrina y de piedad. Los jueves, al principio, eran días alitúrgicos (sin reuniones litúrgicas), y por lo mismo carecían de misa propia; pero bajo el Papa Gregorio II (715-31), se les fijó también a ellos su misa, utilizando los elementos ya existentes.

EL MIÉRCOLES DE LA III SEMANA comenzaba el escrutinio o examen de los catecúmenos que deseaban ser admitidos al bautismo en la vigilia de Pascua.

Se empezaba por anotar sus nombres y separar en dos grupos los hombres y las mujeres. Luego se rezaba por ellos, y ellos mismos también eran invitados a rezar; se les leía algún pasaje de la Biblia en vista de su instrucción; se les exorcizaba, se les imponían las manos, se les signaba, etcétera, y se les despedía del templo antes del Evangelio. Al ofertorio, los padrinos y madrinas presentaban al Papa las oblaciones por sus futuros ahijados, cuyos nombres se leían públicamente durante el Canon. Esto mismo se practicaba en los demás escrutinios.

EL JUEVES DE LA III SEMANA señala propiamente la mitad de los ayunos cuaresmales, no de la Cuaresma misma, la cual promedia justamente el domingo IV, como ya lo hemos notado. Esta circunstancia hizo que esta Feria tuviese entre los antiguos un carácter medio festivo y alentador, contribuyendo a ello no poco el recuerdo de los Santos médicos Cosme y Damián, cuya basílica era la designada para la Misa estacional.

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Los textos de la Misa aluden casi todos a la salud y bienestar corporal, que la Iglesia pide a Dios para sus hijos, por intercesión de San Cosme y San Damián, para que terminen valerosamente el ayuno cuaresmal.

Eran esos Santos dos médicos sirios, que, por ejercer su profesión gratuitamente, eran conocidos con el sobrenombre de anargyros (sin plata), y constaba que curaban a los enfermos no tanto por su pericia profesional, como por virtud divina. Su culto fue siempre muy popular, y más desde que el Papa Félix IV les dedicó, en el siglo VI, la Basílica de la Via Sacra, convertida pronto en un centro de peregrinación para enfermos y dolientes.

EL MIÉRCOLES DE LA IV SEMANA era él día del gran escrutinio, el cual se celebraba en la majestuosa Basílica de San Pedro.

Los ritos especiales de este escrutinio eran: las oraciones, lecturas y exorcismos de costumbre; la lectura, por primera vez, y explicación del principio de cada uno de los cuatro Evangelios; la recitación, también por primera vez, del Símbolo de la fe, en latín y en griego, en atención a los catecúmenos de ambas lenguas, y su explicación por el sacerdote; ítem del Pater noster, petición tras petición. Continuaba luego la Misa, y los catecúmenos se retiraban al recibir la orden del diácono.

Al conjunto de estos ritos se le denominaba apertio aurium (acto de abrir los oídos), porque por primera vez escuchaban estos textos sagrados, hasta entonces desconocidos. Restos de este tercer escrutinio son, en la Misa actual, la oración, la lección y el gradual, que preceden a la epístola ordinaria de este día.

EL TIEMPO DE PASIÓN

(Preparación inmediata de la Redención)

1. Vista general

Se llama Tiempo de Pasión a las dos últimas semanas de Cuaresma, en las cuales el tema de los padecimientos y persecuciones del Salvador es el principal en la liturgia, mientras el de la instrucción de los catecúmenos y preparación de los penitentes públicos para su reconciliación, pasa ya a segunda línea.

Es, pues, la misma Santa Cuaresma, pero más íntimamente vivida con Jesucristo, Varón de dolores, cuyas humillaciones y tormentos, a la par que excitan la compasión de los buenos cristianos, los predisponen a la compunción del corazón. Está todo él sombreado por el leño de la Cruz, ese “árbol esbelto y refulgente, ataviado con la púrpura real”, como canta con aires de triunfo la Iglesia, repitiendo sin cesar, en estos días, las bellas estrofas del Vexilla Regis, de Venancio Fortunato.

