DOMINGO INFRAOCTAVA DE LA ASCENSIÓN
Cuando venga el Intercesor, que os enviaré desde el Padre, el Espíritu de verdad, que procede del Padre, Él dará testimonio de Mí. Y vosotros también daréis testimonio, pues desde el principio estáis conmigo. Os he dicho esto para que no os escandalicéis. Os excluirán de las sinagogas; y aun vendrá tiempo en que cualquiera que os quite la vida, creerá hacer un obsequio a Dios. Y os harán esto porque no han conocido al Padre, ni a Mí. Os he dicho esto para que, cuando el tiempo venga, os acordéis de que Yo os lo había dicho.
Una vez más, el Evangelio de este Domingo, Infraoctava de la Ascensión, está tomado del hermoso Discurso después de la Última Cena.
El Salvador predijo allí claramente tres cosas a sus discípulos:
1ª) El envío del Espíritu Santo.
2ª) Los efectos de su venida:
a) Enseñará toda la verdad, tanto para sí mismos como para el mundo que deben evangelizar.
b) Será su Consolador, el Paráclito, y su apoyo y sostén en las pruebas y persecuciones a las que serán sometidos intentando obstaculizar su apostolado.
c) Dará testimonio de Nuestro Señor, para convertir los corazones.
d) Estará con ellos, y es a través de Él que también ellos darán testimonio de su divino Maestro por su predicación y por sus milagros, por la santidad y el generoso sacrificio de sus vidas.
Este último anuncio, Jesús lo reiterará al dejarlos, antes de subir al Cielo.
3ª) La inexcusable ceguera y endurecimiento de los judíos y gentiles que, sordos a tantos argumentos divinos, en su exaltado fanatismo, perseguirán e incluso irán hasta dar muerte a estos heraldos de Jesús, imaginando poder sofocar su voz.
¡Qué temas de meditaciones y reflexiones, preciosas y saludable, para nosotros, discípulos de los últimos tiempos!
No pudiendo abarcar todos, nos detendremos solamente en algunos puntos.
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¿Cómo dio testimonio de Jesucristo el Espíritu Santo?
— iluminando, fortaleciendo y transformando a los Apóstoles, y comunicándoles el don de lenguas, profecías y milagros;
— haciendo notorio, por medio de ellos en toda la tierra, que Jesús es el verdadero Mesías, el mismo Hijo de Dios, descendido del cielo y hecho hombre para salvar a toda la humanidad;
— iluminando y tocando los corazones, para que los hombres crean en Él, lo adoren y amen como su Salvador y su Dios.
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Y los Apóstoles, ¿cómo dieron, a su vez, testimonio de Jesucristo?
Después de haber dicho a sus Apóstoles en el Cenáculo que el Espíritu Santo sería enviado a la tierra para dar testimonio de Él, Nuestro Señor añadió: Y vosotros también me daréis testimonio, porque estás conmigo desde el principio…
El mismo día de su Ascensión, en el Monte de los Olivos, les repitió: Seréis mis testigos en Jerusalén, en toda la Judea y Samaria, y hasta los extremos de la tierra…
Los Apóstoles, en cierto modo ya habían dado testimonio de Nuestro Señor, creyendo en Él, dejándolo todo por seguirlo y adherirse a Él, y vivir con Él durante tres años… Puesto que de este modo confesaron y reconocieron públicamente su excelencia, su autoridad, su misión.
San Pedro, en particular, había emitido tres veces su profesión de fe de manera explícita: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”… “Señor, ¿a quién iremos? Tú solo tienes palabras de vida eterna”… “Nosotros hemos creído y conocido que Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios”…
Sin embargo, ¡cuán débiles e imperfectos eran todavía! Eran pruebas demasiado manifiestas de esto sus pequeñas disputas por la preeminencia, hasta en la Última Cena y el día mismo de la Ascensión; y especialmente los acontecimientos de la noche de la Pasión y del Viernes Santo…
Pero pronto serían llenos del Espíritu Santo, iluminados, fortificados y transformados por su virtud; serían entonces testigos fieles e intrépidos, como Jesús los quiso; capaces de glorificar a su divino Maestro ante todos los hombres, antes reyes y potentados, hasta los confines del mundo…
Ellos no fallaron en esta sagrada misión y testificaron la divinidad de su Maestro, no sólo por su palabra y sus escritos, su predicación y sus milagros, sino todavía por su generosidad en sufrir y derramar su sangre por su Señor y Rey. Fueron testigos, es decir, mártires…
Consideremos cómo han dado un testimonio fiel y glorioso de Jesucristo, es decir, cómo lo confesaron.
