RADIO CRISTIANDAD: EL FARO

Conservando los restos

EL DISCÍPULO QUE NO MUERE

Narrado por Fabián Vázquez (trece minutos)

Y de aquí se originó la voz
que corrió entre los hermanos,
de que ESTE DISCÍPULO NO MORIRÍA.
Mas no le dijo Jesús: No morirá,
sino: Si yo quiero que así se quede hasta mi venida,
¿a ti qué te importa?
(San Juan, XXI, 23)

DISCIPULOS ILLE NON MORITUR

Cuando desapareciste por entre las lejanas brumas, el día de tu Ascensión sobre la montaña de los Olivos, tus discípulos se quedaron atónitos con los ojos fijos en tu estela, creyendo que ibas a aparecer de nuevo y reanudar con ellos tus conversaciones. Y Tú no volviste a la montaña, y sus miradas Te buscaron en vano, por la tarde, cuando se reunieron en el Cenáculo estando las puertas cerradas.

Y no obstante, era menester que tuvieses en este mundo algún testigo. Después de haberte marchado, tenían que ser tus apóstoles los que iban a continuar tu obra. Al verlos se podían encontrar en sus gestos y en sus palabras las huellas de tus enseñanzas y de tus preceptos. Tú les dijiste en cierta ocasión: El que a vosotros escucha, a mí me escucha; y el que a vosotros desprecia, a mí me desprecia. Ellos fueron tus señales vivientes. Los cristianos se agruparon en torno suyo para permanecer cerca de Ti y sorprendieron en su voz el eco de tus palabras.

Pero la muerte no se olvida de los hijos de los hombres. Uno a uno, fueron desapareciendo tus apóstoles, y no quedó más que Juan, Juan de Éfeso, el que había reposado sobre tu pecho en la tarde de la primera Eucaristía. Y un rumor comenzó a circular entre tus fieles. Discipulus ille non moritur —ése es el discípulo que no va a morir. Permanecerá como vigía impertérrito, en las almenas de la ciudad santa, hasta el día en que Tú aparezcas en lontananza por entre el polvo del camino o en la cima de las nubes para juzgar a tus siervos.

¿No convenía que uno de los que Te habían conocido se quedase entre nosotros para reconocerte en el gran día y para decirnos: Efectivamente, es Él? ¿No convenía que un alma humana pudiese tender con su experiencia como un puente entre tus dos venidas y garantizar contra todas las ilusiones y todas las artimañas del Anticristo la identidad del Hijo del hombre?

Discipulus ille non moritur. ¿Por qué, entonces, también él desapareció cuando cumplió el número de sus días? ¿Por qué se fue a dormir en su tumba, como todos los antiguos profetas, y quién va ahora, por lo tanto, a continuar la función sagrada y revelar al que debe venir?

Ese discípulo que no muere, le has colocado, Dios mío, hace ya mucho tiempo entre nosotros, y desde el día en que dijiste del pobre que todo cuanto con él se hiciese, lo considerabas como hecho contigo, desde ese día ha comenzado el pobre entre nosotros su sagrada misión, y el mihi fecisti, «conmigo lo hicisteis», le ha consagrado.

Ese personaje no muere. Semper pauperes habetis vobiscum (Siempre tendréis pobres entre vosotros. San Mateo, XXVI, 11). Y si tuviésemos más fe, le miraríamos con más respeto y con más ternura. Pero nos hemos olvidado de él, y nuestra fe está aletargada y no hemos percibido en las niñas de los ojos de los pobres la misma mirada de Cristo que nos estaba acechando.

Cuando él tomó el pan en sus venerables manos, lo dio a sus apóstoles diciéndoles: Esto es mi cuerpo que será entregado por vosotros. Y desde ese día, en virtud de estas palabras consagrantes, la fe de las almas cristianas se ha prosternado ante las pequeñas hostias de los tabernáculos, porque bajo esas apariencias tan mezquinas y humildes ha reconocido la presencia de Cristo, cuya virtud no muere.

Cuando quiso proseguir su obra en este mundo, traspasó sus poderes a sus discípulos, no queriendo que entre ellos y Él se empeñase nuestra obediencia en hacer distingos: Qui vos audit me audit; el que a vosotros escucha a mí me escucha; y desde ese día, en virtud de esa palabra consagrante, la fe de las almas cristianas se ha inclinado ante el sacerdote, porque a pesar de sus apariencias tan endebles, y a veces hasta vulgares, ha reconocido en él la presencia de Cristo, cuya virtud no muere.

Cuando Él quiso enseñar al mundo el secreto de la caridad absoluta y sembrar entre nosotros la simiente de las misericordias sobrenaturales, pensando en los pobres, en los que sufren, y en los que no tienen nada, dijo: Todo lo que hagáis por ellos, a mí me lo habéis hecho; no quiero que entre ellos y yo, vuestro amor trate nunca de distinguir… Y desde entonces, en virtud de esa palabra que le transfigura y le consagra, la fe de las almas cristianas debería arrodillarse delante del pobre, y reconocer bajo ese exterior desconcertante y miserable la presencia de Cristo, cuya virtud no muere.

El testimonio de Belén y de los días de aflicción; el que nos da el Hijo del hombre, que no tiene dónde reclinar su cabeza; el que nos da el Varón de dolores, abrumado por todo su pueblo; el que nos da la Redención y aquel que es dechado del hombre enfermo —discipulus non moritur, ese testimonio —ese discípulo— no muere, puesto que los pobres están cerca de nosotros.

¿Para qué preguntar cómo se llaman? No hay por qué preguntárselo —scientes quia Dominus est, porque sabemos que es el Señor—, todos los que sufren, a excepción del pecado, son en cierto modo, el Señor.

Y cuando quiera templar mi fe y hacerme familiares los rasgos del Juez Supremo; cuando desee prepararme para el segundo advenimiento para no equivocarme, en el día del gran llamamiento y reconocer sin titubear a Aquel cuya vida constituirá la bienaventuranza eterna; cuando quiera purificarme de todas mis miserias, me acercaré al pobre y trataré de tocar la orla de su manto.

Dios mío, los pobres ejercen entre nosotros una función sagrada. No deberíamos olvidarla. Hay una manera cristiana de mirarlos y de acercarse a ellos. Perdóname por no haberlo comprendido antes, y por haber mantenido en mi corazón tan duro pensamientos infieles. No he querido ver en los menesterosos más que pordioseros; he creído que mis relaciones con ellos se limitaban a darle limosnas con alguna que otra sonrisa forzada, y algunas frases entrecortadas, en los días de fiesta. No me he atrevido a dejar que penetrase profusamente en mi alma tu luz…

Tus pobres me han parecido bastante fastidiosos. Me figuraba que tenían sobre todo que agradecerme lo que por ellos hacía y que no cumplían muy bien con esa obligación. Hasta les he calumniado declarándoles incapaces de virtudes verdaderamente nobles, atribuyendo a las personas de mi casta el monopolio del mérito.

Y no obstante, ese pobre vergonzante, falto de valor y de grandeza y lleno de remiendos y de miserias, soy yo mismo; así me lo grita mi acto de contrición ; y todos los desprecios que tengo para con los demás caen sobre mi cabeza como pesadas piedras que han sido lanzadas a las estrellas. Haz que tenga ese corazón humilde, que ame de corazón a todos tus pobres y me reconcilie con lo que soy.

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