PRIMER DOMINGO DE ADVIENTO
En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: Y habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas, y se abatirán las gentes en la tierra, por la confusión del rugido del mar y de las olas; quedando los hombres yertos por el temor y expectación de lo que sobrevendrá a todo el universo; porque las virtudes de los cielos se conmoverán, y entonces verán al Hijo del hombre que vendrá sobre una nube con gran poder y majestad. Cuando comenzaren, pues, a cumplirse estas cosas, mirad y levantad vuestras cabezas, porque cerca está vuestra redención. Y les dijo una semejanza: Mirad la higuera y todos los árboles: Cuando ya producen de sí el fruto, entendéis que está cerca el estío. Así también vosotros, cuando viereis hacerse estas cosas, sabed que está cerca el reino de Dios. En verdad os digo que no pasará esta generación hasta que todas estas cosas sean hechas. El cielo y la tierra pasarán, mas mis palabras no pasarán.
Con este Primer Domingo de Adviento comienza un nuevo Año Litúrgico, que nos es concedido para glorificar a la Santísima Trinidad y a toda su Corte Celestial, así como también para nuestra santificación.
Sabemos que Jesucristo es el centro de la Liturgia; por esta razón, el Año Litúrgico es la manifestación de Jesucristo y de sus misterios; es el Ciclo Sagrado donde las obras divinas brillan en torno a su propio polo, Nuestro Señor Jesucristo, desde la inefable Encarnación del Verbo, hasta su Parusía; pasando por su Pasión, su Victoria; la venida del Espíritu Santo; la Santísima Trinidad; para contemplar, entretanto, la Sagrada Eucaristía, las glorias inenarrables de la Madre de Dios, el esplendor de los Ángeles, los méritos y triunfos de los Santos…
De este modo, cada Tiempo Litúrgico representa una fase de la vida de Jesús y nos trae consigo gracias especiales. Importa, pues, y mucho, conocer cuál es el espíritu peculiar que caracteriza a cada Tiempo y mantener siempre en nuestra alma las disposiciones debidas, para aprovecharse de la eficacia propia del misterio celebrado.
La existencia de Jesús como hombre ha tenido un comienzo: es su venida a la tierra y su nacimiento en Belén. Pero la Primera Venida tendrá su complemento y continuación en su Vuelta gloriosa al fin de los tiempos.
Por lo tanto, no es extraño que la Liturgia haya pensado aproximar estos dos sucesos del Señor, el uno humilde, el segundo magnífico. Y por eso, el Año Litúrgico, tanto en su comienzo como en su fin, quiere llamar la atención del cristiano sobre el acontecimiento por el cual debe suspirar continuamente, que es la base de su esperanza, y que San Pablo sintetiza así: ¡En el nombre de su aparición y de su reino!
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El Evangelio de este Primer Domingo de Adviento nos presenta, pues, lo referente a la Parusía, la Segunda Venida de Nuestro Señor.
San Lucas detalla primero las señales de la naturaleza, que se verán tanto en el cielo como en la tierra: Y habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas, y se abatirán las gentes en la tierra, por la confusión del rugido del mar y de las olas; quedando los hombres yertos por el temor y expectación de lo que sobrevendrá a todo el universo; porque las virtudes de los cielos se conmoverán…
Desde aquí deseo presentar la actitud de un católico ante estas señales… Actitud del alma…, es decir, estado espiritual…
Para ello tomo y resumo algunos Estudios Bíblicos sobre la Segunda Venida de Cristo, de Magdalena Chasles, en su libro El que vuelve.
Por esta razón, cuando las calamidades provenientes de la naturaleza o de los hombres caían sobre los países, cuando las crisis graves, las económicas o las políticas afligían a los pueblos, los cristianos de antaño pensaban a menudo que esas tribulaciones eran señales precursoras de la Segunda Venida de Cristo.
Y nosotros, en una época de ciencia y racionalismo, ¿podemos asistir a las revoluciones que conmueven el mundo sin preguntarnos si no serán señales del fin de los tiempos y de la Parusía?
Destaquemos desde el principio que la infalible y gran promesa de la Vuelta del Señor, acompañada de la gloria de la Iglesia y de todos los hijos de Dios, en ningún caso significa sinónimo de «Fin del Mundo».
Las expresiones «El Fin«, «El Término», «Edad Presente», «La Consumación del Siglo«… enseñan el fin de la edad presente, el término de la generación que «no pasará antes que todas estas cosas acontezcan».
Pero no se dice que debamos esperar la destrucción del mundo visible. Por el contrario, el Apóstol San Juan, en el Apocalipsis, describe «Los nuevos cielos y la nueva tierra» después del «siglo venidero«, es decir, solamente la aurora del reino final «en los siglos de los siglos«.
