Conservando los restos
PARÁBOLA DEL FARISEO Y EL PUBLICANO
(Lucas 18, 9-14)
Para algunos, los que estaban persuadidos en sí mismos de su propia justicia, y que tenían en nada a los demás, dijo también esta pará-bola: “Dos hombres subieron al Templo a orar, el uno fariseo, el otro publicano. El fariseo, erguido, oraba en su corazón de esta manera: «Oh Dios, te doy gracias de que no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos, adúlteros; ni como el publicano ése. Ayuno dos veces en la semana y doy el diezmo de todo cuanto poseo.» El publicano, por su parte, quedándose a la distancia, no osaba ni aun levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: «Oh Dios, compadécete de mí, el pecador.» Os digo: éste bajó a su casa justificado, mas no el otro; porque el que se eleva, será abajado; y el que se abaja, será elevado.”
FARISEO. — ¡Hola! ¡Zamarriel! ¿Tú por aquí? Tanto bueno …
RAQUELA.— Te olvidaste que le habías dado hora para ahora. Te estamos esperando hace una hora. La pobre Carmela está cada vez peor.
FARISEO. — No es nada. Fui a rezar al Templo. La obligación con el Señor es lo primero de todo. ¿Cómo esperaríamos la justificación de Yahwé si descuidáramos nuestras oraciones obligatorias? He vuelto justificado, con una extraña paz en el corazón. La obligación es antes que la devoción.
RAQUELA. — Te olvidaste de la consulta de los médicos; Iatricós y Benjamín se fueron, porque no quisieron hacer nada sin estar pagados; y éste ya se iba.
FARISEO. — Bueno, querida, ya te dije la razón. He sido nombrado Velador del Sanedrín esta semana, y bueno fuera que no me viesen orando en mi lugar a la hora del «quashim». Hombre, no. Mañana se puede tener la consulta. Tu hermana no está mal. No seas …
RAQUELA. — Está peor.
(Se va enojada.)
ZAMARRIEL. — Bueno, pelillos a la mar, por mí no hay que pelear. Volveré cuando sea. De modo que orando ¿eh?
FARISEO. — ¡Orando al Santo de los Santos! ¡En aquella quietud que da devoción! ¡En medio de aquellas doraduras y plateaduras! ¡En mi propio lugar, en voz alta, solemne y devota! ¡Cerca del Tabernáculo! ¡Casi tocando el Arca de la Alianza! ¡Con la conciencia tranquila, digan lo que digan! ¡Cumplidos todos mis deberes religiosos! ¡«Impecable», como dijo Barhizim al proponerme para Velador! Sesenta y ocho denarios de diezmos he pagado este año, sin contar los sacrificios, y creo que no me corresponde tanto, pero por no discutir … con ese Eliphaz …
ZAMARRIEL. — Hombre, ahora que recuerdo, días pasados estaba yo orando también, y vi a la viuda esa, Abisail, que fue a oblar, y obló (a que no adivinas) ¡una dracma al Templo! Hombre, no hay derecho. Nosotros tenemos que soportar todo el culto. ¿Y sabes lo que dijo después un Rabbí ambulante, de ésos que andan ahora? ¡Que esa mujer había oblada más que nadie!
FARISEO. — ¿Quién? ¿Jesús de Nazareth?
ZAMARRIEL. ¿Lo conoces?
FARISEO. — Así, así. De vista. Lo vi al salir del Templo hablando con un Publicano.
ZAMARRIEL. — ¡Con un Publicano! Bien, está en sus costumbres. ¿Y qué le decía?
FARISEO. — ¡Qué sé yo! Ni acercarme quiero a esa gentuza. Ese Publicano estaba en un rincón al entrar yo al Templo, déle darse golpes de pecho, y susurrando sin cesar, que esto lo oí: «Señor, ten piedad de este pecador.» Con eso lo arreglan todo muy fácil esos traidores a Israel. ¡Tenía una cara de bandido! ¡Golpes de pecho, ya te daré yo! ¡Otros golpes se necesitan! Estafadores, ladrones, adúlteros, doy gracias a Dios de estar muy lejos de ser como ellos …
ZAMARRIEL. — Exacto. Y hablando de todo, ¿qué hay de política, Zaburrón? ¿Cómo ves la situación? Los Publicanos están ensoberbecidos.
