NOVENO DOMINGO DESPUÉS DE PENTECOSTÉS
Y cuando llegó Jesús cerca de Jerusalén, al ver la ciudad, lloró sobre ella, diciendo: ¡Ah si tú reconocieses siquiera en este tu día lo que puede traerte la paz! Mas ahora está encubierto a tus ojos. Porque vendrán días contra ti, en que tus enemigos te cercarán de trincheras, y te pondrán cerco, y te estrecharán por todas partes. Y te derribarán en tierra, y a tus hijos, que están dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra; por cuanto no conociste el tiempo de tu visitación. Y habiendo entrado en el templo comenzó a echar fuera a todos los que vendían y compraban en él. Diciéndoles: Escrito está: mi casa de oración es. Mas vosotros la habéis hecho cueva de ladrones. Y cada día enseñaba en el templo.
El Evangelio de este Noveno Domingo después de Pentecostés nos ofrece un cuadro impresionante: nos presenta al Salvador en el Monte de los Olivos, llorando sobre la ciudad de Jerusalén.
Al contemplar la bella y soberbia ciudad, orgullosa de su grandioso Templo, Jesús no puede reprimir las lágrimas y un postrer llamamiento misericordioso: ¡Ah, Jerusalén! ¡Ojalá conocieras, al menos en este último día que se te da, de dónde puede venir tu paz!
A pesar de su entrada triunfal en Jerusalén y del recibimiento como hijo de David que el pueblo le tributó, pocos días después sería negado, traicionado, abandonado.
El motivo de su llanto fue la ceguera de los jefes religiosos de su pueblo, que habían pervertido la religión y hecho del Templo una cueva de ladrones.
Todo eso sería terriblemente castigado. La verdadera religión fue arrebatada a este pueblo y de aquella ciudad no quedó piedra sobre piedra. Por no haber querido recibir la visita de su Dios, se hizo de él un pueblo pérfido.
Todo estaba anunciado por los Profetas; así como también que la Nueva Alianza reemplazaría a la Antigua y que, con el tiempo, la Iglesia llegaría a ser una gran Institución e impregnaría todas las actividades humanas, toda la sociedad se vería influenciada por la doctrina católica.
Se instauró la Civilización Cristiana, fue el triunfo social y público del Evangelio; la filosofía evangélica gobernó los Estados, penetró las leyes, las instituciones y las costumbres de los pueblos, impregnó todas las capas sociales y todas las manifestaciones de la vida de las Naciones.
Nuestro Señor contemplaba el futuro y ciertamente todo esto lo consolaba y animaba en esos momentos para continuar y llevar a término su misión… Bien valían la pena esos dolores de parto para gestar y dar a luz esa futura sociedad…
Pero toda esa gloria iría, poco a poco, oscureciéndose. Esa Civilización Cristiana, por una serie de golpes mortíferos, se fue destruyendo, y, golpe tras golpe, una doctrina corrosiva fue reemplazando el Evangelio, la fe y las costumbres, en las diferentes partes de la sociedad y en las Instituciones hasta llegar a la misma apostasía; instalándose así una sociedad con signo revolucionario, anticristiano…
Del mismo modo que fue destruida Jerusalén, así fue destruida la Civilización Cristiana. Y en la moderna sociedad que la reemplazó, Jesucristo ya no es el Soberano absoluto, su Iglesia y su doctrina ya no son consideradas como las únicas verdaderas, Dios ha sido expulsado de su seno…
El magnífico edificio, que se construyó a lo largo de los siglos, fue destruido al igual que el Templo de Jerusalén, que Nuestro Señor tenía ante su vista… También por esto derramó lágrimas Jesús…
Además, también algo terrible esperaba a la Iglesia. Todo lo contemplado el Domingo de Ramos fue también figura de lo que había de suceder con Ella. En efecto, en los últimos tiempos se desataría una crisis enorme, y la fe de muchos se perdería en fábulas; se enfriaría la caridad y, si esos días no fuesen abreviados, incluso los elegidos se perderían.
Llegaría un tiempo en que falsos pastores conducirían el rebaño a la apostasía. Nuestro Señor veía ante sí a los profanadores, traidores, mercenarios… de los últimos tiempos…; y lloró, pues una última herejía invadiría su Iglesia y la llevaría, por una autodemolición, casi hasta la extinción.
