P. CERIANI: SERMÓN PARA EL DOMINGO DECIMOCUARTO DE PENTECOSTÉS

DECIMOCUARTO DOMINGO DE PENTECOSTÉS

En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: Nadie puede servir a dos señores; porque odiará al uno y amará al otro; o se adherirá al uno y despreciará al otro. Vosotros no podéis servir a Dios y a Mammón. Por esto os digo: no os preocupéis por vuestra vida: qué comeréis o qué beberéis; ni por vuestro cuerpo, con qué lo vestiréis. ¿No vale más la vida que el alimento?, ¿y el cuerpo más que el vestido? Mirad las aves del cielo, que no siembran ni siegan, ni juntan en graneros; y vuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valéis vosotros mucho más que ellas? ¿Y quién de vosotros puede, por mucho que se afane, añadir un codo a su estatura? Y por el vestido, ¿por qué preocuparos? Aprended de los lirios del campo: cómo crecen; no trabajan, ni hilan, mas yo os digo, que ni Salomón, en toda su magnificencia, se vistió como uno de ellos. Si, pues, la hierba del campo, que hoy aparece y mañana es echada al horno, Dios así la engalana ¿no hará Él mucho más a vosotros, hombres de poca fe? No os preocupéis, por consiguiente, diciendo: “¿Qué tendremos para comer? ¿Qué tendremos para beber? ¿Qué tendremos para vestirnos?” Porque todas estas cosas las codician los paganos. Vuestro Padre celestial ya sabe que tenéis necesidad de todo eso. Buscad, pues, primero el reino de Dios y su justicia, y todo eso se os dará por añadidura.

El resumen o la idea principal del Evangelio de este Decimocuarto Domingo de Pentecostés, la verdad fundamental que Nuestro Señor quiere inculcarnos es esta: no os hagáis esclavos de las riquezas; no os preocupéis demasiado por las cosas de este mundo; abandonaos a la divina Providencia; Dios es un buen padre, que os ama y no os dejará faltar de nada; ante todo, pensad en la salvación de vuestra alma y esforzaos en ganar el Cielo.

Para ello, Nuestro Señor establece primero un axioma o principio general: Nadie puede servir a dos señores; porque odiará al uno y amará al otro; o se adherirá al uno y despreciará al otro.

Aquí hay mucho para reflexionar. Estamos frente a dos señores, que se disputan el dominio de nuestra alma: Jesucristo y Satanás.

El Príncipe de este mundo nos ofrece bienes presentes, es cierto, pero transitorios y engañosos…

Jesús nos ofrece bienes algo lejanos, pero verdaderos y eternos…

El mayor número de hombres sigue al diablo y sus bienes mentirosos…

Pocos caminan siguiendo perfectamente a Jesús…

No faltan quienes pretenden servir a uno y otro, a pesar del oráculo divino, que declara que esto es imposible…

Obviamente se trata de dos maestros opuestos, de sentimientos, voluntades e inteligencias, que hacen absolutamente incompatibles sus servicios, y que no pueden ser amados y servidos a la vez.

Es claro que seguir a uno equivale a rechazar al otro; odiar a uno es amar al otro, y que, si uno se aferra a uno, desprecia al otro…

Dios y el diablo son maestros absolutamente irreconciliables e incompatibles. Dios es un Señor celoso, que no quiere un corazón dividido, que aborrece los corazones dobles.

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Asentado este principio, inmediatamente, Nuestro Señor hace esta comparación: No podéis servir a Dios y a las riquezas.

Mammona es una palabra siríaca, que significa dinero, riqueza. Se toma aquí como una divinidad, por el demonio, que se supone gobierna las riquezas.

Jesucristo establece esta comparación, primero, porque su propósito es desapegar nuestro corazón de los bienes terrenales.

Luego, porque la fascinación del dinero y de la riqueza engendra la pasión más universal y peligrosa; porque es la fuente de mil pecados y de la mayoría de las divisiones deplorables entre los hombres; los bienes se mezclan constantemente a otras pasiones, por la necesidad que tienen de ellos para satisfacerse.

El dinero es un ídolo adorado por la mayoría de los hombres, un tirano indomable, de quien ellos se convierten en miserables esclavos.

Ya hemos visto hace seis Domingos que las riquezas realmente sólo benefician a aquellos que las emplean en obras de caridad y hacen de ellas un tesoro en el Cielo.

