UNDÉCIMO DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
(De la Iª Epístola de San Pablo a los Corintios, XV, 1-10): Os recuerdo, hermanos, el Evangelio que os prediqué y que aceptasteis, y en el cual perseveráis, y por el cual os salváis, si lo retenéis en los términos que os lo anuncié, a menos que hayáis creído en vano. Porque os trasmití ante todo lo que yo mismo recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; y que fue sepultado; y que fue resucitado al tercer día, conforme a las Escrituras; y que se apareció a Cefas, y después a los Doce. Luego fue visto por más de quinientos hermanos a la vez, de los cuales la mayor parte viven hasta ahora; mas algunos murieron ya. Posteriormente se apareció a Santiago, y luego a todos los apóstoles. Y al último de todos, como al abortivo, se me apareció también a mí. Porque yo soy el ínfimo de los apóstoles, que no soy digno de ser llamado apóstol, pues perseguí a la Iglesia de Dios. Mas por la gracia de Dios soy lo que soy, y su gracia que me dio no resultó estéril.
En este Undécimo Domingo de Pentecostés, escuchemos a San Pablo, que nos dice: Permitidme que vuelva a recordaros otra vez el Evangelio que yo os prediqué. Vosotros lo aceptasteis entonces con gusto, permanecéis todavía en Él, y Él os salvará. Si no os salva, es porque lo habréis olvidado. Ante todo os inculco, como lo hice también entonces, que Cristo murió por nuestros pecados, que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras.
Tal es la predicación de San Pablo. Lo más importante para nosotros, lo único que puede salvarnos es la Fe: la fe ciega en el Evangelio que nos ha sido anunciado por los Apóstoles, y nos llegó y llega por la Tradición, por la Iglesia.
¡Una sola fe! Fuera toda diversidad de miras y pareceres; fuera toda clase de sectas y escuelas humanas; fuera los sistemas y opiniones individuales; fuera las evoluciones y adaptaciones a las diversas épocas…
Frente a lo revelado por Dios, frente a lo que Jesucristo nos enseña por medio de sus Apóstoles, de la Tradición o de su Iglesia, frente a su Evangelio no cabe más que un ciego y absoluto sí de nuestra débil razón.
No cabe más que un sí, rotundo, incondicional, de nuestra inteligencia a la Verdad sobrenatural.
Este sí es el que hemos pronunciado y debemos pronunciar aún todos los hijos de la Santa Iglesia.
Hoy, cuando el Santo Evangelio es negado o cambiado, debe brotar de nuestros corazones y de nuestras almas el mismo impetuoso y triunfal sí a los misterios de Dios, Uno y Trino, y de Jesucristo, el Verbo Encarnado.
Hoy, cuando se nos quiere inculcar otra doctrina, debemos profesar gallardamente las verdades y las enseñanzas del Magisterio de la Iglesia; debemos adherir a la doctrina sobre las Santas Escrituras, la Tradición, los Sacramentos…, en fin, a los dogmas que confesaban los mártires del siglo primero, los cristianos de Jerusalén y de Roma, de Corinto y de Éfeso, de Filipos y de Tesalónica…, y que más tarde predicaron los santos misioneros en estas tierras y por todo el orbe…
Nuestra Fe es la misma que profesaron los cristianos de las grandes persecuciones romanas y la que empurpuraron con su sangre los gloriosos mártires de los primeros siglos, y luego los vandeanos, requetés, cristeros o los hijos de la Iglesia del Silencio….
Una misma es la Fe que dominó en Europa y la que triunfó en la lejana Oceanía.
Un solo Credo es el que modularon miles de lenguas, un mismo Gloria Patri et Filio et Spiritui Sancto es el que distinguió a todos los hijos da la Santa Iglesia…
En esta misma Fe nos salvaremos también nosotros, siempre que la conservemos y la practiquemos como se nos predicó.
La Fe de la Santa Iglesia, sólo Ella, sin hermenéuticas de ninguna naturaleza, ni de la ruptura ni de la continuidad…: he aquí el único verdadero camino que lleva al Cielo.
Permaneced, pues, constantes en el Evangelio que nos fue predicado. La Santa Iglesia y su Liturgia ponen todo su empeño en que nosotros permanezcamos fieles y en que hagamos efectiva la fe que recibimos en nuestro Santo Bautismo. ¿Qué pides a la Iglesia de Dios? ¡La Fe!
El fruto de la predicación apostólica es la gracia de la fe recibida por el santo Bautismo; la cual debemos conservar tal como la hemos recibido, si queremos salvarnos.
Tan importante es la fe recibida en el Bautismo, que el mismo San Pablo amonestó con duras palabras a sus discípulos de Galacia:
Me maravillo de que tan pronto os paséis del que os llamó por la gracia de Cristo, a otro Evangelio. Y no es que haya otro Evangelio, sino que hay quienes os perturban y pretenden cambiar el Evangelio de Cristo. Pero aun cuando nosotros mismos o un ángel del cielo os predique un evangelio diferente del que nosotros os hemos anunciado, sea anatema. Lo dijimos ya, y ahora vuelvo a decirlo: si alguno os predica un evangelio distinto del que habéis recibido, sea anatema.
