ASCENSIÓN DE NUESTRO SEÑOR
En aquel tiempo, estando a la mesa los once discípulos, se les apareció Jesús y les echó en cara su incredulidad y su dureza de corazón, por no haber creído a quienes le habían visto resucitado. Y les dijo: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación. El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará. Estas son las señales que acompañarán a los que crean: en mi nombre expulsarán demonios, hablarán en lenguas nuevas, agarrarán serpientes en sus manos y aunque beban veneno no les hará daño; impondrán las manos sobre los enfermos y se pondrán bien”. Con esto, el Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al cielo y está sentado a la diestra de Dios. Ellos salieron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos y confirmando la Palabra con las señales que la acompañaban.
El Evangelio de esta Fiesta de la Ascensión del Señor trae los últimos siete versículos del Evangelio según San Marcos.
Este Evangelista narra los hechos con admirable concisión y nitidez, pasando rápidamente de uno a otro, sin tomarse el tiempo de introducir reflexiones, ni siquiera para unirlos.
Encontramos un ejemplo sorprendente de esto en este breve relato de la Fiesta de hoy, que nos presenta cuatro cuadros completos y bien diferenciados.
En el primero, San Marcos resume la última aparición del mismo día de la Resurrección.
En el segundo, relata la misión y los poderes conferidos por el Salvador a sus Apóstoles, antes de ascender al Cielo, cuarenta días más tarde.
En el tercero, nos hace asistir a la Ascensión misma del Señor.
Finalmente, en el cuarto, nos describe, en dos líneas, la maravillosa predicación de los Apóstoles por toda la tierra, a partir del día de Pentecostés.
¡Qué temas para admirar!, y también para consagrarles serias meditaciones…
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San Agustín, a propósito del reproche de la incredulidad, dice: «Antes de subir al Cielo, el Señor quiso reprender a los Apóstoles por no aceptar creer en su resurrección sobre el testimonio de los demás, antes de que ellos mismos la hubiesen presenciado; y este reproche, tanto más podía hacérselos en aquel tiempo en que iban a predicar el Evangelio a todas las naciones, que debían creer sin haber visto… “El que no crea será condenado”. ¿No se debía amonestar a los que habían de predicar tales palabras, de no haber creído antes de haber visto?»
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Y les dijo: “Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación”.
¡Cuán importante y sublime es esta misión encomendada por Nuestro Señor a sus Apóstoles!, especialmente en una circunstancia tan solemne.
La primera vez que les encargó anunciar la proximidad del Reino de Dios, la misión tenía límites trazados a su celo: no podían ni penetrar entre los gentiles ni en las ciudades de los samaritanos.
Pero el muro de separación acabará por ser derribado: a partir de Pentecostés, el judío y el gentil estarán igualmente llamados a formar un solo redil, un solo pueblo de fieles; porque la sangre del Redentor fluyó, hasta la última gota, para todos.
En verdad, sólo Dios, por sus atributos de sabiduría, de bondad y de poder, podía concebir tal plan, y con medios tan desproporcionados, a pesar del número y magnitud de los obstáculos.
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Y continuó: “El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará”…
Así como había una obligación para los Apóstoles de predicar a todos los hombres, del mismo modo hay una obligación correlativa para todos los hombres de responder positivamente a la predicación de los Apóstoles y de la verdadera Iglesia, única heredera de su misión.
De hecho, el Salvador promete la salvación bajo una doble condición: creer y ser bautizado. Es la consecuencia y el fruto previsto de la predicación.
Nuestro Señor requiere primero la fe, como condición fundamental y absolutamente esencial, que nada puede reemplazar.
Sin fe es imposible agradar a Dios, enseña San Pablo. Ella es el camino, la puerta, el primer paso que conduce a la vida sobrenatural.
La fe sincera en un adulto, conduce necesariamente al bautismo y a la práctica de la religión. El bautismo sin la fe no serviría para nada. Por eso el Salvador añade: “El que no crea, se condenará. Y la Iglesia, antes de regenerar al adulto por el Sacramento del Bautismo, le pregunta si cree en las verdades necesarias.
Por lo tanto, un hombre que ha oído predicar el Evangelio, es decir, que sabe o puede saber la Verdad, pero que rehúsa unirse a Ella y ser bautizado, y permanece en su infidelidad, será condenado.