La aparición gloriosa de Jesucristo será el primer hecho de un ciclo de acontecimientos detallados en el Apocalipsis, como su Nacimiento fue el primer suceso del período de circunstancias de su vida terrestre, detallados en los Evangelios.
De la misma manera que aceptamos y proclamamos el desarrollo histórico de todos los episodios de la Primera Venida de Cristo, también hemos de reconocer aquellos de su Parusía, y no reducirlos solamente al Juicio General.
El Cordero ha venido: «He aquí el Cordero de Dios». Ha venido una primera vez, humillado y sufrido, como servidor y víctima: «Fue llevado al matadero«. Mas volverá, en la gloria, como León de Judá: «He aquí el León de la tribu de Judá«. Volverá para reinar.
Llamamos la atención de los fieles sobre el gran dogma que permanece generalmente en la penumbra: Jesucristo vendrá a resucitar a los suyos y reinar. Y, por lo tanto, los exhortamos a que sean vigilantes, expectantes; esperando aquel día: Velad, pues, porque no sabéis la hora en que ha de venir vuestro Señor.
Debemos dirigir nuestros deseos hacia ese día, que será el de nuestra gloria y de nuestro triunfo, porque será el día de la gloria y del triunfo de Cristo y de la Iglesia.
Desgraciadamente, nos han adoctrinado y nos hemos acostumbrado a transformar lo que debiera ser nuestra Bienaventurada esperanza, como enseña San Pablo, en una visión terrorífica, que no conviene más que a los impíos.
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Existe una semejanza profunda entre la expectación de la Sinagoga, en otro tiempo, y la de la Iglesia, hoy en día.
Los judíos esperaban la aparición de un rey poderoso, que debía restablecer el reino de Israel. Es fácil seguir en los Evangelios el desarrollo de esta creencia, en contradicción con las Profecías de su Primera Venida, según las cuales Jesús venía primero para servir y morir.
Pero la Sinagoga tenía los ojos cegados por la concepción puramente ritual, rabínica, de las prescripciones mosaicas. Ella no supo, pues, reconocer a Aquél que venía a obedecer hasta la muerte de Cruz, llevando el pecado del mundo… Es que la Sinagoga se creía sin pecado; no tenía, pues, necesidad de Salvador…
Ahora bien, ¿cuál es la actitud de los cristianos de hoy? Teóricamente, todos esperan, implícita o explícitamente, la vuelta gloriosa de Cristo. Pero, de hecho, fundamos mucho más nuestra vida de fe, nuestro desarrollo espiritual sobre la vida terrestre y pasada de Cristo, que sobre las prodigiosas promesas referentes al futuro.
Sin embargo, el Espíritu Santo nos ha sido enviado para enseñarnos los misterios del Fin de los Tiempos.
Jesucristo quiso hacerse conocer en su Primer Advenimiento por profecías y señales. De la misma manera, su Segundo Adviento será indicado por señales y profecías, que se cumplirán a la letra como la primera vez.
Jesús dio diez y nueve señales de su Vuelta futura. Los Apóstoles habían pedido una sola: ¿Cuál es la señal de tu advenimiento? Tanto estas señales, como las profecías, deben ser consideradas atentamente, si se quiere penetrar los misterios que anuncian.
¡Atención!, porque a los ojos de los judíos, las primeras fueron señales de contradicción…
La Santísima Virgen María fue la primera que recibió, en lo más íntimo de su ser, el choque del misterio de Cristo; pero Ella supo percibir, bajo la aparente contradicción de la vida de su divino Hijo, el desarrollo del misterio de la Redención; es decir, que el Mesías sería primero, al venir una primera vez a la tierra, el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo; y luego, a su vuelta, será el León de Judá y reinará.
Incluso los Apóstoles participaban de las ideas del Sanedrín y de los judíos en general sobre el Mesías; y, al igual que ellos, rechazaban la señal de la humillación y del sufrimiento, a pesar de las enseñanzas reiteradas de los Profetas.
Cuando llegó la hora de la Pasión, la contradicción surgió por todas partes. Esas horas trágicas marcaron un gran conflicto entre los tres aspectos de Jesucristo: una humanidad paciente, una divinidad omnipotente, pero escondida, y una realeza futura, muy gloriosa, pero más recóndita todavía.
Es preciso destacar entonces que las señales, que tienen tanta importancia para reconocer la huella del Señor, pueden también conducir al error al espíritu que se aferra a ideas preconcebidas.
