FIESTA DE LA INMACULADA CONCEPCIÓN
DE MARÍA SANTÍSIMA
Celebramos la Inmaculada Concepción de María Santísima; privilegio por el cual fue concebida sin la mancha del pecado original y llena de gracia.
María Inmaculada debe su privilegio a los méritos de su divino Hijo, previstos por Dios desde toda la eternidad. Es, por lo tanto, también una redimida, como nosotros; aunque de un modo perfecto, o sea, quedando exenta del pecado original.
La Santísima Virgen María es un fruto de la Redención, de la muerte salvadora de Cristo en la Cruz. Necesitó de la Redención y fue redimida. Pero lo fue de un modo distinto que lo fuimos nosotros, de modo perfecto. Fue un privilegio único.
Hay dos Redenciones:
Una liberativa, que levanta a los caídos y da vida a los que habían muerto por el pecado; así fuimos redimidos nosotros.
Otra preventiva, la que previene para que uno no caiga; ésta es la de María Inmaculada… En virtud de la Redención de Cristo y por la previsión de sus méritos divinos alcanzó Ella sola la gracia de no caer…
María Inmaculada es el primero y el más brillante fruto de la muerte salvadora de Cristo. Su Concepción Inmaculada significa su preservación del pecado original y de todas las funestas consecuencias del mismo.
Privilegio gloriosísimo por ser único.
Por esta razón, al aparecerse en Lourdes, pudo decir a Santa Bernardita: YO SOY LA INMACULADA CONCEPCIÓN, confirmando, no sólo la definición del dogma realizada cuatro años antes, sino también la jaculatoria que hiciera grabar en su Medalla Milagrosa: Oh María sin pecado concebida, rogad por nosotros que recurrimos a Vos.
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Pero aún es poco… Debemos decir que la Santísima Virgen María fue concebida en gracia; éste es el aspecto positivo de la Inmaculada; mucho más sublime todavía que la mera preservación del pecado original, que es su aspecto negativo: ¡Ave María Purísima! ¡En gracia concebida!
Ave Maria, gratia plena, Dominus tecum la saludó el Arcángel San Gabriel.
María Santísima estuvo llena de gracia desde el primer instante de su existencia, desde su misma concepción.
Por consiguiente, entre la Virgen María y el pecado existe una oposición absoluta, radical: no puede darse entre ambos ningún punto de contacto.
Pero esto no es suficiente; la doctrina católica nos enseña que, por especial privilegio de Dios, la Santísima Virgen María fue enteramente inmune durante toda su vida de todo pecado actual, incluso levísimo.
María Inmaculada es, pues, el más acabado prototipo del hombre nuevo. No existe en Ella ni la más pequeña mancha, ni el más insignificante defecto: todo es perfecto en ella. Su carácter, sus pensamientos, sus deseos, sus aspiraciones, sus sentimientos, sus obras y toda su vida son nítidos, intachables, inmaculados.
Una grandeza, una hermosura, una plenitud de perfecciones y de gracias como jamás han existido ni existirán nunca en ninguna otra criatura puramente humana: he aquí lo que es María.
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Ahora bien, ¿cuáles son las implicancias de este dogma en nuestra vida espiritual?
Santa Teresita quería que se presentase a la Virgen María imitable. He aquí sus palabras:
“¡Cuánto me hubiera gustado ser sacerdote para predicar sobre la Santísima Virgen! Un solo sermón me habría bastado para decir todo lo que pienso al respecto.
Para que un sermón sobre la Virgen me guste y me aproveche, tiene que hacerme ver su vida real, no su vida supuesta; y estoy segura de que su vida real fue extremadamente sencilla.
Nos la presentan inaccesible, habría que presentarla imitable, hacer resaltar sus virtudes.
Está bien hablar de sus privilegios, pero no hay que quedarse ahí; y si en un sermón nos vemos obligados a exclamar desde el principio hasta el final «¡oh! ¡oh!», acaba uno harto.
Y quién sabe si en ese caso algún alma no llegará incluso a sentir cierto distanciamiento de una criatura tan superior y a decir: «Si eso es así, mejor irse a brillar como se pueda en un rincón».
Lo que la Santísima Virgen tiene sobre nosotros es que ella no podía pecar y que estaba exenta del pecado original”.
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¿Cómo podremos imitarla en este misterio?
