Conservando los restos
A los fieles de los países del Plata,
previniéndolos de la próxima gran tribulación,
desde mi destierro, ignominia y noche oscura.
Leonardo Castellani, Captivus Christi, 1946-1951
SECCIÓN TERCERA
EL ADVENIMIENTO
20.- LA NUEVA JERUSALÉN
Basta de visiones de maldición. Interpreten ustedes las otras seis plagas, que son fáciles.
La Visión que cierra el Apokalypsis es de la Nueva Jerusalén. Hay dos Jerusalenes nuevas, la celestial y la terrena, madre de todos nosotros.
La Jerusalén celestial es la actual congregación de los salvados; o sea, lo que llamamos el Cielo, hállese donde se halle. El Profeta los ve debajo del altar, clamando venganza contra el poderío injusto y homicida del infierno y el mundo; altro que como los veía Víctor Hugo, rogando piedad a Dios para los sinvergüenzas como él.
Como todo gran poeta, Víctor Hugo es un resonador de su tiempo y de su tierra, donde se puede contemplar clara y amenamente el espíritu de la herejía progresista o modernista; casi inmune de su malignidad, por la vacuidad filosófica y la capacidad retórica y estética del poeta. Véase, por ejemplo, en el tercer tomo de La Légende des Siècles, la pieza L: L’élégie des fléaux, viva expresión de la mentalidad moderna —liberal y progresista— ante lo apocalíptico. Y en tono pueril de patrioterismo supersticioso continúa pontificando y profetando el poeta durante trescientos versos, pira exhortar a Francia a «ser grande», a adorar a Dios, a eliminar a los curas, a orar al aire libre y a elegirlo a él senador y par del Reino. Y continúa este mistificador sonoro prometiendo el paraíso en la tierra a corto plazo, si le hacen caso, entre descomunales injurias a los sacerdotes, exhortaciones al heroísmo… de los demás, y fáciles cheques sobre el futuro, que, por desgracia para nosotros, se han descubierto sin fondos.
«Y vi el alma de los degollados por Cristo debajo del altar, orando y clamando:
«— ¿Hasta cuándo, Señor santo y veraz, no juzgas y no vindicas nuestra sangre de aquellos que viven en la tierra?».
«— Hasta que se completen vuestros hermanos y consiervos que han de ser matados como vosotros»”.
El Cielo es la visión de Dios y la posesión fusionante y unitiva del alma con la deidad. Pero las almas beatas claman en cierto modo por sus cuerpos, cuyas son formas sustanciales.
Pero esta Jerusalén celeste, que ya funciona desde que Cristo “bajó a los infiernos” el día de su muerte, no es la Jerusalén terrestre que ve bajar ahora el Profeta “adornada como una esposa para el varón». Estotra es “un cielo nuevo y una tierra nueva”. Es el “tabernáculo de Dios con los hombres, para que desde ahora vivan juntos; porque yo [dice Dios] renuevo ahora todas las cosas». No es la esposa de Dios, sino la prometida del Cordero, que desciende del cielo a la tierra con la claridad del cristal y el fulgor del crisólito y el jaspe. Es una ciudad cercada y medida, con doce puertas y doce fundamentos, en forma de cubo perfecto. El sol que la ilumina no es otro que el Cordero, la surca un río de agua viva, y hay en ella doce árboles que dan el fruto de la vida y tienen hojas que curan todo mal.
El Profeta la describe con términos corporales y la promete para los últimos tiempos, para después de la Segunda Venida. Es un error exegético, por tanto, identificarla con el cielo de las almas y con la bienaventuranza definitiva. Están descritas de diferente manera, la celeste y la terrena.
Quisiera describirla. ¿Quién podrá describirla mejor que San Juan? Pero yo quisiera describirla para mis hermanos los argentinos. Quisiera tener, para describirla, la elocuencia del padre Golía para los italianos.
