P. CERIANI: FIESTA DE LOS SANTOS APÓSTOLES SAN PEDRO Y SAN PABLO

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FIESTA DE SAN PEDRO Y SAN PABLO

Aprovechemos la Fiesta de los Santos Apóstoles para meditar en sus principales virtudes y privilegios; porque son modelos e intercesores; y nos son muy necesarias hoy esas mismas virtudes que ellos practicaron y su intermedio para alcanzar las gracias que nos hacen tanta falta.

Nos relata el Evangelio que preguntó Nuestro Señor a sus discípulos: ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre? Y lo hizo, no para su provecho, sino para el nuestro, y para tener ocasión para dar a sus discípulos con más claridad conocimiento verdadero de quién era.

También lo hizo para enseñarnos el modo cómo nos hemos de aprovechar de los dichos de los hombres. Porque desear saber la opinión que tienen de nosotros para fundar en ella la seguridad de nuestra vida, es gran yerro, pues, como dijo San Pablo, quien nos ha de juzgar es Dios. Pero no es malo querer saberla para que, oyendo sus dichos, corrijamos lo malo que dijeren de nosotros, o huyamos de ello para que no lo digan con verdad; y lo bueno que dijeren, procuremos ganarlo, si no lo tenemos, o perfeccionarlo, si lo tuviéremos.

Y de esta manera, los dichos de los hombres se convertirán en nuestro provecho.

Respondieron los Apóstoles: Unos dicen que es Juan Bautista; otros, que Elías; otros, que Jeremías, o uno de los profetas.

Vemos en esta respuesta cuán propio es de los hombres, dejados a su miserable naturaleza, errar en el conocimiento de Dios y de Jesucristo; o por cortedad de su entendimiento, o por la pasión que les ciega la lumbre de la razón, o por engaño del demonio, el cual procura quitarles este verdadero conocimiento para tenerlos cautivos debajo de su tiranía con innumerables pecados.

Y tengamos en cuenta que los hombres, por la mayor parte, cuando yerran cerca de las cosas de Dios y de Jesucristo, es quitándole lo que tiene, queriendo medir las grandezas de Dios con la cortedad de su ingenio o con su juicio rendido a la pasión.

Y así, aquel pueblo quitaba a Cristo la divinidad, diciendo que era hombre puro como el Bautista o Elías. Otros, más apasionados, le quitaban la sabiduría, llamándole loco; o la santidad, llamándole samaritano; o el poder, calumniando sus milagros; o la prudencia, poniendo falta en sus obras.

Y hasta el día de hoy padece Nuestro Señor estas injurias de los infieles, herejes e ignorantes.

De la misma manera, hoy en día, algunos cristianos, por su mala conciencia, con las obras dan testimonio de que tienen falsas aprensiones de Dios y de Cristo, y yerran prácticamente en su conocimiento; y se forman un concepto tan ajeno de la verdad sobre Dios, que no es concepto de Dios verdadero, sino de dios falso y de ídolo.

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Nuestro Señor quiso saber también lo que de Él pensaban sus discípulos: Vosotros, ¿quién decís que soy Yo?

Respondió Pedro: Tú eres Cristo, Hijo de Dios vivo.

Aunque esta pregunta se hizo a todos, sólo San Pedro respondió en nombre de todos.

Consideremos las palabras de esta ilustre confesión, cada una de por sí.

La primera fue: Tú eres; como quien dice: Tú, que te llamas Hijo del hombre; Tú, de quien dicen los hombres que eres el Bautista o uno de los profetas; Tú, que eres nuestro Maestro y nos has escogido por tus discípulos; Tú eres el que eres, y eres el mismo Ser por esencia, de quien tiene dependencia todo lo que tiene ser.

La segunda palabra es: Tú eres Cristo, y Cristo de Dios; esto es: Tú eres el Mesías prometido a los judíos y deseado de todas las gentes; Tú eres Rey de Israel, Rey de reyes y Señor de señores; Tú eres el Sumo Sacerdote, según el orden de Melchisedech; Tú eres el supremo Profeta, a quien todos han de obedecer; Tú eres el Santo de los Santos, ungido del Señor.

