PADRE LEONARDO CASTELLANI: PARÁBOLAS CIMARRONAS

Conservando los restos

PARÁBOLA DEL HIJO PRÓDIGO

(Lucas 15, 1-32)

Dijo aun: “Un hombre tenía dos hijos, el menor de lo cuales dijo a su padre: «Padre, dame la parte de los bienes, que me ha de tocar.» Y les repartió su haber. Pocos días después, el menor, juntando todo lo que tenía, partió para un país lejano, y allí disipó todo su dinero, viviendo perdidamente. Cuando lo hubo gastado todo, sobrevino gran hambre en ese país, y comenzó a experimentar necesidad. Fue, pues, a ponerse a las órdenes de un hombre del país, el cual lo envió a sus tierras a apacentar los puercos. Y hubiera, a la verdad, querido llenarse el estómago con las algarrobas que comían los puercos, pero nadie se las daba. Volviendo entonces sobre sí mismo, se dijo: «¡Cuántos jornaleros de mi padre tienen pan de sobra, y yo, aquí, me muero de hambre! Me levantaré, iré a mi padre, y le diré: ‘Padre, he pecado contra el cielo y delante de ti. Ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo. Hazme como uno de tus jornaleros’.» Y levantándose se volvió hacia su padre. Y cuando estaba todavía lejos, su padre lo vio, y se le enternecieron las entrañas, y corriendo a él, cayó sobre su cuello y lo cubrió de besos. Su hijo le dijo: «Padre, pequé contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo.» Pero el padre dijo a sus servidores: «Pronto, traed aquí la ropa, la primera, y vestidlo con ella; traed un anillo para su mano, y calzado para sus pies; y traed el novillo cebado, matadlo, y comamos y hagamos fiesta: porque este hijo mío estaba muerto, y ha vuelto a la vida; estaba perdido, y ha sido hallado.» Y comenzaron la fiesta. Mas sucedió que el hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver llegó cerca de la casa, oyó música y coros. Llamó a uno de los criados y le averiguó que era aquello. Él le dijo: «Tu hermano ha vuelto, y tu padre ha matado el novillo cebado, por —  que lo ha recobrado sano y salvo.» Entonces se indignó y no quería entrar. Su padre salió y lo llamó. Pero él contestó a su padre: «He aquí tantos años que te estoy sir —  viendo y jamás he transgredido mandato alguno tuyo; a mí nunca me diste un cabrito para hacer fiesta con mis amigos. Pero cuando tu hijo, éste que se ha comido toda su hacienda con meretrices, ha vuelto, le has matado el novillo cebado.» El padre le dijo: «Hijo mío, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo. Pero estaba bien hacer fiesta y regocijarse, porque este hermano tuyo había muerto, y ha revivido; se había perdido, y ha sido hallado.»

MAYORDOMO. — ¡Sientensén, por favor, si hacen el servicio! ¡Que estorban todo el servicio!

TÍO MAGAÑAS, Tía SEMIRAMIS, las Tías HEBE, ELVIRA Y EVELINA, las PRIMAS ROSA, ROSINA y ROSAURA, el CAPATAZ, los TRES CORISTAS, y demás parientes y convidados, a coro:  — ¡No queremos!

(Están en grupos alrededor de la mesa escombrando a los sirvientes que entran con fuentes de asao-con-cuero, fuentones de fruta, empanadas de pollo, chinchulines, pastelitos y alfajores, carretillas de chorizos, soperas de dulceleche, cajones dulcemembrillo, jarrones de tinto, y bateas de buñuelos en almíbar; … pero se van sentando sin querer de a poco).

TÍO MAGAÑAS. — ¡Éste es un país de porquería, no me digan! ¡Los ingleses son gente, nosotros no somos gente! ¡Éste es un país de basura, sacando esta estancia «La Vernal» y sus dependencias! ¡Éste es un país de miércoles, sacando todos los aquí presentes! ¿Dónde está el hermano mayor, vamos a ver?

TÍA SEMIRAMIS. — ¿Y dónde está Don Pepe y el chico, a todo esto? ¡Calláte, Rosaura! ¿Qué andás ahí arrastrando sillas?

MAYORDOMO. — El chico se está dando un baño, que buena falta le hace, anque el padre le puso el vestido de gala, las sandalias de cordobán y el anillo al dedo, no está de más un poco de jabón y colonia, digo yo. ¡Cómo que venía! Había que ver.