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En la primera de estas dos semanas, evoca la liturgia los seis últimos meses de la vida pública de Jesús, época de las grandes polémicas con los judíos y de las persecuciones, descaradas ya y agresivas, de sus enemigos. Jesús sólo se les aparece a intervalos; pues los ve tan enconados contra su persona, que tiene que huirles, para dar tiempo a que llegue su hora. Son seis meses de humillaciones y de afrentas; seis meses de verdadera Pasión, pero todavía incruenta.

Los textos litúrgicos van descubriéndonos, día tras día, nuevos aspectos de esta furibunda persecución. El domingo vemos a los judíos arrojándole piedras; el lunes, ingeniándose para prenderle; el martes, a punto de matarle; el miércoles, queriendo de nuevo apedrearle; el jueves, acechándole, en casa del fariseo Simón, mientras perdona Él a la Magdalena; el viernes, tramando ya definitivamente su muerte, y el sábado, acorralándolo de tal forma que le obligan a esconderse para no adelantar los acontecimientos.

En la segunda semana, la “Semana santa” que nosotros llamamos, o la “Semana penosa”, como la denominaban los antiguos, la liturgia reproduce con los más vivos colores los últimos episodios de la vida de Jesús: los postreros destellos del Sol de Justicia, venido a alumbrar a este mundo entenebrecido por la culpa; las terribles peripecias que rodean la obra maestra de nuestra redención.

El Domingo, Lunes y Miércoles santo son días de brillante aurora, pero de sombrío ocaso. El Divino Maestro aparece glorioso por la mañana, enseña en público, discute, triunfa; pero al anochecer, se retira a casas amigas, como para ponerse al abrigo del espíritu de las tinieblas.

El Jueves, después de realizar, a los postres de la Cena legal, el milagro de amor de la Sagrada Eucaristía, se entrega sin reservas en manos de sus enemigos, entre quienes muere el Viernes, para salvarlos a ellos y con ellos al mundo prevaricador.

2. La actitud de la Iglesia

En vista de tantos tormentos y de ultrajes tan horribles como su Esposo padece, la Iglesia se cubre de luto riguroso, y cubre también con telas moradas las estatuas, los retablos y hasta el Crucifijo; pide a David y a Jeremías sus salmos más lúgubres y sus más desoladoras lamentaciones; y con su palabra de Madre cariñosa, con su actitud de Esposa desolada, con las predicaciones, con las lecturas, con los cantos, en todos los tonos y en todas las formas, háblale a Jerusalén, que es el alma pecadora, y le dice una y otra y muchas veces a modo de sonsonete: “¡Jerusalén, Jerusalén, arrepiéntete, conviértete al Señor, Dios tuyo!”

El rito litúrgico que hace más sensible a los ojos de los fieles esta actitud dolorosa de la Iglesia en Tiempo de Pasión, es el de la velación de las imágenes, que prescribe el Ceremonial y que se efectúa el sábado anterior.

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Históricamente, creemos hallar la clave de este rito en el de la penitencia pública. Como ya hemos dicho, el primer día de Cuaresma se presentaban los penitentes en traje y en actitud humilde a la iglesia, de la que el obispo les despedía, después de imponerles la ceniza y vestirlos de saco y de cilicio —como Dios despidió a Adán y Eva del Paraíso—, enviándolos hasta el Jueves Santo a algún monasterio de las afueras de la ciudad.

El rito de la expulsión perduró hasta el siglo XVI, en que, extendiéndose, por devoción, la penitencia pública y la recepción de la ceniza a la generalidad de los fieles, no fue ya posible expulsar del templo a todos los penitentes, que formaban mayoría. Para recordarles, no obstante, el suprimido rito y mantenerlos en la humildad, se los aisló, ya que no de la iglesia, del presbiterio, mediante una cortina roja suspendida de la bóveda. Poco a poco, sin duda por no hallar práctico este sistema que deslucía y embarazaba las ceremonias litúrgicas, dicha cortina se fue acortando y reduciendo al velo actual, que apenas cubre las imágenes y la cruz. He aquí, pues el origen histórico y la razón de ser del cortinaje, de diversas hechuras y tamaños, según los países e iglesias, que se usa en la actualidad.

Los liturgistas simbolistas han visto en este rito un recurso piadoso para representar materialmente el hecho de haber tenido que esconderse el Señor en el templo para escapar al furor de sus enemigos que intentaron apedrearlo.