Para tal misión, Nuestro Señor confirió a sus Apóstoles grandes poderes, como el obrar milagros, destinados a confirmar la predicación del Evangelio, para que su difusión fuese más rápida entre los pueblos.
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Con esto, el Señor Jesús, después de hablarles, fue elevado al cielo y está sentado a la diestra de Dios.
En dos palabras, San Marcos nos muestra al Salvador elevándose majestuosamente al Cielo y sentado glorioso e inmortal a la diestra de su Padre.
Las circunstancias de este misterio inefable son relatadas por San Lucas, ya sea en los últimos versículos de su Evangelio, ya sea al comienzo de los Hechos de los Apóstoles, texto de la Epístola de la Fiesta de hoy.
Nuestro Señor se eleva a la vista de los Apóstoles, no de repente, sino gradualmente, por su propia virtud; así como, por poder propio, había resucitado de entre los muertos.
Como el poder divino es común al Padre y al Hijo, así como también al Espíritu Santo, podemos decir que fue elevado al cielo por el Padre, assumptus est.
Es su santa humanidad la que es así exaltada y glorificada en este día, resarciendo y desagraviando las humillaciones y los oprobios del Viernes Santo.
En su triunfo, el Señor está acompañado por todos los Santos de la Antigua Alianza, a quienes abrió las puertas del Cielo, cerradas por el pecado original.
¿Quién podrá expresar el gozo de María Santísima, en primer lugar, y luego el de todos los discípulos, a la vista de este glorioso triunfo del Salvador?
¡Cómo se fortaleció su fe, y cómo ardería de amor su corazón por el deseo del Cielo! Después de esto, con qué ilimitada confianza esperaban el cumplimiento de las promesas que les había hecho.
Et sedet a dextris Dei. Y está sentado a la diestra del Padre, lo cual significa que, como hombre y por sus méritos, está elevado sobre todas las criaturas, aun los Ángeles; que es proclamado Rey y soberano Señor de los Cielos y tierra; y que participa de la gloria y del poder del Padre.
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El Salvador había consumado la obra divina por la cual había venido; nos había instruido por sus discursos y sus ejemplos; nos redimió, muriendo por nosotros en la cruz; había dado a su Padre, por toda su vida y por su sacrificio supremo, homenaje de adoración, de alabanza, de acción de gracias, digno de la Divinidad y tal como sólo Él podía ofrecerlo.
Entonces resucitó al tercer día; y, durante los cuarenta días que siguieron, se apareció muchas veces a sus discípulos, hablándoles del reino de Dios. Había llegado el momento de «cerrar dichosamente su itinerario» como dice San Bernardo, volviendo hacia su Padre celestial.
Este regreso es el objeto de la Fiesta de hoy. Nuestro Señor aparece por última vez a sus discípulos, reunidos en el Cenáculo, y los conduce al Monte de los Olivos. Allí les dirige sus últimas recomendaciones; después, bendiciéndolos, lentamente sube al Cielo, no por fuerza ajena, sino por su propio poder.
Todos los discípulos tenían los ojos fijos en Él; pero, cuando hubo alcanzado cierta altura, una nube brillante lo envolvió, y fue arrebatado de sus ojos.
Y he aquí que, en el momento en que deja esta tierra, cuando los Apóstoles y los discípulos tienen la mirada fija en el cielo, mientras se eleva sobre ellos en la nube, dos hombres vestidos de blanco se les aparecen diciendo: “Varones de Galilea, ¿por qué quedáis aquí mirando al cielo? Este Jesús que de en medio de vosotros ha sido recogido en el cielo, vendrá de la misma manera que lo habéis visto ir al cielo”.
¡Vendrá de la misma manera! ¡Qué sublime esperanza! En el momento en que Jesús desaparece en la nube, recibimos la seguridad que la nube lo volverá a traer: “Ved, viene con las nubes”, dice San Juan en al Apocalipsis. ¡Sí!, vendrá de la misma manera…
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Lo que sigue es un resumen de dos capítulos del libro He aquí que vengo, de Madeleine Chasles.
La Ascensión señala el fin del primer ciclo de la historia de nuestro mundo: la espera del Mesías.
El Retorno de Cristo señalará el fin del segundo ciclo: la espera del Rey.