CAPATAZ. — ¡Desastroso! ¡Astroso! ¡Pulguiento! ¡De no conocélo! ¡Yo ni de cerca lo conocía más!

MAYORDOMO. — Y el padre lo conoció a 100 metro. Y desde la torre. Todos los días oteaba desde la torre.

CAPATAZ. — ¡Qué cien! ¿Cien metro? ¡Dende cuadra y media lo vio venir y se tiró abajo como rayo! Yo seguí de atrás. Hubo ahí una ecena que no te digo. A toda furia me mandó aquí corriendo a disponer la comida y las invitacione.

MAGAÑAS. — ¡Qué Hilario este, el chico! Lo consintió mucho el padre de que nació después de muerta la madre; quiero decir, al mismo tiempo. Al grande, a Severito, meta soba; pero a éste lo consintió. Ansí dicen, almeno. Lo vide pasar por mi rancho, y le hice la cruz, de fierazo que venía; creo que debe de haber agarrao hasta la petiteverole.

TÍA HEBE. — ¿Qué ez ezo, tío?

SEMIRAMIS. — La chirlismirlis.

ROSINA. — ¿Qué es chirlismirlis, máma?

MAGAÑAS. — ¡Nada!

SEMIRAMIS. — Tenías que salir vos con tus zafeos, Magañas.

ROSAURA. — ¿Qué es zafeo, tata?

SEMIRAMIS. — ¡Una cosa que no deben saber las niñas!

MAGAÑAS. — Como le iba diciendo, en Iglaterra usté deja a la puerta hasta un anillo de diamante y nadie se lo toca; y aquí usté deja una botelleleche, y se la roban, anque sea vacía. ¡País de porquería!

CAPATAZ. — No diga, don. Será en la Capital. Aquí no.

TÍA HEBE. — Paíz de ladronzueloz.

ELVIRA. — País cache y cursi.

EVELINA. — No digas eso, Hebe.

MAYORDOMO. — No es eso. Es la costumbre. En Inglaterra están nomás acostumbraos. Si aquí agarran al primer pulítico que roba y lo cuelgan de un arbo, verán como la gente se acustumbra a no robar. Falta escarmiento, hay que volver a los tiempo e Rosas. Allá estan ya acustumbrao. Si aquí agarran al primer pulítico …

MAGAÑAS. — ¡Alto! ¡Eso no! ¡Peligra no quedar ningún político!

SEMIRAMIS. — Aquí somo demasiao güeno. Pa mí, este Don Pepe es demasiao güeno. Mire que recebilo al Hilario, dimpués lo que hizo, sin un mal reto ni nada. ¡Como si juera un rey!

CAPATAZ. — ¿Reto? Le echó los brazo al cuello, y no lo dejó tan siquiera arrodillarse. El chango se quería arrollidar. Pobre chango. Ni hablar lo dejó. Y mire que asigún dicen ha andao mal el muchacho ese. ¡Lo que no se ha dicho en el pueblo!

MAYORDOMO. — Ésta es cosa nunca vista, como pa que la cante un bardo.

EVELINA. — ¡Qué bardo! Ésta es cosa de Dios. Mi hermano Pepe es un varón de Dios.

MAYORDOMO. — Sindudamente usté le hizo una novena a santa Nicomedia, doña Evelina, hablando con respeto.

EVELINA. — No seás pavote. Yo les muestro a los tiristas la capilla de santa Nicomedia como sacristana que soy, y les cuento el milagro de los pumas convertidos en bichocanasto, y toda la vida de la santa, pero no creo nada. Aquí no creemos más que en Dios; en la Capital que crean lo que quieran. Hilarito era un muchacho polvorilla, pero creía en Dios.

MAGAÑAS. — ¿Y el mayor, ónde anda? ¿En el campo todavía? ¿No le habrán avisao?

SEMIRAMIS. — El mayor sí que es serio.

HEBE. — Zeverito ez un zanto y un encanto.

EVELINA. — No diré tanto; pero por ahí le anda, pa qué vamos a hablar.

ELVIRA. — ¡Es un santazo! ¡Es un dotor! ¡Es un hombre cultivao! El otro con sus chistecitos le gana el corazón al padre, ¡pero éste trabaja! No me digás que no, Evelina… ¿Eh, Semiramis?

