CULTO AL GLORIOSO PATRIARCA SAN JOSÉ

CULTO AL GLORIOSO PATRIARCA SAN JOSÉ

Cuando Nuestro Señor Jesucristo ascendió al Cielo y luego envió el Espíritu Santo sobre sus Apóstoles, puso a toda su Iglesia en posesión de todos los tesoros de su Verdad y de su Gracia.

Ahora bien, como los dones sobrenaturales, como Dios mismo, tienen la propiedad de no agotarse ni mermarse por el hecho de prodigarse, entraba en el plan de la suprema Sabiduría reservar para su obra desarrollos graduales y sucesivos.

De este modo, bajo el influjo de causas muy diversas, pero sobre todo en virtud de la Providencia, han surgido circunstancias en las que el doble depósito de la doctrina y de la piedad cristiana han producido nuevos elementos, que, por supuesto no han sido más que el realce o la puesta en práctica de riquezas hasta ese entonces menos percibidas, pero ya contenidas en aquél tesoro.

De siglo en siglo, las obras de los Doctores, las meditaciones de los Santos y, en última instancia, las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia ampliaron el dominio de la ciencia sagrada y de la fe.

Por otro camino no menos seguro, siempre siguiendo las mociones del Espíritu Santo y bajo la dirección del Magisterio, los arrebatos del fervor cristiano produjeron un progreso similar.

Lo que son las definiciones del Magisterio en el orden especulativo, las devociones de los fieles corresponden en el orden práctico. Y como las primeras no son meras teorías, sino que se resuelven en actos de fe, esperanza y caridad, las segundas sólo son beneficiosas y legítimas porque se basan en una base dogmática.

Por tanto, ambas son un florecimiento, tanto de la Verdad como de la Gracia.

El Decreto Apostólico Quemadmodum Deus, de Pío IX, motivado por el pedido del Concilio Vaticano y proclamando a San José como Patrono de la Iglesia, no se refiere directamente a una doctrina, sino a un acto de religión. El Sumo Pontífice no hizo uso allí de su autoridad para una definición, sino para una devoción.

Los fundamentos del culto de San José descansan sobre la autoridad segura del Evangelio y de las razones teológicas más contundentes.

Y, sin embargo, la antigüedad cristiana, aunque profesó muy explícitamente su piedad hacia tantos otros Santos, por ejemplo, hacia el Santo Precursor, hacia los Santos Apóstoles, hacia los primeros Mártires, se mantuvo silenciosa, o casi, sobre esta cuestión.

No es que los grandes Doctores guardaron silencio sobre las prerrogativas y virtudes del Esposo virginal de María Santísima, del Padre adoptivo de Jesús. Encontramos en Orígenes, en San Juan Crisóstomo y, especialmente, en San Agustín el germen de todo lo que vino después bajo la pluma de los escolásticos y místicos.

No podía ser de otra manera. Aunque raros y concisos, los textos evangélicos que se refieren a dichas prerrogativas y virtudes son tan sustanciales y expresivos, que fue imposible para los comentaristas no sacar a la luz la doctrina que resulta de ellos.

Pero es precisamente esto lo que da lugar a un justo asombro. ¿Cómo explicar que el paso de la especulación a la práctica pudo haber sido tan lento en ser determinado, y que los anales de la Iglesia occidental durante tantos siglos no ofrecen ningún rastro de un culto litúrgico, de un homenaje público, de una devoción popular respecto de aquél recomendado por tantos títulos a la confianza y la veneración del pueblo?

Este hecho, tan poco concebible en sí mismo, recibe su explicación de que el culto a San José era uno de esos dones que el Padre de familia, como prudente mayordomo, se había propuesto sacar de su tesoro más tardíamente; era una de esas reservas y, si se puede decir, una de esas sorpresas que el supremo organizador de la fiesta de las almas había dispuesto para el final del banquete, como en Caná: Tu autem servasti bonum vinum usque adhuc.

Y si queremos profundizar en este misterio, si buscamos escudriñar respetuosamente el motivo de esta providencial conducta, los maestros de la vida espiritual dejan entrever más que un atisbo satisfactorio.

El velo que cubre el nombre y el poder del Bienaventurado José durante las primeras edades cristianas aparece como una extensión del silencio en el que se envolvió su carrera mortal; es la continuación de esta vida oculta, cuyos esplendores debían asombrar tanto más la inteligencia y el corazón de los fieles cuanto más tiempo se hubiera contenido la revelación.

