P. CERIANI: SERMÓN PARA EL TERCER DOMINGO DE EPIFANÍA

TERCER DOMINGO DE EPIFANÍA

En aquel tiempo, habiendo bajado Jesús del monte, lo siguieron grandes multitudes; y he aquí que un leproso, acercándose, lo adoró, diciendo: Señor, si quieres, puedes limpiarme. Y Jesús, alargando su mano, lo tocó, diciendo: Quiero, sé limpio. Y al instante quedó curando de su lepra. Y Jesús le dijo: Mira que no lo digas a nadie; pero ve a presentarte al Sacerdote y ofrece el don que Moisés ordenó para que les sirva de testimonio. Y al entrar en Cafarnaúm le salió al encuentro un centurión, y le rogaba diciendo: Señor, un criado mío está postrado en mi casa, paralítico, y padece muchísimo. Le dice Jesús: Yo iré, y le curaré. Y replicó el centurión: Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa, pero mándalo con tu palabra y quedará curado mi criado. Pues aún yo, que no soy más que un hombre sujeto a otros, como tengo soldados a mi mando, digo al uno: marcha, y él marcha; y al otro: ven, y viene; y a mi criado: haz esto, y lo hace. Al oír esto Jesús, mostró gran admiración, y dijo a los que lo seguían: En verdad os digo, que ni aún en medio de Israel he hallado fe tan grande. Así yo os declaro que vendrán muchos del Oriente y del Occidente, y estarán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de los cielos; mientras que los hijos del reino serán echados fuera a las tinieblas; allí será el llanto y el crujir de dientes. Y dijo al centurión: Vete, y te suceda conforme has creído. Y en aquella hora sanó el criado.

El Evangelio de este Tercer Domingo de Epifanía trae dos curaciones milagrosas, la de un leproso y la del criado del centurión.

Ambos milagros nos permiten considerar la humanidad de Cristo como instrumento unido a la divinidad, causa de la gracia y de todos los efectos sobrenaturales procedentes de ella, como son los milagros.

Hay multitud de textos en el Evangelio en los que aparece Nuestro Señor Jesucristo actuando para la producción de milagros o de efectos sobrenaturales, sea por su contacto físico, sea por el imperio de su voluntad. San Lucas lo resume en una sola frase: Toda la multitud buscaba tocarle, porque salía de Él una virtud que sanaba a todos (Lc. 6, 19).

Por medio del contacto físico Nuestro Señor sanó al leproso, y con el solo imperio de su voluntad curó a distancia al siervo del centurión, tal como nos lo relata el Evangelio de hoy.

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Los Santos Padres traen hermosos textos que proclaman la causalidad instrumental de la humanidad de Nuestro Señor.

Santo Tomás lo resume con estas palabras:

En Cristo, la naturaleza humana tiene una forma y una virtud operativa propias, y lo mismo sucede con la naturaleza divina. De ahí que, también, la naturaleza humana tenga una operación propia distinta de la operación divina, y viceversa. Y, sin embargo, la naturaleza divina se sirve de la operación de la naturaleza humana como de la operación de un instrumento suyo; y, del mismo modo, la naturaleza humana participa de la operación de la naturaleza divina, lo mismo que el instrumento participa de la operación del agente principal.

La humanidad de Cristo concurrió, pues, físicamente a la producción de los efectos sobrenaturales (gracia, justificación, milagros…) en virtud de la moción divina que el Verbo le comunicaba transeúntemente, o sea, utilizándole como instrumento cuando había de realizar alguno de esos actos.

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Por lo tanto, en Cristo hay que distinguir dos operaciones, la divina y la humana. Esta es una sentencia de Fe, expresamente definida. El Magisterio de la Iglesia lo definió expresamente en el concilio III de Constantinopla (año 680-681).

Esta doctrina es una consecuencia necesaria de la existencia en Jesucristo de dos naturalezas íntegras y perfectas.

A la naturaleza divina corresponde una operación divina, y a la naturaleza humana corresponde una operación humana.

De lo contrario —como explica Santo Tomás—, habría que decir, o que la naturaleza humana no tenía en Él su propio ser y operación (de donde sería imperfecta, contra lo que enseña la fe), o que la operación divina y la humana se habían fundido en una sola (lo cual constituye la herejía monofisita).

