ELEMENTOS LITÚRGICOS
“La ignorancia de la Liturgia es una de las causas de la ignorancia de la Religión”
EL CULTO LITÚRGICO DEL SANTÍSIMO SACRAMENTO
1. Antecedentes
El culto propiamente litúrgico del Santísimo Sacramento lo constituye hoy: la Misa y la Comunión diarias; la Fiesta Solemne del Corpus Christi, con su Procesión y su Octava de oficios, exposiciones y bendiciones; y la Adoración en el triduo de Carnaval, de las XL Horas.
Esto hoy, pero en los trece primeros siglos de la Iglesia, se concretaba este culto oficial a la Misa y a la Comunión, que al principio ni siquiera eran diarias; a una conmemoración de la Institución del Sacramento, el día de Jueves Santo; y, en algunas iglesias, a la Procesión con la Eucaristía el Domingo de Ramos y el de Pascua.
La Sagrada Eucaristía era para los primeros cristianos, como lo es para nosotros, el centro de todo culto litúrgico y el sol que daba vida y calor a todas sus asambleas religiosas. Cada día que había Misa, y muy pronto empezó a haberla diariamente, era una verdadera fiesta eucarística; y en ese sentido, cada semana y cada estación y todo el año litúrgico era para ellos, igual que para nosotros, una perenne conmemoración del Santísimo Sacramento.
Aparte de esto, existía la conmemoración solemne, aunque muy confundida con los misterios de la Pasión, del Jueves Santo, que algunos Padres y calendarios antiguos designaban con el nombre de “Natalis Calicis”.
La Santa Reserva, empero, sólo se conservaba para socorro de los enfermos y de los mártires, y tan sencillo y sin ceremonial era el culto que se le tributaba, que una vez encerrada en la torrecilla, o en la paloma eucarística, o en el hueco abierto exprofeso en el muro del presbiterio o de la sacristía o en algún pilar del templo, casi no se ocupaban de ella los fieles ni el clero, mientras no ocurría necesidad práctica. Ni siquiera en la Misa se le hacían las genuflexiones, postraciones y reverencias que, en el andar de los siglos, para contrarrestar las herejías y el debilitamiento de la fe, fue menester introducir en el ceremonial litúrgico.
Los cristianos de entonces amaban y adoraban rendidamente la Eucaristía y la usaban como un verdadero tutamentum mentis et corporis o “protección del alma y del cuerpo”, comulgando a menudo; pero no sentían todavía la necesidad de las Bendiciones, Exposiciones y otras expresiones externas del culto eucarístico, hoy tan en boga.
En el transcurso del siglo XII y a principios del XIII, se advierte en algunas iglesias particulares la preocupación de desarrollar el culto de la Santa Reserva; y Dios mismo iba a pedir la institución de una Fiesta llamada a ser el triunfo de la presencia de Jesucristo en la Sagrada Eucaristía.
2. La Fiesta del Corpus Christi
Empezada a celebrarse en Lieja, en el siglo XIII, con carácter local, como resultado de las maravillosas visiones de Sor Juliana de Monte Cornillon, la Fiesta de Corpus Christi fue establecida, en 1264, por el Papa Urbano IV en la Iglesia universal, y fijada en el calendario el jueves siguiente al Domingo de Trinidad.
Poco después, se le asignó una Octava y una Procesión solemne, y se la declaró fiesta de precepto, igualándose a las más clásicas del año eclesiástico.
En 1208 habitaba en los arrabales de Lieja en un monasterio de religiosas hospitalarias, una joven de 16 años, llamada Juliana de Monte Cornillon. Devotísima del Santísimo Sacramento, gustaba meditar profundamente en ese misterio de amor. Una noche vio en sueños una como luna llena, pero desportillada y oscura en uno de sus radios. La visión se repitió en adelante otras muchas veces. Al cabo de dos años de oraciones y penitencias, le pareció entender que el disco luminoso figuraba el ciclo de fiestas litúrgicas, y que el espacio vacío y oscuro acusaba en él la falta de una solemnidad importante, que era la del Santísimo Sacramento. Animada por sobrenatural impulso, trabajó con las autoridades eclesiásticas para que dicha fiesta se estableciera en la Iglesia, y en 1264 el Papa Urbano IV la extendió a la Iglesia universal; Clemente V, en 1311, la declaró obligatoria para toda la cristiandad, y Juan XXII, en 1316, la completó con una Octava privilegiada y una solemne Procesión.