Solemos disculparnos diciendo: debemos vivir; hay que prever para el futuro; debemos proveer para las necesidades de la vejez, de la familia; hay que acumular bienes, porque uno no sabe lo que puede pasar, etc…

Razones que no son, en suma, sino miedos excesivos, desconfianza en la Providencia divina…

Y Nuestro Señor, mediante la hermosa parábola que sigue, responde, con su infinita sabiduría, cómo combatir ese culto a Mammón…

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Nos da como regla general el no dejarnos llevar por una solicitud exagerada por nuestro cuerpo, en detrimento del cuidado de nuestra alma.

Él no condena el cuidado justo y razonable que debe tenerse para la manutención; eso sería tentar a Dios al descuidar los medios ofrecidos por su Providencia para adquirir lo necesario para la vida.

Lo que condena es la preocupación, la inquietud, la desconfianza, el exceso, el gran afán; la solicitud del cuerpo puesta por encima de la del alma, las cosas de la tierra por encima de las cosas del Cielo.

Y para ello propone brevemente varias razones, para demostrarnos que debemos entregarnos a su Providencia.

El primer argumento que plantea es el de A maiori ad minus, que se traduce como El que puede lo más, puede lo menos… Y por eso pregunta: ¿No vale más la vida que el alimento?, ¿y el cuerpo más que el vestido?

Si Dios nos dio la vida, creó nuestra alma y nuestro cuerpo de la nada, ¿no puede darnos también la comida y lo necesario para la preservación de la vida?

Para la segunda razón, Nuestro Señor emplea la sorprendente comparación con las aves del cielo. Si su Providencia se extiende a las aves, ¿cómo podría desamparar a sus siervos y hacerles faltar lo necesario.

La tercera razón radica en que, aparte de que la preocupación y la desconfianza son ofensivas para Dios, además son completamente inútiles. Cuando se ha hecho con cautela lo que depende de nosotros para proveer a nuestras necesidades, las preocupaciones son tan vanas como las de un hombre que quisiera añadir un codo a su altura natural. Hagamos lo que hagamos, nos esforcemos cuanto queramos, no aumentaremos ni un centímetro, ni prolongaremos nuestra vida ni un día, ni una hora…

En la cuarta razón, después de la comida, Nuestro Señor pasa a una necesidad menor, a saber, el vestido, con la bella comparación con los lirios.

La quinta razón consiste en equiparar la solicitud excesiva con la actitud de los paganos, que tienen tales preocupaciones, ya que no conocen a Dios, ni su bondad; y no conocen ni esperan los bienes eternos; y, en consecuencia, son materialistas.

¡Qué ignominia, en verdad, ver a los cristianos correr detrás de los placeres terrenales con más ardor que los paganos!

La sexta y última razón se basa en que Nuestro Padre Celestial sabe que necesitamos de estas cosas. Es decir, para qué molestarse; debemos confiar en la sabiduría, el poder y la bondad de Nuestro Padre celestial.

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No faltará, quizá, quien pregunte: pero ¿por qué Dios nos deja a veces expuestos a la privación de las cosas necesarias para la vida?

Dios hace esto por una de las siguientes razones:

— 1ª) para castigarnos por nuestras faltas;

— 2ª) para hacernos expiar el abuso de los bienes temporales;

— 3ª) para castigar nuestro amor a lo superfluo;

— 4ª) para reprimir nuestra avaricia o codicia;

— 5ª) para corregir nuestra ingratitud;

— 6ª) para que practiquemos la paciencia;

— 7ª) para hacernos entender que los bienes temporales no son nuestros y no nos son debidos.

La conclusión que saca Nuestro Señor de todo su discurso es admirable y lo resume perfectamente: Buscad, pues, primero el reino de Dios y su justicia, y todo eso se os dará por añadidura.

San Juan Crisóstomo comenta de este modo: Buscad los bienes venideros, y recibiréis los bienes perecederos; no codiciéis los temporales, y los poseeréis.

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Toda esta enseñanza puede resumirse en el abandono en la Divina Providencia.

¡Qué importante es para nosotros, desde todos los puntos de vista, confiarnos a la Divina Providencia!

Por una parte, no hay paz o descanso posible para nosotros, si no ponemos nuestro apoyo en la Providencia…

Y, por otro lado, ¿por qué inquietarnos o preocuparnos, si tenemos fe en ella?

Consideremos lo que la divina Providencia ha hecho por nosotros, tanto en la creación, como en el gobierno del mundo.

