Conservando los restos
CONSERVA LO QUE TIENES
Narrado por Fabián Vázquez (once minutos)
Mira que vengo luego:
CONSERVA LO QUE TIENES,
no sea que otro se lleve tu corona.
(Apocalipsis, III, 11)
TENE QUOD HABES
Siguiendo esta orden apremiante, voy a armarme, Señor, contra todas las anarquías que me destrozan, contra las distracciones en que me desvanezco, contra tantas cosas absurdas y contrarias entre sí que me desgarran, y para no perderme voy a tratar de conservar lo que tengo.
Necios son los que me han dicho que la vigilancia no es necesaria, y que la preocupación de ser práctica quitaba a la oración su nobleza y su superior, dignidad. ¡Como si servir fuese una degeneración; como si preocuparse de la realidad fuese un defecto!.
Una oración que no se orientase hacia la vida práctica sería un puro pasatiempo de esteta, una manera de vagar por las nubes, una frivolidad sin valor.
Es menester, pues, que nuestra oración termine en la acción y enderece nuestras desviaciones naturales; es menester que nos devuelva o nos conserve la salud del alma y que por ella lleguemos a ser menos vulnerables.
La oración debe acabar en una resolución práctica. Pero también es necesario comprender lo que es una resolución, y qué relación debe tener con la oración.
Muchos se imaginan, no sé muy bien por qué, que la resolución de un retiro es el verdadero fruto de esos días laboriosos, y que brota en el extremo de la rama de la oración, de la que sería el término único.
Y entonces puede que uno no se atreva a tomar resoluciones humildes, únicas, sin relieve. No se atreven a decir, v. gr., que después de ocho días de reflexiones de rodillas, después de sublimes lecturas ante el crucifijo o ante el tabernáculo, se han decidido a levantarse a tiempo, o a no pasar las horas hablando de la lluvia o del frío, o a sonreír a tal o cual importuno mordaz.
No se atreven a poner en ecuación el esfuerzo inmenso y el resultado mezquino; y acordándose de la fábula antigua del ratón y la montaña, juzgan ridículo exhibir una resolución tan ordinaria, tan fácil, tan trivial, y ponerla como resultado de una movilización general de las potencias del alma.
¿Pues qué? ¿Para tomar la resolución de levantarse a tiempo, de obedecer a tú despertador, es para lo que durante una semana te has privado de ver o de escuchar a nadie, y has ido a refugiarte en un lugar de recogimiento y de silencio, y se te ha pedido que pensases en la salvación de tu alma, en los mártires y en los apóstoles, y que examinases la urgencia de una conversión total?
Y para no querer aparecer como ridículo, se llega a serlo, y se inventan resoluciones sublimes y macizas, difíciles y emocionantes; resoluciones bien remachadas como corazas sin defecto, y temibles como un ejército puesto en orden de batalla.
Y el tiempo se encarga de dar pronto al traste con todas esas resoluciones; mueren casi todas el mismo día en que se abrieron a la luz, porque han sido sembradas sobre piedra… Mueren como todo lo que es artificial y mal adaptado: la vida pasa y las desdeña. No sabe cómo tomarlas, así como el estómago tampoco puede recibir la nuez, dura como una piedra, que no se ha querido cascar.
Todas esas magníficas resoluciones no son más que como las espinas en el pez. Nadie se alimenta con ellas, son desperdicios sin gloria.
¿Vamos, por lo tanto, a despreciar todas las resoluciones sin distinción, y olvidando las lecciones cotidianas, a embarcarnos sin remos y sin brújula, para un paseo y no para un viaje?
La resolución es indispensable, pero no es como el fruto de un árbol; es como el tapón en la botella, la cobertera embetunada sobre el ánfora, la escarpia en la pared. No es el resultado, sino la salvaguardia del resultado.
No se hace una botella para ponerle un tapón. No es esta la razón de ser de todo el trabajo del vidriero. Pero no es menos indispensable, si se quiere conservar sin peligro el vino en el frasco. No se prepara un odre para atar su cuello con una fina ligadura, pero, si esa ligadura no existe, es inútil llenar el pellejo en la fuente, se tendrá sed en la primera etapa del desierto.
La resolución resultante de la oración debería estar en proporción con el esfuerzo empleado, aunque la salvaguardia del resultado tenga a veces una apariencia muy modesta, con tal que cumpla perfectamente su función.
¿A quién se le ocurre esculpir el corcho de las botellas, o historiar sus sellos de cera? No se les exige que sean hermosos, sino fuertes, que no se pudran, que no dejen pasar nada. Si el tapón es bueno, el licor está seguro.
Es muy difícil hacer entrar en la resolución la fe, la esperanza y la caridad o las cuatro virtudes cardinales, todas sin embargo muy necesarias; pero se puede fácilmente hacer contrastar su caridad mediante una sencilla resolución práctica, como guarda toda una vacada una muchachita que hace calceta y canta.
El que ha decidido levantarse, a tiempo, no ha trastornado, evidentemente, el equilibrio de los mundos, y su resolución discreta no es más que un garfio en una pared; pero con tal que el garfio no se doble ni se deje arrancar, mantendrá en su nivel y hará estable todo lo que se quiera suspender de él. Y por levantarte a tiempo, reinará en toda tu jornada un orden perfecto y una bienhechora firmeza.
Por eso las mejores resoluciones nunca se encuentran formando grupo. Aunque se añaden más y más no se las hace más fuertes. El que añade indefinidamente horas a su sueño, no por eso ha descansado más, y el que aumenta todos los días su ración alimenticia no se encamina hacia la salud, sino hacia la muerte.
Las resoluciones numerosas y simultáneas se atropellan unas a otras, como los corredores sobre las pistas angostas. Una resolución vale más que dos, y dos valen más que tres, y pasando de tres, se puede uno preguntar si hay realmente resoluciones, como se puede uno preguntar si en una ciudad hay hombres de más de cien años. Aquí y allá se encuentra alguno, pero no tienen más que la fuerza suficiente para no morir.
Dios mío, enséñame también en esto tu sabiduría sobria y tranquila; adáptame a la vida que me has trazado, y arroja de mi alma esas pretensiones que califico de caballerescas, y que no son más que un delirio infantil. Mi virtud no se halla por las nubes, ni mis deberes están en las estrellas; ser justo es pensar y obrar contigo y como Tú.
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