DOMINGO VIGESIMOTERCERO DESPÚES DE PENTECOSTÉS
En aquel tiempo: Estando Jesús hablando a las turbas, llegó un hombre principal o jefe de sinagoga, y adorándole le dijo: Señor, una hija mía acaba de morir; pero ven, impón tu mano sobre ella y vivirá. Levantándose Jesús, le iba siguiendo con sus discípulos, cuando he ahí que una mujer que padecía flujo de sangre, vino por detrás, y tocó el ruedo de su vestido. Porque decía ella entre sí: Con que pueda solamente tocar su vestido, me veré curada. Mas volviéndose Jesús y mirándola, dijo: Hija, ten confianza, tu fe te ha curado. En efecto, desde aquel punto quedó curada la mujer. Venido Jesús a casa de aquel hombre principal y viendo a los tañedores de flautas o música fúnebre y el alboroto de la gente, decía: Retiraos, pues no está muerta la niña, sino dormida. Y hacían burla de Él. Expulsada la gente, entró, la tomó de la mano, y la niña se levantó. Y se divulgó el suceso por todo aquel país.
El Evangelio de este Vigesimotercer Domingo de Pentecostés presenta a nuestra consideración dos milagros realizados por Nuestro Señor: la curación de la hemorroísa y la resurrección de la hija de Jairo.
Fue hacia el final del segundo año de la predicación del Salvador. Acababa de curar a un poseso entre los gerasenos; habiendo vuelto a cruzar el lago de Genesaret, se vio rodeado por una multitud que corría a escucharlo; y entonces tienen lugar los dos milagros presentados en este Evangelio.
Ambos se encuentran en los tres Sinópticos, pero con notables diferencias. La narración de San Mateo, que leemos hoy, es la más breve; las de los otros dos Evangelistas son más completas e impactantes. San Mateo, dejando de lado los detalles, se contenta con dar el hecho en general y va directamente a la esencia del milagro.
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San Marcos y San Lucas nos dicen que el hombre principal o jefe de sinagoga, probablemente de la de Cafarnaúm, se llamaba Jairo. Como tal, debió ser uno de los personajes más influyentes entre los judíos.
Admiremos una vez más, como ya tuvimos oportunidad de hacerlo hace tres semanas respecto del régulo de Cafarnaúm, las benditas disposiciones de la divina Providencia, que nos prueba sólo para nuestro mayor bien. Si no fuera por la enfermedad de su hija, Jairo tal vez nunca hubiera llegado a Jesús.
Se acerca, pues, al Salvador, muy humildemente, abrumado por el dolor; se postra a sus pies, diciéndole: Señor, mi hija acaba de morir (o, según San Marcos y San Lucas, mi hija está a punto de morir); pero ven, pon tus manos sobre ella, y vivirá. Quizá también supone que, dejándola agonizante a su partida, en este momento ella ya debe haber expirado.
Admiremos la humildad y la confianza de este personaje, aunque, como observa San Juan Crisóstomo, su fe aún es tosca, pues, como al oficial de Cafarnaúm, también cree falsamente que es necesario que Jesús vaya personalmente e imponga las manos sobre su hija para sanarla.; Y agrega el Santo Doctor: las inteligencias embotadas necesitan cosas visibles y sensibles.
El Salvador, sin embargo, no le reprocha como al régulo; sin duda por su humildad, porque la humildad cubre nuestras faltas; y le sigue inmediatamente con admirable condescendencia, con la bondad más compasiva.
Además, el misericordioso taumaturgo, sabía de antemano el milagro que iba a obrar en el camino, a favor de la pobre hemorroísa.
Sin duda, pudo, con una sola palabra y sin perturbarse, comandar a muerte, así como a la enfermedad; pero, por razones dignas de su infinita sabiduría, quiso ir a resucitar a esta niña con su divina presencia, haciéndonos así admirar esta suprema sabiduría, unida a su bondad y a su poder ilimitado.
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Jesús, pues, se fue con el jefe de la sinagoga, y una inmensa multitud lo siguió, oprimiéndole y sofocándole, como dicen San Marcos y San Lucas.