SEMIRAMIS. — (A Rosaura) Como te iba diciendo, tuve un perrito que se llamaba Goliat; pero me dijeron que en la Capital hoyendía les ponían a los perritos nombres ingleses; y entonces yo le puse «Píquilis Mánguilis» …

ROSAURA. — ¿Y?

SEMIRAMIS. — Y resulta que después el perrito, lo llamabas, y no venía ni de una ni de otra forma…

ROSAURA. — ¿Y?

SEMIRAMIS. — Y esto es lo que ha pasao aquí con estos dos hermanachos, y con este Pepe mi cuñao que se cae de güeno, o lo que va a pasar, que me la güelo. El otro anda enrritao. Esta es mi maschal.

ELVIRA. — Y en este país cache pasa lo mismo.

ROSAURA. — ¿Y?

MAGAÑAS. — Semiramita, siempre te he de decir que no saques «maschales» incomprensibles.

ROSAURA. — ¿Qué son maschales, tata? ¿Lo pueden saber las niñas?

MAGAÑAS. — Maschales son parangüenes, o sea, comparanzas o semejanzas. Como los que hace el Bardo.

HEBE. — Ahí anda fuera. No hay fiezta zin bardo. ¿Porqué no lo hacen dentrar?

ROSAURA. — Primero que dentre el bardo, que anda esperando al patrón y al otro … ni digan nada, le he puesto al Dóminus Vicente Alonso la silla con la pata suelta …

HEBE, ELVIRA Y EVELINA. — ¡Rosaura!

ROSAURA. — ¡Dejelón! ¡Me debe una!

ROSINA. — ¡Y a mí otra! ¡El pajarón! Se cree porque es autoridá …

BARDO. — (Entrando) Salud a la estancia «La Vernal» y toda la compaña. Ya viene Don Pepe con la autoridá.

MAYORDOMO. — No anden pellizcando las cosas, hasta que no dentre la superioridá no toquen nada.

TODOS. — (De pie) Salud al ilustre bardo. Bienvenido. Menos mal que lo llegaron a encontrar. ¿Por qué no nos recita una maschal pa pasar el rato? ¡Eche! El Patrón se demora de más. Son como las dos. No damos más.

BARDO. — Es mejor al final de la comida, cuando estén todos. Disculpen. Yo quiero comer.

TODOS. — ¡Eche! ¡Una al final y otra ahora!

BARDO. — ¿Qué quieren oír? Al fin uno está pa servir a la ciudadanía.

EVELINA. — Una comparanza de Dios.

MAGAÑAS. — Una historia de chiste.

SEMIRAMIS. — Un cuento de amor.

ROSAURA. — Un sucedido de ladrones.

HEBE. — Un zucezo de espeutroz.

BARDO. — Los voy a decir una hestoria que acabo de inventar sobre la virtú de la envidia.

CAPATAZ. — Centinela alerta, que llega el Patrón con el Hilario.

MAGAÑAS. — ¡Sollevátevi fermi, ferm! (Todos de pie).

TODOS. — ¡Viva Don Pepe! ¡Viva el Hilario! ¡Viva la patria!

DON PEPE. — ¡Sedétevi súbito víprego! (Se sientan). A comer, caros parientes, que es tarde. Sin cumplimientos, caduno coma lo que más le guste, y como en el banquete del Rey Asuero, hasta que no dé más. Hijo Hilario, aquí a mi lado.

DOMINUS ALONSO. — Ta pesao el día. ¡La pucha, que pesao anda! (no se hubo sentado que se le da vuelta la silla y se va patasarriba).

TODOS. — (Levantándose y cantando) Alonso, Alonso, Alonso. Cuanto más grande, más sonso …

HILARlO. — Déjen, no sean bárbaros. ¿No ha sido nada, Don Vicente? Las sillas, que andan mal. Como yo no más.

DOMINUS ALONSO. — El mate de algunas que yo me sé, que anda pior. Me voy, Hilarito. Mate rajao son tus primitas.

HILARlO. — Por favor, comesario, siéntese allao de padre. Yo me voy al último lugar. Dejen esa silla pa Severo, no, la rota no. Yo me voy al fondo, allao de tía Hebe.

ROSA. — Al lado mío.

ROSAURA. — Me desprecia.

ROSINA. — Me sentaré al frente dél. Quién sabe.

MAGAÑAS. — Parece mentira que te veo de nuevo, Hilarito. Tantos años. Ya voy pa viejo. Por supuesto que no fue tanto como contaron, jamás creí lo que dijeron.