Entonces, el mismo nombre que el José del Nuevo Testamento heredó del hijo de Jacob, auguraba para él ese destino, en virtud del cual iba a crecer y crecer con el tiempo, para excitar de época en época, por la manifestación gradual de sus bellezas y de sus riquezas interiores, una nueva efusión de amor en todas las almas puras: Hijo que crece, José, hijo que crece, y de hermoso aspecto; las doncellas corrieron sobre el muro para verle (Gen. XLIX, 22).

San José merecía los más altos honores, porque nunca fue tocado por la distinción; la Iglesia no tiene nada más ilustre después de Jesús y María, porque no tiene nada más escondido.

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Este aumento del culto, esta extensión de la gloria terrena de San José, anunciado y preparado por varios personajes destacados de la Edad Media, fue predicho sobre todo en términos llamativos por un piadoso y erudito hijo de Santo Domingo, el dominico Isidoro de Isolani, a comienzos del siglo XVI. Dijo así:

«El Espíritu Santo no dejará de actuar en el corazón de los fieles hasta que la Iglesia universal honre con ímpetu al divino José con una nueva veneración, funde monasterios, erija iglesias y altares en su honor … Jesucristo, para la gloria de su propio nombre, ha destinado a San José para ser el patrón particular y principal de todo el imperio de la Iglesia militante. Por eso, antes del día del juicio, todos los pueblos conocerán, reverenciarán y adorarán el Nombre del Señor, y los magníficos dones que Dios le dio a San José, dones que quiso dejar casi escondidos durante mucho tiempo … El Señor enviará su luz hasta lo más íntimo de las inteligencias y de los corazones; grandes hombres escudriñarán los dones interiores de Dios escondidos en San José, y encontrarán en Él un tesoro de precio inefable, como no lo encontraron en los Santos de la Antigua Alianza … El Vicario de Jesucristo en la tierra, obedeciendo el impulso del Espíritu Santo, decretará que la fiesta del Padre putativo de Jesús, del Esposo de la Reina del mundo, de un hombre tan eminente en santidad, sea celebrada en todas las regiones de la Iglesia. Y así, quien en el Cielo siempre ha estado en el primer rango, no estará en un rango inferior en la tierra”.

Ya en el siglo XV, dos hombres eminentes por títulos diversos se habían dedicado a sondear el misterio de las grandezas y virtudes de San José, con miras a lograr la extensión de su culto.

Uno de ellos, San Bernardino de Siena, dedicó varios discursos famosos a desarrollar los trascendentes méritos del glorioso Patriarca. El primero de estos discursos aportó las tres Lecciones del Segundo Nocturno de la Fiesta del Patronato de San José.

Entre los que más trabajaron y contribuyeron con sus escritos a la ampliación de la gloria de San José, están Jean Gerson y el ya citado Isidoro de Isolani, de quienes todos los demás panegiristas posteriores siguieron los pasos y reprodujeron la doctrina.

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En el momento del Concilio de Constanza, la Liturgia general de la Iglesia aún no había consagrado ninguna fiesta en honor de San José.

Y aunque la Iglesia Romana procedió con esa prudente lentitud y madurez que la caracterizan, la cuestión así planteada no se detuvo, y cada siglo dio un paso adelante.

Sólo opcional y de Rito Simple desde su institución por Sixto IV, hacia fines del siglo XV, la Fiesta del diecinueve de marzo fue promovida al Rito Doble un siglo después por el Papa Inocencio VIII.

Durante el siglo XVII, Urbano VIII, en confirmación de un Decreto de su predecesor Gregorio XV, la consignó entre las Fiestas de precepto para todo el mundo.

No fue suficiente. El siglo XVIII vio a la Santa Sede rendir otro doble tributo oficial a esta misma causa. Un pontífice cuya memoria será imperecedera, Clemente XI, tan versado en el conocimiento de las Santas Escrituras, quiso, a instancias de una muy noble y muy venerable hija de Santa Teresa, presidir él mismo la composición de los himnos y de todas las partes del propio del Oficio de San José, que elevó al grado de Doble de Segunda Clase.

En esta misma ocasión, se hicieron pedidos de varias partes para la inclusión del Nombre de este gran Santo en las Letanías.