3. Espíritu de esta Solemnidad
“Aunque ya se hace memoria (de la institución de la Sagrada Eucaristía) en el cotidiano Sacrificio de la Misa, creemos no obstante que, para confundir la perfidia e insania de los herejes, es digno de que, por lo menos una vez al año, se celebre en su honor una fiesta especial. De esta manera se podrán reparar todas las faltas cometidas en todos los sacrificios de la Misa y pedir perdón de las irreverencias en que se haya incurrido durante su celebración y del descuido en asistir a ella…”. Así se expresaba el Papa Urbano IV en su Bula, indicando a la vez el objeto y el espíritu de esta nueva solemnidad.
Como se ve, todo gira aquí en torno a la idea del Santo Sacrificio de la Misa, que es el objeto principal de la devoción eucarística en general y de la fiesta del Corpus en particular. Es como un toque de atención para encarecer la importancia de la Misa, y una fiesta de reparación y desagravio por la defectuosa asistencia, por parte de unos, y la inasistencia, por parte de otros, al augusto Sacrificio.
4. El Oficio y la Misa del Santísimo Sacramento
Para celebrar dignamente tan alto misterio como es la Sagrada Eucaristía, se necesitaba un teólogo, un poeta y un santo, y Dios se lo deparó a la Iglesia, en el momento oportuno, en la persona del Doctor Angélico, Santo Tomás de Aquino, autor de la Misa y del Oficio del Santísimo, y adaptador de su música.
Se ha discutido mucho tiempo la originalidad de este incomparable Oficio litúrgico, pues se encuentra en los breviarios cistercienses de los siglos XV, XVI y XVII otro Oficio eucarístico que guarda con aquél numerosas analogías, que autores graves creen anterior al de Santo Tomás.
La opinión hoy más autorizada y la que privará mientras no aparezca algún manuscrito del Oficio cisterciense anterior al siglo XIII o por lo menos al año 1264, es que éste está inspirado en el de Santo Tomás, y no al revés. Y aun cuando así no fuera, nadie podrá nunca dejar de ver y admirar en todos sus textos el poderoso influjo personal del ingenio y de la acendrada piedad de Santo Tomás.
Notables son, entre las piezas del Oficio, los himnos, los cuales, aunque obra de Santo Tomás, tienen bastante reminiscencias de otros del Breviario. De ellos el más conocido para los fieles es el Pange lingua, y sobre todo sus dos últimas estrofas Tantum ergo y Genitore Genitoque.
De las piezas de la Misa, llamamos la atención sobre las cuatro completamente originales de Santo Tomás: las tres oraciones, y la secuencia Lauda Sion.
En la colecta se presenta a la Eucaristía como memorial de la Pasión del Señor (fruto que se refiere al pasado); en la Secreta, como lazo de unión y de pacificación entre los miembros de la Iglesia militante (fruto que corresponde al presente); y en la Comunión, como prenda de los goces del cielo (fruto relativo al futuro).
La Secuencia Lauda Sion es un verdadero poema teológico de la Eucaristía. En forma rítmica y eminentemente popular, expuso Santo Tomás toda la delicada doctrina eucarística, hermanando la claridad con la profundidad, la sencillez con el lirismo.
Por algún tiempo se dudó de la originalidad de esta Secuencia, pero hoy está fuera de disputa que es obra exclusiva de Santo Tomás. En cuanto al metro y combinación de las estrofas, sigue fielmente a la secuencia del célebre poeta medieval Adán de San Víctor Laudes crucis attollamus, en honor de la Santa Cruz, cuya melodía también aplicó el Santo, como lo hizo con todos los demás textos melódicos de la Misa y del Oficio.
5. La Procesión
Ni la Bula de institución de la fiesta (1264), ni la Constitución de Clemente V (1311), ni el Oficio de Santo Tomás, hacen la menor alusión a la Procesión del Corpus, la cual empezó como tantas otras ceremonias, con carácter local en el siglo XIV, y en seguida se implantó en la Iglesia universal. Hoy no hay pueblo ni aldehuela que no la celebre el día del Corpus, o durante la Octava, con visibles transportes de júbilo y con toda la pompa litúrgica de que es capaz.