La tercera palabra es: Hijo de Dios vivo. Como quien dice: No eres cualquier Cristo, como los puros hombres, sino Hijo de Dios; no adoptivo, sino natural Hijo de Dios vivo; el cual, por ser vivo, tiene la obra más noble de los vivientes, que es engendrar su semejante; y así Te engendró a Ti, Dios vivo como Él, y, por consiguiente, infinito, inmenso, eterno, todopoderoso, sabio y bueno, y la misma sabiduría y bondad.

Todo ésto y mucho más penetró San Pedro con la luz del Cielo, y lo confesó con la boca cuando dijo estas palabras.

Y aunque es verdad que el Bautista y Natanael y otros habían hecho esta confesión y dicho casi las mismas palabras, sin embargo San Pedro se señaló en decirlas con gran fervor y con gran reverencia y devoción.

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Jesús le respondió: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque la carne y la sangre no te reveló esto, sino mi Padre, que está en los Cielos.

Esta respuesta demuestra lo mucho que agradó a Nuestro Señor la confesión tan ilustre de San Pedro; por eso la confirmó y aprobó, al tiempo que engrandeció a este Santo Apóstol por ella.

Lo llama Jonás, que quiere decir paloma, para significar que por esta confesión tan noble se había mostrado obediente a Dios, que se la reveló; hijo de su gracia y del Espíritu Santo, que se la inspiró, y en virtud de ella sería lleno del Espíritu Santo, con gran plenitud de sus divinos dones.

Y le dice que no le reveló esto carne ni sangre, porque ni esta fe, ni los bienes sobrenaturales que de ella proceden, se pueden entender ni tener por herencia o donación de padres carnales, ni por industria o magisterio de hombres de carne, ni por fuerzas de nuestra humana naturaleza.

Lo más importante se destaca cuando le dice que se lo reveló su Padre que está en los Cielos; en lo cual confirma que es Hijo de Dios vivo, cuyo Padre está en los Cielos.

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A continuación se enumeran los favores que hizo Jesucristo a San Pedro: Yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del reino de los Cielos: lo que atares en la tierra, será atado en los Ciclos; y lo que soltares en la tierra, será desatado en los Cielos.

El primer beneficio fue ponerle un nombre muy glorioso, diciéndole: Tú eres Pedro; como quien dice: tú has dicho de Mí que soy Cristo, hijo de Dios vivo; pues Yo quiero cumplir la palabra que te di de que te llamarías Cefas o Pedro; y así, de hoy más, quiero que te llames y seas Pedro.

Y como los nombres que pone Jesucristo no son vacíos, sino llenos de la verdad que significan, así con este nombre hizo a este Apóstol participante de las virtudes que significa el nombre de Pedro, derivado de piedra, que es Cristo, haciéndole semejante a sí mismo en lo que es ser piedra fundamental de la Iglesia, y en la fortaleza y constancia y en las demás virtudes de esta piedra preciosa y fuerte.

Y así añade la segunda excelencia, diciendo: Sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, como quien dice: Yo, que por excelencia soy aquel hombre sabio que edifica su casa sobre la piedra, para que ni las lluvias, ni vientos, ni ríos la derriben, edificaré mi Iglesia sobre Mí, que soy piedra fundamental, y fundamento de todos los fundamentos.

Y también la fundaré sobre ti, como sobre piedra firme, dándote la dignidad de cabeza universal de todos los fieles, los cuales fundamentarán en ti y en tu confesión y viva fe, y sobre ella edificarán las casas de sus conciencias, y tú los confirmarás y establecerás en la fe y religión, y en la obediencia de mi santa ley.

El tercer favor fue asegurarle la perseverancia y fortaleza invencible de esta piedra y de este edificio, diciendo que, aunque las puertas del infierno se abran de par en par y salgan todos los poderes infernales a combatirla, no prevalecerán contra ella. Y aunque las lluvias, vientos y ríos de todas las persecuciones del mundo y de la carne descarguen sobre esta casa, no le derribarán, porque está fundada sobre la omnipotencia, sabiduría y protección de Cristo, que es piedra viva, el cual la defenderá, y dará firmeza a la piedra, que es Pedro, y a sus sucesores, en cuanto vicarios suyos, para que no desfallezcan en esta fe.