El asunto fue tratado con una importancia capaz de sorprender a quienes no imaginan la delicadeza y la gravedad de estos asuntos. Estaban en juego varias cuestiones de disciplina y de doctrina.

Surgió una dificultad generalizada en el inconveniente de alentar un sinnúmero de propuestas de este tipo que, dictadas por motivos loables, terminarían haciendo casi imposible el uso de las Letanías en las funciones sagradas; tanto más cuanto que la Congregación de Ritos ya había tenido que luchar contra una marcada tendencia a recortarlas arbitrariamente en la práctica.

Además, ¿qué lugar se le daría a San José? Si sólo ocupase su rango en la serie de Confesores no Pontífices, ¿no sería disminuirlo en lugar de elevarlo en la veneración de los fieles? Y, sin embargo, ¿podría aparecer en las Letanías de otra manera que en los Oficios Divinos?

La Providencia permitió que el Promotor de la Fe llamado a dar su voto fuera el mismo Prelado Próspero Lambertini, que más tarde sería el Papa Benedicto XIV. De ahí surgió una de esas obras magistrales, como las que supo producir este gran canonista. Todos los antecedentes del culto a San José se relatan allí con esa certeza de erudición que le pertenece.

En cuanto a la objeción extraída de la muy prudente ley general, que se opone a la ampliación de una oración tan habitual, la cuestión era si el caso propuesto podría tener consecuencias para otros.

Por lo tanto, si se estableciera que a San José le corresponde una parte propia y única en la economía del misterio fundamental de la religión, que es la unión hipostática del Verbo con la humanidad, y si se demostrase que virtudes incomparables han correspondido a funciones inigualables, la cuestión planteada a esta altura mantendría a una distancia infinita las pretensiones de todos los otros casos.

Este estudio llevó al docto disertante a pasar del dominio canónico al campo completo de la teología, donde se movía con la misma certeza.

Citó el texto de Gerson, que quisiera «tener a su disposición palabras capaces de hacer comprender este misterio tan santo y tan oculto, esta Trinidad tan admirable y venerable de la tierra, Jesús, José y María».

Hizo ver luego que el título de Esposo sin mancha de la Virgen Madre, que la calidad de Padre de Cristo, expresada en las Escrituras y ratificada por la sujeción filial del Hombre-Dios, constituyen gracias y prerrogativas y, por lo tanto, implican también méritos y virtudes que ubican a San José fuera de todas las categorías ordinarias, porque se trata de privilegios y de dones que le son propios y que ningún otro Santo ha compartido.

De ahí estableció esta consecuencia: la invocación de San José puede y debe preceder a la de los mismos Apóstoles y de los Mártires. Porque si, para un derecho tan positivo como el que preside la reglamentación de la Liturgia no puede apoyarse sobre ciertas consideraciones, incluso muy piadosas y muy plausibles, que los canonistas dejan a los predicadores, no obstante, está firmemente establecido que el ministerio de San José excede por su naturaleza y su fin a todos los demás ministerios, incluso los apostólicos.

Finalmente, si se objeta que el nombre de San José se coloca así antes de la invocación general de los Santos Patriarcas y Profetas, lejos de verlo como una dificultad, es necesario reconocer una conveniencia muy sólida.

En efecto, la calificación de patriarca pertenecía al jefe de todas las familias que componían el pueblo de Dios. Ahora bien, por su paternidad respecto de Nuestro Señor Jesucristo, que es la Cabeza de todo el Cuerpo de los predestinados y elegidos, San José justifica este título que no le fue atribuido precipitadamente; y aunque no fue el padre de Cristo por generación natural, y la gran familia de los fieles no procede de él según la carne, esto no le impide haber sido y ser Patriarca de una manera superior y más perfecta.

De acuerdo con estas consideraciones y conclusiones, el Papa Benedicto XIII ordenó que se insertara el nombre de San José, después del nombre de San Juan Bautista, tanto en las grandes Letanías de los Santos como en las Letanías más breves para la recomendación del alma, y que en adelante fuesen recitadas con esta adición por todos los fieles.

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Estos son los preliminares más sobresalientes del acto solemne de Pío IX en 1870, que es como el último sello de la autoridad de la Iglesia sancionando los deseos y consagrando la devoción de los fieles.