FARISEO. — Todo esto se va al tacho si no lo paramos a tiempo. Los Romanos han echado un nuevo impuesto para edificar algo que llaman Kiliseo o Karroseo; y Pilatos hizo pasar a cuchillo a dieciséis galileos que protestaron. ¡Yo no sé cómo el pueblo no se subleva! ¡Qué pueblo tenemos!
ZAMARRIEL. — Este no es pueblo, es plebe, esa plebe inmunda que no conoce la Ley, ese aluvión zoológico, chusmaje, como dice siempre nuestro gran Eliphaz. Detrás de ésos se van, detrás de ese Jeshoua, o del otro Bautizador, que Herodes, por suerte … ¡Demagogos! ¡Comunistas! -como dice el gran Eliphaz.
FARISEO. — Sí, ese Jeshoua es peligroso. Es increíble lo que se atreve a decir, según cuentan. No está con nosotros. El Publicano criminal le hablaba con grandes gestos a solas, sus discípulos aparte, y él levantó lentamente la mano más alta que los ojos, y le oí… «¡Nuestro Padre de los Cielos!» ¡El Padre de él… y mío! ¡Nuestro! ¡El Padre mío y de ese Publicano, todo junto! ¡Vergüenza! Yo pasé sin mirar y recogiendo mis fimbrias como cuando hay basura, como dice la Ley. Entonces me miró, y dijo a sus discípulos algo; y todos me miraron. Yo no me digné mirar.
ZAMARRIEL. — Pero viste todo.
FARISEO. — Así hay que hacer en política. Como te iba diciendo, la situación está en un «tris»; los Romanos son odiados; el pueblo se levantará a su tiempo, cuando ya no pueda más; por eso conviene que Pilatos haga atrocidades; y Caifás se las hará hacer, pierde cuidado. Por eso hay que andar bien con Pilatos. Ya lo hemos hecho pelearse con Herodes. También hay que andar bien con Herodes. Hay que andar bien con todos, pedirles puestos y embajadas, y minarlos por debajo. Eso es genuino Nacionalismo. Eso es política realista y moderada. Te digo, Zamarriel, que jamás ha habido en Israel tanta política y tan gran política como ahora. Nuestro Caifás es grande, aunque no estoy de acuerdo con lo que dijiste del «gran Eliphaz», su cuñado. ¡Eliphaz es un gato! Pero Caifás es un zorro, y Anás, que está detrás, es un lince montaraz, y Butor, su yerno, es un fenómeno, vamos, una fiera. Pero ¡no me hables de Eliphaz! ¿Ves este vaso de pórfido que está allá?
ZAMARRIEL. — Eximio. Con tantas cosas que hay aquí, uno no se fija. Eximio. ¡Qué sala tienes!
FARISEO. — Pues es regalo de Butor, a cambio de unas informaciones, que se lo sacó al capitán romano de la Antonia por nada, es decir, por otras pocas informaciones. Así hay que hacer … hasta que llegue la hora, ¡la gran hora!
RAQUELA. — (Entrando) El té.
ZAMARRIEL. — Caro amigo, tienes una sala que te la envidio. ¡Qué esplendidez! Demasiadas cosas, quizás, para mi gusto, ¡pero de gustos no hay nada escrito! Y demasiado gusto griego, yo prefiero generalmente el gusto sirio: es más «congénito» al nuestro; pero me gusta aquella estatuita de Venus … Moisés prohibió las estatuas, pero claro que se puede interpretar … Éstas son para ornamento, no para culto. Tomaré otro panqueque, con permiso, doña Raquela.
FARISEO. — ¿Por qué has tardado tanto?
RAQUELA. — Fui a vendar a la Carmela, que estaba en un grito.
FARISEO. — Ya serán ganas de gritar.
RAQUELA. — Te aseguro que sufre. Es culebrilla. Pierde sangre. No se cura.