Primero por su celo en predicarlo, anunciarlo a todas las naciones del mundo, y comunicar a todos el precioso tesoro de verdades que Dios les había confiado a ellos mismos y para todos; el depósito de la fe apostólica, que debían conservar, proteger y transmitir, incluso al precio de su vida.
Ahora bien, este mandato lo cumplieron admirablemente. Ellos, tan tímidos días antes, y que tan vergonzosamente habían abandonado a Jesús…, salen todos a confesarlo enérgicamente ante toda Jerusalén, ante los Príncipes de los sacerdotes, en concilios y en sinagogas, ante los emperadores y los reyes de la tierra…
Y, a la voz de estos doce hombres, ayer aún desconocidos y objeto de desprecio, ahora miles de hombres se convierten y adoran a Jesús crucificado…
En segundo lugar, dieron testimonio por los milagros operados. San Pedro, después de curar al paralítico que pedía limosna, dijo al pueblo maravillado: Sabed que no es por mi poder, sino por el de Jesús, que este hombre es sanado, y sabed que no hay otro nombre sino el suyo, al que debéis recurrir para ser salvados.
También por su vida santa; puesto que reprodujeron en ellos la vida y las virtudes de su divino Maestro
Finalmente, por su generosidad en sufrir toda clase de persecuciones, de tormentos, y hasta la muerte por amor a Jesucristo.
Por lo tanto, todos dieron a su divino Maestro el supremo testimonio de la sangre, para confirmar lo que habían predicado acerca de su doctrina y de su divinidad. Para la gloria de Jesús, fueron fuertes en la guerra, lucharon contra la serpiente antigua, y recibieron la recompensa eterna.
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Consideremos, ahora, cómo también nosotros podemos y debemos rendir testimonio de Jesucristo.
Es evidente que sólo de lejos podemos marchar siguiendo las huellas de los Apóstoles; seguirlos desde cerca, sólo se da a unos pocos privilegiados. Sin embargo, todo cristiano puede y debe hacer algo para confesar y glorificar a Jesucristo.
Todos los fieles redimidos al precio de la Sangre de Nuestro Señor, consagrados por el Bautismo, marcados luego por la Confirmación con el sello del Espíritu Santo, y convertidos así en soldados de Cristo, están llamados a dar testimonio de Jesucristo; como los Apóstoles, es decir confesarlo ante los hombres, si no por su predicación y por su sangre, al menos por la santidad de su vida, por sus virtudes y por toda clase de buenas obras.
Muchos no comprenden este gran deber y, lejos de rendir testimonio de Cristo, más bien dan motivo a los paganos para blasfemar y desacreditar nuestra divina Religión, en lugar de estimularlos a abrazarla.
¿Cómo, entonces, daremos testimonio, cualquiera sea nuestra condición?
Primero por la santidad de nuestra alma; es decir, por nuestra docilidad para escuchar su palabra y sus divinas enseñanzas.
Por nuestra fidelidad en el cumplimiento de sus mínimos preceptos.
Por nuestra buena voluntad en seguir sus pasos, en imitarlo en todo lo que podamos y en practicar las virtudes cristianas, que nos recomendó y de la cuales nos dio el ejemplo.
En segundo lugar, por la valentía de triunfar sobre el odioso respeto humano, no temiendo mostrar en todas partes, a todos y en todo que somos discípulos de Jesucristo; así como en hacer consistir nuestra gloria en nuestra noble calidad de cristianos, mucho más que en cualquier otra condición.
¡Nobleza obliga! Por eso, nuestro deber es practicar abiertamente la religión, recordando las palabras de Nuestro Señor: “El que me habrá confesado delante de los hombres, yo lo confesaré, a mi vez, delante de mi Padre”.
¡Vergüenza para esos cristianos cobardes!, que por miedo o interés propio se sonrojan de su fe.
Seguidamente, por nuestro celo en procurar la gloria de Dios a través de todos los medios a nuestro alcance, para hacer conocer y amar a Jesucristo a nuestro alrededor.
Finalmente, por nuestra generosidad en sufrir algo por el nombre y por el amor de Jesucristo, como las burlas, los insultos, la persecución de los hombres a causa de nuestra calidad de cristianos.
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Ahora bien, este testimonio tendrá que ser dado en medio de situaciones muy particulares…
Por eso Nuestro Señor nos ha advertido: Os he dicho esto para que no os escandalicéis. Os excluirán de las sinagogas; y aun vendrá tiempo en que cualquiera que os quite la vida, creerá hacer un obsequio a Dios.
Un hombre se indigna cuando enfrenta a la oportunidad de ruina espiritual, es decir, de caída, de pecado, por lo que se dice o se hace delante de él.
