SOLEMNIDAD DEL CORPUS CHRISTI
En aquel tiempo dijo Jesús a las turbas de los judíos: El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él. Del mismo modo que me envió el Padre que vive, y yo vivo por mi Padre, así, el que me coma a mí, vivirá por mí. Este es el Pan que descendió del cielo. No es como el maná que comieron vuestros padres, los cuales murieron después; el que coma este Pan, vivirá eternamente.
Celebramos este Jueves, uno de los tres que resplandecen más que el sol, la Fiesta del Corpus Christi.
Enseña Santo Tomás, tal como lo refiere el Santo Breviario:
Conviene a la devoción de los fieles celebrar solemnemente la institución de un Sacramento tan saludable y admirable, a fin de venerar el modo inefable de la presencia divina bajo un Sacramento visible, para alabar el poder de Dios, que tantas maravillas obra en un mismo Sacramento, y también a fin de tributar a Dios, por un beneficio tan saludable y tan suave, las acciones de gracias que le son debidas. Pero, si bien en el día de la Cena, en el que, como es sabido, fue instituido este Sacramento, se hace una mención especial de su institución en la Misa, todo el resto del Oficio del mismo día se refiere a la Pasión de Jesucristo, en cuya veneración se ocupa entonces la Iglesia. Por consiguiente, a fin de que el pueblo fiel honrase la institución de tan gran Sacramento mediante todo el Oficio de un día solemne, el Pontífice romano Urbano IV, penetrado de devoción por este Sacramento, piadosamente ordenó que el primer jueves después de la Octava de Pentecostés celebrasen todos los fieles la memoria de esta institución de que hemos hablado, ofreciendo así a los que recibimos para nuestra salvación este Sacramento durante todo el curso del año, el medio de honrar especialmente su institución en el tiempo mismo en que el Espíritu Santo, iluminando el corazón de los fieles, les da pleno conocimiento de él.
Ya no se trata, pues, de homenajear a la Santísima Madre de Dios, a los Ángeles o a los Santos, sino al mismo Hijo de Dios… ¡Jesucristo en medio de nosotros! Con su divinidad y su humanidad toda entera, con su Cuerpo, con su Sangre y con su Alma.
El Hijo de Dios se ha hecho nuestra oblación al Padre, nuestro Supremo Pontífice, nuestro alimento, nuestro asiduo huésped en el silencioso retiro del Sagrario.
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En la Epístola de la Fiesta, San Pablo nos instruye sobre la Institución de la Santísima Eucaristía, prometida un año antes en la sinagoga de Cafarnaúm:
Hermanos: yo recibí del mismo Señor lo que os he enseñado, o sea, que el Señor Jesús, en la noche en que fue entregado, tomó el pan y, dando gracias, lo partió y dijo: Tomad y comed; esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros. Haced esto en memoria mía. Después de cenar, tomó igualmente el cáliz, diciendo: Este cáliz es la Nueva Alianza en mi sangre. Haced esto en memoria mía cuantas veces lo bebáis. Según esto, siempre que comáis este pan y bebáis este cáliz, anunciaréis la muerte del Señor, hasta que Él venga. Por consiguiente, todo el que comiere este pan y bebiere este cáliz indignamente, será reo del cuerpo y de la sangre del Señor. Examínese, pues, a sí mismo el hombre y, sólo así, coma de este pan y beba de este cáliz. Porque, el que coma del pan y beba del cáliz indignamente, comerá y beberá su propia condenación, por no distinguir el cuerpo del Señor.
San Juan nos relata en su Evangelio que, acabado Jesús de alimentar milagrosamente a la enorme muchedumbre de gente que le seguía a través del desierto hasta la otra orilla del lago de Genesareth, durante la noche retornó a los suyos, caminando sobre las aguas.
Al día siguiente la turba se reunió nuevamente en torno suyo. Esperaban ser alimentados con un nuevo pan milagroso. Y Jesús les habla en la Sinagoga de Cafarnaúm:
Mi carne es verdaderamente comida, y mi sangre es verdaderamente bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él. Del mismo modo que me envió el Padre que vive, y yo vivo por mi Padre, así, el que me coma a mí, vivirá por mí. Este es el Pan que descendió del cielo. No es como el maná que comieron vuestros padres, los cuales murieron después; el que coma este Pan, vivirá eternamente.
El Señor nos prometió y nos dio la Santa Eucaristía. Lo que poseemos y adoramos sobre el altar, no son pan y vino; son el verdadero Cuerpo y la verdadera Sangre del Señor. Es el mismo Señor, glorioso, con la plenitud de su divinidad y de su humanidad.
Él mismo es quien está y vive con nosotros en el Santísimo Sacramento. No está sólo simbólicamente. Está y vive en medio de nosotros Él mismo en persona, el mismo Cristo que concibió y dio a luz la Virgen María, el mismo que murió por nosotros en la Cruz y que resucitó triunfante de entre los muertos, el mismo que está sentado glorioso a la diestra del Padre.
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¡Dios con nosotros!