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En Cristo hay también operaciones teándricas, o sea, propias del Dios-Hombre; pero no constituyen una tercera especie de operaciones naturales, sino una mera combinación de la divina y humana.

Esta es una sentencia completamente cierta en teología.

Según el sentido teológicamente correcto, se llama operación teándrica de Jesucristo aquella en que la operación divina se sirve de la operación natural humana como de instrumento para producir efectos que trascienden la propia virtud de la naturaleza humana; por ejemplo, la gracia, los milagros, etc.

No constituye, por lo tanto, una tercera operación natural —que correspondería a una tercera naturaleza de Jesucristo distinta de la divina y de la humana—, sino que es una operación a la que concurren las dos naturalezas, haciendo la divina de causa principal y la humana de causa instrumental.

Que éste y no otro sea el verdadero sentido ortodoxo de las operaciones teándricas o divino-humanas de Jesucristo, consta expresamente por la declaración de San Martín I contra los monotelitas:

Si alguno toma neciamente, como los malvados herejes, la operación divino-humana del Hombre-Dios que los griegos llaman teándrica como una sola operación, y no confiesa, según los Santos Padres, que es doble, es decir, divina y humana; o también [si alguno toma neciamente] que la palabra teándrica  es designativa de la única operación del Hombre-Dios y no demostrativa de la admirable y gloriosa unión en Jesucristo de las dos operaciones, sea condenado.

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Es maravilloso y reconfortante saber que la humanidad de Jesucristo, Nuestro Señor, sigue gozando en el Cielo de esta virtud física instrumental de que estuvo dotada aquí en la tierra.

La razón es porque la humanidad de Cristo es más perfecta ahora en el Cielo que cuando estaba en la tierra, puesto que ahora está glorificada; y si en la tierra tenía ese poder, no ha de carecer de él en el Cielo.

A quien objetase que el instrumento físico requiere el contacto físico del agente con el sujeto que recibe su acción; y que este contacto físico que se dio entre la humanidad de Cristo y los que recibieron su influencia mientras Cristo vivió en este mundo, ya no se da desde su gloriosa ascensión a los Cielos, se respondería:

El contacto físico se requiere en los instrumentos manejados por una virtud finita, que no puede obrar a distancia. Pero no es éste el caso de la humanidad de Cristo en cuanto instrumento del Verbo; porque siendo inmensa e infinita la virtud divina del Verbo puede actuar en todas partes, ya que en todas partes está presente. Y no hay ningún inconveniente en que el Verbo, presente en todas partes, utilice físicamente la virtud instrumental de la humanidad de Cristo para la producción de todos los efectos sobrenaturales ordenados al fin de la Encarnación.

No olvidemos, además, que a la humanidad de Jesucristo pertenece no solamente el Cuerpo, sino también, y sobre todo, el Alma. Y el Alma de Cristo, con su voluntad, puede obrar como instrumento del Verbo para producir efectos sobrenaturales en sujetos materialmente distantes, como ocurrió muchas veces mientras vivió Cristo en este mundo, y tal como lo prueba el Evangelio de hoy.

Este imperio de la voluntad es suficiente para salvar la causalidad física instrumental de la humanidad de Cristo. Para ello basta el contacto virtual con el efecto, sin que se requiera en modo alguno el contacto material o físico.

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En cuanto a las diferentes especies de milagros, se puede establecer una división y catalogarlos en cuatro grupos: sobre los espíritus, sobre los cuerpos celestes, sobre los hombres y sobre las criaturas irracionales.

Podemos confeccionar la lista de milagros cuya descripción minuciosa nos proporcionan los Evangelios.

Además de ellos, hizo Jesucristo muchísimos otros, como dicen repetidas veces los Evangelistas; y no sólo externos y comprobables por todos, sino también internos, cambiando las disposiciones íntimas de sus oyentes mal dispuestos, o dejándoles admirados y sin respuesta, o, incluso, derribándolos por el suelo al conjuro taumatúrgico de su palabra.

Muchos de estos milagros los hizo Cristo por modo imperativo, con una sola palabra (quiero; sé limpio; levántate) y, a veces, a distancia del beneficiado.

Otras veces, en cambio, hacía alguna cosa más que la simple palabra (v.gr., tocarles, poner saliva, etc.) e incluso en alguna ocasión no curó a un ciego instantáneamente, sino por grados.