Todos los hijos de Adán penetramos en este mundo cargados con la mancha y con la maldición de nuestro primer padre. Somos concebidos hijos de la ira de Dios. Le causamos horror y asco desde el primer instante de nuestra existencia.
Ahora bien, en virtud de su Inmaculada Concepción, María Santísima pudo colaborar con el Señor en su obra de Redención y conmerecer para nosotros la reconciliación con Dios, el perdón de nuestros pecados, la gracia y la salud temporal y eterna.
Todo lo que nosotros poseemos de gracia y de riqueza espiritual lo hemos recibido de Dios por medio de Cristo y de su Inmaculada Madre, de su fiel Colaboradora en la obra de la Redención.
El pecado original desaparece en nosotros con el santo Bautismo. Entonces se nos libra también de las penas eternas del infierno. Somos redimidos.
Sin embargo, las consecuencias del pecado original perseveran siempre. ¡Y cuán penosas se nos hacen!
María Santísima se encontró exenta de todo esto. La gracia de la Redención tuvo en Ella su plena eficacia.
En María Inmaculada, se nos muestra lo que el Salvador quiere realizar en todos nosotros. Desea liberarnos del pecado, del error, de la tibieza y apatía espiritual. Quiere darnos fuerza, para dominar nuestras pasiones, y poder para sujetar a la razón nuestros malos instintos.
La Oración Colecta de la fiesta nos hace pedir: Oh Dios, que preservaste a María de toda mancha, en previsión de la muerte de tu Hijo; concédenos también a nosotros la gracia de que, por su intercesión, podamos llegar hasta Ti con corazones sin tacha.
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A la Santa Iglesia no le basta, pues, con que admiremos, honremos y ensalcemos a María Inmaculada. Esto ya es algo. Por lo menos nos sitúa, en espíritu y en afecto, cerca de la Inmaculada, y ello hace que nuestra alma asimile, de alguna manera, lo que en Ella contemplamos admirados, lo que en Ella amamos y reverenciamos.
Y nosotros, ¿qué haremos, entonces?… ¿Alegrarnos por este dogma? ¿Gozarnos en él?… ¡Sí!, ciertamente… Pero no basta…
Podemos y debemos tomar parte en él… María Inmaculada es una Capitana, con su ejército, en contra de la serpiente y el suyo.
Tenemos que alistarnos bajo las banderas de María Inmaculada y luchar contra el pecado en todas sus manifestaciones. Sólo así seremos imitadores de María Inmaculada.
¡Guerra, pues, al pecado, combatiendo con y por María Inmaculada!
En esta batalla, tal vez la postrera que presencien los siglos antes de que resplandezca de lleno sobre ellos la plenitud del Reinado de Jesucristo:
* el infierno ha escrito en su estandarte la palabra REVOLUCIÓN.
* el dedo de Dios ha escrito en el nuestro la palabra MARÍA INMACULADA.
Uno y otro lema son, a la vez, símbolo de opuestas doctrinas y grito de guerra.
Lo que en los tiempos modernos se conoce con el nombre de Revolución europea, no es sino un episodio de la gran lucha que, desde la cuna del mundo, sostienen el mal contra el bien, la mentira contra la verdad, el infierno contra Dios. Lucha que empezó en los cielos con la rebelión de Lucifer y de sus Ángeles, continuó en el paraíso terrestre con la seducción lastimosa del primer hombre, y acabará al fin de los siglos con la aparición del Anticristo. Cada época la ha presenciado con distinto nombre.
El misterio augusto de la Inmaculada Concepción de María es como un compendio de todo esto.
Por ello: ¡Adelante los hijos de la Inmaculada!
¡No en vano la Providencia divina ha hecho resplandecer este dogma con más vivos fulgores en esta época de vacilaciones y de tan general descreimiento!
A la sombra de este lema glorioso ha querido Dios que combatiésemos los católicos de hoy.
Descendencia de esta Mujer preservada somos nosotros cuando por medio del Bautismo entroncamos sobrenaturalmente con su Hijo.
La universal familia de los que creen, esperan en Cristo y obran según Cristo, es la descendencia propia de la Mujer, la Nueva Eva.
Somos nosotros los que, por la gracia de Cristo, luchamos y vencemos en Ella… Por Ella, nuestro débil pie es el que definitivamente ha de asentarse pujante y glorioso un día sobre la cerviz del dragón embravecido.
