Exordio. – Sermón a los predicadores

1. “Un ciego estaba sentado al borde del camino, y gritaba: “Hijo de David, ¡ten piedad de mí!” (Lc 18, 3538).
Se lee en el primer libro de los Reyes: “Samuel tomó una ampolla de aceite y la derramó sobre la cabeza de Saúl” (10, 1). Samuel se interpreta “pedido”, y representa al predicador, que la Iglesia con sus plegarias pide a Cristo, el cual dice en el evangelio: “Pidan al dueño de la mies, que envíe obreros a su mies” (Mt 9, 38). El predicador debe tomar la ampolla del aceite, que es un frasco cuadrangular figura de la doctrina evangélica, llamada cuadrangular a motivo de los cuatro evangelistas, y de ella debe derramar el aceite de la predicación sobre la cabeza de Saúl, es decir, en el alma del pecador. Saúl se interpreta “el que abusa”, y con razón representa al pecador que abusa de los dones de la naturaleza y de la gracia.
Observa que el aceite unge e ilumina. Así la predicación unge y hace maleable la piel, “avejentada en los días de pecado” (Dan 13, 52) y endurecida por los pecados, o sea, la conciencia del pecador. La predicación también unge al atleta de Cristo y lo consagra para el combate contra las potencias (diabólicas) del aire, que deben ser derrotadas. Por eso se lee en el tercer libro de los Reyes que “Sadoc ungió a Salomón en Gihón” (1, 45). Sadoc se interpreta “justo”, y es figura del predicador, que, como sacerdote, ofrece el sacrificio de justicia en el altar de la pasión del Señor. El ungió a Salomón, que se interpreta “pacífico”, en Gihón, que significa “lucha”. El predicador con el aceite de la predicación debe ungir al pecador convertido para prepararlo a la lucha, con el fin de que no ceda a las sugestiones del diablo, pisotee las seducciones de la carne y desprecie al mundo engañador.
El aceite también ilumina, porque la predicación ilumina el ojo de la razón, para que pueda ver el rayo del verdadero sol. Y entonces, en el nombre de Jesucristo, tomaré la ampolla de este santo evangelio y de ella derramaré el aceite de la predicación, con el cual se alumbren los ojos del ciego, del que está escrito: “Un ciego yacía al borde del camino”.
2. En este domingo se lee el evangelio del ciego iluminado. En el mismo evangelio se hace mención de la pasión de Cristo, y se lee y se canta la historia de la peregrinación de Abraham y de la inmolación de su hijo Isaac. Y en el introito de la misa se dice: “¡Sé para mí, Señor, el Dios que protege!”; y se lee la epístola del bienaventurado Pablo a los corintios: “Aunque hablara las lenguas de los ángeles y de los hombres…” Para el honor de Dios y para la iluminación de sus almas, vamos a poner de acuerdo todas estas lecturas.
I La ceguera del alma
3. “Un ciego estaba sentado”. Sin nombrar a todos los demás ciegos iluminados por el Señor, al menos queremos recordar a tres. El primero es el ciego del evangelio, ciego desde el nacimiento, iluminado con la saliva y el lodo (Jn 9, 17); el segundo es Tobías, cegado por el estiércol de las golondrinas y curado con la hiel del pez (2, 11); el tercero es el obispo de Laodicea, al cual dice el Señor: “¿No ves cómo eres un infeliz, un pobre, un ciego, un desnudo que merece compasión? Sigue mi consejo: cómprate de mí oro refinado para hacerte rico, ropas blancas para cubrirte y no presentarte más desnudo para tu vergüenza. Por fin, pídeme colirio, para untar tus ojos y poder ver” (Ap 3, 1718). Vamos a ver qué simbolizan estos tres ciegos.
El ciego desde el nacimiento representa de modo alegórico al género humano, cegado en los primeros padres. Jesús lo iluminó, cuando escupió en tierra y untó sus ojos con el lodo. La saliva, que desciende de la cabeza, simboliza a la divinidad, la tierra simboliza a la humanidad. La mezcolanza de la saliva y de la tierra simboliza la unión de la naturaleza divina con la humana. Con esa unión fue iluminado el género humano. Y las palabras del ciego que grita, sentado al borde del camino, subrayan estas dos naturalezas:” ¡Ten piedad de mí!”, se refiere a la humanidad; “Hijo de David”, se refiere a la divinidad.
4. En sentido moral, este ciego representa al soberbio. Su soberbia la describe así el profeta Abdías: “Aunque tú te elevaras como un águila y colocaras tu nido entre las estrellas, de allá arriba yo te haré precipitar, dice el Señor” (1, 4).