La seguridad de su retorno está sellada por la suprema promesa: “Volveré”. Pero, ¿cuándo?
Cuando los discípulos piensan que está cerca el momento en que los va a dejar, durante los cuarenta días que transcurren entre la Resurrección y la Ascensión, Jesús les habla “de las cosas del Reino de Dios”. Y entonces preguntan: “Señor, ¿es éste el tiempo en que restableces el Reino para Israel?”.
Jesús no dice que ese Reino no será establecido, sino solamente: “No os corresponde conocer tiempos y ocasiones que el Padre ha fijado con su propia autoridad. Recibiréis, sí, potestad, cuando venga sobre vosotros el Espíritu Santo; y seréis mis testigos”.
Lo que está ciertamente próximo es la venida del Espíritu. La del Reino de Dios podrá tardar. En el eterno presente del Padre, el momento está fijo, pero los Apóstoles lo ignoran.
Desde entonces, algunos comprenden que el Reino de Dios, para la restauración de todas las cosas, no ha venido, que la creación suspira y padece dolores de parto, sin ninguna liberación; que Satanás conserva el gobierno del mundo, que tiene una poderosa descendencia, y que las tinieblas, manifestación de su reino, cubren nuestra tierra que espera e invoca a su Salvador y Rey.
¡Pero cuántos más son los que creen, incluso hoy en día, que el Reino ha venido en la Iglesia y viven sin esperar nada más que un vago “juicio final”!
Es cierto que esta espera prolongada, esta larga vigilia, ha desanimado a muchísimos, y que la enseñanza de la teología clásica ha dejado en la sombra, como misteriosa y secundaria, la esperanza escatológica.
Pero leamos el Evangelio, pues su actualidad es conmovedora.
Sobre “los tiempos y momentos” no sabemos nada, pero el mandato de Cristo Jesús es siempre actual: “¡Velad!”.
“Velad, pues, porque no sabéis en qué día vendrá vuestro Señor. Comprended bien esto, porque si hubiera sabido el amo de casa a qué hora de la noche el ladrón había de venir, hubiera velado ciertamente y no dejaría horadar su casa. Por eso, también vosotros estad prontos, porque a la hora que no pensáis, vendrá el Hijo del Hombre”.
El llamado a la vigilancia tendría que haberse mantenido a través de los siglos de la Iglesia… Pero Jesús sabía que el adormecimiento vendría; que los cristianos, decepcionados por la larga espera del Maestro, al igual que los siervos negligentes, no esperarían más; que, como las vírgenes apremiadas al comienzo para ir al encuentro del Esposo, se cansarían de esperar y se dormirían.
Bajo el aspecto del Maestro, del Esposo, del Rey, Jesucristo nos hizo conocer por anticipado el relajamiento de tantos cristianos indiferentes para con Aquel que vuelve.
En el curso de los siglos anteriores, por sus infidelidades, los judíos habían demorado la venida del Mesías; y luego rechazaron, sucesivamente:
– a su Señor o a su Maestro, a fin de volverse a los Baales,
– a su Esposo para cometer adulterio por medio de alianzas impías con las naciones paganas,
– y a su Rey, rechazándolo desde la época de Samuel, y colgándolo más tarde en la Cruz.
Cuando el pueblo infiel se convierta, deberá rehacer el camino en sentido inverso. Entonces Israel reconocerá a su Rey, a su Esposo y a su Maestro o Señor. El Hijo del hombre despreciado será por fin aclamado bajo todos estos títulos admirables.
Para nosotros, esas parábolas están cargadas de responsabilidad actual. Los cristianos ya no esperan, al igual que los siervos perezosos; duermen como las vírgenes fatuas y reniegan de su Rey como los administradores negligentes…
En las Parábolas de la demora, Jesús opone dos actitudes contradictorias: la de la fidelidad en la vigilancia y la de la ruindad en la negligencia.
Jesús compara a los que esperan el Reino con las diez vírgenes, que tienen sus lámparas encendidas y que salen al encuentro del Esposo; ahora bien, las vírgenes son diferentes, no por el porte exterior, sino por las disposiciones interiores del corazón. Cinco son sabias o prudentes; cinco son necias o indiferentes.
Pero he aquí que la espera es larga…; y luego, de repente, en medio de la noche, se oye un grito: “¡He aquí al esposo! ¡Salid a su encuentro!”.