FARISEO. — Eso tiene remedio. Ahora estamos aquí con Zamarriel hablando de nuestra Ley que los Romanos han profanado; pero eso acabará, vaya si acabará, y muy pronto; y nuestra Ley no acabará jamás, pues tenemos las promesas de Yahwé … pese a todos esos Jesús de Nazareth (¡de Nazareth, no me haga reír!) y esos Juanes Bautistas … ¡Demagogos! ¡Comunistas! Ése que te dije va a acabar mal, lo mismo que el otro Bautizador, ése de Nazareth. ¡Te lo digo yo!
ZAMARRIEL. — ¿Piensas que está cerca el Mesías?
FARISEO. — Según la profecía de Daniel, no puede estar lejos. Pero no se ve ninguna figura prominente … No se ve a nadie …
RAQUELA. — ¿Y Caifás?
FARISEO. — Hombre, calla, mujer. Digo figura prominente en el otro sentido. Un caudillo, un capitán, un hombre que haga prodigios como Josué … ¡Cómo estoy de ansioso de verlo! Y él se hará ver, ¡mecachis! En cuanto lo veamos, cataplúm, levantamos al pueblo, armamos a las masas, nos encerramos en el Templo y ¡vrrac! Ustedes me entienden, toma aquí y echa allá; pim, pum, estacazo y tente tieso, ¡rrrrumpa! Abajo Roma, viva Caifás, ¡trúmtrúmtrúm! Ustedes me entienden. ¡Paf!, un rayo en la fortaleza Antonia, muera Pilatos, ¡crajjjjj!
RAQUELA. — Has roto un pocillo …
FARISEO. — Mujer, ¿quién te mandó ponerlos al borde mismo? Siempre serás la misma. Pues como te iba diciendo, todo eso yo lo he de ver… Tomaré una tacita más y unas cuantas masas, pero no mermelada, ¡ojo! mujer, quita allá, que hoy es día de ayuno; y la mermelada se considera alimento sólido; ¡por el Templo y el Altar! ¡Después de haber orado una hora! Yo ayuno dos veces por semana, por las dudas.
ZAMARRIEL. — Ahora que recuerdo, te quería decir: ¿no te estaría espiando el Publicano ese?
FARISEO. — Bien puede ser, ahora que lo dices. Son traidores. ¡Que un hijo de Israel se preste a cobrar los impuestos de los Romanos y recibiendo paga por eso! No lo puedo concebir. Son criminales, peor que los mismos Saduceos, que al fin sólo reciben regalos. Son estafadores, ladrones, adúlteros. La otra semana no más uno de ellos fue sorprendido ¡con una mujer casada! en circunstancias bastante sospechosas …
ZAMARRIEL. — ¿Y qué pasó?
FARISEO. — ¿Y qué va a pasar? ¡La Ley! Pedrea que te crió.
ZAMARRIEL. — ¿Y él?
FARISEO. — Ella. Él se apretó la gorra, tomó el portante y agarró las de Villadiego, más que ligero…
ZAMARRIEL. — ¿Y ella? ¿Qué tal? ¿Era bonita?
FARISEO. — Yo no vi. La apresaron los Hermanos y la llevaron a la plazoleta para apedrearla. Como yo estaba en casa de la Rubena, para explicarle un paso del Deuteronomio, y hay tantos calumniadores … me escabullí. Y no pude ver la pedrea.
RAQUELA. — No la apedrearon …
FARISEO Y ZAMARRIEL. — ¿Cómo?
RAQUELA. — Yo lo vi todo. Pasó algo grande. Estaba sentado en un relieve de la plazoleta ese Jesús de Nazareth, con tres de sus discípulos. Cuando lo vieron, quisieron ponerle un caso, y les salió al revés. Se aproximaron con precaución, con la mujer a los tirones, entre Barjudá y Ibrahim. Le dijeron: «Rabbí, sabemos que eres justo y observante de la Ley. Esta desgraciada ha sido sorprendida en adulterio. La Ley de Moisés dice que a las tales hay que apedrearlas, «poena capitis, poena capitis», Misdrahím, cápite séptimo. El Sanedrín no se reunirá hasta pasado mañana. Ahora, tú dirás qué se ha de hacer.» Y él no dijo nada.
FARISEO. — ¿Y tú qué hacías allí, Raquelita?