El águila, que vuela más alto que las demás aves, simboliza al soberbio, que, con las dos alas de la arrogancia y de la vanagloria, ansía ser considerado superior a todos. A él se le dijo: “Aunque colocaras tu nido”, o sea, tu vida, “entre las estrellas”, o sea, entre los santos que en un lugar oscuro brillan como las estrellas del firmamento, “yo te haré precipitar de allí, dice el Señor”. El soberbio se esfuerza por colocar su nido en la compañía de los santos. Dice Job: “La pluma del avestruz”, o sea, del hipócrita, “es semejante a las plumas de la cigüeña y del gavilán” (39, 13), o sea, del justo.
Observa que el nido tiene en sí mismo tres cosas: el interior está hecho de cosas blandas, el exterior está construido con cosas duras y toscas, y está colocado en un lugar poco seguro, expuesto al viento. Así la vida del soberbio tiene en el interior alguna molicie, que es el placer carnal; pero en lo exterior está rodeada de espinas y de leños secos, o sea, de obras muertas; en fin, está expuesta al viento de la vanidad y se halla en una situación precaria, porque desde la mañana a la noche no sabe si será quitada de por medio. Y ésta es la conclusión: “Desde arriba, dice el Señor, yo te precipitaré al infierno”. Por esto se dice en el Apocalipsis: “Que sufra tantos tormentos y desdichas, cuantos fueron su orgullo y su lujo” (Ap 18, 7).
5. Y observa que este ciego soberbio es iluminado con saliva y lodo. La saliva es el semen del padre, que es emitido en la viscosa matriz de la madre, en la que se engendra la miserable criatura humana. Por cierto, la soberbia no lo cegaría, si considerara su tan miseranda manera de venir al mundo. Por esto dice Isaías: “Presten atención a la piedra, de la que fueron tallados, y al hueco de la cantera de donde fueron arrancados” (51, 1). La piedra es nuestro padre carnal; el hueco de la cantera es la matriz de nuestra madre. Del primero salimos en una fétida efusión del semen; de la segunda nos desprendemos en el parto, lleno de dolores. ¿Por qué, pues, te ensoberbeces, oh desgraciada criatura humana, engendrada con tan vil saliva, procreada en tan medroso hueco y allí nutrido por nueve meses con sangre menstrua?
Al contacto con aquella sangre, las mieses no germinan, el mosto se vuelve vinagre, las hierbas mueren, las plantas pierden sus frutos, la herrumbre corroe el hierro, los bronces ennegrecen, y si los perros la ingieren, son afectados por la rabia y sus mordiscones son dañosos y producen linfatismo, Por otra parte, las mismas miradas de las mujeres, que durante el período de sus reglas experimentan menores estímulos, no son ciertamente inocentes. Con su mirada estropean los espejos, de tal modo que su brillo queda ofuscado y aparece disminuido. Y ese brillo apagado disminuye la acostumbrada semejanza de los rostros; y el aspecto es como oscurecido por el ofuscamiento del brillo tan debilitado (Solino).
Si tú, oh hombre miserable y ciego soberbio, meditas atentamente es tas cosas y te consideras engendrado con la saliva y el lodo, verdaderamente serás iluminado, verdaderamente te humillarás. Y que la susodicha cita de Isaías se refiera a la generación carnal, resulta clarísimo de lo que sigue: “Miren a Abraham, su padre, y a Sara, que los parió” (51, 12).
A este ciego soberbio el Señor le mandó: “Sal de tu tierra, de tu parentesco y de la casa de tu padre…” (Gen 12, 1). observa aquí tres tipos de soberbia: soberbia en las relaciones con los inferiores, con los iguales y con el superior.
El soberbio pisotea, desprecia y escarnece: pisotea al inferior como si fuera tierra, que deriva del latín tero, o sea, pisar; desprecia al igual, como si fuera de su parentesco: el soberbio desprecia y humilla con facilidad parientes y afines; y hasta escarnece al superior, como la casa del padre. El superior es llamado “casa del padre”, porque bajo su autoridad el súbdito, como hace el hijo en la casa paterna, se debe proteger de la lluvia de la concupiscencia carnal, de la tempestad de la persecución diabólica y del fuego de la riqueza mundana. Pero el ciego soberbio escarnece al superior con aquel desprecio que se muestra haciendo muecas. Dice por esto el Señor: “Oh ciego soberbio, sal de tu tierra”, para no pisotear al inferior; “sal de tu parentesco”, para no despreciar al igual, “y de la casa de tu padre”, para no escarnecer al superior.