Si el culto de los Santos es ante todo un homenaje a su excelencia y virtudes, también es y casi siempre se inspira principalmente en la confianza de los fieles en su poder y en la probada eficacia de su protección.

Para que una devoción se haga popular, no basta con que el siervo de Dios que es objeto de ella goce de un poderoso crédito en el Cielo; los fieles deben haberlo sentido y manifestado con signos particulares.

De ahí una regla establecida en la Iglesia.

Ciertamente Dios podría encomendar directamente a uno de sus elegidos la tutela de una nación, una ciudad, una familia, un individuo, así como Él mismo encarga uno de sus espíritus celestiales a su cuidado; y no le faltan los medios para revelar lo que así hubiera ordenado con su suprema y benevolente autoridad.

Sin embargo, en el orden humano de las cosas, el título de Patrón se confiere a un Bienaventurado del Cielo:

– en la medida en que haya sido libremente adoptado como tal por la confianza de sus devotos,

– y con la condición de que esta elección, revestida de las condiciones prescritas, haya sido aceptada y consagrada por la Iglesia.

Ahora bien, el afán de los pueblos por el servicio de San José no había dejado de crecer en los últimos cinco siglos.

Hemos hablado de los actos generales de la Sede Apostólica que se extienden a toda la Iglesia.

Harían falta varios volúmenes para relatar todas las manifestaciones de la piedad privada, todos los monumentos de la confianza de familias, institutos seculares o regulares, ciudades, reinos…; construcción de templos, capillas, altares; erecciones de monasterios, cofradías; indulgencias solicitadas y obtenidas; establecimiento de fiestas secundarias como la de los Desposorios de María y José; la consagración de un mes en particular a ejercicios piadosos en su honor…, ¿qué más?…

¡Tantas pruebas de este sentimiento!, que se hizo más fuerte día a día, que llevó a los fieles a reconocer en San José una intercesión muy poderosa y muy eficaz en sí misma por el bien y el progreso religioso de las almas, que resultó un recurso especialmente reservado para los cristianos, la sociedad y la Iglesia ante las extraordinarias crisis y complicaciones temporales que acompañaban las impiedades de los últimos tiempos.

Nadie ha hablado con más ardor que Santa Teresa sobre la ayuda de todo tipo que se puede esperar del crédito de este gran Santo. Llegó es escribir:

“Él siempre me ha escuchado, más allá de mis oraciones y esperanzas. No recuerdo haberle pedido nada hasta el día de hoy, que no me lo haya concedido … El Altísimo sólo da gracias a los demás santos por ayudarnos en tal o cual necesidad; pero el glorioso San José, lo sé por experiencia, extiende su poder a todas. Nuestro Señor quiere que entendamos con esto que, así como se sometió a él en esta tierra de exilio, reconociendo en él la autoridad de un padre adoptivo y de un gobernador, también le gusta hacer su voluntad en el cielo concediendo todas sus peticiones”.

Dice en otro lugar: «Hasta ahora siempre he visto a personas que han tenido por él una verdadera devoción y sostenidas por las obras, progresar en la virtud; porque este protector celestial favorece de manera sorprendente el avance espiritual de las almas que se le encomiendan … Las personas de oración, sobre todo, deben amarlo con ternura filial … Quien aquél que no encuentre a nadie que le enseñe la oración, elija a este santo admirable como su maestro; en poco tiempo se beneficiará y no se extraviará bajo su guía”.

Finalmente, por el relato que ella hace de la ayuda obtenida durante la construcción de su monasterio de San José de Ávila, la reformadora del Carmelo contribuyó mucho a difundir en las familias religiosas esta confianza que les valió más de una vez resultados asombrosos.

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De hecho, el Siervo Fiel a quien Dios había establecido como mayordomo y proveedor de la Sagrada Familia, y que tantas veces tuvo que proveer a las necesidades urgentes de ella en situaciones extremas, mantuvo este don y este privilegio de ser, de alguna manera, la providencia temporal de los hijos de Dios en las dificultades.

Lo hemos visto: el nombre y el atributo de Patriarca le pertenecen porque es, en un sentido elevado y muy verdadero, Cabeza y Padre de toda la nación de los elegidos, de toda la gran familia de los miembros del Cuerpo Místico de Jesús, la Santa Iglesia.

