Conservando los restos
EN ÉL SUBSISTEN TODAS LAS COSAS
Narrado por Fabián Vázquez (once minutos)
Todas las tosas fueron creadas por Él mismo,
y en atención a Él mismo;
y así Él tiene ser ante todas las cosas
y TODAS SUBSISTEN EN ÉL.
(San Pablo a los Colosenses, I, 17).
OMNIA IN IPSO CONSTANT
Dios mío, miro en mi derredor todo eso que denominarnos con una palabra neutra y genérica; las cosas.
Su número inmenso me desconcierta, su misterio impenetrable me espanta.
¿Quién soy yo en medio de todos esos rostros cerrados, y qué relación existe entre mi ser y los árboles de los bosques seculares, y los fósiles geológicos?
Encuentro singular, extraño, inquietante, pasar mi vida en medio de una creación que apenas comprendo, que no se preocupa de mí, y en la que se siente uno como caído por casualidad y del exterior, como un intruso entre personas extrañas.
Ni el viento, ni el frío, ni el mar, ni la gravedad, parece que se percatan de que sufro o pienso, y hace ya mucho tiempo que esa indiferencia de una naturaleza tan próxima y tan distante ha dado pábulo a la melancolía y ha excitado el estro de los poetas.
Se me ha dicho que las cosas eran para el espíritu del hombre objetos de ciencia, y para su voluntad medios de acción. Y es muy verdadero, sin duda; pero yo desearía saber qué es esa ciencia, y a qué tiende esa acción, y cómo puede concentrarse todo en un solo foco, en vez de dispersarse en la frivolidad.
Porque todo lo que no refiero al principio consciente de mi vida, todo eso no es más que agitación de somnámbulo y distracción absurda.
Puedo hundirme en ello, pero no puedo creerlo; puedo ocuparme en ello, pero no puedo poner en ello el interés vehemente que me apasiona cuando soy yo mismo el que está en juego.
Comprender, no es sólo clasificar metódicamente, es llegar a identificarse con el objeto.
¿Y cómo puedo llegar a identificarme con este mundo impenetrable y frío? ¿En qué punto vamos a tratar de establecer contacto, y por qué medio, arrancándole el velo, podré inmediatamente reconocer en él el semblante que ya conozco y los rasgos familiares de mi raza?
Porque estoy seguro de que, en el fondo, él y yo no podemos ser dos extraños, y de que si, al parecer, no estamos de acuerdo desde el principio, es porque formamos parte de un conjunto más vasto y somos los factores de una armonía superior, como las rectas que se cortan bruscamente y de un modo muy agudo para constituir en su misma divergencia la figura del ángulo.
¿Mi relación con el mundo cósmico es sólo la de un espectador de paso? ¿No es mi vida más que un fenómeno de superficie, como el deslizarse de la pluma sobre el papel blanco, como la estela de un frágil insecto sobre la superficie del agua dormida?
Recuerdo que, en los días del Génesis, el hombre inocente había dado a cada cosa un nombre humano, y que toda la Creación, orientada hacia él, tenía por lo tanto un sentido amistoso y bueno; este sentido era el mismo hombre hacia el que todo convergía espontáneamente.
De este lenguaje maravilloso, que convertía en dóciles los elementos, y que prestaba un encanto a la realidad, ya no quedaba nada desde que se ha consumado la ruptura original y el hombre ha querido profanar el mundo y hacer impías las cosas.
Se ha alterado el sentido humano de la Creación, al volver la espalda el universo al hombre, y al evadirse la naturaleza de la mano violenta del pecador, padre de la raza.
Y en vano se habría buscado el hombre a sí mismo en este mundo que rehusaba reconocerle, pues no habría encontrado más que rebeldía y resistencia y contrariedad y castigo. Su mismo espíritu habría llorado en las tinieblas.
Pero lo que ha destruido el primer Adán, lo repara el segundo, y la humanidad se totaliza en la justicia del Hijo del hombre.
El nombre que el padre de la raza había dado a las cosas se ha borrado, pero el Verbo encarnado, que todo lo sostiene por su poder, ha heredado todo lo que existe —quem constituit heredem universorum— y su nombre es el que ahora resume al mundo y da el sentido a la Creación.
No podemos ser justos, es decir, ser nosotros mismos, más que por Él, y cuando uno pretende evadirse de Él, cae en la segunda muerte. Fuera de Él, nada es estable, ni se mantiene en equilibrio —propter quem et per quem omnia.
Por eso, el misterio de las cosas no refiere más que la historia de la Redención, y la obra de Cristo no se ha limitado a los confines del orden moral, como lo han creído los protestantes modernos, separando al Verbo y a Jesús.
El papel de Cristo no consiste sólo en enseñarnos las reglas de buena conducta y en abrir una escuela de virtud; su función divina no consiste sólo en distribuir consejos y promulgar sanciones y en excitarnos a vivir bien, sino en infundir su espíritu en todo, para dar a cada cosa su ser y su valor, en reducirlo todo al principio luminoso, de quien todo dimana —et per eum redire omnia in integrum a quo sumpsere exordiun.
La última palabra es la que siempre da el significado definitivo a todas las demás, como el último acto de la vida terrestre es el único que permite juzgarla, como la última batalla es la que hace que la guerra sea victoriosa o desastrosa, y el final de una cosa es el que define todo lo que lo ha ido preparando.
La ciencia es, pues, una cosa sagrada, como el esfuerzo industrial y como la agrupación de los hombres en los diversos cuadros sociales, y Cristo exaltado hasta la medida infinita de su misión, el Redentor que salvó nuestro cuerpo y nuestra alma, es ciertamente Salvator mundi, el Salvador de todo el mundo, arrancado por Él, a la falta de sentido del pecado.
Será menester, en efecto, que un día u otro se relean para comprenderlas y no sólo para pronunciarlas, las palabras del Espíritu Santo expresadas por San Pablo; será menester ciertamente que nuestra nobleza cristiana y nuestra inteligencia suban a la altura de los puntos de vista absolutos.
Lo que se realiza en nosotros es la redención de un universo; y las mallas de la red no se sostienen más que por el vasto conjunto; cuando se repara una, es en provecho de todas.
Dios mío, concédeme una vista verdadera, para que no tenga que renunciar al gran éxtasis producido por la contemplación de tu obra cósmica para buscarte en un pequeño santuario, en el que no ocupándote más que de mí, tuviese que dejar el vasto mundo a su destino.
Haz que tenga una vista verdadera, que abarque en toda su inmensidad tu obra de Redentor, su pasado y su porvenir, para que pueda, como los antiguos profetas y los grandes patriarcas, contemplar tu gloria en lontananza y adorarte sobre las cumbres.
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