Hoy en día, en que hay tantos y tantos que perturban y pretenden cambiar el Evangelio de Cristo, y en que otros quieren dialogar con los perturbadores…, es fundamental prestar atención a la amonestación del Apóstol.
Les demuestra a los gálatas su error, esgrimiendo la autoridad de la doctrina evangélica.
Primero les muestra su ligereza en cuanto al fácil abandono de la enseñanza apostólica; y subraya la culpa, tanto de los seductores como de los seducidos.
En cuanto a los seducidos, les inculpa su ligereza de ánimo: Me maravillo de que, en tan breve tiempo, os paséis…
Además, les afea su culpa porque abandonaron el bien, es decir el don de su fe…, y se han convertido a otro evangelio, esto es, el de la antigua ley.
Respecto de los seductores, ellos perturban, o sea manchan la pureza de la verdad de la fe; porque, si después de haberse recibido el Nuevo Testamento, se regresa al Antiguo, parece afirmarse que el Nuevo no es perfecto.
Y verdaderamente perturban, porque pretenden cambiar el Evangelio de Cristo, esto es, la verdad de la doctrina evangélica cambiarla en figura de la ley, lo cual es absurdo y la máxima perturbación.
Después de la puntualización de la culpa en que han incurrido, les muestra ser grande la autoridad de su sentencia por el hecho de que tiene fuerza, no sólo respecto de los súbditos pervertidores y seductores, sino también respecto de los iguales, como son los otros Apóstoles, y aun respecto de los superiores, como son los Ángeles, si fuesen reos de semejante crimen, a saber, de la conversión del Evangelio a la antigua ley.
Es sabido que la doctrina que es dada por un hombre puede ser cambiada y revocada por otro hombre que conozca mejor, así como un filósofo reprueba lo dicho por otro.
También puede ser cambiada por el Ángel, que más agudamente ve la verdad.
Incluso la doctrina que es traída por un Ángel podría ser cambiada por otro Ángel superior, o por Dios.
Pero, la doctrina que es traída por Dios no puede ser anulada, ni por hombre alguno, ni por Ángeles.
Por lo cual, dice San Pablo, si ocurriere que un hombre, o nosotros mismos, o un Ángel diga lo contrario de lo enseñado por Dios, su dicho no es contra la doctrina, para que por eso sea ésta anulada y rechazada, sino que más bien la doctrina es contra él.
Por ese motivo, ese mismo que lo dice debe ser excluido y rechazado de la comunión de la doctrina.
Y por eso dice el Apóstol que la dignidad de la doctrina evangélica es tan grande que, si un hombre o un Ángel anunciare algo distinto de anunciado por ella, es anatema, o sea, debe ser arrojado y rechazado.
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Los católicos de los pasados siglos, cuando recitaban su Credo, se sentían tan seguros en el terreno de la Fe como un niño en los brazos de su padre.
Hoy, en cambio, el Credo de la Iglesia se ha convertido en un verdadero grito de guerra… Nuestra Fe es combatida en todo el mundo, incluso en la misma Roma y en cada diócesis y parroquia…
Aquí, se convierte a Cristo en un puro mito; allí, el hombre se constituye a sí mismo en dios o se fabrica el dios que mejor le conviene; más allá, se escarnece toda religión y se desprecia hasta lo más santo.
Hoy se afirma que la Iglesia no es más que una creación puramente humana, un inverosímil conglomerado de los elementos más exóticos y dispares, una inexplicable amalgama… Se substituye la Fe en la Providencia divina por la superstición más grosera o por las extravagancias y truculencias de un espiritismo diabólico….
Uno predica que no existe más mundo que el presente, otro afirma que el Cielo y el Infierno son pura quimera….
En fin, se ha inventado una «nueva fe», en contraposición con la Fe de la Iglesia.
Esta nueva fe tiene una ventaja sobre la antigua: sus adeptos y propagandistas nacieron ayer, son hombres de nuestro tiempo. Además, esta nueva fe ha escalado ya las más elevadas cátedras y se cierne sobre los más altos poderes.
Se la oye hablar todos los días por la boca de muchos libros y periódicos; dirige invisiblemente las decisiones de miles de conferencias y deliberaciones… Se afirma que es la única apropiada a la sutil y exquisita cultura de nuestro tiempo.
Por eso, el que todavía quiera seguir aferrado al Credo de los Apóstoles, al Credo de la Santa Iglesia, al Credo católico, no tendrá más remedio que renunciar a todo prestigio y a toda influencia; será irrevocablemente excluido de la comunión con los que ocupan la Iglesia… e incluso de la comunión con los llamados otrora a preservar la sana doctrina y los genuinos Sacramentos…
Es más, él mismo deberá auto-excomulgarse, no tener ninguna parte, nada que ver con esos innovadores o traidores…
Precisamente, por esto, la Fe católica exige firmeza de carácter, generosidad para el sacrificio, valentía hasta el heroísmo.
