DOMINGO DE SEXAGÉSIMA
En aquel tiempo: Como se juntase una gran multitud, y además los que venían a Él de todas las ciudades, dijo en parábola: “El sembrador salió a sembrar su simiente. Y al sembrar, una semilla cayó a lo largo del camino; y fue pisada y la comieron las aves del cielo. Otra cayó en la piedra y, nacida, se secó por no tener humedad. Otra cayó en medio de abrojos, y los abrojos, que nacieron juntamente con ella, la sofocaron. Y otra cayó en buena tierra, y brotando dio fruto centuplicado”. Diciendo esto, clamó: “¡Quien tiene oídos para oír, oiga!” Sus discípulos le preguntaron lo que significaba esta parábola. Les dijo: “A vosotros ha sido dado conocer los misterios del reino de Dios, en cuanto a los demás se les habla en parábolas, para que «mirando, no vean; y oyendo, no entiendan». La parábola es ésta: «La simiente es la palabra de Dios. Los de junto al camino, son los que han oído; mas luego viene el diablo, y saca afuera del corazón la palabra para que no crean y se salven. Los de sobre la piedra, son aquellos que al oír la palabra la reciben con gozo, pero carecen de raíz; creen por un tiempo, y a la hora de la prueba, apostatan. Lo caído entre los abrojos, son los que oyen, mas siguiendo su camino son sofocados por los afanes de la riqueza y los placeres de la vida, y no llegan a madurar. Y lo caído en la buena tierra, son aquellos que oyen con el corazón recto y bien dispuesto y guardan consigo la palabra y dan fruto en la perseverancia»”.
El Evangelio de este Domingo de Sexagésima contiene la hermosa parábola del Sembrador que siembra su Semilla.
La misma se divide en tres partes, la primera de las cuales contiene el enunciado de la parábola; la segunda, el motivo por el cual Nuestro Señor utiliza este tipo de enseñanza; y la tercera, la explicación dada por el mismo Salvador.
Al terminar la exposición, Nuestro Señor exclamó: ¡El que tiene oídos para oír, que oiga! Lo hizo para llamar la atención de sus oyentes, hacerles comprender la seriedad de la lección que acababa de dar y animarnos a profundizar en su relato, a fin de sacar de él una doctrina exacta y vigorizante, porque de la comprensión de esta parábola depende la perfección y, en definitiva, la salvación.
Mediante esta exclamación Nuestro Señor nos enseña a tener un gran celo para escucharlo, una atención religiosa a sus palabras, un gran empeño para comprenderlo y la gracia para poner en obra sus enseñanzas.
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Según San Mateo, los Apóstoles le preguntaron al Salvador por qué hablaba en parábolas; San Marcos y San Lucas añaden el pedido de la explicación. Nuestro Señor respondió a ambas peticiones.
Respecto del motivo del uso del lenguaje parabólico, Jesús denuncia a los oyentes endurecidos, que despreciaron su palabra y le resistieron para no aprovecharla.
En cambio, el Salvador dijo a sus discípulos que a ellos les era concedido entrar en el conocimiento del Reino de los Cielos y admirar su esplendor desde aquí abajo.
Vemos, entonces, que Dios castiga el desprecio de su gracia, retirándola; de modo que la condenación tendrá por verdadera causa la obstinación desdeñosa y altanera.
A la segunda pregunta: ¿Cuál es el sentido de esta parábola?, el Salvador responde con infinita bondad y condescendencia, dando Él mismo una explicación clara y precisa.
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El sembrador es Dios, que, en otro tiempo habló por medio de los Profetas y en los últimos tiempos nos ha hablado por su Hijo.
La semilla es la palabra de Dios, es Nuestro Señor, ya que Él es el Verbo de Dios.
¿Quién podría expresar el precio y la virtud de esta semilla divina? ¡Qué gracia y qué fuerza íntima y oculta posee para regenerar el mundo y santificar a los hombres!
La palabra divina tiene la maravillosa virtud de cambiar, de transformar los corazones. Por eso la Palabra de Dios se hizo carne.
La palabra de Dios es derramada y sembrada por la boca del predicador.
Se la recibe en el corazón de los que escuchan, como la semilla en el seno de la tierra, para germinar y fructificar allí.
Sin ella, el alma del hombre sólo puede producir frivolidades y vicios, como la tierra, sin la semilla, sólo produce zarzas y espinas.
Da fruto sólo en las almas puras, humildes y buenas, como la semilla da fruto sólo en la tierra húmeda, profunda, limpia de espinas y de toda cizaña.