En la Pascua de 1930 oí en Roma un sermón sobre el cielo, del gran predicador italiano Golía, jesuita. (Dijeron que Mussolini estaba de incógnito oyendo el sermón ése, pero yo no lo vi. Eso sí, estaba lleno de militares y de aristócratas romanos).
Golía hizo un sermón largo, amoroso y humoroso, acerca de la perfección final de la natura humana en la vida venidera —que eso y no otra cosa es el cielo—, de hacer llorar y reír al mismo tiempo.
Dijo que no hubiera más en el cielo que la supresión de todos los males terrenos, ya eso era paraíso. Describió los principales males terrenos, error, discordia, mentira, guerra, trabajo, incertidumbre, disgustos, enfermedad, vejez y muerte.
Y después glosó humorosa y líricamente —haciendo chistes al mismo tiempo contra las beatas que cuchicheaban y movían las sillas y no dejaban escuchar— la promesa del Profeta:
Secaré de sus ojos toda lágrima Yo mismo, dice Dios, y ya no habrá más muerte y luto lúgubre, pues estarán conmigo sin ser dos; y ya no habrá clamor, dolor, ni estrépito, porque todo lo viejo se acabó (Apokalypsis XXI, 4).
De mí sé decir que si me quitaran solamente mis neuralgias semanales, el subdirector del diario y el calor y los colectivos de Buenos Aires, ya sería para mí el cielo. Aunque es claro que enseguida estaría descontento otra vez y empezaría a soñar nuevos cielos y nuevos amores: porque así somos.
Pero aquel día, oyendo a Golía, lloré como una magdalena; y ahí está el canónigo Speroni, que se hallaba a mi lado y no me dejará mentir.
Después empezó Golía a recorrer todas las dichas terrenas y a purificarlas y a sublimarlas (incluso el terreno amor de las mujeres. Estaba allí Mussolini, según dicen, a quien perdió el trágico amor de las mujeres), para mostrar cómo serán todas las cosas nuevas en la Jerusalén terrena, donde reinarán los santos con Cristo mil años.
Esos mil años, después de la resurrección primera, en que reinarán con Cristo los mártires, los interpretan, para antes de la Segunda Venida de Cristo, una escuela exegética llamada evolucionista, y para después de esa Venida, otra escuela llamada milenarista.
El milenarismo se divide en milenarismo carnal y milenarismo espiritual.
El milenarismo carnal o judaizante, técnicamente llamado quiliasmo, ha sido prohibido por la Iglesia; la cual también ha prohibido la enseñanza de un milenarismo espiritual llamado mitigado en las regiones de Sud América, con el Decreto disciplinar de la S. C. del índice del 22 de junio de 1940.
Milenarismo y evolucionismo
Este párrafo creemos dice a un ojo limpio con bastante claridad lo necesario.
Pero ha suscitado por desgracia una fuerte crítica de un teólogo (?), que nos trata de milenarista y otras lindezas. En honor de la ancianidad y bondad personal del crítico, aclarémonos más, si es posible.
Evolucionismo. Es la opinión de los que sostienen que el cap. XX del Apokalypsis se debe interpretar alegóricamente. Es decir, que la primera resurrección significa la gracia; los tronos significan los obispos; las almas de los degollados significan los buenos cristianos; y el Milenio no es otra cosa que el reinado actual de la Iglesia en el mundo. Tropos…
Milenarismo. Es la opinión que interpreta el mismo pasaje en sentido literal. Se divide en espiritual y carnal o, por otro nombre, craso.
Milenarismo carnal designa la tendencia judaizante y novelesca que en los primeros siglos imaginó un triunfo temporal y mundano de Cristo, semejante al que de hecho le exigiera el fariseísmo en vida; con un séquito de satisfacciones, desquites y deleites groseros para los resucitados, en los cuales la fantasía animal se dio libre curso. Este quiliasmo desmesurado fue condenado por la Iglesia, después de haber suscitado las iras, también un poco desmesuradas, de San Jerónimo. Como actitud espiritual, este milenarismo no deja de subsistir incluso hoy día; por ejemplo, en algunas sectas protestantes, y en la mística de los grandes imperialismos actuales.