HILARlO. — Fue mucho pior, tío. Pequé contra el cielo y contra mi padre; y no soy digno más de llamarme su hijo.

DON PEPE. — Hijo, te he dicho que eso está dicho y no se repite … Asunto terminado. Lo pasado, pisado.

HILARlO. — Por última vez, Padre, pero en voz baja y para mí, lo diré siempre. Lo peor de todo que hice fue no considerarlo a usté. Ceguera. Yo no sé qué me dio.

SEMIRAMIS. — Todo es bien lo que acaba bien, Hilarito. ¿Y será cierto lo que dicen? ¿Qué te juiste hasta el Brasil, te hicieron cuidar chancho los cambá, y te mataban de hambre, que ni de las algarrobas de los chancho te podías enyenar?

MAGAÑAS. — Eso yo no lo creo, porque ¿quién te privaba de robarlas de la ración dellos?

HILARlO. — Aunque no lo crea, ansí fue, tío. El hambre no era lo pior, lo pior fue mi conducta. Y el Cambá Grande no era pior que yo. Cómo fui a parar a ese punto, ni lo sé. Poco a poco me fui refalando y ensuciando, como gallina en barrial.

MAYORDOMO. — Pero sírvase nomás, Don Hilario. No me va a decir que no va a comer más que eso. Un plato de carbonada.

HILARlO. — Y una empanada y un durazno, nada más.

MAYORDOMO. — ¡Pero … aquí hay de todo! ¡Y ésa es la comida de un pión! ¡El patrón noj ha dicho que usté vuelve a ser patrón!

HILARlO. — El estómago …

MAGAÑAS. — (La atrapó no más, ya lo dije). Y a todo esto ¿ande anda Severito?

DON PEPE. — Ya vendrá si quiere. Y si no, lo iré a buscar. Viene en camino.

CAPATAZ. — Lo dejé hablando con el Ñato ahí ajuera, allao la banda … ¿No está tocando demasiado juerte la banda? Pa mí, que ya viene.

SEMIRAMIS. — Paren la banda, que el bardo aquí nos estaba por cantar una maschal; si lo permitís, Hilarito. Ya sabemo la gracia deste Leopoldo Bard: se hace de rogar, pero hace reír. Y entretanto, comemo. Despué, charlamo.

BARDO. — Es medio largona. Silencio entonces. ¿O no queréis que vos recite?

TODOS. — Vos escuchamos con la atención que vos queristeis.

BARDO.

“Medio muerto,
Un caminante andaba por el desierto,
Sin sombra, sin hierba, sin agua,
Ardiente la arena como fragua.
Se topó con otro caminante
Y le preguntó anhelante: … «

CAPATAZ. — ¡Lindo va! Conozco el disierto la Puna …

BARDO. — No interrumpir ustedes, que estoy enayuna. Ahora ¿sigo sin rima o nada? Que no tuve tiempo entavía de ponerlo en cadencia ….

TODOs. — ¡Como sea!

BARDO. —  «Un caminante andaba por el desierto, sin sombra, sin agua y medio muerto, se topó con otro caminante, y le preguntó anhelante: ‘¿Qué anda haciendo un hombre por aquí?’, y el otro le dijo: ‘No puedo soportar la vista de los hombres, y no porque me hayan hecho ningún mal, sino simplemente por los bienes que se hacen unos a otros … ‘ ‘Lo mismo me pasa a mí’, dijo el uno, y siguiendo su errabundia toparon a un tercero que les dijo él era peor que ambos juntos, y así decidieron caminar juntos y se juraron eterna unión.

Héte aquí que andando y andando se toparon con un gato lleno de oro, o sea billetes de a mil que Dios sabe qué Cajero de Banco se había olvidado; y decidieron hacerse tres partes, y volver a la ciudad a darse buena vida.

Pero en ésas dijo el primero: ‘Este dinero no hay que dividirlo, porque si no lo gastamos, no sirve de nada; y si lo gastamos, después nos hallamos igual o peor que antes’ —y este se llamaba Nyagarasa; mas el segundo, que se llamaba Kruppas, les dijo: ‘No hay que dividir este dinero, porque así como está es algo; pero en tres partes se vuelve nada.’ Y el tercero asintió y dijo: ‘Mejor se vuelven ustedes dos a la Ciudad, y se traen unos dados para jugarlo, y yo me quedo aquí cuidándolo, que al fin yo fui el primero que vido la bolsa.’