Para que dé fruto, el alma debe estar preparada por la penitencia, la mortificación, el desprendimiento, así como es necesario preparar y abonar la tierra, para que allí germine y se desarrolle la semilla.
También el alma tiene necesidad del rocío de la gracia y del santo ardor de la caridad, como la tierra tiene necesidad de la lluvia y del sol.
Finalmente, la palabra de Dios produce en el alma treinta, sesenta o cien por uno, según la abundancia de las gracias recibidas, o según el grado de fidelidad y generosidad de los fieles, como la semilla produce en buena tierra más o menos, según la calidad del suelo o la cultura del trabajador.
Y si estas maravillas no suceden, hay que atribuir la causa a la malicia de los hombres, que cierran su corazón.
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¿Qué significan los diferentes campos donde cae la semilla?
Simbolizan los corazones de los hombres que reciben la palabra divina, pero con disposiciones muy diferentes.
Lo que cae en el camino designa a las almas disipadas, frívolas, perezosas; corazones indiferentes, como una carretera, donde uno se aturde por el ruido, donde el suelo se endurece bajo los pies de la gente que pasa en todas direcciones.
La palabra de Dios es rápidamente pisoteada y aplastada por las malas pasiones, el orgullo, el resentimiento, el odio, etc…. No es acogida por estas almas endurecidas, o donde sólo es escuchada con desdén e indiferencia.
El demonio, que ronda constantemente a nuestro alrededor, quita esta semilla.
Lo que cae en pedregales designa a las almas superficiales, que, oyendo la palabra de Dios, la reciben con gozo, es decir, comienzan a convertirse, toman propósitos hermosos y parecen dispuestos a todo por Dios; pero les falta una voluntad firme y seria, no hay en ellos más que vanidad, presunción, inconstancia.
No tienen raíces bastante profundas; no tienen un fondo lo suficientemente grande de humildad, desconfianza en sí mismos y confianza en Dios. La más mínima tentación los sacude: las cruces de esta vida, las tribulaciones, las persecuciones por causa de la justicia y la fe los derriba y destruye su virtud sin raíces; sucumben, abandonan el camino correcto y terminan apostatando miserablemente.
Lo que cae entre las espinas representa a las almas divididas, sofocadas por los deleites y bienes de la tierra, que quisieran servir tanto a Dios como a Mammón.
La sed insaciable de riquezas, honores y placeres ahoga la buena semilla; es decir, destruye allí todos los buenos sentimientos, la voluntad de trabajar por su salvación e incluso todo pesar o remordimiento engendrado por la palabra de Dios.
Es con razón que los bienes del mundo y las riquezas se comparan con espinas; como ellas, en efecto, aguijonean el corazón de mil maneras, a través de los deseos, los miedos, las angustias, las penas, los celos, a veces las injusticias.
La semilla que cae en buena tierra representa a las almas bien preparadas, las almas humildes y piadosas, liberadas de las ataduras del pecado, llenas de generosidad, desprendidas de las cosas del mundo y deseosas de agradar a Dios, servirlo y glorificarlo.
Estas almas escuchan la palabra de Dios con atención, respeto y amor; la conservan piadosamente en sus corazones y la desarrollan al meditarla sin cesar.
Su corazón es, pues, en verdad, como una tierra buena y fértil, donde la palabra de Dios germina sin obstáculo, se desarrolla y produce los frutos hermosísimos de virtud y de santidad. Fructifican por la paciencia, es decir, para santificarse están obligados a velar, a trabajar, a sufrir, a luchar sin cesar, porque tal es nuestra condición aquí abajo.
San Mateo dice que, entre estas almas fieles, unos producen treinta por uno, otros sesenta, otros cien, en proporción a su talento, a las gracias recibidas y según los diversos grados de su caridad hacia Dios.
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De cuatro tipos de suelo, tres son malos y estériles; sólo uno es bueno y da fruto. ¡Triste imagen de lo que sucede todos los días con relación a las almas, cuyas malas disposiciones esterilizan la palabra de Dios y su gracia! Todos ellos se exponen a la condenación, porque todo árbol que no da buen fruto será cortado y arrojado al fuego.
Debemos examinarnos seriamente ante Dios. ¿Cómo ha sido nuestro corazón hasta ahora? ¿Hemos sido buena o mala tierra? ¿Qué frutos ha producido en nosotros la palabra de Dios?
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Este sembrador, que sale a sembrar su semilla, es Nuestro Señor. Escogió a los Apóstoles y sus sucesores para continuar su obra y sembrar por todas partes la palabra divina.