Ahora bien, una pobre mujer, que sufría de un flujo de sangre desde hacía doce años, se acercó por detrás y tocó el borde de su manto, porque ella se decía a sí misma: con sólo tocar su vestimenta, seré curada.
Esta mujer era digna de misericordia; su enfermedad se había vuelto, por así decirlo, incurable, pues duraba ya doce años; los médicos habían devorado su fortuna sin mejorar en nada su estado.
¡Qué gracia para ella haber acudido a un Médico que, por su omnipotencia, puede curar todas las enfermedades, ya sean del cuerpo o del alma!, y que ha dicho: Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados, y yo os aliviaré…
Como sabemos, según una respetable tradición, la hemorroísa de nuestro Evangelio es la piadosa mujer, conocida como Verónica, que en el doloroso camino del Calvario enjugó el divino rostro, limpiando el sudor y la sangre de Jesús con un velo de lino, sobre el cual, en sus tres pliegues, quedó la impronta milagrosa de la Santa Faz.
En esta mujer debemos admirar su gran fe y confianza; pues, aunque su enfermedad era incurable, apenas había oído hablar de los milagros del Salvador, persuadida de su santidad y de su poder, creyó que Él la sanaría, incluso sin que ella se lo rogara, con tal de poder tocar el borde de su túnica.
A esta fe añadió una gran humildad, devoción y respeto, ya que siguió a Nuestro Señor a escondidas, por detrás, sin atreverse a acercarse a Él cara a cara, ni decirle nada, considerándose indigna de presentarse ante sus ojos y hablarle, debido a la naturaleza de su enfermedad y de su estado de impureza legal, según el Libro del Levítico.
En estas circunstancias y con estas disposiciones, ella se acerca a Jesús, toca el borde de su túnica y enseguida se siente curada.
Jesús, sabiendo que una virtud había salido de Él, se volvió hacia la multitud y dijo: ¿Quién tocó mis vestiduras? ¿Quién me tocó?
Todos lo negaron; lo que demuestra el respeto que inspiraba, aun cuando se dejaba rodear por la multitud. Entonces los discípulos, particularmente San Pedro, le contestaron: Maestro, estás viendo que la gente te oprime y preguntas: «¿Quién me ha tocado?».
Pero Él miraba a su alrededor para descubrir a la que lo había hecho… Sin dejar de mirar a la multitud, continuó: Alguien me ha tocado, porque una virtud ha salido de mí.
Como si dijera: alguien me tocó, no corporalmente, como hace todo el mundo; sino por su devoción y su fe…; tocó mi Corazón, fuente de gracias; y, de mi Corazón al suyo, establecí una correspondencia de amor…
Una virtud ha salido de mí… Observa Teofilacto que las virtudes de Cristo son de orden espiritual y no parten de Él materialmente, para ir a los demás, como si lo abandonaran; de la misma manera que la ciencia no abandona al maestro que enseña, para unirse con el que es enseñado.
Jesús se da vuelta e interroga, para demostrar que nada se le escapa, que sabe discernir a los que le tocan con fe, de los que se le acercan sin ella, que Él sabe que la mujer ha sido sanada, y cómo lo ha sido.
También quiere alabar públicamente su fe, pero, al mismo tiempo, corregir su error; ya que ella pensó que podía tocarlo en secreto, sin que Él se diera cuenta; y, finalmente, para curar su vergüenza, obligándola a declarar en voz alta, ella misma, su enfermedad oculta.
Fue para enseñarnos que todo lo ve, que todo lo sabe y todo lo puede; pero también que, en su infinita sabiduría, no pretende curar nuestra pobre alma de sus enfermedades, por vergonzosas que sean, sino al precio de una humilde y sincera confesión.
Esta pobre mujer, sabiendo lo que acababa de ocurrir en ella, se acercó, asustada y temblando, y postrándose a sus pies confesó todo y contó delante de toda la multitud por qué había tocado a Jesús y cómo se sintió curada inmediatamente.
