Conservando los restos
BIENAVENTURADOS LOS POBRES
Narrado por Fabián Vázquez (trece minutos)
BIENAVENTURADOS LOS POBRES DE ESPÍRITU,
porque de ellos es el reino de los cielos.
(San Mateo, V, 3)
BEATI PAUPERES
Me habían dicho que los reyes eran cada vez más raros. He bajado a la calle y los he encontrado a centenares. Tales son los chiquillos de los pobres. Y los he contemplado largo rato para saber lo que Dios quería decirme por medio de ellos, y cuántas lecciones oportunas podía proporcionarme su despreocupación.
Los chiquillos pobres tienen ademanes de reyes: únicamente ellos están en todas partes como en su casa. Los he visto entrar en los museos, agolparse ante las vitrinas en las que duermen las momias de los Faraones, ir en busca de nidos de pájaros, y saludar con las manos en alto el paso de los grandes expresos internacionales a lo largo de la vía.
Todos los días les traen nuevos motivos de admiración: para ellos tocan las bandas militares, y para ellos se alinean ante la iglesia los coches en las bodas, y para ellos se iluminan los grandes comercios, y para ellos cae la lluvia y brilla el sol.
Nosotros, los aburridos y siempre apresurados, nos irritamos cuando llueve; tenemos que preservar nuestros sombreros y nuestros zapatos, pero ellos se ríen y gozan bajo el chaparrón, se diría que lo han encargado para su uso particular; juegan durante una hora entera bajo una gotera y organizan en los charcos de agua expediciones navales y viajes con platos flotantes; se figuran que una simple lata de conservas es un tesoro, y tocan pasodobles y marchas militares con calderos agujereados.
Esta sola palabra jugar encierra para ellos más dicha y libertad que para César la expedición a las Galias, y Alejandro fue menos feliz la tarde de Arbelas, después de haber derrotado a Darío, que lo son ellos por haber recogido, bajo un montón de hojas amarillentas, unas castañas de Indias, o por haber capturado, entre los carrascales, grandes abejorros.
Dios mío, no hay duda de que amarías a estos reyezuelos, si volvieses de nuevo entre nosotros; los reunirías como antaño y les contarías historias, y repetirías a todos los escépticos de nuestro tiempo que, si no se asemejan a esos niños, nunca podrán entrar adonde Tú estás.
¿Les amarías? ¿No es mejor decir que los amas? Es imposible, en efecto, que nos hayas exigido que tomemos como modelo a unos chicos galileos que nunca hemos encontrado. Tus modelos son contemporáneos, como son eternas tus órdenes, y en torno mío es donde debo mirar para saber cómo un alma puede hacerse reina, para adivinar cómo se llega a ser señor del reino celestial —ipsorum est regnum cœlorum.
El descontento me amarga la vida; no amo nada hermoso porque la codicia me desnaturaliza. Son extraños los hombres. Se imaginan que para poseer una cosa es menester excluir a todos sus vecinos, y que los candados, las rejas, las cajas fuertes son la condición de toda verdadera riqueza.
Si Tú, Dios mío, no hubieses colocado las estrellas fuera del alcance de sus manos, sin duda ninguna ellos habrían apagado ya esas luces, habrían hecho el catastro del firmamento con el pretexto de no dejarlo sin utilización. No saben que en el fondo de toda verdadera virtud debe haber una magnífica y regia despreocupación; no saben que el alma fiel se halla libre de toda angustia y de todo temor, y que se siente por doquier como en su casa, puesto que se ve en todas partes en la tuya.
Yo quisiera poder pasearme en esta hermosa mansión que no es otra que tu obra, con la tranquila serenidad de esos chiquillos pobres que juegan en el césped. No es necesario hacerse pueril; pero hay que comprender que todos los cautiverios voluntarios son chiquilladas, y que la libertad del alma es un don tuyo.
Porque somos envidiosos, vengativos, rencorosos, que no buscamos en todo más que nuestra propia utilidad, y calculamos de antemano con rodeos cautelosos todo el provecho que podemos sacar de nuestros mismos renunciamientos; por eso nos abruman los cálculos y nos es extraña la alegría.
Esta bienaventuranza la dejamos piadosamente, como una flor desecada entre las hojas del Evangelio; no es más que una teoría emocionante; hemos encontrado exégetas cómodos que nos permiten ser avaros y codiciosos.
¿Quién, pues, de entre nosotros estaría dispuesto a tomar con un solo gesto todos los bagajes que lleva consigo, hacer con ellos un gran montón a la vera del camino, dejarlos allí todos, sin hacer inventario ni acordarse más de ellos, y continuar el camino cantando alegremente, entre dientes, el Magníficat de las almas libertadas y el cántico de las Bienaventuranzas?
Y, sin embargo, Dios mío, esto sería la liberación, y en esa pobreza de espíritu, en la que no amase a nadie más que a Ti, me regocijaría por todo lo que me sucede, y más aún por lo que no me sucede. El día y la noche estarían para mí llenos de mensajes, y sabría en fin que brilla para mí todo el cielo tachonado de estrellas.
Cada vez que examinamos por qué liemos sido malos, descubrimos que en el comienzo de nuestras desdichas hay una deserción: no hemos creído en la virtud benéfica de la pobreza.
Por eso, para definir el heroísmo de los confesores, para describir el mérito de esos millares de fieles desconocidos, la Iglesia recita las palabras de la Escritura y se limita a decir simplemente que los amigos de Dios no han puesto su esperanza en el dinero ni en los tesoros —qui non speravit in pecunia et thesauris.
¡El dinero, Dios mío! Pero ¿es que sólo se nos habla de dinero? No, sino de todas las riquezas a las que uno se apega, y de las que el dinero es el símbolo.
El rapazuelo, con una vela en una linterna de papel, en la punta de un bastón y con una estrella de cartón dorado como diadema, repite todos los años en nuestras pequeñas villas de provincia, la jira de los Reyes Magos, en la fiesta de tu Epifanía.
Si yo tuviese esa misma fe y el mismo candor, ¿habría pensado alguna vez en despreciar tus dones; pasaría altivo y escéptico en medio de este cúmulo de maravillas, el mundo de las almas y el mundo de las cosas ? ¿No me hallaría como esos rapazuelos embriagado de sol en las tardes de estío o encantado al contemplar la nieve de invierno, durmiéndome sin preocupaciones, conforme a lo que pedimos en Completas y practican ellos sin titubear: dormiré en paz y descansaré sin preocupaciones (in pace in idipsum dormiam et requiescam)?
¿Y qué es el Cielo sino la bienaventuranza de unos pobres para los cuales Tú Te has convertido en única riqueza?
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