Se pusieron a discutir quién cuidaba el dinero, y se pasaron así tres días y tres noches sin comer ni dormir, hasta que sobrevino el Rey de aquella Ciudad que andaba a caza con cazadores y criados, y oyendo el caso no lo creyó, y dijo: ‘Esto no puede acontecer.’ A lo que repuso el tercero, que se llamaba Cayetano: ‘Sacra Cesárea Real Majestad, lo que pasa es que estamos enfermos de Envidia.’ ‘¿Qué es Envidia?’, preguntó el Rey. ‘Es una enfermedad que ve lo que no hay, y no ve lo que hay’, repuso Cayetano, y el Rey se rió no poco de la definición, y les dijo: ‘Ahora bien, yo quiero ser el doctor de esta enfermedad; pero para eso necesito que se declare el grado en cada uno, délla, para emproporcionar el remedio.’

Forzados a ello, se adelantó Nyagarasa y dijo: ‘Yo, Majestad, soy tan envidioso que me da rabia hacer bien a otro.’ Y Kruppas dijo: ‘Yo, Majestad, soy tan envidioso que me da rabia que otro haga bien a cualquiera.’ Mas Cayetano dijo: ‘Majestad, yo les llevo quinto y tercio a los dos; pues soy tan envidioso que me da rabia incluso que me hagan bien a mí mismo.’

Reflexionó el Rey y sentenció diciendo: ‘A este primero que no puede dar, se le cortarán las dos manos; y a este segundo, que no puede ni ver dar, se le sacarán los dos ojos; mas al tercero, no sé que remedio darle.’ Reflexionó otra vez, y dijo: ‘No hay castigo en todo el mundo universo proporcionado a esta envidia, por lo cual dispongo que ella mesma sea su propio castigo.’

Y así mandó desterrar a Cayetano a otra Ciudad, donde eran los habitantes tan corteses, generosos, dadivosos, abiertos y nobles, que lo colmaron de dones, dádivas y presentes, con lo cual se murió de rabia, porque se le reventó la yel.

Ésta es la fábula que le contó a la Leona su Hijo; y ella dijo: ‘¿Qué saben ustedes de las costumbres de los hombres?’ Respondió el Leoncito: ‘Es que cuando estás fuera a buscar presa, inventamos cuentos imaginarios que nos dan excitación, y nos ponen los pelos de punta.’ Dijo la madre: ‘No me gusta nada que los chicos anden con cuentos, y menos de aparecidos y fantasmas.’ Dijo el Cachorro: ‘Peor es contar historias verdaderas; y así nosotros inventamos fábulas.’ Dijo la Leona: ‘No me parece ocupación para chicos bien educados: la fábula es un género prosaico y pueril.’ Dijo el Chico: ‘Peor es nada.’ Mas la Leona les prohibió que de aquí en adelante inventaran fábulas …”

TODOS. — ¿Y así acaba?

SEMIRAMIS. — No entiendo el final.

ELVIRA. — ¡Yo no entiendo nada!

CORISTA. — Cuentos de envidias, mejor aquí ni mentarlos.

CORISTA 2°. — Lo ha hecho adrede.

EVELINA. — Callar ustedes, no sean malignos; hoy es un día de Dios; ruindades afuera; verán que el Severo se conduce bien.

CAPATAZ. — Ahí está el Severo su hijo, Patrón. A la puerta.

DON PEPE. — ¿Por qué no dentra? Lo voy a buscar. Sigan ustedes.

CORISTA. — ¿Cantamos el canto del tío Patruelo cuando fue a su viña? Es de los Cantares.

DON PEPE. — Aguarden que dentre mi hijo el mayor. ¿Por qué no quedrá dentrar?

ROSAURA. — Para decir la verdad, este padrazo es buenazo por demás. Es padrazo. No me gusta el varón demasiado bueno, ¿eh Comesario? No se vaya ahora, Comesario.

ALONSO. — ¿No va a venir el Sacerdote? Yo me tengo que ir. Quería hablarle al cura. De no venir el cura, me voy yendo.

EVELINA. — No se vaya, Comisario. No va a pasar más. Fui yo que me descuidé. No le miento.

HILARlO. — Pa mí, que me habían puesto la silla chueca contra de mí, dejuro. Son tremendas esta primitas.