RAQUELA. — Pues … para decir la verdad … no estaba explicando un paso del Deuteronomio a Rubén … Había ido a ver si lo traía a curar a Carmela. Dicen que cura. Mi hermana pierde sangre que es un horror … y los médicos …
ZAMARRIEL. — No le han hecho el remedio que yo dije: la bosta de mulo blanco. No se lo han hecho. Juraría. Ahora, si no hacen las cosas como uno las dice …
RAQUELA. — Hemos hecho todo; pero si los médicos se ponen en contra entre ellos …
FARISEO. — Basta, que quiero saber lo que pasó. Soy Velador del Sacro Velamen. Carmela puede esperar. ¿Qué pasó?
RAQUELA. — Pues, pasó esto: él no dijo nada; y se puso a escribir con el dedo en la arena. Ellos más y más le insistían y decían que si no contestaba, quedaba reo de improlijación, o algo así. Entonces él levantó aquella cabeza -jamás me olvidaré de esto- y los miró muy despacio: a mí también me miró. Y dijo: «El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra.» La mujer se había acurrucado junto a él como una paloma … con su cabeza en los pies desnudos de Él, llorando. Jamás me olvidaré.
FARISEO. — ¡Apedrearlos a los dos, hombre!
ZAMARRIEL. — ¡Miren qué gracioso! ¿Y la Ley?
RAQUELA. — Ellos se quedaron fríos, se miraron unos a otros y al suelo, que estaba lleno de palabras hebreas, que no comprendo … dejaron caer las piedras y … empezando por el viejo Ibrahim (que sabemos lo que se dice de él) y el viejo Barjudá, desfilaron uno tras otro como ovejitas. Hasta yo me fui, pero antes oí una cosa estupenda. ¡El Rabbí de Nazareth le perdonó los pecados! Yo me fui porque tenía vergüenza de mis pecados.
FARISEO. — ¡No es posible! ¡No es posible! ¡Eso sería espantoso! Me voy ahora mismo a … ¡Oh! ¿Qué es aquello? ¿Allí en la ventana?
RAQUELA. — ¿Aquello? Es él, que pasa.
FARISEO. — ¡Y va con él el odioso Publicano!
ZAMARRIEL. — ¡Y los rengos, y los ciegos, y los mendigos lo siguen! ¡Y sus odiosos discípulos, esos galileos brutos!
RAQUELA. — ¡Zaburrón! ¡Esposo mío! ¡Llámalo que cure a Carmela!
FARISEO. — No grites, mujer, que nos oyen. La verdad es que tengo ganas de llamarlo. Una, que soy Velador del Sacro Velo, y tengo que informar pasado mañana, y debo saber lo que ha pasado. Otra, que me gustaría conocerlo a este tipo. Otra más, que a lo mejor hace un milagro, y me ahorra una cantidad de plata …
RAQUELA. — ¡Y otra que mi hermana está enferma!
FARISEO. — No grites, burra, te digo. Manda al criado que le diga que venga. ¡Rápido! ¡De parte del Maestro Zaburrón!
ZAMARRIEL. — ¿El Publicano es el que va a su lado? Creo que lo conozco.
FARISEO. — Sí. Y se ha despojado de la insignia, la caperuza y esclavina verde. Y ahí hay una notoria prostituta, al final. ¡Y un soldado romano!
ZAMARRIEL. — ¡Y uno de los nuestros, Zaburrón, mira! ¡Nicodemos! ¡Nicodemos el Escriba!
FARISEO. — ¡Nicodemos! Se paran todos. Miran hacia aquí. Me miran.
(Vuelve el criado)
RAQUELA. — ¡Hermana, el único que te puede salvar es este hombre! ¡Y a mí también!
FARISEO. — ¡Fuera de aquí! ¡Te vas inmediatamente adentro! Tengo que hablar con él en serio. Dios está conmigo y no temo a nadie. Hoy oré en el Templo, y descendí justificado, lo siento en mi corazón. Si ese hombre es Dios, ahora lo veremos.
CRIADO (Entrando.) — Se niega a entrar aquí, Patrón.
RAQUELA. (Adentro gritando) — ¡Carmela, tienes que salir, tienes que salir y tocarle al menos la fimbria de su manto! ¡Él puede curarte! ¡Él puede curarte!