El cuarto favor fue prometerle las llaves del Cielo, para que abra y cierre sus puertas a los hombres; esto es, que le dará la llave de la ciencia para declarar las verdades que están encerradas en las Sagradas Escrituras, y las manifieste a los hombres, y la llave de la potestad para perdonar los pecados que impiden la entrada del Cielo.

Hemos de dar muchas gracias, tomando por nuestras las mercedes que hizo Nuestro Señor a este Santo Apóstol, porque no se le dieron estos privilegios tanto por su provecho cuanto por el provecho de toda la Iglesia y por el nuestro, pues nos aprovechamos de ellos como si para nosotros solos se hubieran otorgado.

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La vida de San Pablo Apóstol, después de su conversión, fue un modelo de perfección evangélica.

Consideremos, pues, sus principales virtudes para tomar ejemplo.

La primera virtud fue una excelente pobreza de espíritu, renunciando a todas las cosas, como los demás Apóstoles, para ocuparse más en el servicio de Cristo y en el ministerio de su predicación, señalándose especialmente en dos cosas:

Lo primero, estaba contento, como él dice, con tener sustento y con qué cubrirse; esto es, con tener lo necesario precisamente para vivir y cubrir su desnudez; y el contento era tan grande como si poseyera todo el mundo.

De aquí procedió, lo segundo, que aun de esto necesario se privaba muchas veces, y padecía falta, llevándola con alegría; y así, entre sus trabajos pasó hambre y sed, frío y desnudez, y muchos ayunos.

La segunda virtud fue purísima castidad, de la cual hizo voto como los demás Apóstoles, y la guardó siempre y se dio por ejemplo de ella, diciendo: Deseo que todos los hombres vivan como yo, es decir, libres del matrimonio, para orar y vacar en Dios.

La tercera virtud fue muy rigurosa penitencia y mortificación de su carne, la cual castigaba con rigor para tenerla rendida y sujeta al espíritu como él lo declaró con unas palabras muy encarecidas, diciendo: Yo corro mi carrera, no como incierto de mi premio; y peleo, no como quien azota al aire, trabajando en vano y con solas palabras sin obras; sino castigo mi cuerpo con penitencias y hago que esté sujeto, porque no me suceda que, predicando a otros, yo sea reprobado.

Además de esto, el Santo Apóstol se ejercitaba en la continua mortificación de sus sentidos y apetitos, negando sus quereres y deseos, cumpliendo perfectamente la abnegación que Nuestro Señor nos encargó, y por esto dijo: Siempre, y a dondequiera que vamos, llevamos en nuestro cuerpo la mortificación de Jesucristo, para que la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo.

La cuarta virtud fue profunda y admirable humildad, y resplandeció en las cosas siguientes:

Porque, comparándose a los demás hombres, siempre escogía para sí el lugar más humilde, porque entre los pecadores se tuvo por el primero, y entre los santos por el postrero.

También resplandeció su humildad en no avergonzarse de decir sus pecados públicamente y dejarlos por escrito, diciendo que había sido blasfemo, injuriador de Cristo, incrédulo, grande perseguidor de la Iglesia, derramador de sangre inocente, y que tuvo parte en la muerte de San Esteban.

Del mismo modo, conociendo los grandes bienes que de Dios había recibido, no se los atribuía a sí mismo ni se gloriaba vanamente de ellos, sino toda la gloria la daba a Dios y a su gracia, y así, se reconocía por nada en su presencia.

La quinta virtud fue invencible y heroica paciencia en sus trabajos, los cuales fueron innumerables en toda suerte de cosas interiores y exteriores, por mar y por tierra, de judíos y de gentiles y de falsos hermanos, como consta del catálogo que hizo de ellos, escribiendo a los de Corinto; y cuan graves hayan sido algunos lo declaró por estas palabras: Hemos sido afligidos sobre manera y sobre nuestras propias fuerzas; tanto, que tuvimos tedio de vivir… Por de fuera, temamos batallas; de dentro, temores… Somos mortificados cada día y tratados como ovejas diputadas para el matadero…

Y con ser tantos estos trabajos, resplandeció su paciencia en que le parecían pequeños respecto del premio que esperaba, y no se espantaba de ellos ni perdía el ánimo con su terribilidad, antes se ofrecía a otros mayores.