Pero el odio de los hombres, la persecución, el tormento y la muerte infligidos a los discípulos de Jesucristo, las victorias de los malos y los impíos sobre los justos y los amigos de Dios, la aparente inutilidad de la Redención para tantos, la falsificación de la verdad por los herejes, etc., ¡cuántas causas capaces de escandalizar a los Apóstoles y a todos los discípulos a lo largo de la historia, si todo esto no hubiese sido advertido de antemano!
De tan violenta oposición y de tantos males, ¿no habrían concluido que Dios no los protegió, que Nuestro Señor no tiene el poder de librarlos y que, por lo tanto, no es realmente Dios?
Por eso este buen Maestro les anuncia, antes de los eventos, esos estallidos de furia y de persecución que se desencadenarán sobre ellos y sobre sus sucesores; y de este modo los prepara para el sufrimiento y para las pruebas.
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¿Qué persecuciones predijo Nuestro Señor a sus Apóstoles y a sus discípulos de todos los tiempos, especialmente de los últimos?
El Salvador, hablando a sus Apóstoles de las persecuciones que les esperan, les señala dos tipos de sufrimientos principales, entre otros que tendrán que soportar: la excomunión y la muerte.
Primero la excomunión: Os expulsarán de las sinagogas.
Será la separación de la sociedad religiosa: pena muy infamante entre los judíos, así como en la Iglesia.
Ser expulsado de la sinagoga equivalía a una especie de destierro, que ponía al condenado entre los incircuncisos y los gentiles.
La muerte, luego. La separación de la misma vida.
Pronto, les dijo el Salvador, seréis tan odiados por los hombres por causa mía, que todos, judíos y gentiles, os entregarán a la muerte.
Y los creyentes de todas las épocas han hecho así un sacrificio aceptable a Dios.
Judíos y paganos, creyendo hacer un homenaje a Dios, han condenado a muerte a los católicos.
Sin embargo, su ignorancia, lejos de ser una excusa para ellos, sólo agravó su delito, ya que él provenía y procede de una orgullosa resistencia a la luz y a las gracias del Espíritu Santo, de un diabólico endurecimiento y un rechazo de la verdad conocida.
Las persecuciones contra los discípulos de Jesucristo nunca han cesado; hubo en todos los tiempos y en todos los pueblos, y siempre bajo el mismo pretexto más o menos disfrazado: se perseguirá a los cristianos como a enemigos peligrosos.
Pero también los mártires siempre dieron a los perseguidores la respuesta del mismo divino Maestro: la verdadera causa de vuestro furor contra nosotros y de nuestra sentencia de muerte es el miedo y el odio que tenéis a la Verdad: “Tratáis de matarme a mí, hombre que os he dicho la verdad que aprendí de Dios”.
La sangre de los mártires nunca ha dejado de correr, de ser testimonio de la divinidad de Cristo; pero, al mismo tiempo, de la poderosa vitalidad de su Iglesia.
En ausencia de persecuciones sangrientas, los enemigos planearon contra los católicos leyes inicuas, confiscaciones, prisiones y mil vejaciones refinadas. Y hoy, de nuevo, Satanás furioso desata por doquier la tempestad contra los fieles servidores de Jesucristo.
Seamos quienes seamos, y por muy feroz que sea la persecución despertada por el infierno, recordemos, para nuestro consuelo y ánimo, que Nuestro Señor, no sólo nos había advertido todos estos combates, sino también felicitado de antemano a los que serían así perseguidos: “Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia… Dichosos seréis cuando los hombres, por mi causa, os maldijeren y os persiguieren, y dijeren con mentira toda suerte de mal contra vosotros. Alegraos entonces y regocijaos, porque es muy grande la recompensa que os aguarda en los cielos. Del mismo modo persiguieron a los profetas que ha habido antes de vosotros”.
Asegurémonos también nosotros la asistencia y las gracias del Espíritu Santo, que nunca faltarán.
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Como conclusión, consideremos atentamente la magnífica página escrita por San Pablo, en su Carta a los Hebreos, ella proporciona mucha confianza y ánimo:
“Por la fe, Abel ofreció a Dios un sacrificio más excelente que Caín, a causa del cual fue declarado justo, dando Dios testimonio a sus ofrendas; y por medio de ellas habla aun después de muerto.
Por la fe, Enoc fue trasladado para que no viese la muerte, y no fue hallado porque Dios le trasladó; pues antes de su traslación recibió el testimonio de que agradaba a Dios.
Por la fe, Noé, recibiendo revelación de las cosas que aún no se veían, hizo con piadoso temor un arca para la salvación de su casa; y por esa misma fe condenó al mundo y vino a ser heredero de la justicia según la fe.
Llamado por la fe, Abrahán obedeció para partirse a un lugar que había de recibir en herencia, y salió sin saber adónde iba. Por la fe habitó en la tierra de la promesa como en tierra extraña, morando en tiendas de campaña con Isaac y Jacob, coherederos de la misma promesa, porque esperaba aquella ciudad de fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios.