Las autoridades de la Iglesia serían agentes de corrupción, desintegrándose la doctrina; la moral rebajada al nivel de los paganos más incultos.; todas las religiones puestas en un mismo nivel de igualdad; el culto del verdadero y único Dios reemplazado por el culto del hombre.
Quien hiciere las veces de Vicario de Cristo propagaría una religión mundial, la fraternidad universal de todos los hombres, sin dogmas, sin preceptos. Los templos serían cuevas de ladrones peores que la establecida los fariseos y sanedritas en el Templo de Jerusalén…
Y en aquellos tiempos, los verdaderos pastores y las ovejas fieles serán perseguidos por esas autoridades y llegará el día en que al matarlos pensarán estar haciendo un servicio grato a Dios.
Sin embargo, aunque más no sea en un pequeño número, la doctrina y la moral, toda la enseñanza cristiana se conservará íntegra. En medio de una crisis espantosa, un reducido número de pastores y feligreses permanecerán fieles a los principios de Jesucristo, que edificaron la Civilización Cristiana… Un pequeño rebañito permanecerá fiel en los últimos tiempos, en medio de la apostasía generalizada. Algunos obispos y sacerdotes irán agrupando a las ovejas dispersas y se formarán aquí y allá grupitos que conservarán la doctrina, la moral y los Sacramentos… Precisamente esos serán los perseguidos por las mismas autoridades de la falsa iglesia…
Pero también en los grupos y movimientos que se llamarán tradicionales habrá de parte de los sacerdotes y de los feligreses más de una ocasión en que, al igual que sobre Jerusalén, Jesús tendrá que derramar lágrimas…
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De este modo, del llanto de Jesús en la antesala de su Pasión, al prever la destrucción de Jerusalén por causa de su perfidia, llegamos al llanto de Jesús al fin de los tiempos, al entrever la Pasión de su Iglesia, reducida a un pequeño rebañito…
Pues bien, frente a esta situación, ante lo que nos toca vivir, regresemos a la Pasión de Cristo. Cuatro días después de su entrada triunfal en Jerusalén, encontramos a Nuestro Señor en el Cenáculo… Y allí hace entrega de lo que podemos llamar con toda razón el evangelio de la Esperanza; como si dijéramos, la llave de toda la vida cristiana…
Los Apóstoles estaban conturbados y consternados: cosas extrañas, anormales y hasta chocantes se sucedieron durante esos escasos días; finalmente, Jesucristo había predicho, una vez más y de manera concreta, su Pasión y Muerte… A esto se sumaba la aspereza de la lucha en las últimas semanas, la segunda limpieza del Templo a latigazos, la maldición de Jerusalén, la predicción del fin del mundo, las cuatro intentonas de homicidio por parte de los fariseos…
En suma, la rápida inminencia de un desenlace llenaba la mente de los Apóstoles de imágenes sombrías e inusitadas, y los puso en estado de conmoción espiritual extrema y profunda.
Pues bien, en medio de todas esas circunstancias, Jesucristo les anuncia la derrota y la victoria en forma simple y sedada: que van a tener que afligirse, entristecerse y acongojarse, y que el mundo va a triunfar; pero que después su tristeza se convertirá en gozo, y que ese gozo nadie se los podrá quitar.
Les resume así el desenlace de la crisis que enfrentaban; que era y es figura de la resolución de la crisis de la vida de todo hombre cristiano y de la misma vida de la Iglesia…
Y Nuestro Señor comparó la vida espiritual a un parto…: La mujer que está por dar a luz se entristece, porque le llegó su hora; pero después del nacimiento, no se acuerda más de su tristeza, y tiene alegría, porque un hombre ha venido a este mundo.
No dice Cristo solamente que no se acuerda más, sino que se alegra; y no dice “porque ahora tiene un hijo”, sino porque “un hombre ha venido a la luz de este mundo”. Alude, pues, no a una alegría particular, personal, sino a una alegría universal.
Cristo es el Hijo del Hombre, que se encarnó para el mundo, y ha de nacer de nuevo para el mundo, renacer la Cabeza con todos los miembros místicos que somos nosotros, en su segunda manifestación gloriosa y definitiva: porque la resurrección ya cumplida de la Cabeza, anunció y prometió la resurrección de todo el Cuerpo Místico.
