RADIO CRISTIANDAD: EL FARO

Conservando los restos

HOMBRE DE POCA FE

Narrado por Fabián Vázquez (once minutos)

Pues si una hierba del campo,
que hoy es y mañana se echa en el horno,
Dios así la viste,
¿cuánto más a vosotros, HOMBRES DE POCA FE?
(San Mateo, VI, 30)

MODICÆ FIDEI

Cuando Cristo se dirige a sus discípulos, su primera palabra no es una orden, ni un grito de alarma, ni un reproche, ni una queja, sino un estímulo pacífico: Pax vobis. Nolite timere. La paz sea con vosotros. No temáis.

¿Tenemos, pues, que dejarnos caer en una muelle quietud, como lo haría uno en esas poltronas tan cómodas que no invitan más que a adormecerse?

Y el temor de Dios ¿no desempeñará ningún papel esencial en la economía de nuestros progresos interiores? ¿Debemos arrojarle como un elemento grosero, sin comprender el vivo impulso que puede comunicar al amor y a la confianza?

A veces nos parece difícil establecer un equilibrio armónico entre la confianza absoluta y el temor de Dios; nos parece complicado cifrar nuestra salvación en el temor y conservar, al mismo tiempo, la ingenuidad filial de los que no dudan de la Providencia y se abandonan al Padre Celestial sin ninguna preocupación como los niños.

El temor y la confianza se suceden en nosotros y se excluyen mutuamente, y llegamos, quizá, a creer que debemos elegir entre esas dos hermanas enemigas.

Alternativamente nos espanta el recuerdo de las amenazas, y nuestros escrúpulos nos hacen dudar del perdón; y luego la historia del Hijo pródigo nos viene a la memoria y oímos la palabra divina: He arrojado tras de mis espaldas todos tus pecados pasados.

¿Cómo unificar esas dos cosas tan distintas? No podemos tratar a Dios de modo diferente del que se trata a una persona; y cambiar a nuestro arbitrio nuestras actitudes, pasar del terror a la confianza, creer que Dios nos guarda un resentimiento y creer inmediatamente después que perdona, es poner en nuestra piedad algo artificial y convencional que la mata.

Debemos mirar a nuestro Dios y a nuestro Juez cara a cara, como los corazones rectos que no tienen nada, que ocultar.

El temor no es el miedo. Temer a Dios no es temblar ante los caprichos de un potentado de Oriente, cuya ira estalla sin motivo, y a quien se ofende sin darse uno cuenta.

Dios no está lejos de nosotros; su gracia tiene su asiento en nuestra alma, y no espera a vernos bambolear para venir a nosotros.

Temer a Dios es temblar ante la ira divina, pero esa ira tiene un objeto muy preciso. No se desencadena por cualquier infracción involuntaria al protocolo sobrenatural, y el Verbo hecho carne no se ha mostrado muy puntilloso en cuestiones de etiqueta.

Temer a Dios es temer lo que ocasiona la ira de Dios; y sólo el pecado, es decir, la deserción culpable, la infidelidad consentida, sólo el pecado desagrada a la Justicia eterna, sólo la mentira de los hipócritas que rehúsan cumplir lo que saben que es su deber, sólo esa mentira es odiosa a la Verdad substancial.

Y ya que temer a Dios es temer la ofensa voluntaria, demuestran ser de cortos alcances esos filosofastros que, entendiendo mal las palabras del Apóstol, nos dicen que el temor es bueno para los principiantes, y que existen atajos que conducen por el amor solamente, sin el temor, hasta las cumbres de la perfección.

El temor debe ir en aumento todos los días en las almas fieles, porque ellas comprenden cada día más plenamente que el único mal es el pecado, y porque cada día también se dan cuenta con más profundidad de la impotencia de su voluntad natural.

Nosotros no hablaremos mal del temor, eso sería calumniar neciamente nuestra primera salvaguardia.

Pero, si tememos el pecado, deberemos encaminarnos con toda la fuerza de esa aversión hacia el remedio y hacia las garantías tutelares.

Y el remedio contra el pecado, pasado, presente y futuro, es algo que no podemos descubrirlo en nosotros, como no se puede encontrar el agua dulce cavando en el mar.

Impotentes para evitar durante mucho tiempo ni siquiera el pecado mortal, incapaces por nosotros mismos de permanecer mucho tiempo en pie, sobre nuestros pies de enfermos, en los senderos de la simple honradez natural, tenemos necesidad, físicamente, absolutamente, de la gracia invisible de Dios, para no perecer en muerte.

Por eso, cuanto más tememos el pecado, más nos acercamos al Padre de los huérfanos, al Señor poderoso y bueno, al único que puede curar nuestra miseria.

Dios, que con una mano castiga el mal, guarda en la otra el remedio contra el mal, y cuanto más se le teme, más se confía en Él.

Dejemos, pues, a los paganos, llenos de ideas humanas, e ignorantes del misterio de la gracia; dejémosles declarar que el temor aleja siempre y que los que temen están desprovistos de alegría.

Cuando uno se siente invadido por el vértigo al subir por sendas escarpadas, bordeadas de precipicios, se aferra a los peñascos de la montaña y clava las uñas en las hendiduras con toda la energía de su debilidad.

¿Debemos llevar la cuenta de los malignos vértigos que se dan en nosotros y que nos arrastran hacia la medianía, hacia los contentamientos vulgares, hacia las muelles perezas y las pequeñas inmoralidades?

Entonces, agarrémonos a la piedra —Petra autem erat Christus (Mas la piedra era Cristo)—, y que nuestro abrazo sea tanto más apretado cuanto más de manifiesto se haya puesto nuestra debilidad.

Y el temor y la confianza se unirán en una misma oración, se fundirán en una misma actitud de alma. No tendremos ya que pasar de lo caliente a lo frío; no nos expondremos a arruinar nuestra salud espiritual con esos bruscos cambios, y una paz luminosa, impregnada de humildad, comenzará a reinar en nosotros.

Una vida interior, uno de cuyos elementos esenciales no sea el temor, no contiene más que ilusión. Y el día en que la burbuja estalle, se verá que no era más que una nada presuntuosa.

Una vida interior que no vaya a parar a la confianza, es defectuosa; pero una vida interior que no comience por la confianza, está viciada desde su origen, y esa mentira inicial acarrearía funestas consecuencias.

Vernos como somos y saber lo que Dios quiere ser para nosotros, es unir al perfecto desapego de sí mismo el abandono total entre las manos divinas.

Nuestra seguridad no está en nosotros, ya que las llaves de nuestra morada están en poder de Aquél que abre y cierra como dueño absoluto, sin dar cuenta a nadie —Claudis et nemo aperit (Cierras y nadie abre – Antífona de Adviento).

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