6. Sigue: “Y vete a una tierra, que yo te mostraré” (Gen 12, 1). Esta “tierra” es la humanidad de Jesucristo, de la que dice el Señor a Moisés: “Quítate las sandalias de tus pies, porque la tierra en la que estás, es tierra santa” (Ex 3, Salm). Las sandalias son las obras muertas, que debes quitarte de los pies, o sea, de los afectos de tu mente, porque la tierra, o sea, la humanidad de Cristo, en la que estás por medio de la fe, es santa y te santifica a ti, pecador.
Vete, pues, o soberbio, a aquella tierra, considera a la humanidad de Cristo, observa su humildad y destruye la hinchazón de tu corazón. Camina con los pasos del amor y acércate con la humildad del corazón, diciendo con el Profeta: “En tu verdad (o sea, con razón) me humillaste” (Salm 118, 75). Oh Padre, en tu verdad, o sea, en tu Hijo, humillado, pobre y peregrino, me humillaste. Tu Hijo fue humillado en el seno de la Virgen; fue pobre en el pesebre de los animales y peregrino en el patíbulo de la cruz. Nada humilla tanto la soberbia del pecador, cuanto la humildad de la humanidad de Jesucristo. Dice Isaías: “¡Ojalá rasgaras los cielos y descendieras! En tu presencia se licuarían los montes” (64, 1). En la presencia de la humanidad de Jesucristo, los montes, es decir, los soberbios, se disipan y se desvanecen en sí mismos, cuando consideran a la cabeza de la divinidad reclinada en el seno de la Virgen María.
Vete, pues, a la tierra que casi con el dedo te mostré en el río Jordán, diciendo: “Este es mi Hijo dilecto, en el cual me complazco” (Mt 3, 17). También tú serás “el dilecto”, en el cual me complazco, hijo adoptivo por la gracia, si a ejemplo de mi Hijo, que es igual a mí, te humillares; por esto te lo mostré, para que uniformaras la conducta de tu vida a la forma de su vida; y así uniformado, recibieras la iluminación y entonces pudieras oír: “Mira, tu fe te salvó” (Le 18, 42) y te devolvió la vista.
7. El segundo ciego, cegado por el estiércol de las golondrinas, pero curado por la hiel del pez, es Tobías, del que se relata: “Sucedió que un día, cansado a causa de una sepultura, de regreso a casa, se echó contra la pared y se durmió; y del nido de golondrinas cayeron sobre sus ojos, mientras dormía, los excrementos; y así se volvió ciego” (Tob 2, 1011). Vamos a considerar brevemente lo que significan Tobías, la sepultura, la casa, la pared, el dormir, el nido, las golondrinas y sus mismos excrementos. Tobías es el justo tibio; la sepultura es la penitencia; la casa es el cuidado del cuerpo; la pared es el placer de la carne; el tomar sueño es el entumecimiento de la negligencia; el nido es el consentimiento de la mente viciosa; las golondrinas son los demonios; y los excrementos son la gula y la lujuria. Digamos, pues: “Tobías, cansado a causa de una sepultura…”
Tobías es figura del justo tibio, del cual el Señor dice en el Apocalipsis: “Ya que no eres frío”, por el temor del castigo, “ni eres caliente”, por el amor de la gracia, “sino que eres tibio, yo comenzaré a vomitarte de mi boca” (Ap 3, 1516). Como el agua tibia provoca el vómito, así la tibieza y la negligencia expulsan del vientre de la misericordia divina al ocioso y al tibio. Exclama Jeremías: “¡Maldito el hombre que lleva a cabo las obras de Dios con negligencia!” (48, 10).
Tobías, cansado a causa de la sepultura, regresa a casa, cuando en la fatiga de la penitencia en la cual, y bajo la cual debe esconder los cuerpos de los muertos, o sea, los pecados mortales, para estar entre aquellos de los que se dice: “¡Bienaventurados aquellos cuyos pecados están cubiertos!” (Salm 31, 1) experimenta aburrimiento y vuelve con sus deseos al cuidado de su cuerpo, en contra de lo que le sugería el Apóstol (Rom 13, 14).
Y añade: “Se echó contra una pared”. La pared es el placer de la carne. Como en la pared una piedra se pone encima de la otra y se pega con el cemento, así en los placeres de la carne, el pecado de la vista se une al pecado del oído y el pecado del oído al pecado del gusto, y así de los demás sentidos; y se pegan tenazmente entre sí con el cemento de las malas costumbres. Después, se adormece abandonándose al entorpecimiento de la negligencia; y así sucede la deyección de las golondrinas sobre los ojos del que está durmiendo.
Las golondrinas, por su raudísimo vuelo, son figuras de los demonios, cuya soberbia hubiera querido volar por encima de las nubes y de las estrellas del cielo, y llegar a la igualdad con el Padre, a la semejanza del Hijo (ls 14, 1314).
