Conservando los restos
UN SANTO INTERESANTE
(De la crónica de Juan de Placeintes, compañero y biógrafo de San Vicente Ferrer)
De un antiguo recorte de diario, sin referencias de nombre ni de fecha
En el tiempo en que el Padre Vicente catequizaba, pululaban por todas las tierras de España los moros y judíos. Ambos tenían recursos parecidos de avance: laboriosidad tenaz, una dirección fija, junto con astucia y falta de escrúpulos. Tendían a formar un Principado dentro de los principados.
La España no había nacido aún como reino, pero Vicente veía que había de nacer, sentía que debía nacer. ¿Puede dar la mano en sus iniciativas audaces a minorías extranjeras que resisten en vez de asimilarse, que dividen en lugar de unir?
La plebe Judía es de temer solamente por su tesonera industriosidad; pero los potentados judíos, mercaderes, banqueros y usureros, se han hecho una «clientela» en el sentido romano: su prestigio de ricos y su política insinuante comienza a penetrar las leyes y ablandar las costumbres.
A tuerto o a derecho (por razón de sus éxitos o de sus abusos), la mayoría del pueblo los odia, y aprovecha todas las oportunidades de desquite o venganza. De ahí esos terribles tumultos («PROGROMS» en nuestros días) tolerados por los príncipes, cuando no animados.
No hay más que dos soluciones, o sea, una solución doble: convertirlos en masa para incorporarlos a la ciudadanía; y a los refractarios, imponerles un estatuto que consagre su estado. A una mano, quitar a los convertidos de su ambiente (la «judería») y desparramarlos por la ciudad; a otra mano, reunir a los otros en un barrio que ya existe («judería») donde vivirán según sus ritos y donde los cristianos no podrán ir a molestarlos.
Extremo penoso pero político, que al Padre Vicente la parecía netamente necesario. Para librarlos, él predica cuanto puede, en los arrabales, en las plazas; incluso en las sinagogas, donde irrumpe sin permiso.
La cifra de los convertidos no se puede fijar de cierto. Se dice que convirtió 25.000 judíos y unos 88.000 moros. Un día sube al púlpito en Valencia y dice: «Sabed la buena noticia: todos los judíos y muchos moros se están convirtiendo en Valladolid». El mismo resultado en Toledo, en Huesca, en Zaragoza.
Esto sucedió después del Congreso de Tortosa, en pro de la «salvación de Israel», sugerido a Benedicto XIII por su amigo el ex-rabino Josué Halworqui —en religión fray Jerónimo de Santa Fe— congregado en 1414. Dio ocasión a prolongadas controversias —67 sesiones— entre Rabinos y Religiosos. Vicente tomó parte y colaboró en la redacción del Tratado para los judíos, que fue la base de los debates. Todas las pruebas del dogma de la Encarnación están allí magistralmente.
Lo presidía el Papa. El pueblo estaba reunido a la orilla del Ebro. Vicente se había instalado para predicar en el techo de una casa encuadrada por árboles sobre el río. Un día se detuvo repentinamente en medio del sermón, y la gente se asombró: —“No os ofendáis por este descanso, hemos de esperar a la Gracia”— pronunció el predicador. Cuando la gente se impacientaba por la tardanza, se vio llegar a un grupo de judíos que llenaron los lugares vacíos en torno de él; la gracia los había traído. De dieciséis rabinos, unos catorce abjuraron.
¡Cómo amaba él a esos nuevos hijos! Se complacía en recordar a los cristianos algo que olvidaban con facilidad: que Jesucristo y María eran de esa raza.
¿Eran sinceras todas esas conversiones? ¿Eran definitivas? No apuremos mucho ese punto. Lo cierto es que hubo en todo el ámbito de la península un trabajo eficaz de asimilación de moros y judíos, que contribuyó mucho a la unificación del Reino…
“Los Apóstoles —predicaba el Padre Vicente— no llevaban espadas y lanzas. No es con espadas como los cristianos deben matar a los judíos (entendedme: matar los errores que envenenan sus almas y sus vidas) sino con la palabra. Los tumultos que hacéis contra ellos, los hacéis contra Dios; los judíos deben llegar al bautismo por sí mismos…”.
Pero, eso sí, el Padre Vicente no les reconocía el derecho de cerrarse a oír la Palabra Evangélica: la autoridad civil los obligaba a acudir a escuchar el sermón, bajo pena de multa. El que prefería el endurecimiento, quedaba libre con el pago de su «Amenda». Perdía dos cornados de cobre, y además perdía un sermón del dominico valenciano, los cuales eran eximios… Los que acudían con los oídos taponados con algodón, eran silbados por la plebe…
Hasta aquí el maestro Johannes a Placeintes, según el historiador M.M. Gorce en “Saint Vincent Ferrier”, Beauchesne, Paris, 1934).
A lo mejor ahora van a creer que todo esto me lo inventé yo.
A lo mejor van a creer que San Vicente Ferrer era «nazi».
A lo mejor dirán que esta son cosas de “la Edad Media”, que no volverán.
En lo último quizá estamos de acuerdo.
Pero bueno es saberlo; porque el saber no ocupa espacio.