Aunque, como se ve, la Procesión oficial y litúrgica del Santísimo es relativamente reciente, si bien lo observamos hallamos vestigios de procesiones eucarísticas desde el principio de la Iglesia. Pues, en efecto, procesiones eucarísticas rudimentarias y como en miniatura eran, desde luego, la anual de “presantificados” del Jueves Santo, y en la que el diácono conducía, de la sacristía al altar del Sacrificio, el llamado “fermentum”, al Introito, o el Ofertorio de la Misa.
Procesiones eucarísticas eran también, en realidad, y éstas ya más solemnes, las que en Inglaterra y Normandía tenían lugar el domingo de Ramos, y en Francia el de Pascua, con la Sagrada Reserva, desde el siglo XI.
Los estatutos monásticos, atribuidos a Lanfraneo (†1089), describían minuciosamente el ceremonial que las abadías normandas debían observar en la procesión el día de Ramos. Llevaban la Eucaristía dos sacerdotes en la misma arqueta o torrecilla en que se conservaba, y cubierta con un paño simulando un féretro. Se hacían dos estaciones, una en las puertas de la ciudad y otra, al volver, en la lonja del monasterio; y en ambas se depositaba el Santísimo sobre una mesa tapizada. Con esta procesión se quería celebrar la entrada triunfal de Nuestro Señor en Jerusalén, así como con la de Pascua su victoriosa Resurrección.
Con la Procesión oficial del Corpus quiere la Iglesia reafirmar su fe en la real presencia de Jesucristo en la Eucaristía, contra todas las herejías antiguas y modernas; desagraviarle de las injurias que recibe en el Sacramento del altar; y pasearlo triunfalmente, como Rey y Señor universal, por las calles y plazas de pueblos y ciudades.
Para dar todo el realce posible a esta procesión, quiere la Iglesia que el día del Corpus sólo haya una en cada localidad, y que ésta parta de la iglesia más digna; debiendo asistir a ella todo el clero, las comunidades religiosas de varones no claustrados, aunque exentos, y las asociaciones de seglares. A su vez, y con el mismo fin de revestirla del conveniente aparato exterior ordena el Ritual Romano (Tít. IX, c. V, 1) que se adornen las iglesias y las fachadas de las calles del trayecto con alfombras y tapices e imágenes sagradas; pero evitando toda figura vana o profana y los aderezos no dignos. Han de ir los varones todos descubiertos, por respeto al Santísimo Sacramento, llevando cirios encendidos y cantando los himnos litúrgicos u otros aprobados por la autoridad eclesiástica.
6. La Exposición del Santísimo Sacramento
Así como no hay en la Iglesia más procesión oficial del Santísimo que la del día de Corpus, o en su infraoctava, del mismo modo no existen otras exposiciones oficiales que las correspondientes a esa solemnidad. Todas las demás, muchas en número, son de origen más o menos local y privado, y resultado de costumbres y privilegios particulares.
El origen de la exposición del Santísimo, como tal, es posterior al de la procesión; por más que algún investigador curioso haya descubierto el primer caso, en 1226, en Avignon, en acción de gracias por las victorias de Luis VII sobre los albigenses. A ningún historiador ha sido dado todavía fijar la fecha precisa de la exposición propiamente dicha; ni es fácil dar con ella.
No contentos los fieles con la Fiesta del Corpus, y, más tarde, con la Procesión, desearon contemplar más de asiento la Sagrada Forma, siquiera en la medida que se practicaba con las Reliquias de los Santos el día de su fiesta. Y consiguieron, en primer lugar, que en la Procesión se llevara al Santísimo de manifiesto, pues originariamente iba oculto como hoy en la ceremonia del Jueves Santo; y después, que se le dejara expuesto en el templo todo el resto del día.
Insensiblemente el privilegio se extendió a toda la Octava, y lo que es más, a otras fiestas y solemnidades distintas de la del Santísimo; pero el concilio de Colonia, viendo algún inconveniente en la práctica tan frecuente de la exposición, la hizo privativa de la Fiesta y Octava del Corpus, facultando a los obispos, lo mismo que lo hace hoy el Derecho Canónico (can. 1274), para que, por motivos extraordinarios, la permitiesen en otros casos.
Según el ceremonial, la exposición solemne debe desplegar una pompa excepcional y estar rodeada de tantas y tan delicadas precauciones, que difícilmente se pueden tomar cuando se repiten con tanta frecuencia como en la actualidad.