LAS TRES. — ¡Hilarito! ¡Eso ni sueñes! ¡Qué decís! ¡A vos!

HILARlO. — Yo lo merezco por bellaco, prima Rosa. La pagó usted esta vez, Comisario.

ALONSO. — ¿Y el cantito, eh? ¿El cantito, para quién era, eh? A mí me han puesto la silla renga, y yo sé por qué; y no se la van a llevar de arriba, no. La silla renga. No.

DON PEPE. — (Entrando, trae abrazado por la cintura a Severo, el mayor) Todo esto es tuyo, hijo, y aquí sos el patrón.

SEVERO. — No parece. Aquí el patrón es otro. Ése es el de la boda, que duerme con la novia.

ROAURA. — Sentáte aquí a mi vera, Severito. A la cabecera.

SEVERO. — Aquí no más mei sentar, y la cabecera que quede vacía.

SEMIRAMIS. — Te han cansao en el campo, sobrino.

SEVERO. — Y si no me canso yo, ¿quién lleva adelante todo esto, tía? Diga que a uno no lo consideran.

DON PEPE. — Siéntate, hijo, y descansa. Siéntate donde quieras. Hoy es día de gran alegría, que no hay muchos en la vida. Cuando te oferten la vaquita, corre con la soguita.

SEVERO. — Es día de gran alegría. Para usté, ya se ve. Para todos los parientes, no lo niego. Para mí, la alegría es el trabajo.

EVELINA. — Tu padre quiere parecerse a Dios, Severito. Así hace Dios cuando un pecador se arrepiente. Sentáte.

SEVERO. — No comience a endiosarse, tía Evelina, que me da en los nervios. Sé quién es Dios. Dios es justo. Aquí se ha matado la becerra gorda, que me daban seis sueldos por ella, y tal vez más. ¿Es justo eso?

DON PEPE. — Un día al año, no hace daño. Dios nos ha dado abundancia, hijo, y es justo agradecer. El dar es un modo de agradecer a Dios. Sino, el dinero se amontona de balde. No lo vamos a llevar a la otra vida.

SEVERO. — Usté da, señor, y yo acreciento. Dar así, es lindo. Todo lo que yo trabajo va a los ajenos. Si no fuera por eso, en estos tres años que faltó Ése-ahí, hubiera triplicado la hacienda. El dinero no viene solo.

DON PEPE. — No, hijo, ahí te equivocas. Viene solo. Cuando hay dinero, viene no sé por qué más dinero a juntarse al otro casi solo: y esa plata, es de los pobres.

SEVERO. — Puede que así se vuelva aquí solita la mitá de la hacienda que se ha gastado Este-otro retozando con … cualesquiera.

HILARlO. — ¡Cualesquiera! No, eso no es verdad, hermano.

ROSITA. — ¿Qué ·son cualesquiera, mama?

SEMIRAMIS. — ¡Son colifatas!

ROSA. — ¿Qué son colifatas, tío?

MAGAÑAS. — ¡Lo que no deben saber las niñas!

HILARIO. — Hermano, ya se lo dije a nuestro padre, y ahora lo repito: gasté todo lo mío, que no era mío, la mitá elo que dejó mi madre, viviendo alocadamente; ahora no quiero nada más, y he renunciado a toda herencia. Yo aquí ya no soy hijo, sino jornalero, el último dellos. Si me lo permiten.

SEVERO. — (Sin oírlo; al padre) ¡Jamás me has dado ni un cabrito para merendar con mis amigos!

DON PEPE. — Nunca te ofrecí, porque aquí todo es tuyo, hijo Severo; y los compañeros con que te juntas, no son amigos de merendolas ni de cabriolas. Por eso.

SEVERO. — Señor, son amigos del trabajo y del ahorro. No, no son amigos de burdeles. Ni yo tampoco. Jamás he transgredido ni uno solo de sus mandatos, señor, y no hay nada que puedan echarme en cara.

SEMIRAMIS. — (Aquí exagera).

MAGAÑAS. — (Si yo quisiera hablar …)

EVELINA. — (El padre se ha callado).

ROSAURA. — (Me gusta porque es justo. Es un hombre serio).

ROSITA. — Hablen. Nadie habla. Ha pasao un ángel.

CORISTA. — (Por desviar la conversación … o reanudarla) Es cierto, Don Magañas, es un páis muy atrasao. Mire lo que le pasó al Chango Armesto, el amigo de éste.