Así, la raza de Eva, desde que por Cristo pasa a ser la raza de María Inmaculada, está destinada a ser como Ella perpetuamente vencedora.
Pero ¿vencedora de quién? De la serpiente del paraíso terrenal, no solamente personificada, sino realmente viviente en todos los que el odio a Dios y a su Cristo reúne desde entonces, y que constituyen la odiosa descendencia del demonio para sostener el infernal combate.
La sociedad de los regenerados en Cristo y por Cristo es la Santa Iglesia.
Y las fuerzas que en todos los siglos ha congregado el infierno contra ella se llama hoy la Revolución.
Claros aparecen los términos del problema de hoy, que no es más que el problema del Paraíso Terrenal y el de todos los siglos hasta la consumación y juicio, que será su solución definitiva.
María Inmaculada y su descendencia, a un lado, con la bandera de toda verdad, de todo bien, de toda belleza.
Luzbel con los que se han querido hacer raza y ejército suyo, al otro lado, con la bandera de todo error, de todo mal de toda fealdad.
Se comprende así perfectamente por qué el pueblo cristiano le muestra un instintivo cariño al augusto misterio de la Inmaculada. Es que ve en él un retrato de su lucha, al mismo tiempo que una prenda y seguridad de su victoria.
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Dios ha querido presentarnos a su Madre como la primera vencedora de nuestro común enemigo, para movernos y alentarnos a las mismas victorias.
¡Confiemos!
Los católicos tienen la necesidad inevitable de la lucha… y la seguridad infalible de la victoria.
La causa es de Dios… Y a Dios se lo puede combatir, pero no se lo puede vencer…
La nueva lluvia de gracias que ha derramado el Señor sobre el mundo con motivo del día cuya memoria celebramos, no puede quedar estéril; desde esa fecha ha entrado el mundo en un nuevo período.
María, calumniada por la herejía desde Lutero, ha bajado hasta nosotros como Reina.
Hoy, cuando es menoscabada por la iglesia conciliar, neoprotestante, Ella dará el golpe de gracia a los errores que han embaucado durante mucho tiempo a las naciones; Ella hará sentir su planta victoriosa al dragón que se revuelve con furor; y el divino Sol de justicia de que se halla revestida, volverá a lanzar sobre el mundo los rayos de una luz más brillante y más pura que nunca para renovarlo todo.
Quizá nuestros ojos no lleguen a ver ese día, pero ya podemos saludar su aurora.
Las revueltas en medio de las cuales vivimos, podrían muy bien ser el preludio de esa paz tan deseada, en cuyo ambiente la divina palabra podrá esparcirse por el mundo sin traba alguna, y la Iglesia de la tierra recogerá su cosecha para la del Cielo.
¡Oh Madre de Dios!, también el mundo estuvo agitado en los días que precedieron a tu divino alumbramiento. Pero cuando diste a luz al Hijo de Dios en Belén, toda la tierra estaba en paz.
En espera del momento, en que has de demostrar la fuerza de tu brazo, no nos abandones, haznos también a nosotros puros y santos.
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Celebremos, pues, la fiesta de hoy como la genuina fiesta de la Iglesia Militante.
El monstruo infernal se encuentra otra vez detenido en su fiera embestida por el pie de esa Niña celestial en la cual ha querido Dios viésemos los católicos de hoy nuestra bandera y nuestra victoria.
Los destinos del mundo están hoy pendientes de este duelo terrible entre la doctrina personificada en la Revolución, y la doctrina personificada y como compendiada en el dogma de la Inmaculada Concepción de María.
Asistimos a una de las fases más espantosas, tal vez la última, de la grandiosa lucha entablada desde el principio del mundo entre el infierno y Dios.
Como lo hemos hecho los últimos Domingos, concluimos con la hermosa plegaria de Teodoreto, con lo cual cierra su comentario al libro del Profeta Zacarías: “Que no haya entre nosotros ningún cananeo, sino que todos vivamos según las enseñanzas evangélicas, en la expectación de nuestra bienaventurada esperanza y de la venida del gran Dios y Salvador Nuestro Jesucristo, a quien con el Padre y el Espíritu Santo sea gloria ahora y siempre y por todos los siglos. Amén”.