En vista de esto, para salvar, de una parte, la dignidad del Santísimo, y satisfacer, por otra, la devoción popular, la Iglesia ha creado la exposición privada o con sólo el copón, que se puede hacer por cualquiera causa justa sin licencia del ordinario, en todas las iglesias y oratorios donde se reserva la Eucaristía.
7. La Bendición con el Santísimo Sacramento
Al fin de la Procesión y Exposición de la Fiesta del Corpus, y de todas las procesiones que a imitación de éstas se celebran durante el año en las iglesias, es de práctica dar a la asamblea la Bendición con el Santísimo expuesto en el viril. En tales casos, la bendición es como el saludo de despedida de Jesús Sacramentado antes de volver a recluirse en el Sagrario.
Esta Bendición con el Santísimo es todavía posterior a la Exposición. Primitivamente, ni al final de la Procesión del Corpus ni de la Exposición se bendecía al pueblo con la Custodia, sino que se reservaba el Santísimo en el tabernáculo, en la misma forma que se le reserva en el “monumento” después de la procesión del Jueves Santo. Pero la devoción a la Eucaristía exigió, andando el tiempo, la Bendición de despedida, como anteriormente había exigido la Procesión, y luego la Exposición.
Pero, además de esta Bendición complementaria de las procesiones y exposiciones del Santísimo Sacramento, existe, desde el siglo XVI y está hoy muy en boga, la Bendición que, por contraposición a aquélla, podríamos llamar aislada, y que tiene lugar al fin de un oficio litúrgico, como la Misa, las Vísperas o las Completas; o de un ejercicio piadoso, como una Novena o el rezo del Rosario; o bien como un rito totalmente independiente.
El origen de esta clase de bendiciones lo hallamos en las “salutaciones” o “laudes” en honor de la Santísima Virgen, tan comunes en la Edad Media. En el siglo XIII, en efecto, se introdujo en algunas iglesias la costumbre, que pronto cundió por todo el mundo, de terminar el día con un “saludo” filial a la Santísima Virgen, Madre del pueblo cristiano. Consistía éste en cantar una antífona, que al principio era la Salve, y rezar a la Virgen alguna breve oración. La Salve y el carácter mismo del piadoso ejercicio hicieron que se le designara con el nombre de Saludo. Pronto, el entusiasmo popular lo amenizó con músicas y repiques de campanas, con iluminaciones y adornos que, a la larga, acabaron por exasperar a jansenistas y protestantes.
El saludo a la Madre trajo consigo más tarde el del Hijo, oculto en el Sagrario. Pero así como para este homenaje filial tenían a la vista la imagen de la Virgen, así también desearon tener de manifiesto la Sagrada Forma, como efectivamente lo consiguieron en el Saludo del sábado, en el que se la exponía con gran solemnidad. El ejercicio se terminaba con la Bendición del Santísimo y la Reserva.
Con este nuevo elemento el Saludo se hizo más y más atrayente y popular, y como los siglos XV y XVI en que esto sucedía, eran de decadencia para la Liturgia, no opuso mayor resistencia el clero a que se lo desligase totalmente de las Vísperas y de Completas, al fin de cuyas Horas se acostumbraba a colocarlo, y a que se la independizase completamente de los oficios litúrgicos, para formar ella sola una ceremonia aparte.
En su reducido marco ha conservado el fondo primitivo del “Saludo”, de la “Exposición” y de la “Bendición”; por lo que, según los países, a esta devoción eucarística se la designa indistintamente con alguno de esos nombres.
8. Las XL Horas
Otra nueva modalidad del culto eucarístico, derivación, como todas las precedentes, de la Fiesta del Corpus, aunque históricamente nada tenga que ver con ella, es la Adoración o más propiamente Súplica de las XL Horas, fijada de un modo general en el triduo de Carnaval.
La causa de la institución de las XL Horas, fue —dice el documento oficial— tanto el tributar a Jesucristo un supremo homenaje en el admirable Sacramento, como las gravísimas necesidades de la Iglesia en aquella sazón. Su institutor fue el Papa Clemente VIII, en 1592, circunscribiéndola a la ciudad de Roma.