El nido de los demonios es el consentimiento de la mente afeminada, elaborado con las plumas de la vanagloria y con el barro de la lascivia. De ese nido caen los excrementos de la gula y de la lujuria sobre los ojos del adormecido Tobías; y así se ciegan los ojos, o sea, la razón y la inteligencia de la desgraciada alma.
8. Presten atención, queridísimos, y cuídense de tan funesto engranaje. Del disgusto de la sepultura, o sea, de la penitencia, se llega a la casa del cuidado del cuerpo. Ese cuerpo, bajo la apariencia de la necesidad, se apoya contra la pared del placer y entonces, sumergido en el sueño de la negligencia, llega a ser cegado por los excrementos de la lujuria. El poeta Ovidio se pregunta: “¿Egisto cómo llegó a ser adúltero? El motivo es evidente: vivía en el ocio”.
Grita, pues, oh tibio Tobías, oh ciego lujurioso, que yaces contra la pared: “Hijo de David, ¡ten piedad de mí!”
Este ciego, en el introito de la misa de hoy, suplica ser iluminado, diciendo: “¡Sé tú el Dios que me protege, mi abrigo, porque tú eres mi ayuda y mi refugio; y por tu nombre serás mi guía y me nutrirás!” (Salm 30, 2 … ). El ciego pide cuatro cosas “Sé tú el Dios que me protege”; tú me proteges y me defiendes con los brazos abiertos en la cruz, como la gallina a los polluelos bajo sus alas. “El lugar de abrigo”, para que, en tu costado, atravesado por la lanza, pueda hallar un lugar de refugio, en el que esconderme frente al enemigo. “Tú eres mi ayuda”, para no caer, y “mi refugio” o, mejor, mi “refugio secreto”, para que, si caigo, no recurra a otro sino sólo a ti. “Y por tu nombre de Hijo de David”, tú me guiarás a mí que soy ciego, porque me darás la mano de tu misericordia, y me nutrirás con la leche de tu gracia. “¡Hijo de David, ten, pues, piedad de mí!”.
II La pasión de Cristo
9. El Hijo de Dios y de David, el ángel del supremo consejo, el médico y la medicina del género humano, en el mismo libro te aconseja: “Abre el vientre del pez, extrae la hiel, unta los ojos” (Tob 6, 5…); y así podrás recuperar la vista.
En sentido alegórico, el pez es Cristo, asado por nosotros en la parrilla de la cruz. La hiel es su amarguísima Pasión; y si los ojos de tu alma fueren untados con esa hiel, recuperarás la vista. La amargura de la pasión del Señor expulsa toda la ceguera de la lujuria y todo excremento de carnal concupiscencia. Dijo el sabio abad Guerrico: “El recuerdo del crucificado crucifica los vicios”. Se lee en el libro de Rut: “Moja tu bocado en el vinagre” (2, 14). El bocado es el momentáneo y pequeño placer de la carne, que debes mojar en el vinagre, o sea, en la amargura de la pasión de Cristo.
También a ti el Señor te manda, como mandó a Abraham, en la historia de este domingo: “Toma a tu hijo Isaac, al que tanto amas, y vete a la tierra de la visión, y allí ofrécemelo en holocausto” (Gen 22, 2). Isaac se interpreta “risa” o “gozo”, y en sentido moral significa nuestra carne, que ríe, cuando las cosas de este mundo le sonríen, y goza, cuando satisface sus deseos. De los dos habla Salomón en el Eclesiastés: “La risa”, o sea, las cosas temporales, “las juzgué un error”, porque extravían del camino de la verdad, y “al gozo” de la carne le dije: “¿Por qué engañas vanamente?” (2, 2).
Toma, pues, a tu hijo, a tu carne, al que amas y al que alimentas tan cariñosamente; Y, ¡desgraciado de ti!, ¿no sabes que no existe peste más fuerte para dañar que el enemigo familiar? Dice Salomón: “El que nutre con delicadeza a su siervo desde la infancia, más tarde sufrirá sus insolencias” (Prov 29, 21). Tómalo, pues, tómalo y crucifícalo. Es reo de muerte. Replica Pilato, o sea, el afecto carnal: “¿Qué mal hizo? ¡oh! ¡Cuántos males hizo tu risa, tu hijo! Despreció a Dios, escandalizó al prójimo, dio muerte a su alma. Y tú preguntas: “¿Qué mal hizo?”. Tómalo, pues, y vete a la tierra de la visión.