Por lo tanto, tiene la solicitud y, al mismo tiempo, el poder para satisfacer las necesidades domésticas del pueblo cristiano. Y si no es raro que la angustia de los individuos haya recibido de Él el alivio más inesperado, ¡cuánto más la gran sociedad que se ha convertido en la casa de Cristo en la tierra, y el sucesor de Pedro tenían derecho a esperar ayuda y rescate de Él en las horas supremas!

Ya era el sufrimiento temporal de la Iglesia y del Papado lo que alegaba el canciller Gerson en la patética conclusión del discurso en el que pedía a los Padres de Constanza un testimonio público de piedad hacia San José: se trataba de obtener, por los méritos y por la intercesión tan grande, tan poderosa y, por así decirlo, tan imperiosa de tal Patrón, que la Iglesia, tristemente dividida entre varias obediencias, fuese devuelta a su único Esposo, al Pontífice verdadero y cierto.

Un sentimiento similar expresó el dominico de Milán en el siglo siguiente cuando, en la dedicatoria de su libro al Papa Adriano VI, dijo: “La dueña de las naciones está sentada hoy solitaria en su dolor; Italia es sacudida por las tormentas de las facciones, inundada con la sangre de los fieles, llorando por sus ciudadanos exiliados, gimiendo al ver las casas monásticas saqueadas, afligida por la dispersión de los monjes reducidos a la mendicidad … En estas espantosas circunstancias, no es a la ligera que crea que la paz será restaurada en Italia por las santas oraciones de José”.

Finalmente, Benedicto XIV hizo valer una consideración del mismo tipo cuando, después de haberse apoyado en el ejemplo de estas dos graves figuras, insistió en que, en medio de las calamidades contemporáneas de la Iglesia, se le concediera a San José la única clase de honor y de culto que parecía poder agregarse a todo lo que antecedía. El erudito Promotor de la Fe no previó que se pudiera ir más lejos.

Las palabras proféticas que le gustó citar en esa ocasión, sin embargo, dieron esperanza; y eso es lo que sucedió en 1870.

Isidoro de Isolani había anunciado que San José, poseyendo el título de Patrono principal y especial de toda la Iglesia militante, su fiesta figuraría entre las principales y más veneradas.

El Acto Apostólico que produciría este oráculo había estado durante mucho tiempo en los votos de la cristiandad.

El Papa Pío IX dio una primera satisfacción a este deseo al establecer, en el Tercer Domingo después de Pascua, la Fiesta del Patronato de San José; disponiendo así que este Santo, cuya fiesta, ocurriendo siempre en Cuaresma, no era casi en ninguna parte una fiesta pública para los fieles, tuviese en todas partes el culto público. Con el decreto de la Sagrada Congregación de Ritos, Inclytus Patriarcha Joseph, del 10 de septiembre de 1847, extendió a toda la Iglesia la Fiesta del Patronato de San José.

Pero aún faltaba la declaración auténtica del título de Patrono de la Iglesia universal. Las solicitudes con este propósito se multiplicaban; desde los distintos puntos de la Cristiandad los Obispos hicieron llegar su sufragio y el de los fieles a la Santa Sede; en particular, una considerable reunión de Cardenales, Arzobispos y Obispos, Prelados Mitrados, Generales y Provinciales de Órdenes Religiosas, reunidos en Trento en 1863 para la celebración del tercer centenario de la conclusión del gran Concilio, públicamente expresó el deseo de un nuevo aumento del culto a San José, con el fin de obtener una solución favorable a las dificultades que se acumulaban año tras año en torno al Sumo Pontífice.

Finalmente, durante la celebración del Concilio Vaticano, se renovó brillantemente la misma petición, basada en las mismas consideraciones. Ese paso fue necesariamente decisivo. Evidentemente, la hora marcada en el máximo Concilio estaba a punto de sonar.

Y he aquí la parte substancial del Decreto Quemadmodum Deus, del 8 de diciembre de 1870:

“Puesto que en estos tiempos tristísimos la misma Iglesia es atacada por doquier por sus enemigos y se ve oprimida por tan graves calamidades que parece que los impíos hacen prevalecer sobre ella las puertas del infierno, los venerables obispos de todo el orbe católico, en su nombre y en el de los fieles a ellos confiados, elevaron sus preces al Sumo Pontífice para que se dignara constituir a san José por patrono de la Iglesia.

