Conservando los restos
Se podría tal vez objetar que hay una suerte de paradoja:
¿Cómo es posible —se nos pregunta— esperar permanentemente algo que tarda tanto? Lo que tanto ha tardado en suceder, puede tardar aún mucho más.
Para los primeros cristianos era posible quizá esperar así al Cristo, pero ellos no contaban con la experiencia del largo período durante el cual la Iglesia lo ha estado esperando.
No podemos sino usar de nuestra razón: no hay ahora más razones para esperar al Cristo que otrora, cuando, como ha quedado claro, Él no vino.
Los cristianos han estado esperando en todo tiempo el último día, y siempre se han visto desilusionados. Les ha parecido ver señales de Su venida —particularidades de su tiempo que un poco más de conocimiento sobre el mundo, una experiencia más dilatada de la historia, les habría indicado ser común a todas las épocas. Han estado asustados sin motivo valedero, inquietos en sus mentes estrechas, construyendo sobre sus supersticiosas veleidades.
¿En qué época no ha habido gente persuadida de que se acercaba el Día del Juicio? Tales expectativas no han sino inducido a la indolencia y la superstición. Y deben ser consideradas como evidencias de debilidad.
Bien. Ahora trataré de contestar alguna cosa a esta objeción.
Considerada como objeción a la continua espera (para usar una frase común), prueba demasiado. Si se la sigue hasta sus últimas consecuencias de manera consistente, no debería esperarse el Día del Señor en ninguna época; la época en que vendrá (sea cuando sea) no debiera esperarlo; que es precisamente contra lo que se nos advirtió.
En ningún lugar nos advirtió contra lo que despreciativamente llaman superstición; y en cambio nos advirtió expresamente contra una confiada seguridad.
Si es verdad que no vino cuando los cristianos lo esperaban no es menos cierto que cuando venga, para el mundo será un suceso inesperado.
Y así como es verdad que los cristianos de otros tiempos se figuraban ver señales de Su Venida cuando de hecho no había ninguna, es igualmente cierto que cuando aparezcan, el mundo no verá las señales que lo anticipan.
Las señales de Su Venida no son tan claras como para dispensarnos de intentar discernirlas, ni tan patentes que uno no pueda equivocarse en su interpretación, y nuestra elección pende entre el riesgo de ver lo que no es y el de no ver lo que es.
Es cierto que muchas veces, a lo largo de los siglos, los cristianos se han equivocado al creer discernir la vuelta de Cristo; pero convengamos en que en esto no hay comparación posible: resulta infinitamente más saludable creer mil veces que Él viene, cuando no viene, que creer una sola vez que no viene, cuando viene.
Tal es la diferencia entre la Escritura y el mundo; a juzgar por las Escrituras deberíamos esperar al Cristo en todo tiempo; a juzgar por el mundo no habría que esperarlo nunca.
Ahora bien, ha de venir un día, más tarde o más temprano.
Ahora los hombres del mundo se mofan de nuestra falta de discernimiento; pero ¿a quién se le atribuirá falta de discernimiento entonces? ¿Y qué piensa Cristo de su mofa actual? ¿Acaso no advirtió expresamente contra quienes así se burlan?
Y enseñó San Pedro:
Carísimos, he aquí que os escribo esta segunda carta, y en ambas despierto la rectitud de vuestro espíritu con lo que os recuerdo, para que tengáis presentes las palabras predichas por los santos profetas y el mandato que el Señor y Salvador ha transmitido por vuestros apóstoles; sabiendo ante todo que en los últimos días vendrán impostores burlones que, mientras viven según sus propias concupiscencias, dirán: “¿Dónde está la promesa de su Parusía? Pues desde que los padres se durmieron todo permanece lo mismo que desde el principio de la creación.” Se les escapa, porque así lo quieren, que hubo cielos desde antiguo y tierra sacada del agua y afirmada sobre el agua por la palabra de Dios; y que por esto, el mundo de entonces pereció anegado en el agua; pero que los cielos de hoy y la tierra están, por esa misma palabra, reservados para el fuego, guardados para el día del juicio y del exterminio de los hombres impíos. A vosotros, empero, carísimos, no se os escape una cosa, a saber, que para el Señor un día es como mil años y mil años son como un día. No es moroso el Señor en la promesa, antes bien —lo que algunos pretenden ser tardanza— tiene Él paciencia con vosotros, no queriendo que algunos perezcan, sino que todos lleguen al arrepentimiento. Pero el día del Señor vendrá como ladrón; y entonces pasarán los cielos con gran estruendo, y los elementos se disolverán para ser quemados, y la tierra y las obras que hay en ella no serán más halladas. (II Pet., III: 4-8).