Jesús, la bondad misma, viendo a sus pies a esta pobre mujer presa del miedo y humillada, la tranquiliza y le dice con una dulzura inefable: Hija, tu fe te ha salvado; vete en paz y queda curada de tu enfermedad.
¡Oh mujer bienaventurada, que así recibe la santidad del alma al mismo tiempo que la salud del cuerpo! Jesús se digna llamarla su hija; ella llegó a serlo, de hecho, cuando tuvo fe. ¡Y qué paz indescriptible siguió a tantos años de angustia y dolor!
Es comprensible que, en reconocimiento agradecido de su curación del flujo sanguíneo, ella se encontrase en la Vía Sacra y con su velo enjugase el divino rostro…
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La curación de la hemorroísa es ciertamente uno de los milagros más conmovedores de Nuestro Señor. La bondad de este dulce Salvador es allí inefable… Pero también esta mujer es admirable por su fe, su humildad y su valentía.
Los Santos Padres la proponen por esto como modelo para quien, teniendo el alma enferma, quiere obtener su curación del Médico divino.
Parecía un caso perdido, pero apenas oyó hablar de los milagros del Salvador, sin haber visto ninguno, salió para ir a buscarlo, con la firme esperanza de que sería sanada. Cree interiormente que le bastará con tocar los flecos de su vestimenta para sentir los efectos de su poder.
¡Qué diferencia con Jairo!, que pide a Jesús que vaya e imponga las manos a su hija moribunda.
Dice San Juan Crisóstomo que, como premio a su fe, Nuestro Señor le mostró que, al curar su cuerpo, había santificado su alma.
En cuanto a su humildad, aunque de noble condición, no se le ocurre que el Salvador vaya a su casa; ni siquiera se atreve a presentarse ante Él, ni hablarle. No se considera digna de que Él le imponga las manos sobre la cabeza, siendo inmunda según la Ley y creyéndose pecadora. Todo lo que estimada que puede permitirse es tocar la parte inferior de su manto, por detrás y en el mayor secreto. Además, confiesa con humildad, delante de toda la multitud, por qué y cómo tocó al Salvador.
Es esta profunda humildad, unida a su fe, la que tocó el Corazón de Jesús, y la hizo merecedora de escuchar esas dulces palabras: Confía, hija, mediante las cuales obtuvo la doble curación de alma y cuerpo.
Finalmente, su valentía, su coraje. Emprende un largo viaje, sin duda con gran cansancio, dado su triste estado. Debió seguir a Jesús, con gran dificultad a causa de la multitud, antes de poder alcanzarlo y tocarlo. Su coraje es innegable, y es recompensada con un milagro deslumbrante.
Demos gracias al Señor por su infinita bondad y paciencia, así como por las preciosas lecciones de fe, humildad y valentía que nos da en esta mujer.
Imitémosla, para obtener como ella de Nuestro soberano Médico la curación de todas nuestras miserias y enfermedades…, y podamos merecer escuchar como ella esas consoladoras palabras: Confía, hija, tu fe te ha puesto a salvo.
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Según San Marcos y San Lucas, Jesús todavía estaba hablando con la hemorroísa cuando algunos criados vinieron a decirle a Jairo que su hija había muerto y que ya no molestase al Maestro.
Palabras de poca fe, demasiado humanas y muy duras… Pero Jesús, al oírlas, dijo al pobre padre estas otras palabras, verdaderamente divinas y capaces, ciertamente, de consolarlo y de fortalecer su esperanza: No temas; solamente ten fe y se salvará.
¡Qué bueno es Jesús! ¡Qué dulce y paternal condescendencia! ¡Cuán maravillosamente nos da el mismo aliento, en ciertas circunstancias penosas y dolorosas, cuando nuestra alma está en peligro de derrumbarse y desesperarse!
Jesús da nuevamente una preciosa lección a sus ministros: tomando su lugar, deben, siguiendo su ejemplo, animar y consolar a las almas que sufren y desesperan, estimular su fe y fortalecer su esperanza.