10. “Tierra de visión” fue llamada Jerusalén, de la cual se habla en el evangelio de hoy: “Jesús llamó secretamente a sus doce discípulos y les dijo: “Subamos a Jerusalén” (Mt 20, 1718). Toma también tú a tu hijo, y sube con Jesús y los apóstoles a Jerusalén, y allí ofrece en el altar, o sea, en la meditación de la pasión del Señor, y en la cruz de la penitencia, tu cuerpo en holocausto. Y presta atención que dice “en holocausto”. Holocausto deriva del griego holon, todo, y cauma quema. Por ende, holocausto significa “todo quemado”. Ofrece, pues, a todo tu hijo, a todo tu cuerpo, a Jesucristo, que se ofreció totalmente a Dios Padre, para destruir totalmente el cuerpo del pecado (Rom 6, 6).
Y observa que como el cuerpo humano está compuesto de cuatro elementos: fuego, aire, agua y tierra: el fuego en los ojos, el aire en la boca, el agua en las entrañas y la tierra en las manos y en los pies; así el cuerpo del pecador, esclavo del pecado, tiene el fuego en los ojos por la curiosidad, el aire en la boca por la locuacidad, el agua en las entrañas por la lujuria, la tierra en las manos y en los pies por la crueldad. En cambio, el Hijo de Dios tuvo velado su rostro, “que los ángeles desean contemplar” (1Pe 1, 12), para mortificar la morbosa curiosidad de tus ojos. Permaneció mudo como un cordero no sólo delante de quien lo esquilaba, sino también delante de quien lo mataba; y mientras era maltratado, no abrió su boca, para mortificar tu locuacidad. Su costado fue traspasado por la lanza, para arrancarte los humores malsanos de la lujuria. Fue colgado en la cruz con las manos y los pies clavados, para eliminar de tus manos y pies la iniquidad (de las malas obras). Toma, pues, a tu hijo, a tu risa, a tu carne, y ofrécelo todo en holocausto, para que tú puedas arder todo en la caridad, que “cubre la multitud de los pecados” (1 Pe 4, 8).
De la caridad el Apóstol proclama en la epístola de hoy: “Si hablara la lengua de los hombres y de los ángeles, pero no tuviera la caridad, no sería más que bronce que resuena y campana que toca” (1Cor 13, 1). Dice Agustín. “Yo llamo caridad ese impulso del alma para que goce de Dios por sí mismo, y goce de sí y del prójimo en orden a Dios”. Y el que no tiene esta caridad, aunque haga muchas cosas buenas, o sea, obras buenas, en vano se fatiga. Por esto dice el Apóstol: “Aunque hablara la lengua de los ángeles…” La caridad llevó al Hijo de Dios al patíbulo de la cruz. Se dice en el Cantar de los Cantares: “El amor es fuerte como la muerte” (8, 6). Y el bienaventurado Bernardo exclama: “¡Oh caridad, qué recia es tu atadura, con la cual hasta el Señor quiso ser atado!”. Toma, pues, a tu hijo y ofrécelo en el altar de la pasión de Jesucristo. Con su hiel, o sea, con su amargura, serás iluminado y merecerás oír: “Mira, tu fe te salvó” y te devolvió la vista.
11. Puede haber otra interpretación. Tobías fue iluminado con la hiel del pez. La carne del pescado es sabrosa; en cambio, la hiel es amarga. Si se esparce la hiel sobre la carne del pescado, también la carne se volverá amarga. La carne del pescado es el placer de la lujuria; y la hiel que dentro se anida, es la amargura de la muerte eterna. Por eso Job, en el mismo sentido, aunque con palabras distintas, dice: “Su alimento será la raíz del enebro” (30, 4). Observa que la raíz del enebro es dulce y comestible, pero tiene por hojas las espinas; así el placer de la lujuria, que es el alimento de los hombres carnales, al momento parece dulce, pero al fin produce las heridas de la muerte eterna.
Abre, pues, el vientre del pez, o sea, medita sobre el placer del pecado y comprenderás cuán abyecto es. Extrae la hiel, o sea, dirige tu atención al castigo que es debido al pecado y cómo no tenga fin: así podrás cambiar en amargura todo placer de tu carne.
12. El tercer ciego fue el ángel de Laodicea, iluminado con el colirio. Laodicea se interpreta “tribu amable al Señor”, y simboliza a la santa iglesia, por cuyo amor el Señor derramó su sangre, y de ella, como de la tribu de Judá, eligió “un sacerdocio real”. El ángel de Laodicea es el obispo o el prelado de la santa Iglesia, que con razón se le llama ángel por la dignidad de su oficio, del que el profeta Malaquías dice: “Los labios de los sacerdotes guardan la ciencia; y la gente busca de sus labios la ley del Señor, porque es el ángel del Señor de los ejércitos” (2, 7).