Los judíos no pensaban más que en una cierta realeza mesiánica, pero no en aquella que Jesús les ofrecía; entonces rechazaron a su Rey. Dejaron en la penumbra las profecías y las señales de la humillación, del dolor y de la muerte.
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Todo estaba escrito sobre su Primera Venida; y todo está escrito sobre la futura Parusía.
Los Profetas han sido los depositarios de los secretos del Padre, referente a su Hijo. Ellos han escrito toda la vida de Cristo: su vida pasada, su vida presente, su vida futura.
Podemos decir que los secretos de Dios, confiados a sus servidores los Profetas, están divididos en dos grupos proféticos.
El primero, anunciaba el nacimiento del Mesías, su vida humillada, la revelación de la ley de gracia, y, sobre todo, las circunstancias precisas de su muerte dolorosa.
Jesús mismo ha puesto el sello sobre estas profecías y, a fin de señalar su completa realización, sus últimas palabras fueron: Consummatum est. ¡Ya todo está hecho!
El segundo grupo profético anuncia un Mesías glorioso y Rey con todos los grandes acontecimientos del fin de los tiempos: restauración de Israel y de Jerusalén; vuelta gloriosa de Cristo para reinar con sus Santos, día de venganza de la justicia divina, después nuevos cielos y tierra nueva, un reino sin fin.
Estas profecías del antiguo testamento, han sido completadas por la enseñanza de los Apóstoles y sobre todo por el Apocalipsis, revelación hecha por Jesús mismo a San Juan en la Isla de Patmos.
El Apocalipsis es el libro final que pone el sello sobre el segundo grupo profético. Y si Jesús al morir dijo Esto se ha cumplido, indica y dicta a San Juan, para sellar su propia revelación: Estas palabras son ciertas y verdaderas… Se han cumplido …
Jesús ha cumplido a la letra todas las profecías referentes a su Primera Venida. Cumplirá, con no menos exactitud, las profecías referentes a su Vuelta y a su Reino glorioso.
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El judío era un hombre que miraba hacia adelante, hacia el Mesías. El cristiano, puede, a la vez, mirar hacia un pasado realizado en Jesús, y también fijar sus ojos hacia una lejanía profética, esperando con alegre esperanza que Cristo cumpla con lo anunciado.
Las profecías mesiánicas eran numerosas. Los judíos no se equivocaron en ellas cuando fue preciso indicar a los Reyes Magos la ruta de Belén, al preguntar estos príncipes por «el Rey de los Judíos«; pero fueron incapaces, en cambio, de reconocer un Mesías venido para servir y morir.
Leían, sin embargo, el Salmo XXI y el capítulo LIII de Isaías, que ofrecen una maravillosa síntesis de las profecías mesiánicas: la vida paciente y humillada, la vida real y gloriosa. Pero el judío que leía estas páginas no retenía más que el segundo aspecto del Mesías, el Mesías Rey.
Para los judíos, el Ungido del Señor debía restaurar la casa de David, volver a levantar su trono, sacudir el yugo romano y el de Herodes, a fin de libertar para siempre a Israel. Tal era la enseñanza rabínica.
Sin embargo, de todas maneras, los judíos hubiesen podido adquirir el verdadero sentido cuando Jesús les predicó y desarrolló la verdadera naturaleza de su Reino y quiso hacerse conocer por el camino profético, explicando los textos que le conciernen.
Este deseo del Maestro fue comprendido por los Evangelistas. Los Evangelios —principalmente los de San Juan y San Mateo—, refiriendo los acontecimientos de la vida de Cristo, se apoyan constantemente sobre textos proféticos. Muchas veces leemos allí: A fin de que se cumpliese la profecía…
Las lecciones bíblicas del Señor habían versado principalmente sobre el misterio de su sufrimiento, aquel que había sido el más descuidado e incomprendido. Jesús no había puesto el acento sobre el misterio de su Vuelta y de su Reino glorioso, dejando este cuidado a sus discípulos, a los cuales durante cuarenta días les habló de las cosas que concernían al Reino de Dios.
Por esto San Pedro, Santiago y San Juan y especialmente el Apóstol San Pablo, se hicieron predicadores del Siglo futuro.
Los anuncios de la Parusía y del Reino son reiterados alrededor de trescientas veinte veces en el Nuevo Testamento, pues, desde la Ascensión del Señor, la atención del cristiano debe estar dirigida hacia ese día.
He aquí, pues, los hechos bien establecidos: los Apóstoles creían en la Vuelta del Señor y en el establecimiento de su Reino, apoyándose sobre la profecía, dirigiéndose por la claridad de esta lámpara.