De un modo visible se apareció el Señor al primer hombre en el Paraíso. De un modo visible se apareció también a Moisés en la zarza, ardiente. Y al pueblo escogido se le apareció en la nube y en la columna de fuego, a través del desierto; y sobre el Arca de la Alianza, bajo el símbolo de una nube.
El Hijo de Dios vuelve a presentarse de un nuevo modo visible en su Encarnación, hecho Dios y hombre en una sola persona, nacido de la Virgen María. El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros.
Y habita entre nosotros, de un modo continuo y estable, permaneciendo presente en el Santísimo Sacramento. Permanece con nosotros en el milagro de su Amor…
Dios con nosotros, el Emmanuel de la Santa Eucaristía. Creamos en este estado de amor de nuestro Dios. Démosle gracias por ello. Considerémonos felices de poder poseer la Sagrada Eucaristía. Renovemos hoy nuestra fe en la presencia del Señor en el Santísimo Sacramento. Renovemos nuestra confianza, nuestro amor y nuestra sumisión a Él.
Hermosamente canta el teólogo y poeta Santo Tomás en uno de sus himnos:
Al nacer se nos dio como compañero; en la cena como alimento; al morir como precio; y en su reino como premio.
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Oh Dios, que, bajo el velo de este admirable Sacramento, nos has dejado la memoria de tu Pasión, dice la Oración Colecta. El Santo Sacrificio y el Santísimo Sacramento del Altar son el memorial de la Pasión del Señor.
La Sagrada Eucaristía presupone la Pasión y Muerte de Jesús: Este es mi cuerpo, que será entregado por vosotros. Esta es mi sangre, que será derramada por vosotros…
La Santa Eucaristía es el fruto de la Pasión y Muerte de Cristo. La Santa Misa es la representación incruenta del Sacrificio cruento de la Cruz; es el hacer presente nuevamente la Pasión y Muerte del Redentor.
Dice Santo Tomás en el Adoro Te devote:
¡Oh memorial de la muerte del Señor! Pan vivo que das vida al hombre: concede a mi alma que de Ti viva.
Todo esto es lo que debemos ver, con los ojos de la fe, en la Sagrada Hostia.
El Sacrificio de la Santa Misa es una viva copia, una reproducción sacramental de la Muerte de Cristo en la Cruz. La separación de su Cuerpo y de su Alma se halla representada, hecha nuevamente presente, de un modo visible en la separación de su Cuerpo y de su Sangre por las palabras de la Consagración.
Cristo, resucitado de entre los muertos, ya no puede volver a padecer y a morir. Sobre el Altar aparece como Señor glorioso. Esto no obstante, en la Misa, en la Santa Consagración, ante nuestros ojos se renueva incruentamente, sacramentalmente, su muerte cruenta.
Concisa, pero profundamente, enseña Pío XII:
Idéntica es la Víctima, es a saber, el Redentor Divino, según su naturaleza humana y en la verdad de su Cuerpo y su Sangre. Es diferente, en cambio, el modo como Cristo se ofrece. En efecto, en la Cruz, Él se ofreció a Dios totalmente, con todos sus sufrimientos; pero esta inmolación de la Víctima fue llevada a cabo por medio de una muerte cruenta, voluntariamente padecida. En cambio, sobre el Altar, a causa del estado glorioso de su naturaleza humana la muerte no tendrá ya dominio sobre Él, y por eso la efusión de la Sangre es imposible. Con todo, la divina sabiduría halló un medio admirable para hacer manifiesto el Sacrificio de nuestro Redentor con señales exteriores, que son símbolos de muerte, ya que, gracias a la Transubstanciación del pan en el Cuerpo y del vino en la Sangre de Cristo, así como está realmente presente su Cuerpo, también lo está su Sangre; y las especies eucarísticas, bajo las cuales se halla presente, simbolizan la cruenta separación del Cuerpo y de la Sangre. De este modo la memorial demostración de su muerte que realmente sucedió en el Calvario se repite en cada uno de los Sacrificios del Altar, ya que la separación de los símbolos índica que Jesucristo está en estado de Víctima.
Sobre el altar aparece, pues, personalmente entre nosotros el mismo Cristo que se inmoló por nosotros en la Cruz. Aparece con los mismos sentimientos, con el mismo acto interior de inmolación que constituyó el alma del Sacrificio cruento de la Cruz y que constituye igualmente la verdadera alma del Sacrificio incruento del Altar.
Del mismo modo que entonces con su muerte cruenta en la Cruz, o sea, con la violenta separación de su Cuerpo y de su Sangre, manifestó a todos en forma visible su profunda y total inmolación, su absoluta y amorosa entrega al Padre y su infinito amor hacia nosotros; así ahora, en el Sacrificio de la Misa, vuelve a renovar cada día, en forma visible, el mismo sentimiento profundo, la misma convicción, el mismo e ininterrumpido acto de sacrificio, de inmolación, por medio de la sacramental separación de su Cuerpo y de su Sangre, bajo las especies del pan y del vino.
