RADIO CRISTIANDAD: EL FARO

Conservando los restos

ENTRE TUS MANOS

Narrado por Fabián Vázquez (once minutos)

Era la hora de sexta, y se
hicieron tinieblas sobre toda la
tierra hasta la hora de nona,
y se entenebreció el sol y se
rasgó por medio el velo del templo.
Y Jesús, clamando con voz
grande, dijo: Padre, EN TUS
MANOS encomiendo mi espíritu;
y dicho esto, expiró
(San Lucas, XXVIII, 44-46)

IN MANUS TUAS

Dios mío, yo quisiera meditar contigo sobre la muerte que has padecido por nosotros; quisiera meditar sobre mi muerte, sobre esa muerte que no conozco, y que me causaría pavor, si no supiera que no puede interrumpir nuestra conversación, ni cambiar la actitud de mi voluntad vuelta cordialmente hacia Ti.

A veces me han hablado de mi último día en términos terroríficos; en ocasiones me han descrito mi fin como lo hubieran hecho los paganos, insistiendo únicamente acerca de la descomposición física del cuerpo, acerca de la corrupción del ataúd, de la soledad del cementerio, como si mi conciencia de difunto pudiera encontrarse alguna vez encerrada en una caja de madera a seis palmos bajo tierra, y como si tu discípulo, después de la muerte, debiese andar errante entre las tumbas al modo de los aparecidos fabulosos.

Dios mío, líbrame de estos pensamientos incompletos e inexactos; y no permitas de ninguna manera que otros me aterroricen, haciéndome dudar de tu divina lealtad. Porque me han representado a veces mis últimos instantes bajo colores tan extraños, que mi confianza ha estado a punto de vacilar y han hecho brotar y propagarse en mí el temor servil.

Yo sé que deben temerlo todo de la Verdad los que han cifrado su esperanza en la mentira; sé que los fingimientos no tienen más que un tiempo, y que la muerte quita violentamente todas las máscaras adheridas a la piel. Sé que todos los voluptuosos y los amantes de lo efímero conocerán la ruda brutalidad del ladrón nocturno, arrancándoles sus tesoros ilusorios, y admiro la lección de la muerte, porque es casta y verdadera, porque pone cada cosa en su lugar, y proyecta la luz hasta los planes más remotos de nuestra existencia; la admiro porque es serena, ineludible y por lo tanto sólida y definitiva; la admiro a causa de la seguridad que proyecta en torno suyo, como un cálculo exacto, como una fórmula de álgebra, que pone en claro y resuelve las operaciones, en que se embarazan los torpes.

La muerte barre todo lo fingido, desbroza la maleza; nos hace ver lo que hay en realidad.

Pero, ¿por qué servirse del espanto físico que inspira la muerte, para infundir la turbación en las conciencias rectas? ¿Por qué sembrar, como el Turco, el espanto en la cristiandad, y desolar al justo, cuyo reposo nos recomienda el Espíritu Santo que no turbemos —neque vastes requiem eius?

Tú no has preparado ninguna emboscada in extremis, ni difieres, como hacen los malos, el avisar a las almas rectas para cuando sea ya demasiado tarde y no puedan recurrir a los sacramentos para reparar ciertas faltas olvidadas en las profundidades de nuestra flaca memoria. No irías a exhibir triunfalmente antiguos créditos a los que te han suplicado que no te acuerdes de sus antiguos delitos. —Ne memineris iniquitatum nostrarum; y sobre todo a los que te han pedido de rodillas que les hagas conocer todas las deudas que tienen contigo, ya que han hecho el propósito de pagar hasta el último adarme, ad novissimum quadrantem; a los que te han rogado sin ficción, y cuyo corazón, libre de astucias, no quisiera rehusarte nada.

¡Oh Dios mío!, yo puedo meditar sobre mi muerte como cristiano, como buen discípulo. Me basta meditarla contigo. Tanto más cuanto que en Ti quiero acabar y morir. In manus tuas.

Puedo meditarla cada, día, porque en toda hora estoy haciendo su aprendizaje, y muero un poco cada día, porque pongo uno a uno todos mis valores entre las manos divinas. Tú has tomado ya mis días y mis deseos y mis pruebas y mis fatigas y mis sacrificios. Has tomado mi libertad, me has tomado hasta el recuerdo de tus benéficas rapiñas, y mediante la fe, la esperanza y la caridad, he pasado ya más allá del otro lado del sepulcro.

Ciertamente, cuando venga mi muerte, no tendré más que una última cosa que entregarte, como dicen los cristianos viejos en su sencillo lenguaje, no tendré otra cosa que entregarte más que mi último suspiro.

Y para preparar mi muerte, no debo sentirme poseído de gran terror, como aquellos para quienes eres un extraño; no debo temerte, como teme el pueblo infiel el látigo vengador de su señor, sino que mi preocupación ha de consistir en tejer tranquilamente el vestido nupcial de mi alma, con el que me vestiré en la hora decisiva, en que compareceré en tu presencia.

¿Comparecer en tu presencia? ¡Pero si mi oración de todos los días me ha colocado tan a menudo en tu presencia, y mi fe asegura hace tanto tiempo que Tú nunca estás lejos de mí! Después de haber trabajado juntos en la obra común, ¿vamos a cambiar de repente de actitud, y voy yo a ver tu rostro de compañero fiel —dedit socium— alterarse e irritarse porque mi alma, por orden tuya, cese de estar unida a mi cuerpo?

Mi muerte debe ser uno de tus triunfos, ¿cómo iba yo a querer que no fuese total? Se decía de los primeros cristianos que siempre estaban dispuestos a morir —mori expeditum genus—, y esa prontitud era un testimonio, un martirio, que conquistaba a los infieles. Sí, acepto de antemano que vengas a buscarme a la hora y según el modo que te plazca.

No sé lo que soy, no he hecho la meticulosa autopsia de todo mi pasado, mi memoria tiene grietas, y por ellas se han colado muchos recuerdos que deberían recordarme mis faltas. Pero Tú me conoces, Tú lo sabes todo —qui cunctas scis—, y puedes hacerme digno de ti, —qui cuncta… vales—, y yo recuerdo que te has inclinado muchas veces sobre mi miseria, y que toda mi existencia está iluminada por tu bondad.

Por eso cuando quede abandonado a mi debilidad nativa, cuando no pudiendo ya soportar el peso de mi enfermedad baje lentamente hasta la muerte, como un navío que zozobra, no dudo que aun entonces me recogerá tu caridad divina, y estoy seguro que no abandonarás tu obra en el momento decisivo y en el instante crítico, en el momento en que tomaré mi forma de eternidad —In manus tuas,

Quiero acostumbrarme todos los días a morir en Ti.

Orar es abandonarse; orar es unirse a Dios y desasirse de todo lo demás; puedo hacer de mi oración una muerte y debo hacer de mi muerte una oración.

Escuchar Audio