RADIO CRISTIANDAD: EL FARO

Conservando los restos

RECOBRANDO EL TIEMPO PERDIDO

Narrado por Fabián Vázquez (once minutos)

Y así, mirad, hermanos,
que andéis con gran circunspección,
no como necios, sino como prudentes,
RECOBRANDO EL TIEMPO PERDIDO.
(Efesios, V, 15-16)

REDIMENTES TEMPUS

Vienen uno a uno, en fila, como las peticiones de los mendigos, como el quejido de los enfermos, como el ritmo de una respiración acompasada, y miden y acentúan el poema que debería ser mi vida. Tales son mis días dispersos. Hay muchos sobre los que no hay nada escrito, he dejado la línea en blanco. ¿Qué dirás de los días inútiles, tú que juzgas las palabras ociosas? ¿Qué dirás de tantos holgazanes comodones, cuya única excusa es precisamente no hacer nada?

Dies mali sunt. Pensando en el mal que todo lo invade, yo quisiera no malgastar mis días, quisiera utilizar hasta los más breves instantes, no por cicatería de buen burgués, que guarda avaramente todo su haber y recoge hasta las migas, sino por respeto soberano para con tus dones y para con este tiempo de vida que me has concedido. Quisiera utilizar hasta los minutos más insignificantes, no con frenesí y en medio de una angustia nerviosa; conozco demasiado las torpezas que acumula la precipitación, y sé que a veces conviene dar rienda a la fantasía, y siempre dejar lugar a la reflexión.

Pero podría hacer dar al tiempo que me concedes todo el rendimiento de que es capaz, podría escatimar fatiga, y trabajar con la máxima intensidad durante mis días. Porque hay minutos más largos que otros, no porque duren más tiempo, sino porque están mejor empleados y porque el alma se halla más entera en ellos.

Si viviese así, poniendo toda mi alma en los quehaceres más menudos, trabajando con ánimo, sin reparar en esfuerzos, tal vez podría salvar al mundo con mi sacrificio y hacer que el tictac de mis instantes resonase hasta en los confines del universo —in fines orbis terrae.

Porque me considero deudor por todo mi ser hacia ese medio en que me has colocado, y mi deber social es la forma de conjunto, del que no son más que aplicaciones mis deberes particulares.

Y ligado como estoy con todo lo que sufre y con todo lo que cae, en vano trataría de asegurarme una falsa, independencia. Mis días no me pertenecen. No tengo por qué preguntar qué jornal me han pagado, sino más bien cuánto he pagado yo por el día que se me ha concedido, y qué trabajo he hecho para equilibrar en las balanzas eternas las veinticuatro horas que me fueron adelantadas.

Corren unos en pos de otros mis días mortales, como perros de caza; caen uno a uno como los goterones de agua en un estanque en el que no se les ve más. Mi pasado se lleva mi presente, y es mi propia existencia lo que se va consumiendo en la huida de las horas.

¡Oh Dios mío, Redentor de nuestra gran familia!, no toleres que una absurda melancolía venga a impedir que me regocije al ver que el aceite va bajando en mi lámpara, y que las reservas de vida cada día obstinadamente me abandonan. Enséñame a bien envejecer, sin murmurar y sin tristeza, no para aislarme, sino para engrandecerme, sin querer invocar nunca las tareas anteriormente cumplidas, como una excusa que me dispensaría de emplear cada día todo mi esfuerzo.

No han quizá madurado nada en mí mis días antiguos, y las estaciones que han pasado sobre mi alma sin emocionarla ni refinarla, y permanezco rudo y brutal sin comprender nada de lo que se opera en torno mío, obstinándome en no mover ni pie ni mano. Mis días, precio de mi rescate, único recurso que tengo para hacer el bien, mis días afanosamente reconquistados por mi Dios contra el demonio que mantenía prisionera mi vida, tendrían que estar todos marcados con la efigie divina, como las monedas del censo con la efigie del César.

Los holgazanes son homicidas, asesinos de sí mismos y de sus vecinos, homicidas a largo plazo, como los que en los arsenales descuidan preparar las armas protectoras que han de servir en la hora lejana de los combates. Y obstruyen nuestros caminos todos aquellos que piensan que un esfuerzo remiso es ya bastante honroso, que una voluntad intermitente le preserva a uno de ser vil, y que se puede vagar durante toda su existencia, como un petimetre hastiado o divertido, sin exponerse al contacto de la dura realidad.

Los más ocupados son siempre, entre nosotros, los más dispuestos a aceptar todavía nuevas cargas.

En las Misas tempranas de nuestras iglesias, se suelen reunir las personas más activas. Los que no tienen nada que hacer se contentan con ir a la Misa más cómoda, y nunca tienen tiempo para hacer ninguna cosa de provecho.

¡Oh Dios mío!, si volvieses de nuevo, ¿cómo juzgarías nuestras existencias? Si aparecieses entre nosotros, ¿no haríamos como los alumnos sorprendidos en falta, que adoptan actitudes estudiadas cuando el maestro levanta la vista? Me imagino que tendrías palabras de misericordia para todos los abnegados, que sin decir nada a nadie y sin meter ruido acerca de su martirio, viven al servicio de los demás sin poder conciliar el sueño hasta que caen rendidos de fatiga. Su virtud no se paga de afeites; hay polvo en sus sandalias, y están tan ocupados del prójimo que hasta se han olvidado de mirarse al espejo y de acicalar su vida. Pero se preocupan de aprovechar el tiempo —redimientes tempus—, y sus minutos valen más que la larga jornada desdeñosa de los fariseos protocolares.

Nunca refunfuñaron cuando se les pidió que sirvieran a desconocidos; tal sencillez pusieron en su sacrificio, que cuantos se beneficiaron creyeron superfluo darles las gracias. ¿Se agradece al árbol que da sombra, y al maquinista que conduce la locomotora? ¿Quién nos dará, para las cosechas necesarias, una o dos docenas de estos segadores?

Sin embargo, de lo único de que nos preocupamos es de ser lentos y fríos, correctos y prudentes; pensamos en conformarnos con el siglo, y sólo consideramos urgentes los minutos cuando esperamos un servicio, cuando es menester que nos devuelvan nuestro crédito, cuando nos decidimos a entregarnos al descanso. Hemos retenido muy bien el Requiescite: descansad, pero nos hemos olvidado del pequeño adverbio esencial que lo atempera: pusillum, un poquito.

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