CORISTA 2°. — No me hagan acordar. El Chango tuvo un accidente de moto, y lo yevaron al Hospital Melitar, no por nada, y solamente porque estaba más cerca. ¿Quedrán creer que dos horas estuvo traspuesto abajo una manta, y porque era cevil y no melitar, y había que firmar no sé qué papeles? Y a las dos hora güelve en sí mesmo, y encomienza a llamar al sacerdote, y para que lo saquen de ayí. ¿Quedrán creer que otras dos hora tardó la ambulancia, y a causa de otros papeles? Bueno, pudo perder la vida: no perdió más que una pierna. Y se los juro por esta cruz. Que me caiga muerto.

MAGAÑAS. — En Inglaterra nunca pasa eso. Yo no he estao allá, pero aquí les voy a decir lo que hay: falta de educación, educación moderna de ésa de ahora. Se acabaron los tiempos viejos y de toda la buena crianza.

SEVERO. — Lo que falta aquí es hombría, varonía y virilidad. Y sobran borracheras y concubinas.

HILARlO. — En eso yo no falté, hermano, en todo lo demás, sí. Tengo una mujer pobrecita en Río. Se quedó sola. Me curó cuando … bueno, una vez me dieron una puñalada. Bueno, la voy a traer cuando pueda, la pobre, ahora que para mí amanece.

SEVERO. — Lo que nos faltaba: una cambá … y una manga de tapecitos para devorarlo todo, como langosta.

HILARlO. — Uno solo, hermano; y yo trabajaré por los tres, en lo que pueda. Con poco nos basta. Hemos pasao hambre.

DON PEPE.  — Es una buena noticia para mí: un nietito.

SEVERO. — Para usté, sí. Yo, señor padre, he llegado a una determinación.

SEMIRAMIS. — ¡Ni lo cuentes, Severito! Ya sé. ¿El asunto de los dos linyeras que les metiste cepo, y están en la tapera engrillados?

HILARlO. — Yo no haré nada aquí sin beneplácito de mi hermano. Está jurao. Yo ¿quién soy?

DON PEPE. — Yo, hijo Hilario, he pensao habilitarte en el puesto «El Ombú», que domina el ejido. Trabajo no te va a faltar allí. Y como te descuidés, puñaladas tampoco.

SEVERO. — Eso refirma mi determinación. Señor padre, deseo me entregue lo que me corresponde de la herencia. En la nación del Norte hay de sobra demanda de buenos peritos granjeros y algodoneros. Allá es gente seria, no como este desgraciado país. Yo aquí no puedo trabajar ya en estas condiciones. Se me cae l’ alma a los pies.

DON PEPE. — ¡Hijo, nos quieres dejar, no me digas! ¡Y hoy me lo dices, en el día más feliz de mi vida! De sopetón, cayó Ramón.

SEVERO. — No seré el primero que lo deja, señor. Y no lo dejo para correr la garufa. Con mis conocimientos, yo puedo hacer una fortuna en donde raye, y aquí solamente alimentar ajenos.

HILARlO. — No lo creas, hermano. La propia tierra es la mejor, al final. Afuera uno es guacho. No te vayas, hermano.

ELVIRA. — (¡Qué estampido!)

HEBE. — (Ezte quiere hacer lo del otro).

ROSA. — (Mejor que se vaya).

ROSAURA. — (¡Se me va!).

MAGAÑAS. — (Se va con los puritanos de allá, sus iguales).

EVELINA. — (¡Que Dios nos proteja! Se nos aguó la fiesta. Se va a morir Pepet. Yo sé lo que sufrió la otra vez).

SEMIRAMIS. — Opóngase, Don Pepe. No le dé nada.

ALONSO. — No tiene derecho a un cobre … nisi mortuo testatore. De la herencia, digo. Legalmente, quiero decir.

SEVERO. — El procurador Oreste vendrá por acá. Yo no quiero discusiones. Preparé el sulky antes de entrar aquí. Para llegar a la Capital me alcanza la plata: don Oreste me alcanzará allá. Y después … veremos.

DON PEPE.  — Te pido reflexiones, hijo. No te vayas precipitadamente.

SEVERO. — ¿Y el otro se fue reflexivamente, no es cierto?