Y al haber sido renovadas con más fuerza estas mismas peticiones y votos durante el santo concilio ecuménico Vaticano, Nuestro Santísimo Papa Pío IX, conmovido por la luctuosa situación de estos tiempos, para ponerse a sí mismo y a todos los fieles bajo el poderosísimo patrocinio del santo patriarca José, quiso satisfacer los votos de los obispos y solemnemente lo declaró Patrono de la Iglesia Católica.

Y ordenó que se su fiesta del 19 de marzo se celebrara en lo sucesivo con rito doble de primera clase, sin octava por motivo de caer en cuaresma”.

Además, con la Carta Apostólica Inclytum Patriarcham, del 7 de julio de 1871, Pío IX reconoció el derecho a un culto específico de San José, con la introducción de «privilegios y honores» particulares que pertenecen a los Patriarcas según las rúbricas del Misal y del Breviario Romanos (es decir, la recitación del Credo, la inserción de la invocación Cum Beato Joseph en la oración A cunctis, la adición de la Antífona a las Vísperas Ecce fidelis servus, a Laudes Ipse Iesus y la oración Deus, qui ineffabili providentia).

San Pío X trasladó la Fiesta del Patronato al miércoles siguiente al Tercer Domingo de Pascua; y por decreto de la Congregación de Ritos, del 18 de marzo de 1909, aprobó las Letanías en su honor con las indulgencias relativas.

Benedicto XV aprobó y concedió el 9 de abril de 1919 la introducción del texto del Prefacio en el Misal Romano precisamente para las Misas de San José, tanto festivas como votivas.

Y con motivo del 50° aniversario de la proclamación de San José como Patrono Universal de la Iglesia, con el Decreto de la Congregación de Ritos, del 23 de febrero de 1921, introdujo el nombre de San José en las invocaciones para la reparación de las blasfemias Bendito sea Dios.

Entre paréntesis, tengamos en cuenta que ningún Pontífice ni Concilio se atrevió a tocar el Canon del Misal Romano para insertar allí el nombre del Glorioso Patriarca. Esto sucedió durante el concilábulo Vaticano II y por prurito de Juan XXIII…

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En otras épocas, los “inteligentes según el mundo” tal vez hubieran sonreído ante un acto a sus ojos tan desproporcionado con los efectos que la Iglesia espera del Decreto de Pío IX.

En cuanto a nosotros, que vivimos tiempos cuyos principios son desconocidos para los “sabios de la tierra”, incluso si son clérigos…, tenemos fe en el éxito de aquello que responde a tan larga y tan legítima aspiración de almas sometidas a la fecunda y vivificante acción de la gracia.

Sabemos que Nazaret fue la cuna y el germen de la Iglesia, y creemos que quien se encargó de suplir todas las necesidades de esta casa divina, sigue siendo el Mayordomo, incluso temporal, de la gran familia cristiana.

Si no lo hubiésemos sabido hasta ahora, la voz del Vicario de Cristo nos lo enseñó:

“Del mismo modo que Dios constituyó al otro José, hijo del patriarca Jacob, gobernador de toda la tierra de Egipto para que asegurase al pueblo su sustento, así al llegar la plenitud de los tiempos, cuando iba a enviar a la tierra a su unigénito para la salvación del mundo, designó a este otro José, del cual el primero era un símbolo, y le constituyó señor y príncipe de su casa y de su posesión y lo eligió por custodio de sus tesoros más preciosos”.

La casa de Cristo es eminentemente la Santa Iglesia; su posesión terrenal son las almas de los fieles.

Entonces, no hay duda de que el Patrono celestial de la Iglesia universal, aclamado y honrado con mayor confianza y veneración, proporcionará la ayuda que Ésta necesita al presente:

“Proteged, oh prudentísimo Custodio de la Sagrada Familia, el linaje escogido de Jesucristo; preservadnos, Padre amantísimo, de todo contagio de error y corrupción, sednos propicio y asistidnos desde el Cielo, poderosísimo Protector nuestro, en el combate que al presente libramos contra el poder de las tinieblas. Y del mismo modo que, en otra ocasión, librasteis del peligro de la muerte al Niño Jesús, defended ahora a la Iglesia Santa de Dios de las asechanzas de sus enemigos y contra toda adversidad”.

No hay duda alguna de que San José volverá benigno los ojos a la herencia que Jesucristo conquistó con su Sangre y que nos socorrerá con su poder en nuestras necesidades actuales.