PADRE LEONARDO CASTELLANI: GRANDES BABELES DEL ESPÍRITU DEL HOMBRE

Conservando los restos

LA DESTRUCCIÓN DE ROMA

Cabildo N° 529

23 de marzo de 1944

Es mejor que demos a Roma desde ya por destruida porque —dado que Dios pueda preservarla y los azares de la guerra son muchos— cometida ya deliberadamente la infracción contra la ciudad abierta y desoído el ruego del Papa, no tiene salvación en lo humano.

Atila se paró delante de sus muros. Pero Atila era “nazi”, y no tenía sobre sí la tremenda responsabilidad de defender la civilización. Atila era un bárbaro, y conservaba por tanto el sentimiento supersticioso de lo “sacro”: y detrás del santo pontífice que le salió al encuentro, estaban visibles San Pedro y San Pablo —no una caterva de pequeños “monsignori” gorditos, aficionados a la política, y de sentimientos moderadamente democráticos.

Tres años estuve en Roma, no le escribí poesía
los versos son a las novias, las madres, no hay para qué
pero los recuerdos hondos reflorecerán un día
en mi más grande poema henchido en gozo de fe.

¡Quién me iba a decir cuando escribí estas líneas que el prometido poema sería una elegía, una elegía en prosa, una elegía imposible de transcribir, en que el Moisés de Miguel Ángel, la cúpula del Bramante, las canonizaciones en San Pedro, la vieja Gregoriana pulguienta, la nueva Gregoriana bulliciosa, el buen pueblo romanaccio alegre y pachorriento, los sermones del Gesú, la tumba de San Ignacio, la ordenación sacerdotal, el padre Luis Billot, los dos años de estudio y conato enorme, las vacaciones en el Túsculo, la fiesta patronal de la Virgen del Carmen en el Trastévere…

“Trastévere, beato sé,
oggi surgi a nova luce
ci ai la Maronna e er Duce
che véjjano sú dite …» ,

se iban a volver una noche de insomnio, de oración y de maldiciones, iban a subirme a la garganta con sollozos impotentes y con imprecaciones inútiles, con trozos de Jeremías y de Gioacchino Belli mezclados con palabrotas santafesinas!…

La desaparición gradual del sentimiento de lo sacro es uno de los peores síntomas de la decadencia del mundo moderno, en el cual crece a la par de esa pérdida el sentimiento contrario de la crueldad, que Belloc pone como una de las notas de esa última herejía que se prepara a dar el asalto general a la Iglesia, herejía que no tiene nombre todavía, porque el de modernismo ya le queda chico, herejía que es la falsificación de la religión más temible que ha existido, y que será sin duda la religión del Anticristo.

Así como el mundo no reaccionó eficazmente contra las matanzas de Rusia, las matanzas de Méjico y las matanzas de España, no se debe esperar que la llamada “opinión pública”, perfectamente sujeta bajo los mecanismos de anestesia de la gran prensa mercantilizada, reaccione eficazmente contra la destrucción del centro de la unidad católica, pese a las protestas verbales aisladas de algunos obispos, y a la formal maldición del Papa. Porque hay una maldición en la alocución del 12 de marzo: el bombardeo de Roma es “abominable a los ojos de Dios”.

Roma es el centro de la unidad católica y es como la cifra de las cuatro notas de la Iglesia visible.

Son por lo tanto los otros núcleos de la unidad de la Iglesia, los obispos de todo el mundo, los que deben proteger al Primer Obispo con su protesta, que si fuera unánime y universal ciertamente seria eficaz; pues por democráticos que sean los gobiernos democráticos de hoy día, todavía le conservan cierto vago respeto o miedo a la opinión publica, aunque no tanto como al dinero.

Si esta protesta no se produce, y la confusión del momento o la tiranía del Estado moderno entregado a las fuerzas económicas impone el silencio a los sucesores de los Apóstoles, quiere decir que la catolicidad ha sufrido un momentáneo eclipse, y que los males del mundo actual son tan profundos que el remedio se ha marchado al cielo, para bajar de allí en forma de hierro y fuego.

