Conservando los restos
EN DONDE YO ME ENCUENTRO
Narrado por Fabián Vázquez (once minutos)
UBI SUM EGO
En un sentido más profundo de lo que puede imaginarse, la vida presente es la preparación y el noviciado de la vida futura.
Es su preparación, no sólo porque nuestras buenas o malas acciones nos proporcionarán del otro lado de la tumba recompensas o castigos, sino porque desde este mundo comenzamos a hacer lo que haremos durante la eternidad.
Adquirimos hábitos, sancionamos principios, mantenemos amores que, mucho antes de la hora de la muerte, prestan ya una fisonomía especial a nuestra alma y nos dan un semblante de elegido o una figura de precito.
Por lo tanto, la única cosa que de veras nos importa es aprender nuestro oficio de bienaventurado, ensayarnos en la función de elegido.
La gracia es en nosotros el principio de la gloria, la fe es ya el principio de la unión beatífica, la caridad establece en nosotros esa unión perfecta de nuestra voluntad con la voluntad divina, esa unión que no experimentará la sacudida de la muerte.
Toda la vida espiritual se reduce a aprender el arte de encontrar a Dios.
Es excelente trazar el programa de acción, es útil señalar el camino a través del porvenir, pero sobre todo es menester llegar al término. Son los resultados y no las ambiciones los que permiten juzgar del valor de los métodos.
Encontrar a Cristo, Christum consequi. San Ignacio, en la cuarta Adición de sus Ejercicios Espirituales, nos dice, con una claridad sin rodeos, que la oración es buena desde que conduce a este término, y que ocuparse por llevarla a otra parte o hacer que abandone este feliz refugio es un cuidado superfluo y nefasto, sine ansietate progrediendi ulterius.
Porque Dios no está ordenado a nada ulterior, y cuando se confluye en lo infinito, no hay más que hacer que reposar entregándose, cual el fruto maduro que se deja coger en la punta de la rama.
Hallar a Dios no es una ciencia vulgar, y sin embargo los caminos que conducen a Él son numerosos, y los pies de los niñitos los han pisado ya ingenuamente, quizá mucho antes que nosotros.
Lo que no es difícil, es llegar a ser sencillos y contemplar las cosas con ojos puros. Lo que nos cuesta es aceptar, es no cocear cuando se nos mete en una camilla, ni calificar a nuestro Dios de Dios altanero y lejano.
Andamos vacilantes entre la rebeldía y el despecho, entre la debilidad y el orgullo, cuando podríamos encontrar quizá con la claridad el equilibrio, si nos pusiésemos simplemente de rodillas ante nuestro único Redentor. Podríamos encontrar al Eterno, al despojarnos de nuestras resistencias.
Ir a parar a Dios. Se trata de demostrar que eso es posible y, que las condiciones están ya fijadas de antemano.
Hay sacrificios, o más bien hay un sacrificio total, absoluto, el único que puede permitirnos confluir en Dios. Es enteramente inútil querer substraerse a este sacrificio de despojo espiritual, de pobreza y de abnegación.
Las exigencias de la vida piadosa son perentorias. Los mediocres la aprenden a costa suya.
Cómo se puede ir hacia Dios y cómo viene Él mismo hacia nosotros, ha sido el objeto de las entregas anteriores, de las dos primeras series. Ahora quisiéramos decir a dónde nos lleva, y hacia qué término definitivo trata su gracia de conducirnos, apoderándose de nuestra voluntad.
No existe otro término que Dios, todo concluye por llevarnos al Salvador, y cuando nuestra disposición está de acuerdo con la suya, ese último encuentro es la vida eterna; y cuando nuestra voluntad culpable es contraria a la suya, ese encuentro termina en el infierno.
Todo nuestro ser anda en juego entre esta alternativa.
Para preparar las actitudes supremas, es necesario reflexionar en silencio, y para aceptar los sacrificios indispensables, es conveniente examinar a qué corresponden.
Si se encontrasen en estas páginas algunas expresiones algún tanto duras, no se vea en ello una actitud de menosprecio.
En la actualidad no valemos ciertamente más qué nuestros antepasados, pero admitimos de buen grado que se nos lance sin perífrasis cara a cara con lo real.
Una religión que se presentase como un artículo de saldo, con sus reducciones ventajosas, sería ciertamente extraña al espíritu de Cristo, y no recibiría de nuestra parte más que condescendencias desdeñosas.
¿Por qué no decir tranquilamente que la verdadera vida cristiana es ilimitada en sus exigencias, y que para servir a Dios conforme a la gracia que tenemos, debemos suprimir el egoísmo de nuestros puntos de vista particulares, y regocijarnos de poder ser útiles en la gran obra redentora?
Por lo demás en nada se ha cambiado la forma de estas breves meditaciones, y se engañarían los que quisieran buscar en ellas lirismo o polémicas.
El lirismo continuo se convierte bien pronto en ridículo; nuestra oración debe ser continua, no puede, pues, desarrollarse sin gran inconveniente en el tono lírico.
Cuando nos hayamos reconciliado desde el fondo de nuestro corazón con todos nuestros deberes, cuando el ambiente sombrío, el medio apagado, el trabajo árido, no sean obstáculo a nuestra oración, entonces podremos comenzar a orar siempre y no cesaremos de encontrar a Dios.
En el desierto se encuentra todo o no se encuentra nada, según el deseo que allí le guíe a cada uno.
El que gusta de risas y de festines, se muere allí; el que gusta la soledad y la paz, va allí y allí se refugia.
Desde que la gracia divina ha puesto en nosotros la necesidad de ir a Dios; desde que somos ovejas de su redil e hijos de su casa y sarmientos de su vid y testigos del Verbo y apóstoles del Evangelio, nos resulta, imposible perfeccionarnos, si no llegamos al término eterno y viviente, al Redentor, al Hijo del hombre.
En estas pláticas no hemos puesto más que cortezas de pan duro… Pero a causa de la virtud de tantos cristianos desconocidos, tal vez se digne Cristo bendecir y hasta transformar estos menudos fragmentos, como antiguamente en Galilea.
Por lo cual me siento desde ahora sumamente agradecido.
In quo crescentes quotidie, ipsum tandem adipiscamur omnes. Creciendo siempre en Él, merezcamos finalmente reunimos todos con Él en el cielo.
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