Cuando Jesús llegó a la casa de Jairo la encontró llena de alboroto, turbación y confusión, con flautistas y gente que gemía y gritaba de dolor. Tal era la costumbre entre los judíos, y era el acompañamiento obligatorio de los funerales, especialmente entre los ricos.
No permitió entrar con Él más que a San Pedro, Santiago y San Juan, al padre y a la madre de la niña. Todos lloraban y se lamentaban, pero Él les dijo: No lloréis, no ha muerto; está dormida.
San Beda el Venerable comenta: De hecho, muerta para los hombres, que no pueden resucitarla; pero dormida para Dios, en cuya disposición, el alma recibida vivía, y su cuerpo descansaba para resucitar.
Es lo mismo que dirá Jesús respecto de Lázaro: Nuestro amigo Lázaro está dormido, pero lo voy a despertar de su sueño.
San Juan Crisóstomo hizo esta hermosa reflexión: En este pasaje muestra que le es fácil resucitar a los muertos; y enseña también que no se debe temer a la muerte, pues después que Él ha venido, la muerte no es más que un sueño.
Esta palabra duerme, tantas veces utilizada en la Sagrada Escritura y en el lenguaje de la Iglesia para designar, sea el estado de muerte, sea el lugar reposan los muertos (el cementerio, o lugar de los que duermen), suprime discretamente del corazón de los fieles el horror de la muerte y asegura la esperanza de la resurrección.
Porque la muerte del verdadero cristiano es un dulce sueño, elimina las penas y dolores de esta vida, libra del peligro del pecado, pone fin al destierro y conduce a la patria.
Dijo Santa Teresita: No muero, entro en la Vida…
Ahora bien, los presentes se burlaban de Él… Imagen del mundo incrédulo, que se ríe de lo que se le enseña sobre la otra vida, que no quiere creer en la inmortalidad del alma, ni en el Cielo, ni en el infierno, y que sólo piensa en los groseros placeres de aquí abajo. Infelices tontos, pronto se verán obligados a gritar: Erravimus !… ¡Nos equivocamos!… Pero será tardía e inútilmente…
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Jesús, por su parte, primero ahuyentó a esta multitud incrédula y burlona, que no era digna de ver este prodigio.
Entonces, tomando de la mano a la niña, le dijo en lengua siro-caldea: Talitha cumi, lo que quiere decir: Niña, a ti te lo digo, levántate.
Retornó el espíritu a ella, y al punto se levantó; y Él mandó que le dieran a ella de comer, ya sea para probar que efectivamente había sido resucitada, o para fortalecerla.
¡Qué poder y qué sencillez en conjunto! Jesús trata a esta muerta como a alguien que acaba de ser suavemente despertado.
Nunca los antiguos Profetas, como ya hemos dicho hace tres domingos, pudieron resucitar a los muertos de esta manera, con tal imperio.
San Marcos y San Lucas narran que los padres de esta joven fueron presa de un inmenso asombro, y que Jesús les ordenó muy expresamente que no divulgaran nada de lo que habían visto. Pero, evidentemente, pronto transgredieron esta prohibición, como muchos otros a quienes se les había hecho la misma prescripción. Sin duda se creyeron obligados, en agradecimiento, a publicar la maravilla realizada en su favor.
Este milagro, además, no podía quedar oculto, ya que los que habían visto muerta a esta niña no pudieron menos de reconocerla viva, y el rumor de ello se extendió por todo el país.
Como conclusión, seamos conscientes de que la oración es indispensable, puesto que nuestras necesidades son inmensas, tanto las espirituales, como las materiales.
Recurramos a Nuestro Padre que está en los Cielos, vayamos con la confianza de Jairo y, sobre todo de la hemorroísa, a Jesús, Nuestro Médico y Salvador, y por Él seremos consolados, curados, fortalecidos y colmados de gracias y bienes.
Recurramos también a Nuestra Buena Madre del Cielo: Salud de los enfermos, Refugio de los pecadores, Consuelo de los afligidos y Auxilio de los cristianos.