El Milenarismo espiritual se puede resumir en estas palabras de Hallo: “Un Milenio está predicho en la Escritura; ese período todavía no se ha dado; en qué consiste a punto fijo y en pormenor no lo sabemos; cuando se dé, lo sabremos”.
Así expresado, con discreción y agnosticismo, ese quiliasmo no ha sido jamás condenado por la Iglesia; ni —audemus dicere— lo será nunca, por la simple razón de que la Iglesia no va a condenar la mayoría de los Santos Padres de los cinco primeros siglos, entre ellos a los más grandes… (véase Ecclesia Patristica et Millenarismus, Expositio Historica a Flor, Alcañiz S. J., Doctore et Magistro Aggregato Facultati Philosophieae in Universitate Gregoriana, Granatae, 1933.)
Lo que ha hecho no ha mucho la Iglesia, ha sido prohibir por un decreto del Santo Oficio la enseñanza de un milenarismo mitigado, claramente definido en la misma prohibición, la cual naturalmente no sería lícito ampliar; porque “odiosa sunt restringenda”; a saber: “el milenarismo de los que enseñen que antes del juicio final, con previa o sin previa resurrección de justos, Cristo volvería a la tierra a reinar corporalmente».
Este decreto es del 9 de julio de 1941. El decreto ut jacet agarraba también a los exegetas llamados evolucionistas, puesto que, según éstos, Cristo reina ya corporalmente —desde el Santísimo Sacramento— a partir de su Resurrección hasta el Fin del Mundo. Pero no tocaba, según parece, a los milenaristas sensatos.
Salió otro decreto declaratorio tres años después (A. A. S., 1944, pág. 212), en el cual la palabra corporaliter ha sido cambiada por visibiliter. Conforme a él, queda excluida la enseñanza, no sólo del milenarismo craso, mas también del carnal-mitigado, que imagina un Reino temporal de Cristo a la manera de los imperios de este mundo, con su corte en Jerusalén, su palacio, sus ceremonias y festividades, su presencia visible y continua —y hasta su ministro de Agricultura…—; “teología para negros”, como dice Ramón Doll; semejante al cielo de la película Green Pastures.
Nosotros no enseñamos ni creemos ninguno de estos dos milenarismos, está de más el decirlo; aplicamos aquí simplemente al Apokalypsis el llamado en exégesis sistema esjatológico, en oposición al sistema histórico y al sistema alegórico.
Y al crítico prepóstero, que tan mal ha leído mi librito y con tanta acrimonia lo juzga, me contento con copiarle unas líneas de dos autoridades en materia de exégesis:
Primero, mi maestro en la Gregoriana 1929-1931, R. P. Silvio Rosadini: “Recolere ante omnia juvabit […] millenarismun, speciatim illum purum et spiritualem, nunquam ab Ecclesia damnatum fuisse. Insuper, verum non est regnum millenarium esse necessariam consequentiam hujus sistematis […] Sunt qui Apocalypsim eschatologice explicant et tamen quodcumque millenarium regnum rejiciunt […] Sunt e contrario plures, alia systemata sectantes, qui hoc modo regnum millenarium Capitis XX exponunt” (Silvius Rosadini, S. J., Inst. Introduct. in Libros Novi Testamento, Vol. III, pág. 112, Romae, 1931, Apud Aedes Universitatis Gregor.).
Otra autoridad más cercana a nosotros y no menos respetable e infinitamente oportuna son las dos notas que acerca de esta cuestión escribe monseñor doctor Juan Straubinger en su versión directa del griego anotada y comentada del Nuevo Testamento editada por Dedebec, 1948, págs. 383 y 384, sobre San Juan, XX, 5 y 6.
El resumen de esta espinosa cuestión que allí hace el docto profesor del Seminario de La Plata nos parece coincidir tan exactamente con nuestro pensamiento, tal como en este libro hace seis años se fijó, que queremos ponerle broche de oro haciendo nuestras al final todas y cada una de sus ponderadas y exactísimas palabras.