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Esta idea y cosmovisión es la señal del optimismo fundamental que hay en el fondo del cristianismo —que parece tan duro y sombrío a la impiedad contemporánea—; porque Cristo afirma sencillamente que la venida de un hombre al mundo es un bien, perfectamente consciente de los dolores de la madre y de los dolores que Él mismo, su Iglesia y sus discípulos habrían de pasar, pero que terminan en un gran gozo.
La Parábola de la Parturienta es la última enseñada por Jesucristo; y la misma imagen se repite, como veremos, en la mitad del Apocalipsis en forma notablemente enigmática.
Resumimos los comentarios del Padre Castellani al respecto.
De verdad os digo: lloraréis y gemiréis, el mundo andará alegre, mas vosotros contristados; pero vuestra tristeza se volverá gozo…, como la mujer que sufre al dar a luz… Y vosotros ahora estáis tristes, pero yo os veré de nuevo, y se alegrará vuestro corazón; y vuestro gozo nadie os podrá quitar.
Este es el marco en que está encuadrada la parábola, que la proyecta mucho más allá de su evidente fin inmediato, que era consolar a los Apóstoles en aquellos momentos.
Ciertamente esta elocuente imagen se refiere al apremio y presión que sufrían entonces los Discípulos; pero también al de toda la Iglesia hasta su Segunda Venida, y especialmente en torno a ésta.
Una parturienta aparece, pues, nuevamente en la mitad del Apocalipsis; y el Profeta la llama Signo Grande. Es un texto clave.
El hijo que ella da a luz designa indudablemente a Cristo: y dio a luz un hijo varón, el cual regirá al mundo.
Este Signo Grande significa los dos nacimientos de Cristo, como typo y antitypo; y principalmente su segundo nacimiento místico integral, con todo su Cuerpo, al fin del siglo, que es la Parusía.
Y la Parturienta significa Israel que dio a luz a Cristo; una vez por María Santísima; la otra, futura aún, por su predicha conversión a Cristo.
Es la Iglesia de los últimos tiempos; el Israel de Dios; todos los perseverantes con constancia en la persecución del Anticristo, cristianos y judíos convertidos: el Israel de Dios, que tantas veces en los Profetas es simbolizado en una mujer, a la cual se promete el perdón de su infidelidad, la purificación total, y el desposorio final.
El capítulo designa indudablemente los tiempos parusíacos, la gran Persecución, significada como está varias veces con ese número 1.260 días, 42 meses y 3 años y medio, que San Juan repetidamente, así como está en el Profeta Daniel.
La Mujer queda a salvo de la persecución, aislada en el desierto, mas el resto de sus hijos soporta el ataque del Dragón.
Este capítulo tiene que significar la conversión de los judíos en el fin del mundo, que profetizó San Pablo, y también Nuestro Señor Jesucristo cuando dijo: De verdad os digo que no me veréis más, hasta digáis: Bendito sea el que viene en el nombre del Señor.
Los judíos convertidos van a concebir de nuevo a Cristo, por la fe; y lo van a dar a luz, por la pública profesión de fe; y lo van a hacer bajar del Cielo.
Cuando lo crucificaron dijeron: ¡Baja de la cruz, y creeremos en Ti! Cristo aceptó el desafío, como diciendo: Creed en mí, y bajaré de la cruz… Mirarán hacia el que traspasaron, dice el Profeta Zacarías.
El Profeta vaticina el reino mesiánico, que es el fin y objeto principal de sus profecías, y muestra a Cristo en sus dos venidas: rechazado y doliente en la primera, triunfante y glorioso en la segunda.
Si este lugar se refiere a los judíos bajo el Anticristo (o Mal Pastor, como lo llama Zacarías), se concilian las dos opiniones de los Santos Padres acerca de la conversión final de los judíos: pues unos creen que se convertirán antes del Anticristo; otros creen que, por el contrario, serán sus primeros adeptos, su escolta y guardia de corps; y sólo a la vista de la Venida de Cristo se convertirán los que hayan de convertirse.
Como la Iglesia tiene que conservarse hasta el fin; y al fin habrá ese gran receso de la fe o apostasía general de los cristianos; y como a causa de sobreabundar la iniquidad se resfriará la caridad en la mayoría, Dios tendrá que hacer alguna cosa extraordinaria para conservar su Casa, y que las puertas del infierno no prevalezcan del todo…
Ahora bien, la conversión de los judíos será, dice Pablo con asombro, una cosa extraordinaria.
