Conservando los restos
Desde el primer día en que el cristianismo entró al mundo, ha estado, en cierto modo, saliendo de él.
El cristianismo resulta tan inadecuado, tan poco simpático para la mente humana, es tan espiritual mientras que el hombre es tan terreno, a ojos vista resulta tan indefenso y tiene tantos enemigos tan poderosos y tantos falsos amigos, que cualquier época, cuando llega, puede ser llamada los “últimos tiempos”.
Ciertamente, ha logrado grandes conquistas y realizado grandes obras, mas todo lo ha hecho, como lo dice el propio Apóstol, “con debilidad, con temor y con mucho temblor” (I Cor., II: 3).
Cómo es que siempre está fracasando y, sin embargo, siempre continúa, sólo lo sabe Dios, que así lo quiere —pero así es.
Y no constituye paradoja alguna afirmar a una que ha durado mil ochocientos años, y que, a osadas, puede durar muchos años más, y que, sin embargo, se acerca a su final —no, dije mal— seguramente se acabará cualquier día de estos.
Y Dios quiere que le demos nuestra inteligencia y corazón a ésta última alternativa, para abrirlos a las impresiones desde este lado, es decir, que llega al fin. Porque resulta saludable vivir como si eso pudiera suceder en nuestro tiempo, cualquier día de estos.
Fue diferente durante las edades que precedieron a Cristo en su primera venida. El Salvador estaba por venir. Él había de traer la perfección, y la religión debía crecer hacia aquella perfección.
Había un sistema de sucesivas revelaciones, unas tras otras; cada profeta a su turno sumaba algo al depósito de las verdades divinas reveladas, que tendía gradualmente hacia la plenitud del Evangelio.
Antes de la primera venida de Cristo se medía el tiempo por la palabra profética, de modo que Él nunca pudo ser esperado en alguna época antes de la “plenitud de los tiempos”, en que efectivamente vino.
Al pueblo elegido no se le mandó esperarle de inmediato, sino que, luego de una estadía en Canaán, un cautiverio en Egipto y una vida errante por el desierto, luego de jueces, reyes, y profetas, finalmente fueron señaladas setenta semanas, al cabo de las cuales se lo introdujo en el mundo.
Así fue interpretada entonces su demora, por decirlo así; y durante esta demora fueron dadas otras doctrinas y reglas para llenar el intervalo.
Pero una vez que Cristo hubo venido, como el Hijo a su propia casa, y con su perfecto Evangelio, no faltaba más que reunir a sus santos.
No podía venir Sacerdote más alto, ni doctrina más verdadera. La Luz y la Vida de los hombres había aparecido, y había padecido y resucitado; y no quedaba nada más por hacer. La Tierra había tenido su acontecimiento más solemne, había contemplado el suceso más augusto; y, por tanto, eran los últimos tiempos.
De aquí que, aunque hay un intervalo entre la primera y la segunda venida de Cristo, no es reconocible (si así puede decirse) en el esquema del Evangelio, sino que se lo considera, como si dijéramos, una mera contingencia.
Porque hasta la venida de Cristo en la carne, el curso de las cosas corría derecho hacia el final, acercándose a él a cada paso. Pero ahora, en la dispensación del Evangelio, ese curso ha alterado su dirección (por así decir) en lo que concierne a su Segunda Venida, y corre, no hacia el final, sino como a lo largo del mismo, en paralelo, como por el borde de un precipicio.
Y así, en todo tiempo, está igualmente cerca de ese gran acontecimiento; porque si corriera derecho hacia él, lo habría alcanzado de inmediato.
De modo que Cristo está siempre a nuestras puertas; tan cerca hace mil ochocientos años como ahora; y no más cerca ahora que entonces; ni más cerca cuando Él vino que ahora; ni estará más cerca cuando venga que ahora.
Cuando dice que vuelve pronto, “pronto” no dice relación al tiempo sino al orden natural. El presente estado de cosas, “la presente aflicción”, como la llama San Pablo, siempre está al borde, cerca, en el margen del mundo venidero, y en él se resolverá, desembocará.
Es como un hombre del que los médicos desesperan, que puede morir en cualquier momento, y cuya vida sin embargo se prolonga.
Es como un artefacto de guerra con mecanismo de relojería, que puede explotar en cualquier momento, y que así indefectiblemente sucederá, aunque no sepamos cuándo.
Es como cuando esperamos una campanada de reloj y que, sin embargo, cuando suena, nos sorprende.
O como un arco deteriorado que, desafiando la física, aún cuelga sobre un abismo —no sabemos cómo— y debajo del cual no resulta seguro pasar: así se arrastra este débil y fatigado mundo, y un día, antes que nos demos cuenta, tomándonos por sorpresa, se derrumbará.