Explicando esta distinta manera de proceder, los Santos Padres han dicho cosas muy hermosas, a veces extrayendo con habilidad e ingenio enseñanzas místicas muy elevadas a propósito de cualquier detalle de esos milagros.

Santo Tomás recoge esos textos y los introduce de este modo: Cristo había venido a salvar al mundo no sólo con el poder de su divinidad, sino asimismo mediante el misterio de su Encarnación. Y por esto, con frecuencia, cuando curaba a los enfermos no usaba sólo del poder divino, simplemente ordenando, sino que también añadía algo de parte de su humanidad.

Por esto, sobre el pasaje de San Lucas 4, 40 (“imponiendo las manos a cada uno, los curaba a todos”) comenta San Cirilo: Aunque en cuanto Dios hubiera podido alejar todas las enfermedades con una palabra, los tocó, demostrando con ello que su humanidad era eficaz para dar remedios.

Acerca de los milagros de Cristo hay que considerar también que, en general, los hacía como obras perfectísimas. Por esto, a propósito de San Juan 2, 10 (“todo el mundo sirve primero el vino bueno”), comenta San Juan Crisóstomo: Los milagros de Cristo son de tal categoría que resultan mucho más preciosos y útiles que las obras realizadas por la naturaleza.

De igual modo confería instantáneamente la salud perfecta a los enfermos. Por ello, San Jerónimo, a propósito de San Mateo 8, 15 (“se levantó y los servía”), comenta: La salud que el Señor confiere, vuelve íntegra en un instante.

Respecto de aquel ciego que recuperó la vista por grados, vemos que sucedió lo contrario. Esto se debió a su falta de fe, como dice San Juan Crisóstomo. O, como dice San Beda, al que podía curar totalmente y con una sola palabra, lo sana poco a poco, para mostrar la grandeza de la ceguera humana, que con dificultad, y como por pasos, vuelve a la luz, y para indicarnos su gracia, con la cual nos ayuda en cada avance hacia la perfección.

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Viniendo más precisamente al Evangelio de hoy, vemos a Nuestro Señor Jesucristo curando milagrosamente a un leproso y al siervo del centurión; y ambos milagros nos descubren al Salvador, al Médico de nuestras almas; y en nosotros mismos, las condiciones de nuestra curación.

La horrible enfermedad de que adolecía el leproso y la parálisis que afligía al siervo del centurión de nuestro Evangelio, eran figuras del pecado, de las pasiones y de las diversas enfermedades espirituales de que Jesucristo venía a curar a la humanidad.

El caritativo Salvador, lleno de compasión, toca con su mano al leproso y le devuelve la salud; dice al centurión: Id, que vuestro siervo está sano, y al instante el siervo estuvo sano.

No le cuesta más curar nuestras almas que lo que le costó curar a los enfermos que le presentaban; por una parte, es bastante poderoso para poder curarnos; por la otra, no le falta la voluntad de hacerlo.

Él quisiera vernos santos y perfectos; tiene sed de nuestra salvación… Así, este celestial Médico quiere curarnos; y, si no lo hace, es porque nos resistimos a sanar. ¡Desgraciados! No cumplimos las condiciones mediante las cuales recobraríamos la salud de nuestra alma.

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¿Con qué condiciones Jesucristo nos ofrece la curación?

Es preciso conocer nuestro mal y querer sinceramente y con ardor su curación.

El leproso del Evangelio conoce perfectamente su mal; ve todas sus circunstancias tristísimas, su fealdad, su vergüenza y sus peligros, y pide con instancias su curación al Salvador.

No dijo: “Si lo pides a Dios”, ni: “Si oras”, sino: “Si quieres, puedes limpiarme”. Y no dijo tampoco: “Señor, límpiame”, sino que todo lo deja a su arbitrio, y le reconoce como Dios, y le atribuye la potestad de hacerlo todo.

En cuanto a lo que dice: “Si quieres”, no duda que la voluntad de Dios está inclinada a todo lo bueno; sino que, como no a todos conviene la perfección corporal, ignoraba si a él le convendría aquella curación. Dice, pues: “Si quieres”, como si dijese: “Creo que quieres todo lo que es bueno, pero ignoro si es bueno para mí lo que pido”.