Y de aquí le nacía tanta grandeza de ánimo o magnanimidad, que dijo: todas las cosas puedo en el que me conforta.

La sexta virtud fue excelentísima caridad y amor a Cristo Nuestro Señor, llegando a la suprema unión, la cual declaró diciendo: Con Cristo estoy enclavado en la cruz; vivo, no yo, sino vive en mí Cristo.

La séptima virtud fue fervorosa caridad y amor al prójimo, nacida de la caridad encendida que tenía a Jesucristo; la cual, como él dice, le espoleaba el corazón para todas las cosas de su servicio en bien de las almas, cuya salvación deseaba entrañablemente, y por ellas padeció terribles trabajos, andando por todo el mundo predicando infatigablemente por los reinos y provincias, en las plazas y calles y casas particulares y en la misma cárcel, unas veces en común, otras a cada uno en particular, con grande ternura de corazón.

De aquí también nacía la solicitud y celo que tenía del bien de todos, sintiendo sus daños como si fueran propios, y así cuenta este sentimiento entre sus grandes trabajos, diciendo: ¿Quién enferma, que yo no enferme con él? Y ¿quién se escandaliza que yo no me abrase?

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De esta caridad proceden otras insignes virtudes, en las cuales manifestó el Apóstol su perfección, y de ellas ensalzaremos algunas:

La primera fue gran obediencia a la voluntad divina, y a todas las inspiraciones con que se le revelaba.

La segunda fue un entrañable deseo de aprovechar en la virtud y de ir siempre adelante, porque, con haber trabajado tanto, ni se tenía por perfecto, ni pensaba haber llegado a la cumbre, sino siempre iba siguiendo su intento de mayor perfección, y para esto se olvidaba de las cosas pasadas y se extendía siempre a cosas nuevas, hasta alcanzar el premio de la soberana vocación.

La tercera fue maravillosa destreza en juntar las virtudes que se unen con dificultad, como son humildad y magnanimidad, mansedumbre y celo, entrañas de misericordia y rectitud de justicia; castigando, cuando era menester, los delitos, y resistiendo a los que no procedían conforme a la verdad y sinceridad del Evangelio que predicaba, aunque se tratase del mismo Pedro.

La cuarta fue grandes ansias de ir a ver a Jesucristo Nuestro Señor, por el gran amor que le tenía, y así, gemía dentro de sí mismo, esperando la perfecta adopción de hijo de Dios, y decía que su vivir era Cristo, y morir era su ganancia, porque muriendo ganaba estar siempre con Cristo.

Y de aquí procedía la confianza y seguridad que tenía de la gloria, de modo que pudo decir: He peleado el buen combate, he concluido mi carrera, he guardado la fe; sólo me resta recibir la corona de justicia, que me dará el justo Juez el día de la cuenta, y no solamente a mí, sino a todos los que aman su venida.

De aquí también nació la gran prontitud y generosidad de ánimo con que se ofrecía a morir por Cristo por el bien de las almas, la cual mostró con las obras toda la vida, porque su vida fue una prolongada muerte por Cristo y por sus prójimos.

Y, finalmente, cuando se ofreció ocasión, dio la cabeza por Cristo Nuestro Señor.

Y aunque el modo de muerte parece ligero, pues no murió crucificado como San Pedro, sin embargo, quizá la causa fue porque toda su vida, después de su conversión, había vivido enclavado con Cristo en la Cruz, estando señalado con las llagas y señales de su Pasión, cumpliendo en su cuerpo lo que era menester para completar lo que falta a la Pasión de Cristo, aplicando su eficacia a la Iglesia, a costa de sus propios trabajos.

Y con este fervor estaba dispuesto para morir muerte de cruz si le fuera concedido. Y aun deseaba morir con mil géneros de tormentos para mostrar en esto el grande amor que tenía a su Maestro.

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Demos gracias a Nuestro Señor de haber suscitado estas dos columnas de la Iglesia, y hoy, cuando su enseñanza y ejemplo son dejados de lado e incluso desvirtuados, acudamos a ellos como a fuente segura de santidad y salvación.