PADRE LEONARDO CASTELLANI: EXÉGETA Y PREDICADOR

Conservando los restos

DOMINGO IN-ALBIS

“Makárioi oi mée ídontes kai pistéusantes” (“Porque me viste, Tomás, creíste: dichosos los que no vieron y creyeron”), o mas exactamente, “los no videntes y creyentes”; lo cual abarca el tiempo presente y el futuro.

Esta es una sentencia muy importante porque contiene la definición misma de la fe; y su promulgación y su recompensa.

Algunos dicen: “¡Qué dichosos hubiésemos sido de haber vivido en los tiempos de Cristo y haberlo visto con nuestros ojos!”. Cristo dijo lo contrario.

Esta es la exclamación ingenua del bárbaro Clodoveo, primer Rey de Francia: “¡Ah! ¡Si hubiese estado yo allí con mis francos!” Pero si hubiese estado, posiblemente hubiese ayudado a crucificarlo. De hecho, es muy posible que hubiese algún franco allí entre los sayones del Calvario: desde Augusto, los franceses andaban enganchándose en el Ejército Romano; y buenos soldados salieron, por cierto. El mejor regimiento romano, la Legión Décima, con el cual Julio César conquistó la Inglaterra, estaba entonces, 86 años después, de guarnición en Jerusalén: y estaba llena de galos.

Para salvarse es necesario volverse contemporáneo de Cristo; eso es la Fe; es decir, que Cristo debe volverse para nosotros una realidad contemporánea y no una imagen histórica: no hay que creer en participio pasado, sino en participio activo indefinido: en eternidad.

Muchísimos de los coetáneos no fueron coetáneos espirituales de Cristo: estaba allí delante, pero no lo vieron, lo vieron mal, vieron “la figura del siervo”, al hombre, al sedicioso; no fueron contemporáneos: en vez de mirar lo que estaba ah, miraron atrás, miraron a David y a Salomón, a los Macabeos, a la figura histórica que ellos se habían hecho del Mesías. Saber historia es peligroso: quiero decir, saber poca historia.

Somos más dichosos nosotros, no porque “nuestra fe es más meritoria”, como dicen los libros de devoción, sino porque en cierto sentido es más fácil y más perfecta. “Os conviene a vosotros que yo me vaya; por eso me voy”, dijo Cristo a los Apóstoles antes de la Ascensión.

En su Profesión de fe del Vicario Saboyano, Rousseau prácticamente exige a Cristo que venga Él en persona a instruirlo, si quiere que crea en Él; y probablemente saldría disparando como los Guardias del Sepulcro; y después contaría el caso, así como los mismos Guardias, todo al revés.

El evangelio de la Domínica In-Albis (Juan XX, 19-31) cuenta la doble aparición de Cristo a los Once en el Cenáculo; la primera sin Tomás Dídymo, después que la Magdalena anunció su encuentro de la mañana; la segunda, con Tomás presente el otro domingo… La Santísima Virgen no habló hasta que fue solemnemente interrogada por Pedro; y entonces respondió sencillamente “Sí”, arrebolándose toda.

Era el domingo (el primer día de la Semana judía) por la tarde, “estando fuertemente trancados por miedo a los Judíos”.

Los protestantes adventistas dicen que los Papas cambiaron la Ley de Dios, porque sustituyeron el domingo como día de fiesta al sábado judío; por lo cual el Papado es el Anticristo. Ignoran que esa mutación remonta a los Apóstoles, o por mejor decir al mismo Cristo; el cual resucitó en domingo; y dio en aparecer resucitado los domingos a las Santas Mujeres, a la Magdalena, a Pedro, a los Discípulos de Emmaús y a los Once dos veces; y probablemente también a los siete Discípulos pescadores del Mar de Tiberíades, pues es seguro que no estaban pescando en día sábado. Y si Cristo no puede cambiar una fiesta, entonces Perón puede más que Cristo. La Resurrección de Cristo –que es recordada el domingo– es un acontecimiento más importante que la Creación del Mundo, que es recordada por el sábado judío.

En la primera aparición, el mismo Domingo de Pascua, Cristo instituyó solemnemente el Sacramento de la Confesión. “¡Paz a vosotros!”, y parándose en medio de ellos les mostró las manos y el costado herido y glorificado. “Paz a vosotros”, dijo otra vez: “Como el Padre me envió, así yo os envío.” Sopló sobre ellos, como lo había hecho en el rostro del sordomudo. “Recibid el Espíritu Santo: a los que perdonareis los pecados les serán perdonados; y a los que retuviereis retenidos son”.

Los protestantes, que dicen que la Confesión es invento de los curas, tienen que borrar este texto.

Sí, pero ¿los confesionarios los inventó Cristo?

Los confesionarios los inventó San José o algún Papa que haya sido carpintero, Sixto V pongamos. Pero los confesionarios no son la confesión. Los confesionarios los inventaron las mujeres. Absolutamente ningún cura es capaz de inventar el confesionario.

Es que los protestantes no saben lo que es un confesionario: es un trabajo duro y una carga tremenda para el cura.

En la segunda Aparición estaba Tomás el Dídymo; ¿y en la primera, dónde andaba? No se sabe, pero probablemente andaba haciéndose el indio por Jerusalén; el cual se había negado rotundamente creer a los otros Diez, y quizás, a Nuestra Señora –esperemos que no–; y había puesto para creer una condición parecida a la del Vicario Saboyano.

Cristo se plegó amablemente a la condición, y el discípulo porfiado cayó a sus pies exclamando: “¡Mi Señor y mi Dios!”. En lo cual creyó también sin ver –porque de no, no hubiese realmente creído– porque creyó en el Señor al cual veía y en el Dios que no veía.

“Entra tu dedo aquí, y mira mis manos, y trae tu mano y ponla en mi costado; y no quieras ser “apistós” sino “pistós””, no increyente sino creedor.

Santo Tomás, llamado por sobrenombre Dídymo –que quiere decir medio indio– no era de ésos que creen a los diarios. Era un tipo medio indio, y la prueba está que después se fue a evangelizar las Indias; y algunos pretenden que llegó a América; de hecho, los compañeros de Cortés encontraron entre los aztecas la extraña leyenda del Hombre Blanco enviado por Quezalcoatl, que les predijo para un tiempo muy lejano la llegada de los otros, blancos, que serían más indios que él.

Pero, si Santo Tomás no hubiese sido medio indio y hubiese creído enseguida a sus compañeros, Rousseau o Renán hubiesen dicho: “¿Ha visto cómo pasaron las cosas? Surgió un susurro entre las mujeres –ya sabemos cómo son las mujeres– de que había resucitado; y unos a otros lo iban propalando, a la manera de los rumores políticos; y enseguida lo creían, porque lo deseaban: y así se formó la leyenda de la Resurrección…”.

Tomás dudó para que nosotros creyéramos.

“Makárioi oi mée ídontes kai pistéusantes”…