Nuestro Señor, aunque podía limpiarlo con la palabra y con la voluntad, le aplicó la mano: Y extendiendo Jesús la mano, lo tocó, para manifestar que no estaba sujeto a ley alguna y que, estando limpio, nada había inmundo para Él.

El Señor demuestra aquí que no obra como siervo, sino que, como Dios, toca y cura.

No era sólo Dios, sino también hombre, por eso obraba los milagros por medio de la palabra y del tacto, a fin de que sus actos divinos se perfeccionasen con el concurso del cuerpo, como órgano.

La mano no se vuelve inmunda por haber tocado la lepra, sino que, por el contrario, el cuerpo leproso se vuelve limpio al simple contacto de la mano santa.

El leproso había dicho: “Si quieres”, el Señor le respondió: “Quiero”.

Aquél había dicho: “Me puedes limpiar”, y el Señor le respondió: “Sé limpio”.

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El centurión, por su parte, reconoce también el mal de su siervo, describe toda su gravedad y clama al Señor para que lo cure.

Veamos también aquí la fe del centurión, el cual no dijo: “Ven y sánalo”, porque, creía que estaba presente en todas partes; y tampoco dijo: “Sánale desde aquí”, porque cría que tenía poder para hacerlo, sabiduría para comprenderle y caridad para oírle.

Por lo tanto se limitó a exponer la enfermedad, dejando el remedio de la curación al arbitrio de su misericordia.

Viendo el Señor la fe, la humildad y la prudencia del centurión, le ofreció inmediatamente que iría y sanaría al siervo.

Lo que nunca había hecho Jesús lo hizo ahora. En todas partes sigue la voluntad de los que suplican, aquí la excede. No sólo ofreció curarlo, sino también ir a su casa.

Hizo esto para que conozcamos la virtud del centurión, puesto que si Él no hubiese dicho: “Yo iré y le sanaré”, el centurión no hubiera respondido: “No soy digno”.

Así como admiramos la fe en el centurión, porque creyó que el paralítico podía ser curado por el Salvador, así se manifiesta también su humildad, en cuanto se considera indigno de que el Señor entre en su casa.

La fe del centurión aparece en que ve, a través del Cuerpo del Salvador, la divinidad que en Él se encontraba oculta; y por eso añade: “Pero mándalo con tu palabra y será sano mi siervo”.

A fin de que nadie pensase que lo que el Salvador dice sobre el centurión, no era sino una vana adulación, hace el milagro: Y dijo Jesús al centurión: “Ve, y como creíste, así se haga”.

Como si dijese: “Según sea medida de tu fe, se te concederá la gracia”.

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Si conociéramos del mismo modo nuestros males espirituales; si comprendiéramos toda su gravedad y todos sus peligros, si deseáramos ardientemente vernos libres de ellos; si pidiéramos con instancias la gracia al Salvador, pronto nos veríamos sanos y muy distintos de lo que somos…

Es preciso acompañar nuestra petición con una fe viva.

¡Cuán admirable es la fe que inspira al leproso esta bella oración: Señor, si quieres, puedes sanarme; y al centurión esta otra: Señor, decid una sola palabra, y mi siervo será sano…!

¡Cómo debe confundirnos al ver tanta fe en este leproso y en este pagano, cuando nosotros, en una posición tanto más feliz, estamos, sin embargo, tan distantes de ella!

Es necesario orar con humildad. Oremos de esa suerte y obtendremos la curación de todas nuestras miserias.

Debemos reconocer nuestras miserias y pedir su alivio con fe, con humildad y con un deseo ardiente de conseguirlo, acudiendo continuamente a Jesucristo, como a nuestro caritativo Médico.

Adoremos a Jesucristo como a Médico de nuestras almas, descendido del Cielo para curar al género humano, miserable enfermo que yacía en el suelo.

Postrémonos a sus pies como enfermos que piden su curación.

Bendigámosle por tantas curaciones que obró durante su vida mortal y que obra aún todos los días en la Iglesia.

Pongamos en Él toda nuestra confianza, diciendo con la Oración de este Domingo:

Omnipotente y Sempiterno Dios, mira propicio nuestra fragilidad; y extiende, para protegernos, la diestra de tu Majestad.