Clemente XI publicó, en 1705, su memorial instrucción con el ceremonial minucioso y definitivo de la exposición, el cual ha servido de norma para todas las de Roma y también para las de afuera. Todo allí está ordenado para que el acto resulte un magnífico homenaje a Jesús Sacramentado, y una fuente copiosa de bendiciones para el pueblo cristiano.
Esa fue la causa ocasional de la institución de las LX Horas en Roma, pero hasta cristalizarse en esa forma hubo de experimentar esa devoción una muy larga evolución. Es difícil hoy establecer el verdadero origen histórico de esta práctica de velar y adorar durante horas seguidas delante del Santísimo, pero se puede asegurar casi con toda certeza que nació esta devoción de la costumbre muy antigua de orar ante el Santo Sepulcro, desde la tarde del Viernes Santo hasta la mañana del Domingo de Pascua, para venerar las cuarenta horas memorables que pasó en él el Cuerpo de Jesús.
La institución de las XL Horas por el Papa Clemente VIII es el punto final de una larga y accidentada evolución de esta devoción. Ya sesenta años antes que en Roma se introdujera, existía en Milán en toda forma. Pero el origen, por lo menos el origen remoto de este nuevo rito, hay que buscarlo, no en Roma ni en Milán, sino en Jerusalén, en los primeros siglos de la Iglesia.
Sabemos por la monja peregrina Etheria, que la tarde y la noche del Viernes Santo y todo el Sábado, era un continuo desfilar de los fieles al santo Sepulcro y a la Capilla de la Cruz, para acompañar al Señor en las horas de su sepultura.
Al pasar de Jerusalén a otras regiones la Adoración de la Cruz, se transmitió juntamente la costumbre de velarla durante esas horas preciosas, colocándola, para mayor semejanza, en una especie de sepulcro o catafalco, que cada vez fue asumiendo formas más suntuosas y atrajo mayor afluencia de fieles adoradores.
En el siglo IX, San Dunstano, obispo de Cantorbery, ordenaba que, de ser numerosa la concurrencia, no faltase de día ni de noche el canto de los salmos en torno de la Cruz; que es lo mismo que indicaba en el siglo XII Juan Beleth en su Rational, con la diferencia muy sugestiva de que éste no habla ya solamente de la Cruz sino del Crucifijo, con el que el sepulcro imitativo asume así más visos de realidad.
En el siglo XIII, empero, se da un paso más adelante, se llega a sepultar juntamente con la Cruz el Cuerpo eucarístico del Señor, reservado el día anterior, envolviéndolo en corporales y lienzos blancos, incensándolos, y hasta cantándoles responsos exequiales.
Por fin en el siglo XV, comenzó a colocarse en el monumento solamente la Eucaristía, que es la práctica que ha prevalecido y llegado hasta nosotros, y que, según el sentir de la Iglesia, tanto es representación de la institución del Sacramento como de la sepultura del Señor.
Hasta el siglo XIV, el velar y orar de las Cuarenta Horas ante el Monumento o Sepultura del Señor era exclusivo de la Semana Santa, como que sólo en ella tenía su verdadera razón de ser; pero en adelante se empezó a sacar a ese rito figurativo de su propio marco y a colocarlo en otras épocas y fiestas distintas del año, con carácter de súplica y expiación, con lo que perdió su significado primitivo.
Como se ve, pues, tras larga evolución, el rito original ha quedado reducido a las visitas y adoración del monumento del Jueves Santo; pero en cambio, al desprenderse de él las XL Horas, éstas entraron en un período de espléndida floración. No estando sujetas a días ni a tiempos, y revistiendo el doble aspecto expiatorio y suplicatorio, en cualquiera circunstancia calamitosa, y con mayor razón, como era natural en los excesos públicos de Carnaval, se recurrió a esa consoladora devoción.
9. Otras formas del culto eucarístico
El Papa Pío XII, en la Encíclica Mediator Dei, dedica todo el párrafo IV de la 2ª parte a la Adoración de la Eucaristía, en distintas formas, desde la que practica el celebrante en la Misa con genuflexiones, reverencias y otros homenajes prescritos por las rúbricas, hasta las visitas diarias a los Sagrarios, las Bendiciones con el Santísimo Sacramento, las Procesiones por campos y ciudades, especialmente con ocasión de los congresos eucarísticos, y las Adoraciones del augusto Sacramento públicamente expuesto.