Dios, bondad, sabiduría y poder infinitos, queriendo crear al hombre, primero preparó para él un magnífico palacio, la creación material; y luego lo creó a su propia imagen y semejanza, dándole las más nobles facultades y llenándolo de bienes.

Todo lo que existe, en el cielo y en la tierra, Dios lo ha hecho para el hombre; y luego lo conserva y lo gobierna con la misma sabiduría infinita y en un orden admirable; de modo tal que nada acontece sin el mandato o el permiso divinos.

Todos los eventos aquí abajo, las revoluciones de los imperios, las calamidades, los menores accidentes, todo está planeado y regulado por la Divina Providencia…

Dios, habiendo hecho al hombre, proveyó, como buen padre, a todas sus necesidades, para el sustento de su vida; y quiere que, como amados hijos, nos abandonemos plenamente a Él, pues hará milagros antes que dejar faltar lo necesario a uno sólo de sus servidores.

Abandonémonos, pues, a la Divina Providencia con confianza y amor, en todas nuestras penas y necesidades, tanto temporales como espirituales.

No abandonarse así a la Providencia es dudar de su omnipotencia, que todo lo puede, de su infinita sabiduría, que todo lo sabe, de su infinita bondad, que nos ama y quiere lo que es bueno, útil y provechoso para nosotros.

Estos son los tres pilares de nuestra confianza y de nuestro abandono en manos de la Providencia de Dios.

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Haciéndolo así, demostramos que buscamos el Reino de Dios, este debe ser el objeto de toda nuestra solicitud…

Tratar de establecer este Reino en todas partes, es una obra excelente y verdaderamente divina… Adveniat regnum tuum !

El Reino de Dios sufre violencia, y sólo los violentos se apoderan de él…

Y el medio para alcanzarlo es la justicia, la gracia de Dios, la santidad, la práctica de las virtudes…, en una palabra, el cumplimiento perfecto de la ley de Dios y la atención para hacer en todo su adorable voluntad.

Si buscamos, con toda sinceridad la gloria de Dios, sabrá Él proveer a nuestros intereses materiales y espirituales.

Pero, atención: Providencia divina y prudencia cristiana van juntas. El pensamiento de la Providencia divina no desliga al hombre de los deberes que le impone el propio estado para obtener las cosas materiales.

La doctrina católica nos enseña la virtud del trabajo; y tanto que llega a decir San Pablo: Quien no quiera trabajar, que no coma.

Y, si se trata de padres de familia o de aquéllos que tienen a su cargo súbditos que alimentar, es, además, bien lo sabemos, un deber elemental el desvelarse por ellos.

Dios promete su asistencia al que le sirve, y no le sirve quien huye de cumplir su deber.

Por eso, al lado de la total confianza en brazos de la Providencia, debe hacer valer también sus derechos la prudencia cristiana.

Finalmente, prohibida la preocupación por las cosas presentes, Nuestro Señor prohíbe también la preocupación vana de las cosas futuras, cuando dice: No andéis solícitos por el día de mañana.

Es decir, nos basta el pensar en las cosas presentes; las futuras, como inciertas que son, dejémoslas a Dios. Y esto es lo que indica cuando añade: Porque el día de mañana, a sí mismo se traerá su cuidado. Esto es, traerá consigo su propia preocupación, trabajo, aflicción, y penas de la vida…

No queráis andar preocupados por lo que es propio del día de mañana, esto es, no os preocupéis de las cosas que mañana necesitaréis para la vida, sino sólo del alimento necesario para hoy. Lo que es superfluo, como lo es lo del día de mañana, ya se cuidará a su tiempo.

Es suficiente para cada día su propio afán, esto es, nos basta el trabajo que empleamos para conseguir las cosas necesarias, no queramos andar solícitos acerca de las cosas superfluas.

Esta expresión “el día de mañana” está en perfecta armonía con la oración del Padre Nuestro, donde decimos a Dios: “Danos hoy nuestro pan de cada día”.

Lo pedimos “para hoy”; ya que hoy no tenemos necesidad del pan “de mañana”.

El pan de mañana sólo nos será necesario mañana.

En esta actitud ante al Padre celestial hay para nosotros una doble ventaja:

En primer lugar, la de estar en una dependencia absoluta respecto de Dios.

En segundo lugar, la de ser perfectamente libres y no esclavos respecto de las solicitudes de la vida presente.

Por lo tanto, vivamos en el marco de esta petición del Padre Nuestro.