La Santa Misa es, pues, una renovación visible, sacramental, de la Pasión y Muerte de Jesús. Todos los días debemos contemplar en esta acción sagrada lo que le costó a Cristo redimirnos.
La Santa Misa no es, pues, una imagen vacía, una reproducción mecánica e inerte de la Pasión del Señor. Aquí, como allí, dominan unos mismos elementos substanciales: Cristo, Dios verdadero, con su Cuerpo, su Sangre, su Alma, la misma amorosa aceptación del sacrificio de sí mismo, el mismo acto, permanente, ininterrumpido, de autoinmolación.
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La Santa Misa constituye el centro de la piedad cristiana. Pero la Santa Misa nos remite al cruento Sacrificio de la Cruz. Por lo tanto, la participación en el Sacrificio del Altar debe crear en nosotros, forzosa y naturalmente, una más profunda inteligencia de la vida de sacrificio de Jesús; debe hacernos ver que la vocación del cristiano consiste en hacerse un mismo sacrificio con Cristo, en llevar una vida de sacrificio.
La participación en el Sacrificio de la Misa debe engendrar en nosotros la convicción de que el sacrificio constituye la raíz, el corazón y el coronamiento de toda vida grande, noble, verdaderamente cristiana.
Aquí es donde debemos venir a proveernos de luz, de entusiasmo, de fuerza y de coraje para el sacrificio.
Nuestra participación en la Santa Misa será siempre infructuosa e incompleta, mientras no produzca en nosotros un alegre y generoso olvido de nosotros mismos, un perfecto espíritu de renuncia y de abnegación; mientras no nos fortalezca y no nos impulse a una vida de viril y continuo sacrificio por amor de Dios y de su Hijo Jesucristo.
La Sagrada Eucaristía es, por parte del Señor, el Sacramento de la donación y de la entrega absolutas. ¿Será por parte nuestra otra cosa distinta? ¿No debe ser el alma de nuestra vida? ¿Qué hemos de ser, sino una hostia pequeña, insignificante, pero entregada totalmente a Cristo, saturada de su mismo espíritu de sacrificio, convertida con Él en una sola e idéntica oblación al Padre?
Un alma eucarística es, forzosamente, un alma que se consume en holocausto de Dios y de Jesucristo.
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Santificado sea tu Nombre. He aquí el acto fundamental de la religión, de la piedad cristiana, lo único verdaderamente importante en nuestra vida.
Santificar el nombre de Dios, glorificar a Dios, reconocerlo por Señor y servirle como Él se merece…, he aquí lo esencial.
Pero, ¿quién podrá glorificarle como Él se merece? Solamente un ser: el Hijo de Dios humanado, Nuestro Señor Jesucristo.
Sólo en Jesús, con Jesús y por Jesús podremos santificar nosotros el Nombre de Dios. Sólo en Él, con Él y por Él podremos glorificar al Padre de una manera digna.
Por eso, el acto más grande y fundamental de nuestra santa religión, de nuestra piedad, consiste en ofrecer, en presentar al Padre la Persona y los méritos de Nuestro Señor Jesucristo.
Consiste en ofrecerle nuestro sacrificio, en sacrificarle a Jesús. Pero, al ofrecerle a Cristo, debemos ofrecernos y sacrificarnos también nosotros mismos, unidos a Él con la más íntima y estrecha comunidad de sentimientos y de sacrificio.
En la Santa Misa ofrecemos a Jesús. Todo lo que nosotros hagamos de nosotros mismos, todo cuanto queramos ofrecer a Dios por nosotros solos, será ante Él tan poquita cosa, tan nada como nosotros mismos.
Y, sin embargo, estamos obligados a dar a Dios una gloria infinita, una gloria digna de Él. ¿Cómo, pues, podremos cumplir este deber? Per Ipsum, et cum Ipso, et in Ipso… Por Él, y con Él, y en Él es a Ti, Padre omnipotente, en unión con el Espíritu Santo, todo honor y toda gloria.
En la Santa Misa podemos ofrecer al Padre la Persona de Jesús. Dios no nos dio a su Hijo para que lo retuviéramos egoístamente entre nosotros, sino para que se lo devolviéramos en la Santa Misa como oblación nuestra.
En el Sacrificio del Altar tomamos a Jesús, inmolado, hecho nuestra santa ofrenda; tomamos el Corazón de Cristo, su Cuerpo, su Alma santísima, su preciosísima Sangre, sus méritos infinitos, su adoración y acatamiento al Padre, su amor y todo lo que Él encierra en sí mismo de santo y de agradable a Dios, y se lo presentamos, se lo ofrecemos al Padre, para cumplir con el deber que por nosotros solos no hubiéramos podido cumplir jamás:
– el deber de glorificar a Dios de un modo plenamente digno de Él;
– el deber de alabar, de dar gracias y de rendir a Dios el acatamiento y la adoración que Él se merece;
– el deber de ofrecerle una completa satisfacción por todos nuestros pecados y por los pecados de toda la humanidad.
Suscipe, Sancte Pater… Recibe, Padre Santo, esta oblación pura, santa, inmaculada….