Observa que en esta cita se señalan cinco cosas, absolutamente necesarias al obispo o al prelado de la iglesia, o sea la vida, la fama, la ciencia, la abundancia de la caridad, la túnica talar de la pureza.
Los labios del sacerdote son dos: la vida y la fama. Ellas deben custodiar la ciencia, para que lo que el sacerdote sabe y predica, custodie su vida, con respecto a sí mismo, y su ciencia, con respecto al prójimo. De estos dos labios procede la ciencia de una predicación fructuosa. Y si en el prelado se hallan ante todo estas tres cosas, de su boca los súbditos buscarán la ley, o sea, la caridad, de la cual dice el Apóstol: “Lleven los unos las cargas de los otros, y así cumplirán la ley de Cristo” (Gal 6, 2), o sea, el precepto de la caridad. Cristo, en efecto, sólo por amor llevó a la cruz en su cuerpo el peso de nuestros pecados. La ley es la caridad, que los súbditos buscan ante todo “fuera”, o sea, en las obras, para que, después, puedan recibir esa ley más suave y fructuosamente de la boca del mismo prelado; porque “Jesús comenzó a hacer y a enseñar y Él era poderoso en obras y en palabras” (Hech 1, 1; Lc 24, 19).
13. Sigue: “El prelado es el ángel del Señor de los ejércitos”. He ahí la estola de la pureza interior. “Vivir en la carne, prescindiendo de la carne, como dice Jerónimo, no es propio de la naturaleza humana sino de la angélica”.
Al ángel de Laodicea, o sea, al prelado de la Iglesia, carente de estas cinco virtudes, el Señor lo reprende con rigor: “Tú eres infeliz y miserable, ciego, pobre y desnudo”. Eres infeliz en tu vida, miserable en la fama, ciego en la ciencia, pobre en la caridad, desnudo de la túnica talar de la pureza. Pero, como el Señor sabe curar los males con remedios opuestos, y mientras corrige, enseña, y mientras acicatea, suaviza el dolor; por eso le da sus consejos al obispo ciego de Laodicea: “Te exhorto a comprarme a mí oro purificado y garantizado, para que llegues a ser rico, y a revestirte con vestidos blancos, para que no se vea la vergüenza de tu desnudez, y untar tus ojos con el colirio, para que veas”.
Te exhorto a comprarme a mí y no al mundo, con el precio de la buena voluntad, el oro de una vida preciosa contra las escorias de tu vida infeliz; oro purificado por el fuego de la caridad contra la miseria de tu pobreza; oro garantizado por el crisol de la buena fama contra el hedor de tu infamia; y a revestirte con vestidos blancos contra la vergüenza de tu desnudez, y a untar tus ojos contra la ceguera de tu insipiencia.
14. Observa que este colirio, con el cual se iluminan los ojos del alma, se compone de las cinco palabras de la Pasión del Señor, que son como cinco hierbas medicinales, de las cuales habla el evangelio de hoy: “Será entregado a los paganos, y será escarnecido, flagelado y escupido; y después de haberlo flagelado, lo matarán” (Lc 18, 32). ¡Ay de mí! ¡Ay de mí! El que es la libertad de los prisioneros es encarcelado, la gloria de los ángeles es escarnecida, el Dios de todos es flagelado, el espejo sin mancha y el candor de la luz eterna es escupido, la vida de los que mueren es matada. Y a nosotros, tan desgraciados, ¿qué nos queda por hacer sino ir y morir con Él? Sácanos, oh Señor Jesús, del barro de la hez con el anzuelo de tu cruz, para que podamos correr, no arrastrados por el perfume, sino por la amargura de tu pasión. ¡Oh alma mía, prepárate el colirio, haz un llanto amargo por la muerte del Unigénito y por la pasión del Crucificado! ¡El Señor inocente es traicionado por el discípulo, escarnecido por Herodes, flagelado por el gobernador, escupido por la gentuza de los judíos, crucificado por la cohorte de los soldados! Haremos una breve consideración sobre cada uno de estos episodios.