Oh, grandes urbes del mundo, Buenos Aires no exceptuada, poned las barbas en remojo y haced sótanos antiaéreos, porque si Dios no perdona a Roma, como no perdonó a Jerusalén en su día, no presumáis vosotras; no rías ni siquiera tu, Nueva York, buena vecina. Habéis subido hasta el cielo, yo esconderé a vuestros hijos bajo la tierra, dice Dios.

Madrid empezó el galop furibundo; lo que está debajo de la falsa paz liberal permitió Dios que saliese al aire; y en sus calles se ultrajaron religiosas, se quemaron hombres vivos, se masacró como quien da un paseo, y se asaron a tiros entre hermanos en la Ciudad Universitaria.

Después siguió el baile en París, Berlín y Londres, ahora viene Roma.

Grandes babeles del espíritu del hombre, habéis pecado no solamente contra el Hijo sino también contra el Padre, viviendo contra la natura, sometidas a un ídolo metálico, suprimiendo los hijos, cortando al hombre de la tierra y haciéndolo vivir en palomares dorados o en los chiqueros del conventillo.

Ciudades de las setenta ventanas sin ninguna flor, hormigueros donde se agita sometida a la ley de la producción de dividendos la termitera humana mezclando los alientos y los excrementos; grandes urbes modernas en cuya universidad se enseñaba que ya no cae más fuego del cielo, hoteles antisépticos y alfombrados que no tienen un establo vacante donde nacer un dios perdido; casinos legales, grandes timbas con patente, lupanares que se echan a la calle, bailongos interminables con cine continuado, almacenes de santos de yeso, iglesias que son usinas de venta de ceremonias mágicas, mentideros al por mayor, ferias de vanidades… ¡si vierais cómo nos sentimos orgullosos de vuestra radio, de vuestra prensa, de vuestros “apartamentos”, de vuestros transportes, de vuestra electricidad, gas y pavimentos!

Pero resulta que a Dios no le importa mucho todo eso, y no le conmueven ni siquiera los clamores del Presidente del Banco Hipotecario. Decididamente, Dios no es progresista. Inmovilizado en su eternidad, una ciudad que costó tanto trabajo hacerla, porque no llegaba a haber en ella diez santos, contados con los dedos, tranquilamente la borra del mapa, o deja que se borre ella sola y se queda tan tranquilo.

El cielo tiene sus estrellas
la tierra tiene sus burdeles
que no dejan ver la lumbre de ellas
con sus eléctricos carteles…,

y de repente, entre los avisos luminosos y los astros del firmamento aparecen las bengalas y las bombas incendiarias.

Oigo en el Boletín de Noticias Argentinas de la agencia inglesa Reuter, y de Noticias Inglesas de la agencia argentina Reuterio, que ha sido bombardeada en el Trastévere una estación terminal de ferrocarril y han muerto mil personas.

En el Trastévere no hay ninguna estación terminal de ferrocarril ni fábrica de municiones ni sótanos antiaéreos. Han matado mil personas por gusto, supuesto que con eso no van a ganar la guerra ni adelantar un paso la victoria.

Podían haber matado diez mil: y lo que me extraña es que no hayan matado diez mil, en esa aglomeración de plúteos color naranja, de innúmeras casas apiñadas, que son sin embargo lo contrario del conventillo y lo contrario del rascacielos, porque han crecido de adentro para afuera, por innumerables añadiduras de pisos, desvanes, bohardillas y suplementos, a medida que el clan patriarcal crecía.

Mi profesor Leiber nos decía en Roma un día: “Me gusta esta ciudad. Es alegre. Parecen gentes «que tienen padre»”.

Los católicos son gente que tienen padre. Los protestantes son gente sin padre conocido. Pero como ahora nos hemos protestantizado todos, permite Dios que las ciudades protestantes, que tienen la Técnica, destruyan matricidamente a las ciudades católicas, que tienen —o debieran tener— la Sabiduría, y además se destruyan entre ellas hasta que del fondo de las ruinas aprendan las nuevas generaciones a clamar el nombre del Autor de la Paternidad.

Los encerró a todos en el pecado para después conmiserarse de todos. “Omnia in peccato conclusit ut omnium misereatur” (cfr. Rm., XI, 32: Porque a todos los ha encerrado Dios dentro del pecado, para poder usar con todos de misericordia).