Si queremos vivir al compás del tiempo, si queremos pasar por hombres del día, por hombres verdaderamente modernos, liberales, comprensivos…, entonces tendremos forzosamente que renunciar a nuestro Credo.
Nuestra Fe no tiene tiempo y no depende del tiempo. El que quiera permanecer fiel a Ella tiene que lanzarse a la heroica lucha de los pocos contra los muchos, de los intransigentes y obscurantistas contra los contemporizadores y progresistas, de los convencidos contra los de cabecita fofa y los de voluntad de alfeñique.
El católico de hoy ha de ser un verdadero mártir. Vive en medio de una terrible y continua persecución moral; por todas partes encuentra miserias espirituales, tribulaciones, hostilidad, frialdad, vacío.
Sus contemporáneos, incluyendo antiguos compañeros de combate, le consideran como un ser anacrónico, como un rebelde, un sectario. Por eso tratan con todas sus fuerzas de eliminarlo, de hacerle callar.
De aquí la oportunidad con que la Iglesia nos recuerda las palabras del Apóstol: Os recuerdo, hermanos, el Evangelio que os prediqué, que habéis recibido y en el cual permanecéis firmes, y por el cual sois salvos, si lo retenéis tal como yo os lo anuncié…
La Iglesia cree… Toda su vida y todo su ser no son otra cosa que un convencido y fervoroso Creo… Creo en Jesucristo, Hijo Unigénito de Dios, concebido del Espíritu Santo, nacido de la Virgen María, crucificado, muerto, sepultado y resucitado de entre los muertos…
La Iglesia posee en sí misma el testimonio de Dios. A nosotros nos toca unirnos a Ella y compartir su misma fe en Jesús, en el Hijo de Dios hecho hombre y muerto por nosotros.
El catolicismo no es más que un ciego y tajante sí a Jesús, al Hijo de Dios hecho hombre por nosotros.
Es un absoluto sí a todo lo que se deriva, para nosotros del hecho de la divinidad de Cristo.
Es un incondicional sí a la doctrina de Jesús y a las enseñanzas de la Iglesia.
Cuanto más honda y convencida sea nuestra fe en Jesús, en el verdadero Hijo de Dios, más crecerá y más se robustecerá en nuestras almas el reino, la vida de Dios, la santidad.
Toda nuestra vida espiritual debe estar animada por la firmísima persuasión de que Jesús es Dios, es el Hijo de Dios hecho hombre por nosotros.
Esta persuasión es la que debe impulsarnos a rendir a Cristo el homenaje de nuestra adoración y de nuestra total sumisión a su santa, a su divina voluntad.
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Para confirmar la fuerza de la sentencia paulina, conviene resolver las objeciones que acerca de esto se presentan.
De las cuales, una es ésta: como el igual no tiene superioridad sobre el igual, y con mayor razón no la tiene sobre el superior, parece que el Apóstol no podía excomulgar a los Apóstoles que eran iguales a él, y mucho menos a los Ángeles, que le eran superiores. Por lo tanto, no hay anatema por esto.
Pero a esto se debe decir que el Apóstol expresó esta sentencia no por propia autoridad, sino por la autoridad de la doctrina evangélica, cuyo ministro era, de cuya doctrina tenía la autoridad; de modo que cualquiera que contra ella hablara fuera excluido y rechazado: la palabra que yo he predicado ésa será la que le juzgue en el último día.
Otra objeción es que nadie debería enseñar ni predicar sino lo que está escrito en el Evangelio y en las Epístolas. Pero esto es falso, porque en I Tes III, 10 se dice: para completar las instrucciones que faltan a vuestra fe, etc.
Y esto es lo que se contiene en la Tradición o la Revelación Oral, transmitida de siglo en siglo.
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Como ya hemos considerado en otras ocasiones, la sociedad ha regresado a su primitiva situación, pero empeorada…
La causa está en la apostasía de las naciones, y en el retorno del fuerte armado con sus siete demonios peores que él…; los siete pasos revolucionarios que desembocaron en el conciliábulo vaticanesco, que dominan a la humanidad alejada de Jesucristo y de su Iglesia…
Pueden vanagloriarse los revolucionarios del estercolero que han forjado…
Nosotros tratamos de mantener los restos de la Civilización Cristiana legada por la España católica, mientras esperamos la restauración final de todas las cosas en Cristo y por Cristo.
Recordemos, pues, el Evangelio que se nos ha predicado, la Sagrada Escritura, la Santa Tradición y la enseñanza del Magisterio infalible de la Iglesia: lo que hemos recibido en el Santo Bautismo, y en lo cual permanecemos firmes; depósito sagrado por el cual también somos salvados, si lo guardamos tal como nos ha sido predicado… Si no, ¡habríamos creído en vano!