15. Fue traicionado por su discípulo. judas preguntó: “¿Qué quieren darme y yo se lo entregaré?” (Mt 26, 15). ¡Oh dolor! ¡Se intenta poner un precio a lo que es inestimable! ¡Ay de mí! ¡Ay de mí! ¡Dios es entregado y vendido por pocas monedas! “¿Qué quieren darme?”. oh judas, tú quieres vender a Dios como un esclavo sin valor, como un “perro muerto”, ya que no interrogas tu voluntad, sino la de los compradores. “¿Qué quieren darme?”. Y ¿qué pueden darte? Si te dieran Jerusalén, la Galilea y la Samaría, ¿podrían quizás comprar a Jesús? Si te dieran el cielo y a los ángeles, la tierra y a los hombres, el mar y todo lo que contiene, ¿podrían quizás comprar al Hijo de Dios, “en el cual están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia?” (Col 2, 3). ¡Por cierto que no! ¿Puede quizás el Creador ser comprado o vendido por su criatura? Y tú dices: “¿Qué quieren darme, y yo se lo entregaré?”. Razona un poco conmigo: “¿En qué te ofendió y qué mal te hizo, para que digas: “Y yo se lo entregaré?”. ¿Dónde está la incomparable humildad del Hijo de Dios y su voluntaria pobreza? ¿Dónde están su dulzura y su afabilidad? ¿Dónde está su humanísima predicación y dónde están los milagros que El realizó? ¿Dónde están sus lágrimas de conmiseración por Jerusalén y por la muerte de Lázaro? ¿Dónde está el privilegio por el cual te eligió por apóstol y te hizo su amigo y familiar? Estos hechos y muchos otros ¿no debían ablandar tu corazón, suscitar en ti la piedad e impedirte de decir: “Yo se lo entregaré”?
Desgraciadamente, ¡cuántos Judas Iscariote que se interpreta “merced” existen hoy que por la “merced” de alguna ventaja temporal venden a la verdad, traicionan al prójimo con el beso de la adulación, y en fin se cuelgan del lazo de la condenación eterna!
16. Fue escarnecido por Herodes. Se lee en Lucas: “Herodes con su ejército lo despreció; y, para escarnecerlo, lo hizo vestir con una vestidura blanca” (23, 11). El Hijo de Dios es despreciado por el zorro de Herodes “Vayan y digan a aquel zorro”, dijo un día Jesús y por su ejército, mientras a Él el ejército de los ángeles le canta con voz incesante: “¡Santo, santo, santo es el Señor Dios de los ejércitos!”. Y Daniel añade: “Mil millares lo sirven y cientos de miles de millares lo asisten” (7, 10).
“Y para escarnecerlo, lo hizo vestir con una vestidura blanca”. El Padre revistió a SU Hijo Jesús con una vestidura blanca, o sea, “con la carne limpia de toda mancha de pecado”, asumida de la Virgen Inmaculada. Dios Padre glorificó al Hijo, que Herodes despreció. El Padre lo revistió con una vestidura blanca, y Herodes lo escarneció revistiéndolo de la misma manera.
¡Oh, qué dolor! ¡Así sucede también hoy! Herodes se interpreta “gloria de la piel” y simboliza al hipócrita que se jacta de su apariencia exterior como de una piel; en cambio, “toda la gloria de la hija del rey”, o sea, del alma, que es hija del Rey del cielo, “proviene de lo interior”. El hipócrita desprecia y escarnece al Señor: lo desprecia, cuando predica al Crucificado, pero no lleva las llagas del Crucificado; y lo escarnece, cuando se esconde bajo la gloria de la piel (apariencia), para poder engañar a los miembros de Cristo. “Toca dulcemente la flauta el cazador, mientras engaña al pájaro” (Catón). ¡A cuántos engaña también hoy la gloria de la piel herodiana (la hipocresía)!
17. Fue también flagelado por Poncio Pilato. Se lee en Juan: “Entonces tomó Pilato a Jesús y lo azotó” (19, 1). Dice Isaías: “Cuando pase el turbión del azote, serán por él pisoteados; y cada vez que pase, los arrebatará” (28, 18~19). Para que este flagelo, en el cual se indican la muerte eterna y la potencia del diablo, no nos golpeara, el Dios de todos, el Hijo de Dios, fue atado a la columna como malhechor y cruelísimamente azotado, tanto que la sangre brotaba de toda parte del cuerpo.
¡Oh dulzura de la divina misericordia, oh paciencia de la paterna bondad, oh profundo e inescrutable misterio del eterno consejo! ¡Tú, oh Padre, veías a tu Hijo Unigénito, que es igual a ti, ser atado a la columna como un malhechor y ser despedazado por los flagelos como un homicida! ¿Y cómo pudiste contenerte? Te damos gracias, oh Padre santo, que por las cadenas y por los flagelos de tu amado Hijo nos libraste de las cadenas de los pecados y de los flagelos del diablo. Pero, ¡ay de mí! Poncio Pilato azota de nuevo a Jesucristo. Poncio se interpreta “descarriado”, y Pilato “martillador”, o también “el que golpea con la boca”, y simboliza a aquel que se desvía de los buenos propósitos y, pese a la promesa, vuelve al vómito. Ese hombre con su boca blasfema y con el martillo de la lengua golpea y azota a Cristo en sus miembros. Después de haberse alejado con Satán de la presencia del Señor, desacredita a la orden religiosa, diciendo de un miembro que es soberbio y acusa al otro de gula; y, para aparecer él mismo inocente, juzga a los demás culpables. Así con la infamia de muchos puede disfrazar su maldad.