Toda la Tradición católica ve en la Mujer Parturienta a la Iglesia y la Sinagoga a la vez, pues hay continuidad a los ojos de Dios entre ellas.
Si San Juan acaso vio a María Santísima en ese extraño cuadro que nos traza, fue porque la Bienaventurada María resume a la vez a la Iglesia y a la Sinagoga, siendo como es la corona de ambas.
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Los trabajos de la Iglesia son, pues, trabajos de gestación. Pero, más exactamente, constituyen el instrumento de congregación del Cuerpo Místico de Cristo, que es un reino en edificación, en gestación.
Correlativamente a esta idea, vemos que hoy en día hay una intensa aspiración — esperanzada o desesperada— hacia una transformación total de la Humanidad; se piensa que el hombre no se arregla sino haciéndolo de nuevo…
Y esta aspiración multiforme a un «renacer» indeterminado, se desata a veces en maldiciones, blasfemias, utopías, movimientos de odio colectivo, proyecto de violencia, imprecaciones por una catástrofe; y en la esfera religiosa, en herejías burdas o sutiles.
La UN, la UNESCO, el Nuevo Orden Mundial son expresiones actuales de esa aspiración a la UNIDAD, que Cristo pidió al Padre. Unidad que se realizará, ciertamente, pero en Cristo y por Cristo.
Y será por medio de la Parusía, o sea la nueva aparición de Cristo en la tierra, esta vez con todo su Cuerpo Místico glorificado.
Este renacer, no sólo de los hombres, sino incluso de todo el mundo sensible, es inimaginable para nosotros ahora, pero no increíble: son esos «nuevos cielos y nueva tierra» de que habla el Profeta Daniel, y retoman San Pedro y San Juan.
La Jerusalén Celestial estará hecha de «piedras vivas»; es decir, de todos los elegidos; y será la armonía arquitectónica de todos los salvados, cada uno en su lugar, como piedras preciosas engastadas.
«Y reinarán para siempre y más que siempre».
El renacer de la Humanidad es la segunda Venida de Cristo, la revelación del Hombre Absoluto en su plenitud.
Tres años y medio de dolores de parto para eso no es tanto.
Pero no nos engañemos pensando que hemos de aguardar esas maravillas pasiva o indolentemente, como las Vírgenes Fatuas.
Como nos manda San Juan, hemos de decir, no sólo con suspiros, sino con osadas acciones: Ven, Señor Jesús.
El que no sea capaz de osadas acciones por Cristo, no aguantará los dolores, o sea, la persecución; y no entrará en la Resurrección.
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¿Qué viene a ser, pues, este gozo que nadie nos podrá quitar? ¿Qué es esa mezcla de dolores y de alegría, de derrota y de victoria?
Las lágrimas de Nuestro Señor nos dicen que eso es sencillamente la Esperanza. La Esperanza es triste porque el que espera no posee; y la Esperanza es alegre, porque el que espera no desespera.
La vida espiritual es un camino que no carece de altibajos y baches, de zarzas y espinas, de sombras y de accidentes; pero el sentirse en el buen camino compensa y domina todo eso; con la ventaja en este caso de que el término del camino, que es el amor de Dios, está ya incoado en cada uno de sus tramos.
El gozo que Cristo prometió a los suyos existe; porque si no existiera, la Iglesia no existiría ahora.
Si no hubiese una cosa invisible y misteriosa, que equilibra todo el peso de la derrota, los cristianos no hubiesen podido soportar hasta ahora.
Esa cosa invisible y misteriosa es la Caridad, fruto de la Fe y la Esperanza.
Los frutos de la fe y de la esperanza, fundamentadas en la caridad, es la voluntad de no ceder a las tentaciones, es la confianza en su Providencia, y es el gozo en el Espíritu Santo. Porque el fruto de la caridad son el dolor y el gozo; y éste último es más poderoso que la muerte.
Por eso dijimos más arriba que Jesucristo, cuatro días después de su llanto sobre Jerusalén, en el Cenáculo nos hizo entrega de lo que podemos llamar con toda razón el evangelio de la Esperanza; como si dijéramos, la llave de toda la vida cristiana…
Pues bien, con esta llave abramos la puerta que conduce a la Parusía, al Reino de Dios y a la Bienaventuranza eterna…