Existe, pues, una estricta obligación: para los pastores, de predicar y anunciar la palabra de Dios; y para los fieles, de oírla… De lo contrario, tanto unos como otros se exponen al peligro de la condenación.
Si hay una obligación para los pastores de predicar la palabra de Dios, hay una obligación correlativa para las ovejas, para los fieles, de oírla y de ponerla en práctica.
No basta, pues, con escuchar la palabra divina, es necesario también tener la buena voluntad de aprovecharla, reformando nuestra vida y sometiéndonos a las órdenes de Dios.
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¿Cuáles son las causas del pequeño fruto de la palabra divina?
Muchos se niegan a escuchar la palabra de Dios.
Entre los paganos, hay, en primer lugar, los carnales, dominados por sus pasiones, empedernidos, fornicarios… Cierran obstinadamente sus oídos a la palabra de Dios, porque no quieren dejar sus hábitos y sus malas prácticas.
Otros, menos malos, hacen lo mismo, porque habría que molestarse en estudiar religión y llevar una vida nueva y mejor.
A otros los frena el respeto humano, las consideraciones temporales, el miedo a las vejaciones de su familia o amigos.
Ahí está el demonio, que los retiene a todos y les impide recibir la buena semilla y convertirse…
Entre los neófitos, tal vez muchos hayan vuelto a sus supersticiones y a sus antiguos ídolos. La causa de esta deserción fue el respeto humano, el miedo a las bromas, o los reproches que tuvieron que sufrir.
La tierra de sus almas era originalmente buena, y el sembrador arrojó en ella su buena semilla con confianza… Pero la fe no puede resistir los embates del diablo y sus agentes.
Entre los cristianos, muchos se han vuelto como paganos; por desprecio, por indiferencia o por cobardía, ya no pisan más la iglesia y ya no quieren oír predicaciones.
Hay algunos que se niegan a convertirse y desprecian la palabra de Dios, porque les molesta y turba. Es orgullo, insensibilidad, mala voluntad culpable.
Muchos otros buscan falsos pretextos o vanas excusas.
Cuántas almas arden en el infierno por la eternidad, ya sea por haberse negado a escuchar la palabra de Dios, o porque después de haberla recibido, la han esterilizado por su fatal negligencia o por su detestable malicia.
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Consideremos, finalmente, las disposiciones con que debe escucharse la palabra de Dios, antes, durante y después del sermón.
Antes del sermón
Hay que asistir con espíritu de fe, para oír, no la palabra de un hombre, sino la misma palabra de Dios, comunicada por su ministro.
Acudir con la buena voluntad de aprovecharlo, con verdadero y sincero deseo de conocer nuestros deberes, de nutrir nuestras almas, de adquirir fuerzas para evitar el pecado y practicar la virtud.
Debemos purificar nuestro corazón y nuestras intenciones; ahuyentar de nuestra mente cualquier pensamiento malo o extraño que pueda estorbar la palabra de Dios.
Debemos orar, pedir las luces y las gracias del Espíritu Santo, para preparar bien nuestra alma, para renovarla, para que sea esta buena y excelente tierra, donde la palabra de Dios puede producir el ciento por uno.
Durante el sermón
Debemos escuchar la palabra de Dios con respeto, atención y docilidad.
Después del sermón
Debemos reflexionar sobre lo que hemos escuchado…
¡Cuántas personas no sacan fruto de la palabra de Dios, a causa de la irreflexión! La tierra está desolada de desolación, porque no hay quien reconsidere en su corazón.
Es necesario poner en práctica las buenas resoluciones.
Para esto se necesita valor perseverante, vigilancia y paciencia.
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Veamos cuáles han sido y cuáles son todavía los obstáculos que esterilizan o disminuyen en nosotros los frutos de la palabra del Señor.
Apresurémonos a hacerlos desaparecer, y dejemos al buen grano plena libertad para desarrollarse, multiplicarse y procurar al divino Sembrador una rica cosecha…
Esforcémonos por llevar a la escucha de la palabra de Dios todas las disposiciones que acabamos de indicar: este gran espíritu de religión y de fe, esta buena voluntad y esta pureza de intención, el respeto, esta atención, esta perfecta docilidad durante la predicación; y finalmente, después, reflexionar seriamente y tomar resoluciones prácticas y eficaces…
Por este medio nuestra alma se parecerá a la tierra fértil y excelente, que produce el ciento por uno; es decir, creceremos cada vez más en santidad y seremos agradables a Dios, fructificantes in omni opere bono, llenos de méritos delante de Él y dignos del cielo.