Por la fe, también la misma Sara, a pesar de haber pasado ya la edad propicia, recibió vigor para fundar una descendencia, porque tuvo por fiel a Aquel que había hecho la promesa. Por lo cual fueron engendrados de uno solo, y ése ya amortecido, hijos “como las estrellas del cielo en multitud y como las arenas que hay en la orilla del mar”.
En la fe murieron todos éstos sin recibir las cosas prometidas, pero las vieron y las saludaron de lejos, confesando que eran extranjeros y peregrinos sobre la tierra. Porque los que así hablan dan a entender que van buscando una patria. Que si se acordaran de aquella de donde salieron, habrían tenido oportunidad para volverse. Mas ahora anhelan otra mejor, es decir, la celestial. Por esto Dios no se avergüenza de ellos para llamarse su Dios, como que les tenía preparada una ciudad.
Por la fe, Abrahán, al ser probado, ofreció a Isaac. El que había recibido las promesas ofrecía a su unigénito, respecto del cual se había dicho: “En Isaac será llamada tu descendencia.” Pensaba él que aun de entre los muertos podía Dios resucitarlo, de donde realmente lo recobró como figura.
Por la fe, Isaac dio a Jacob y a Esaú bendiciones de cosas venideras.
Por la fe Jacob, a punto de morir, bendijo a cada uno de los hijos de José, y adoró apoyado sobre la extremidad de su báculo.
Por la fe, José, moribundo, se acordó del éxodo de los hijos de Israel, y dio orden respecto de sus huesos.
Por la fe Moisés, recién nacido, fue escondido tres meses por sus padres, pues vieron al niño tan hermoso, y no temieron la orden del rey. Por la fe, Moisés, siendo ya grande, rehusó ser llamado hijo de la hija del Faraón, eligiendo antes padecer aflicción con el pueblo de Dios que disfrutar de las delicias pasajeras del pecado, y juzgando que el oprobio de Cristo era una riqueza más grande que los tesoros de Egipto; porque tenía su mirada puesta en la remuneración. Por la fe dejó a Egipto, no temiendo la ira del rey, pues se sostuvo como si viera ya al Invisible. Por la fe celebró la Pascua y la efusión de la sangre para que el exterminador no tocase a los primogénitos de Israel. Por la fe atravesaron el Mar Rojo, como por tierra enjuta, en tanto que los egipcios al intentar lo mismo fueron anegados.
Por la fe cayeron los muros de Jericó después de ser rodeados por siete días. Por la fe, Rahab, la ramera, no pereció con los incrédulos, por haber acogido en paz a los exploradores.
¿Y qué más diré? Porque me faltará el tiempo para hablar de Gedeón, de Barac, de Sansón, de Jefté, de David, de Samuel y de los profetas; los cuales por la fe subyugaron reinos, obraron justicia, alcanzaron promesas, obstruyeron la boca de los leones, apagaron la violencia del fuego, escaparon al filo de la espada, cobraron fuerzas de su flaqueza, se hicieron poderosos en la guerra y pusieron en fuga a ejércitos enemigos.
Mujeres hubo que recibieron resucitados a sus muertos; y otros fueron estirados en el potro, rehusando la liberación para alcanzar una resurrección mejor. Otros sufrieron escarnios y azotes, y también cadenas y cárceles. Fueron apedreados, expuestos a prueba, aserrados, muertos a espada; anduvieron errantes, cubiertos de pieles de ovejas y de cabras, faltos de lo necesario, atribulados, maltratados —ellos, de quienes el mundo no era digno—, extraviados por desiertos y montañas, en cuevas y cavernas de la tierra.
Y todos éstos que por la fe recibieron tales testimonios, no obtuvieron la realización de la promesa, porque Dios tenía provisto para nosotros algo mejor, a fin de que no llegasen a la consumación sin nosotros.
Por esto también nosotros, teniendo en derredor nuestro una tan grande nube de testigos, arrojemos toda carga y pecado que nos asedia, y corramos mediante la paciencia la carrera que se nos propone, poniendo los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe, el cual, en vez del gozo puesto delante de Él, soportó la cruz, sin hacer caso de la ignominia, y se sentó a la diestra de Dios.
Considerad, pues, a Aquel que soportó la contradicción de los pecadores contra sí mismo, a fin de que no desmayéis ni caigáis de ánimo”.
Meditemos hoy y durante esta semana esta hermosa página, y pidamos al Espíritu Santo que nos revista con la fortaleza celestial para que merezcamos ser testigos de nuestra Fe en Jesucristo, Nuestro Señor.