Muy deseosos de ver esos días, enseñaban a los cristianos los medios de apresurar la aparición: Vivid en santidad y piedad esperando y apurando la venida del día del Señor.
Nosotros podemos «apresurar» la Parusía y el Reino de Cristo. ¡Qué responsabilidad el no vivir «en santidad y piedad», o en balbucear con negligencia el «adveniat regnum tuum» (venga tu reino), o cantar sin alma, en el Credo: «et iterum venturus est cum gloria» (vendrá otra vez con gloria), y «exspecto… vitam venturi saeculi» (espero la vida del siglo venidero)!
Busquemos la claridad de la lámpara profética que ilumina nuestras tinieblas a fin de contemplar la plenitud del misterio de Jesucristo. No miremos solamente al pequeño Niño de Belén, o al Servidor, o al Varón de dolores sometido al suplicio por amor; fijemos especialmente los ojos sobre nuestro Vencedor de la muerte, sobre nuestro Triunfador en los cielos, sobre Aquél que volverá y reinará.
El misterio de Jesucristo puede resumirse así:
En Belén: «Heme aquí, yo vengo» (Salmo 39, 8).
En el Gólgota: «Todo está consumado» (S. Juan, 19, 30).
En la Vuelta: “Ved, viene con las nubes, y le verán todos los ojos, y aun los que le traspasaron » (Apoc. 1, 7).
En el Reino final: “Estas palabras son ciertas y verdaderas. Se han cumplido (Apoc. 21, 6).
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Durante los cuatro primeros siglos, ningún cristiano hubiera pensado identificar el Retorno de Cristo con la muerte individual de cada uno. Las admirables parábolas escatológicas se refieren todas al Día del Señor, que vendrá de improviso, súbitamente.
Cuando Jesús se compara al Ladrón, al Esposo, al Maestro, al Rey que vuelve de improviso, después de haberse hecho esperar largo tiempo, se trata de una cosa completamente distinta de la muerte personal, que tiene un carácter de castigo por el pecado. Se trata de su Segunda Venida para la resurrección de los justos, después de la larga expectación de los siglos; y, por lo tanto, hace referencia a un suceso que debe causarnos inmensa alegría.
Plegue al Señor que pudiéramos tener el espíritu de los Patriarcas y Profetas, los cuales esperaron el primer Advenimiento sin verlo. Su salvación estaba puesta en esa larga expectación, como dice San Pablo: En la fe murieron todos estos sin haber recibido las promesas, sino viéndolas y saludándolas de lejos y confesando que eran peregrinos y forasteros en esta tierra.
Y aquellos Patriarcas, y aquellos Profetas esperan, desde el Cielo, juntamente con nosotros, la consumación del misterio de Cristo, pues no dudamos que el Cielo entero, como la tierra, están en una misma expectación del coronamiento de la Redención.
No durmamos como los demás hombres, sino velemos y seamos sobrios, escribía el Apóstol San Pablo a los Tesalonicenses.
Sed sobrios y velad, aconsejaba San Pedro a fin de resistir fuertes en la fe, al diablo que ronda.
Jesús no recomienda otra cosa en la enseñanza de la última semana; y las parábolas escatológicas pueden resumirse en una sola palabra: ¡Velad! Yo lo digo a todos: ¡Velad!
Esta palabra será una de las últimas dirigidas a los apóstoles en la noche de la agonía, palabra de reproche a los tres íntimos que se durmieron en Getsemaní. El Maestro entristecido les dijo: ¿No habéis podido velar una hora conmigo? ¡Velad y orad!
San Pedro, que supo lo que le costó dormir en lugar de velar con Jesús…; después de la negación estará siempre vigilando…
Es preciso amar, apresurar la Venida de nuestro Salvador, que lo glorificará magníficamente, y a nosotros con Él.
Si vivimos de esta esperanza y con esta esperanza, seremos hechos puros según la promesa de San Juan, y entonces no temeremos nuestra muerte por muy próxima que ella esté: Bienaventurados desde ahora los muertos que mueren en el Señor. Sí, dice el Espíritu, que descansen de sus trabajos: porque sus obras los acompañan.
Vivamos, pues, este Tiempo de Adviento con los ojos puestos en Aquél que viene…
Concluyamos con la hermosa plegaria de Teodoreto, con lo cual cierra su comentario al libro del Profeta Zacarías: “Que no haya entre nosotros ningún cananeo, sino que todos vivamos según las enseñanzas evangélicas, en la expectación de nuestra bienaventurada esperanza y de la venida del gran Dios y Salvador Nuestro Jesucristo, a quien con el Padre y el Espíritu Santo sea gloria ahora y siempre y por todos los siglos. Amén”.