En esa hora solemne de la Segunda Venida se indica una separación radical entre las diez Vírgenes. Ahora bien, esa separación se repetirá.
Unas son tomadas y las otras dejadas o incluso rechazadas. La diferencia entre ellas no era exterior, sino interior. He ahí lo que es profundamente grave.
La debilidad humana puede adormecer nuestros cuerpos, pero el corazón debe velar, la lámpara de la fe, de la espera del Retorno de Cristo, deberá ser siempre alimentada por una esperanza viva.
Ciertamente, muchos cristianos oyen hablar del Retorno y del Reino de Cristo. Algunos creen con alegría, y luego viene la contradicción, la llama disminuye; y luego es el desprecio, la burla y la lámpara humea; y luego, el temor de los hombres, el temor de la “herejía”: ¡la lámpara se apaga!
Un hombre de noble linaje se fue a un país lejano a tomar para sí posesión de un reino y volver… Ahora bien, sus conciudadanos lo odiaban, y enviaron una embajada detrás de él diciendo: “No queremos que este hombre reine sobre nosotros”.
¡Qué discordia entre los dos deseos que han dividido a Israel y a las Naciones!
Unos dicen: “¡No queremos que Él reine!”…
La mayoría acepta que reina “espiritualmente”…, y exclama: “¡Ciertamente queremos… pero que no exija tanto…!”
Solamente algunos, con fe, rezan comprendiendo lo que piden: “Venga tu Reino, hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”.
La espera de Cristo es una realidad admirable. La bienaventurada esperanza tiene una formidable influencia sobre las almas que creen, aman y esperan a su Maestro, Esposo y Rey.
Cristo vino a cumplir perfectamente las Profecías sobre su vida terrestre y los comienzos de su vida gloriosa. Subió al Padre, donde intercede por nosotros. Sacerdote según el orden de Melquisedec, permanece en una espera gloriosa y desea inmensamente que venga la hora de su retorno a la tierra para establecer el Reino perdido por Adán, arrancar a la descendencia de la Serpiente su presente dominio.
El Diablo intentará, por todos los medios, retardar la Parusía, que es para él el tiempo de la derrota y de su encadenamiento.
Entre las dos partes del Libro, las profecías cumplidas y consumadas por la palabra de Jesús en la cruz (“Todo se ha cumplido”) y las profecías que se deben cumplir (cuyo sello será también “Todo se ha cumplido”), encontramos un espacio en blanco donde podríamos escribir: “Vigilad”, “Orad”, “Hasta que Él venga”.
“Hasta que Él venga”. El apóstol Pablo escribía estas palabras a los Corintios con ocasión del Santo Sacrificio de la Misa, y constituyen como la síntesis del tiempo de la Iglesia, como el puente colocado entre la muerte de Jesús, en sufrimiento y humillación, y el Retorno de Cristo, en luz y gloria: “Porque cuantas veces comáis este pan y bebáis este cáliz, anunciaréis la muerte del Señor hasta que Él venga”.
Entendamos, pues, que la Iglesia nos prepara directamente a la venida de Cristo, y que la Comunión del Cuerpo y Sangre del Señor es el viático para nuestro tiempo de militancia y peregrinación, nuestro tiempo de espera y combate “hasta que Él venga”.
La comunión en la Santa Misa es el lazo entre las dos venidas de Jesús, entre los dos “he aquí que vengo”. Es el puente suspendido entre el Jesús sufriente y el Jesús Rey glorioso.
Cada comunión debería ser un paso adelante en la espera, un grito lanzado hacia “la bienaventurada esperanza”, hasta que Él venga.
Los Patriarcas, los Reyes, los Profetas, fueron signos y testigos del Mesías que debía venir. Fueron como un puente construido entre Adán pecador y el segundo Adán en su Primera Venida.
Nosotros, por medio de nuestra vigilancia, debemos ser los testigos de su Segunda Venida; puentes construidos entre su primer “he aquí que vengo” y el segundo.
Las horas que vivimos son también graves y solemnes…
Todo parece advertirnos que es preciso velar, pues nos acercamos al fin de la era presente…
Debemos ser testigos, centinelas, expectantes que claman: ¡Velad! ¡Él viene!