Helas aquí (Notas a los versículos 5 y 6 del capítulo XX del Apocalipsis, según la edición de 1948):
“5. La primera resurrección: He aquí uno de los pasajes más diversamente comentados de la Sagrada Escritura.
En general se toma esta expresión en sentido alegórico: la vida en estado de gracia, la resurrección espiritual del alma en el Bautismo, la gracia de la conversión, la entrada del alma en la gloria eterna, la renovación del espíritu cristiano por grandes santos y fundadores de Órdenes religiosas (San Francisco de Asís, Santo Domingo, etc.), o algo semejante.
Bail, autor de la voluminosa Summa Conciliorum, lleva a tal punto su libertad de alegorizar las Escrituras, que opta por llamar primera resurrección la de los réprobos porque éstos, dice, no tendrán más resurrección que la corporal, ya que no resucitarían para la gloria.
Según esto, el versículo 6 alabaría a los réprobos, pues llama bienaventurado y santo al que alcanza la primera resurrección.
La Pontificia Comisión Bíblica ha condenado en su decreto del 20-VIII-1941 los abusos del alegorismo, recordando una vez más la llamada “regla de oro”, según la cual, de la interpretación alegórica no se pueden sacar argumentos.
Sin embargo, hay que reconocer aquí el estilo apocalíptico. En I Corintios XV, 23, donde San Pablo trata del orden en la resurrección, hemos visto que algunos Padres interpretan literalmente este texto como de una verdadera resurrección primera, fuera de aquella a que se refiere San Mateo en XXVII, 52 y siguiente (resurrección de santos en la muerte de Jesús) y que también un exégeta tan cauteloso como Cornelio a Lapide la sostiene. Cf. I Tesalonicenses IV, 16; I Corintios VI, 2-3; II Timoteo II, 16 y siguientes, y Filipenses III, 11, donde San Pablo usa la palabra “exanástasis” y añade “ten ek nekróon” o sea literalmente, la ex-resurrección, la que es de entre los muertos.
Parece, pues, probable que San Juan piense aquí en un privilegio otorgado a los Santos (sin perjuicio de la resurrección general), y no en una alegoría, ya que San Ireneo, fundándose en los testimonios de los presbíteros discípulos de San Juan, señala como primera resurrección la de los justos (cf. Lucas XIV, 14 y XX, 35).
La nueva versión de Nácar-Colunga ve en esta primera resurrección un privilegio de los santos mártires, “a quienes corresponde la palma de la victoria. Como quienes sobre todo sostuvieron el peso de la lucha con su Capitán, recibirán un premio que no corresponde a los demás muertos, y éste es juzgar, que en el sentido bíblico vale tanto como regir y gobernar al mundo, junto con su Capitán, a quien por haberse humillado hasta la muerte le fue dado reinar sobre todo el universo (Filipenses II, 8 y siguiente)”. Véanse Filipenses III, 10-11; I Corintios XV, 23 y 52, y notas; Lucas XIV, 14; XX, 35; Hechos IV, 2.
6. Con el cual reinaron los mil años: Fillion dice a este respecto: “Después de haber leído páginas muy numerosas sobre estas líneas, no creemos que sea posible dar acerca de ellas una explicación enteramente satisfactoria.”
Sobre este punto se ha debatido mucho en siglos pasados la llamada cuestión del milenarismo o interpretación que, tomando literalmente el milenio como reinado de Cristo, coloca esos mil años de los versículos 2-7 entre dos resurrecciones, distinguiendo como primera la de los versículos 4-6, atribuida sólo a los justos, y como segunda y general la mencionada en los versículos 12-13 para el juicio final del versículo 11.
La historia de esta interpretación ha sido sintetizada en breves líneas en una respuesta dada por la Revista Bíblica de Buenos Aires (mayo de 1941) diciendo que “la tradición, que en los primeros siglos se inclinó en favor del milenarismo, desde el siglo V se ha pronunciado por la negación de esta doctrina en forma casi unánime”.