Tal, en efecto, autoriza a suponerlo la costumbre medioeval de cubrir el Crucifijo, justamente en el momento preciso de cantarse en la Misa el texto mismo del Evangelio alusivo a ese hecho.

Al propio tiempo le atribuyen la virtud de recordar a los fieles que, durante esta temporada, Nuestro Señor veló su divinidad, dejándose prender y torturar como si sólo fuese hombre, y hombre criminal.

Y conforme a esto, la razón de cubrir las imágenes de los Santos a la vez que la del Crucifijo, sería la de hacer ver que también los hijos participan de la confusión y oprobios del Padre, y que deben ellos también ocultar su gloria cuando la del Señor se desvanece a los ojos de los hombres. Que es la misma razón por la cual también se omiten en el oficio de Pasión los sufragios de los Santos.

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Además de vestirse de luto riguroso, la Iglesia suprime, en Tiempo de Pasión, el Gloria Patri en el introito y en el salmo del Lavabo de la Misa, así como en el invitatorio y responsorios del oficio; y, además, todo el salmo Judica me del principio de la Misa.

El Gloria es un grito de triunfo y de alegría, y como la Iglesia quiere ir poco a poco inspirando a los fieles sentimientos de tristeza por los acontecimientos dolorosos que se avecinan, lo suprime en esos momentos solemnes de la Misa y del oficio, conservándolo solamente al final de los Salmos. En el último triduo de Pasión, días de completa desolación, ni en los Salmos se oirá ya esa doxología.

La omisión del Salmo Judica me al principio de la Misa se debe a que ese salmo se canta en el Introito. Su omisión contribuye no poco a imprimir a las misas de esta temporada un sello de severidad.

3. El triunfo de la Cruz

En medio de los acentos de dolor que con frecuencia exhala la liturgia de estos días, resuenan de vez en cuando en el templo notas verdaderamente triunfales que nos hacen por momentos dudar si celebramos alborozados alguna victoria gloriosa, o plañimos tristes acontecimientos.

Los lamentos de Jeremías contrastan notablemente, en Tiempo de Pasión, con los entusiasmos del Prefacio de la Misa, y los de los himnos del poeta Fortunato, cuyas estrofas a la Cruz hacen por un instante olvidar, en vísperas, maitines y laudes, los textos melancólicos que les han precedido.

Ningún otro estandarte ha inspirado jamás himnos más brillantes que éste del cristianismo, convertido, de instrumento infame que era, en insignia gloriosa, al contacto de los miembros de Cristo.

El Prefacio canta con aires de triunfo: “En verdad es digno y justo… darte gracias a Ti, Padre Todo-poderoso… que pusiste la salvación del género humano en el Árbol de la Cruz, para que de donde salió la muerte, de allí renaciese la vida, y el que en un árbol fue vencido, venciese en árbol, por Cristo, Señor nuestro…” Pocas palabras, pero significativas y concluyentes.

Entre los varios himnos que el gran poeta galo Fortunato compuso en honor de la Santa Cruz con ocasión de la llegada al monasterio benedictino de Poitiers, fundado por Santa Radegundis, de las insignes reliquias del Lignum Crucis, se han hecho los más célebres: el Pange, lingua, gloriosi prælium certaminis (canta, oh lengua, la victoria del más glorioso combate), que está dividido en el Breviario en dos partes, una para maitines y otras para laudes, conservándolo completo el Misal en la ceremonia de la Adoración de la Cruz del Viernes Santo: y el Vexilla Regis, el más conocido y celebrado, y que se emplea en Vísperas y en la procesión del Viernes Santo al monumento.

En la Edad Media, el culto de la Cruz sólo despertaba sentimientos de júbilo y de triunfo; sentimientos que los artistas plásticamente representaban en los crucifijos de la época, ciñendo a Cristo de una corona de gloria, y trocando la sangre de sus heridas por perlas de oro y piedras preciosas. En realidad, son los mismos sentimientos que ha patrocinado la liturgia a través de los siglos, no obstante las representaciones dolorosas de los artistas modernos, repitiendo sin cesar en las diversas festividades de la Cruz los himnos triunfales de Venancio Fortunato, y acoplando al lado de ellos otros textos igualmente brillantes.