18. Fue también escupido por los judíos. Dice Mateo: “Entonces le escupieron en el rostro, y le dieron puñetazos, y otros lo abofetearon” (26, 67). Oh Padre, la cabeza de tu Hijo Jesús, que infunde temblor a los arcángeles, es golpeada con una caña. El rostro, que los ángeles desean contemplar, es ensuciado por los salivazos de los judíos y abofeteado. Se le arranca la barba, es golpeado con puñetazos y arrastrado por los cabellos. Y tú, oh clementísimo Señor, callas y disimulas, y prefieres que tu Único sea escupido y abofeteado a que todo el pueblo perezca. ¡A ti la alabanza, a ti la gloria, porque de los salivazos, de las bofetadas y de los puñetazos de tu Hijo Jesús sacaste para nosotros un antídoto, para expulsar el veneno de nuestras almas!.
Otra aplicación: el rostro de Jesucristo es una figura de los prelados, por cuyo medio, como por medio del rostro, conocemos a Dios. En este rostro los pérfidos judíos, o sea, los súbditos malvados, escupen, cuando calumnian y maldicen a los prelados, en contra de la prohibición del Señor: “¡No maldecirás al príncipe de tu pueblo!” (Hech 23, 5).
19. En fin, fue crucificado por los soldados. Dice Juan: “Los soldados lo crucificaron y se apoderaron de sus vestiduras” (19, 23). “¡oh ustedes todos, que pasan por el camino”, deténganse, “consideren y observen si hay dolor semejante a mi dolor!” (Lam 1, 12).
Los discípulos huyen, los conocidos y los amigos se alejan, Pedro reniega, la sinagoga corona de espinas, los soldados crucifican, los judíos blasfeman y escarnecen, se le da a beber hiel y vinagre. ¿Hay dolor semejante a mi dolor? Corno dice la esposa en el Cantar de los Cantares: “Sus manos torneadas, áureas, cuajadas de jacintos” (5, 14), fueron atravesadas por los clavos. Los pies, a los cuales el mismo mar se ofreció como camino, fueron clavados en la cruz. El rostro, que es corno el sol cuando resplandece con toda su fuerza, se cubrió de la palidez de la muerte. Los ojos amados, para los cuales todo es visible, están cerrados en la muerte. ¿Y puede haber dolor semejante a mí dolor? Entre tantas tristezas, sólo el Padre prestó su socorro, cuando Jesús le suplicó: “¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!”. Y después de haber dicho esto, “inclinó la cabeza”, El que no tenía lugar donde posarla, y entregó su espíritu” (Jn 19, 30).
¡Ay de mí! ¡Ay de mí! ¡Todo el cuerpo místico de Cristo, que es la iglesia, es de nuevo crucificado y matado! En este cuerpo algunos son la cabeza, otros las manos, otros el cuerpo. La cabeza son los contemplativos, las manos son los de vida activa, los pies son los predicadores santos, el cuerpo son todos los verdaderos cristianos. Todo este cuerpo de Cristo, cada día, los soldados, o sea, los demonios, lo crucifican con sus instigaciones, que son como clavos. Los judíos, los paganos, los herejes… lo blasfeman y le hacen beber la hiel y el vinagre del dolor y de la persecución. ¡No hay de qué maravillarse! “Todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús, sufrirán persecuciones” (2Tim 3, 12).
Con razón se dice: “Será entregado, escarnecido, flagelado, escupido y crucificado”. Con estas cinco palabras, como con cinco preciosísimas hierbas medicinales, hazte un colirio, oh ángel de Laodicea, y unta los ojos de tu alma, para recuperar la luz. Y así merecerás oír: “¡Mira! ¡Tu fe te salvó!”.
Oh queridísimos, roguemos y pidamos insistentemente con la devoción de la mente que el Señor Jesucristo se digne iluminar los ojos de nuestra alma con la fe en su encarnación, con la hiel y el colirio de su pasión, El que iluminó al ciego de nacimiento, a Tobías y al ángel de Laodicea. Y así mereceremos contemplar en el esplendor de los santos y en el fulgor de los ángeles al mismo Hijo de Dios, que es luz de luz.
¡Nos lo conceda el mismo Señor, que con el Padre y el Espíritu Santo vive y reina por los siglos de los siglos! ¡Amén! ¡Así sea!