La Suprema Sagrada Congregación del Santo Oficio cortó la discusión declarando, por decreto del 21 de julio de 1944, que la doctrina “que enseña que antes del juicio final, con resurrección anterior de muchos muertos o sin ella, Nuestro Señor Jesucristo vendrá visiblemente a esta tierra a reinar, no se puede enseñar con seguridad (tuto doceri non posse)”.
Para información del lector, transcribimos el comentario que trae la gran edición de la Biblia de Pirot-Clamer sobre este pasaje:
“La interpretación literal: varios autores cristianos de los primeros siglos pensaron que Cristo reinaría mil años en Jerusalén (vers. 9) antes del juicio final. El autor de la Epístola de Bernabé (XV 4-9) es un milenarista ferviente; para él, el milenio se inserta en una teoría completa de la duración del mundo, paralela a la duración de la semana genesíaca: 6.000 + 1.000 años. San Papías es un milenarista ingenuo. San Justino, más avisado, empero, piensa que el milenarismo forma parte de la ortodoxia (Diálogo con Trifón, 80-81). San Ireneo, lo mismo (Contra las Herejías, V, 28, 3), al cual sigue Tertuliano (Contra Marción, III, 24). En Roma, San Hipólito se hace su campeón contra el sacerdote Caius, quien precisamente negaba la autenticidad joanea del Apocalipsis, para abatir más fácilmente el milenarismo.”
Relata aquí Pirot la polémica contra unos milenaristas cismáticos, en que el obispo Dionisio de Alejandría “forzó al jefe de la secta a confesarse vencido”, y sigue: “Se cuenta también entre los partidarios más o menos netos del milenarismo a Apolinario de Laodicea, Lactancio, San Victorino de Pettau, Sulpicio Severo, San Ambrosio. Por su parte, San Jerónimo, ordinariamente tan vivaz, muestra con esos hombres cierta indulgencia (Sobre Isaías, libro 18). San Agustín, que dará la interpretación destinada a hacerse clásica, había antes profesado durante cierto tiempo la opinión que luego combatirá. Desde entonces el milenarismo cayó en el olvido, no sin dejar curiosas supervivencias, como las oraciones para obtener la gracia de la primera resurrección, consignadas en antiguos libros litúrgicos de Occidente (Dom Leclercq).”
Más adelante cita Pirot el decreto de la Sagrada Congregación del Santo Oficio, que trascribimos al principio, y continúa: “Algunos críticos católicos contemporáneos, por ejemplo Calmes, admiten también la interpretación literal del pasaje que estudiamos. El milenio sería inaugurado por una resurrección de los mártires solamente, en detrimento de los otros muertos.
La interpretación espiritual: Esta exégesis —sigue diciendo Pirot—, comúnmente admitida por los autores católicos, es la que San Agustín ha dado ampliamente.
Agustín hace comenzar este período en la Encarnación, porque profesa la teoría de la recapitulación, mientras que, en la perspectiva de Juan, los mil años se insertan en un determinado lugar en la serie de los acontecimientos.
Es la Iglesia militante, continúa Agustín, la que reina con Cristo hasta la consumación de los siglos; la primera resurrección debe entenderse espiritualmente del nacimiento a la vida de la gracia (Col. III, 1-2; Fil. III, 20; cf. Juan, V, 25); los tronos del vers. 4 son los de la jerarquía católica, y es esa jerarquía misma, que tiene el poder de atar y desatar.
Estaríamos tentados —concluye Pirot— de poner menos precisión en esa identificación. Sin duda, tenemos allí una imagen destinada a hacer comprender la grandeza del cristiano: se sienta, porque reina (Mat. XIX, 28; Luc. XXII, 30; I Cor. VI, 3; Ef. I, 20, y II, 6; Apoc. I, 6; V, 9).”
Hasta aquí las notas de Mons. Straubinger.