Este especial culto de adoración a la Eucaristía se funda como enseña el concilio de Trento, en que en ella “se contiene verdadera, real y substancialmente el Cuerpo y la Sangre, juntamente con el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo”, a quien, por lo tanto, se ha de adorar escondido bajo los velos eucarísticos, pedirle los bienes sobrenaturales y terrenos de que siempre tenemos necesidad, manifestarle la fe viva en su real presencia, proclamar nuestro íntimo reconocimiento y gozar de su íntima familiaridad.
La Iglesia no sólo ha aprobado estos piadosos ejercicios de Adoración, “sino que los ha hecho suyos, los ha confirmado con su autoridad y los propagó por doquier en el transcurso de los siglos. Ellos surgen del espíritu mismo de la Sagrada Liturgia, y siempre que sean realizados con el decoro, la fe y la devoción exigidos por los sagrados ritos y prescripciones de la Iglesia, ciertamente contribuyen en gran modo a vivir la vida litúrgica”.
Estas adoraciones unas veces son breves e individuales, otras largas y colectivas; unas de una hora, otras de varias y hasta de cuarenta; unas de todo un año, entre varias iglesias de una misma ciudad, y otras por institutos religiosos fundados ad hoc. Y el Cristo eucarístico allí adorado advierte vigilante Pío XII—, es el mismo Cristo histórico nacido de María y muerto en la Cruz y ascendido al Cielo, al cual, de estas diversas formas, los fieles adoran como a único Dios y Señor.
10. La Sagrada Reserva y la Bendición Eucarística
Los sagrados cánones mandan que la Sagrada Eucaristía se guarde obligatoriamente, si hay quien cuide de ella y un sacerdote celebre en ese lugar, por lo menos una vez a la semana, en las catedrales y templos principales y que pueda guardarse, con la debida licencia y cautelas, en otras iglesias y oratorios de menos importancia; que se conserve en el lugar más noble y más digno del templo, y, por ende, regularmente en el altar mayor, el cual, por lo mismo debe estar más adornado y mover más a devoción a los fieles. Debe reservarse en el Tabernáculo, en el centro del altar, y no haber dentro de él más que el Santísimo, y guardarse la llave con sumo cuidado en lugar seguro y por manos autorizadas, y es obligatorio que por lo menos una lámpara de aceite arda en su presencia, y que la iglesia esté abierta diariamente por varias horas.
Durante los dos primeros siglos, nada dice la tradición acerca de la Reserva. No existe, en realidad, documentación; ningún motivo ni símbolo eucarístico de los sarcófagos hace alusión a ella. En las Catacumbas abundan los símbolos, pero todos se refieren al Sacrificio eucarístico, lo mismo que los textos.
Pasado el siglo II, empiezan a aparecer algunos vestigios de Reserva, a domicilio, por razón de los enfermos y para los momentos peligrosos de persecución. En el siglo V se hallan ya indicaciones precisas acerca del lugar de la Reserva. En el VI, por fin un concilio de Macon habla de un “Sacrarium” para la Reserva eucarística; y en el siglo X, no antes, se ven ya con claridad indicios de una devoción al Satísimo Sacramento, y aparecen las columbas o “palomas eucarísticas”. La reacción contra la herejía de Berengario influye después en el desarrollo de la devoción a la Santa Reserva, y, a partir del siglo XII, brotan muchas prácticas eucarísticas nuevas.
La razón de ser de esta Reserva eucarística en nuestros Sagrarios es, primeramente, asegurar noche y día y por siempre la Comunión por Viático de los enfermos, y en segundo lugar hacer que sea efectiva corporalmente la promesa de Nuestro Señor: “Yo estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos”.
Este privilegio tan especial obliga a los cristianos a asistir —como exhortan los sagrados cánones— a Misa no sólo los domingos y días de precepto, sino frecuentemente entre semana, y a visitar con asiduidad el Tabernáculo, donde está esperando el Divino Huésped celestial.
El Papa Pío XII muestra una simpatía especial por la práctica tan difundida de la Bendición eucarística como broche de oro de ciertos ejercicios piadosos del pueblo cristiano y lluvia de dones celestiales.
Nada mejor, en efecto, puede darse que esta bendición del mismo Cristo, vivo y verdadero, por ministerio del sacerdote, sobre el pueblo cristiano, que espera profundamente inclinado las lluvias del rocío celestial.