JOSEPH RATZINGER: LA MARIOLOGÍA ENSOMBRECIDA POR EL ECUMENISMO

Misterios de iniquidad

EL PROBLEMA ECUMÉNICO

Resultados y perspectivas en la iglesia conciliar

(Ediciones Paulinas – Agosto de 1965)

Para no perder la costumbre…
Recepción de una delegación internacional de líderes luteranos en 2005

En 1965, el impío de Joseph Ratzinger escribió este texto, del cual nunca se retractó:

En general, puede afirmarse que el trabajo conciliar en su totalidad se orienta en función de la gravitación que ejerce el problema ecuménico.

El esquema sobre el ecumenismo no hace sino resumir, en el fondo, lo que constituye el hilo rojo de todos los trabajos del Concilio: tomar en serio nuevamente todas las inquisiciones de los hermanos separados; disposición a ver, confesar y reparar los yerros cometidos en el pasado; la voluntad de quitar del medio todo cuanto obstaculice la unidad.

Esta orientación se ha impuesto actualmente hasta tal punto que incluso los adeptos a posiciones conservadoras operan desde puntos de vista ecuménicos, unas veces con fortuna, otras veces (como en cuestiones de mariología) con completo desconocimiento de la verdadera situación.

Así las cosas, deseo abstenerme de un ulterior análisis de la parte esencial del texto sobre el ecumenismo que en el período de sesiones que nos ocupa ya no es objeto de discusión.

En su lugar prefiero encarar brevemente otro problema situado en el centro de los problemas ecuménicos: la mariología.

Está fuera de duda que, por su intención, fue un voto ecuménico el que movió en el otoño pasado al Concilio a la resolución de incorporar el esquema mariológico en calidad de capítulo en la doctrina sobre la Iglesia.

Con esto quiso guardarse no solamente la debida proporción dentro del conjunto de los textos, entre los cuales la mariología había de aparecer como parte, y no como conjunto independiente al lado de otras unidades independientes.

Además se sentaba con ello una cierta tendencia que afecta el contenido mismo: la de considerar a María como miembro de la Iglesia que no se sitúa frente a nosotros como Cristo, sino que ocupa su lugar juntamente con nosotros y de nuestro lado frente al Señor, como representación de la existencia creyente del cristiano en el mundo.

En el texto redactado en tal sentido y que sustituyó al proyecto anterior, la mariología deductivo-apriorística quedó desplazada en gran medida, aunque no del todo, por una positivamente bíblica.

En vez de especulaciones, se inquiere sobre los hechos de la historia salvífica, los que son elevados a la comprensión de la fe.

El concepto de «corredentora» está ausente, lo mismo que el de «medianera de todas las gracias», del que no ha quedado sino un rudimento al afirmarse que en la Iglesia se ha ido formando la costumbre de invocar a María, entre otros títulos, también bajo el de una mediadora, lo cual, a no dudarlo, significa cosa harto distinta de afirmar que ella es la medianera de todas las gracias.

Todo eso debe considerarse, a mi entender, para apreciar en su justo valor la discusión tenida sobre este tema en el Concilio del 16 al 18 de setiembre de 1964.

Verdad es que esta discusión se movió con frecuencia a un nivel harto modesto, alcanzando por momentos apenas la altura de un mediocre libro edificante.

San José y el Rosario, la consagración a María y la devoción al Corazón de María, el título de «Madre de la Iglesia» y la búsqueda de otros nuevos títulos constituían lugares socorridos en discursos que, si bien daban testimonio de la piedad de los obispos respectivos, no lo hacían tanto de su lucidez teológica.

Mas todo eso no debe hacernos pasar por alto el que se hicieron oír también voces a las que durante décadas enteras se habían esperado en vano.

Recuerdo, a este propósito, el significativo discurso del cardenal Léger quien se lanzó al ataque contra las hipérboles marianas, dirigiéndose contra el título de «medianera» incluso en su forma atenuada. Pues, aunque se lo podría interpretar rectamente, dijo, con el empleo cotidiano, y separado de su contexto cristológico, tendría que llevar a malos entendidos. Asimismo postuló que el texto debe suministrar inequívocos recursos contra los abusos de la devoción mariana.

Recuerdo también el discurso del cardenal Bea quien, no obstante su propia acentuada devoción mariana, combatió con notable insistencia el título de medianera, poniendo en descubierto la cuestionabilidad exegética de ciertos textos de la Sagrada Escritura, que hasta entonces no se habían puesto en tela de juicio y que habían sido empleados por las más altas autoridades como fundamento de la mariología.

Pero, sobre todo quiero recordar el importante discurso del cardenal Alfrink, quien puso en claro lo intrínsecamente inadecuado de la acostumbrada confrontación entre maximalistas y minimalistas, destacando la tergiversación teológica inherente a esas categorías hasta entonces aceptadas a pies juntillas.

Con esto se logró, al mismo tiempo, poner de relieve la diferencia existente entre el plano devocional y doctrinal, a partir de la cual se pudo desembocar en una crítica decisiva del título de medianera.

La mejor introducción al estado actual de la cuestión mariana la ofrece R. Lauretin, «La question mariale» (Paris 1963).

Una breve visión de conjunto la intenta un artículo mío próximo a aparecer en Theol. Revue: «El Problema de la Mariología».

Pero tratemos de evitar un malentendido: no pudo ser, evidentemente, meta de los esfuerzos conciliares el desmonte lento pero seguro de la devoción mariana, para de esta manera paulatinamente asimilarse, o poco menos, al protestantismo.

Lo que sí tenía perseguirse como fin era distanciarse de una teología especulativa, olvidada de la Escritura, bajo el llamado que significan las preguntas de los hermanos separados, y ponerse con sobriedad y decisión sobre el terreno del testimonio bíblico.

Apreciar en su justo valor la trascendencia de este proceso solo podrá hacerlo quien sepa hasta qué punto títulos como el de medianera y corredentora, gozando de la protección del magisterio papal, ya habían llegado a sobreentenderse en la teología y en qué medida absoluta toda oposición había enmudecido.

El debate, esperado con temor por los teólogos de orientación ecuménica, puede, si lo consideramos hoy con una mirada retrospectiva, calificarse de saludable y necesario, pese a sus puntos débiles.

Solamente de esta manera pudieron hacerse oír aquellas voces a las que, dicho sea de paso, reunióse también la del cardenal Silva de Santiago de Chile, y que iniciaron en la mariología un cambio de dirección que en el futuro puede adquirir suma importancia.

Quien conozca la verdadera situación de la teología anterior al Concilio y la gravedad de las cuestiones aquí tratadas, no podrá recordar este debate, árido a ratos, sino con profundo agradecimiento.

Es, por lo tanto, una señal de ignorancia el afirmar, como a veces sucede, que el Concilio, al aceptar el título de Medianera, ha agudizado la situación ecuménica respecto de la mariología. Lo que en realidad hizo el Concilio fue remitir la teología de la mediación de todas las gracias, declarada ya por los manuales como doctrina de la Iglesia, nuevamente al plano de la discusión teológica, a la vez que imprimirle una nueva orientación, como trato de demostrar en el artículo mencionado por aparecer.