HILARIO.  — Hermano, cualquier cosa que pidas, nos entenderemos. No quiero el puesto del Ombú. No quiero nada. Si quieres que me vaya, me voy. Yo aquí no merezco nada. Me basta el perdón de mi padre.

DON PEPE. — Yo no fuerzo a nadie.

HILARlO. — Por el amor de nuestra finada madre …

DON PEPE. — Yo no tengo carácter para forzar a nadie. Yo propongo y callo, dijo Bergallo. Tu finada madre te podría detener, yo no. Jamás he tenido con tu madre una palabra sobre otra. Una vez partí mi hacienda, la partiré otra vez.

SEVERO. — (Desde la puerta) Es lo justo.

ROSA. — (Se fue … ¡Mejor!)

ROSAURA. — (¡Y este otro aquí está casado!)

ROSINA. — (¡Voy que tener que aceptar al Comesario!)

EVELINA. — (Pepet calla, pero tiene el corazón partido …)

ELVIRA. — (Tiene lágrimaj en loj ojo).

DON PEPE. — Vaya con él, capataz, mi amigo. Ayúdelo, por si necesita algo. Es mi hijo.

CAPATAZ. — ¡Se hizo jumo! ¡Una polvadera! ¡Tenía el sulky a la puerta! ¡Por el camino real, como remolino!

SEMIRAMIS.  — Se nos aguó la fiesta, Don Pepe. Lo siento. ¿Quién había de pensalo! ¿Se va usté, don Pepe?

DON PEPE. — Vuelvo al instante. No se aguó la fiesta. No vengas, quedáte a atender, Evelina. ¡Coro! ¡La canción del patruelo! Siga la fiesta, yo lo mando. Vuelvo ya.

HILARlO. — Voy con usté, padre. Puede que esté por áhi todavía.

EVELINA. — Así es, Pepet querido. Y el otro volverá también.

(Salen Hilario y Don Pepe).

MAGAÑAS. — No lo creo.

EVELINA. — ¿Cree usté que va a hacer lo del Hilario, tío Magañas, que se va a dar a la farra; y quiere repetir el caso, fumarse la plata, y después arrepentirse?

MAGAÑAS. — No. Lo que creo es que éste no se puede arrepentir.

EVELINA. — ¿Por qué?

MAGAÑAS.  — Porque nunca peca. A éste no lo vemos más.

SEMIRAMIS. — No digas eso, viejo, que si te oye el Patrón, se muere. Mi cuñado es muy sensible. Dejále la esperanza.

MAGAÑAS. — Es el padre más bueno que se ha visto en el mundo, desde Noé. De la alegría de haber recobrao el hijo malo …

ROSA. — No, tata, no diga eso. No es ansí …

MAGAÑAS. — No digo nada. Al otro lo quiere igual. Pero el otro es demasiado justo.

EVELINA. — Nadie es demasiado justo, tío Magañas. No se puede ser demasiado justo.

MAGAÑAS. — Te digo, Evelina, que Severo es demasiado justo. Pero eso que hemos visto hoy no se ha visto en el mundo. Ni en Inglaterra.

HEBE. — ¿Por qué no hace una maschal con ezte cazo, Bardo, que no abre la boca uzté?

BARDO. — No hago otra cosa, señora. Tres días hace que no comía … como hoy, quiero decir.

EVELINA. — No, esta maschal no se puede hacer, no la puede hacer Leopoldo. Le voy a contar el caso al Nazareo. Sólo Él la puede hacer.

BARDO. — ¿El Nazareo?

EVELINA. — Tiene un toldito allí, contra el río, Leopoldo, a la vera la rada el Cañaveral. Anda por acá, camina y predica el Reino. Es el mejor que hace maschales en todo el mundo, con perdón de Leopoldo, digo maschales de esta laya, maschales de Dios; Leopoldo es de otra laya. ¡Lo oí! ¡Lo voy a oír siempre! ¡No me cansaré! ¡Algunos hasta dicen que es uno de los profetas que resucitó, que sería un milagro más grande que el de nuestra santa Nicodemia! Le voy a contar este caso al Rabbí Nazareo: este caso tiene misterio. Si le puedo hablar. No me he animao hasta ahora. Le voy a contar el caso del hijo … del Hijo …

LOS OTROS. — Digamos del Hijo Pródigo. Cierto que es un caso (De pie todos). ¡Viva Don Hilario! ¡Viva «La Vernal»!

(Entran de nuevo el Padre y el Pródigo).