QUINTO DOMINGO DE PASCUA
En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: En verdad, en verdad os digo: cuanto pidiereis al Padre en mi nombre os lo dará. Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre. Pedid y recibiréis, para que vuestro gozo sea cumplido. Estas cosas os he hablado en parábolas. Viene la hora en que ya no os hablaré en parábolas: mas os hablaré claramente de mi Padre. En aquel día pediréis en mi nombre, y no os digo que yo rogaré al Padre por vosotros, porque el mismo Padre os ama, porque vosotros me amasteis, y habéis creído que yo salí de Dios. Salí del Padre y vine al mundo; otra vez dejo el mundo, y voy al Padre. Sus discípulos le dijeron: He aquí que ahora hablas claramente y no dices ningún proverbio. Ahora conocemos que sabes todas las cosas, y que no es menester que nadie te pregunte: en esto creemos que has salido de Dios.
El Evangelio de este Quinto Domingo de Pascua puede considerarse como la conclusión del hermoso y profundo Sermón de la Última Cena
En el cuerpo del Discurso Jesús había velado su pensamiento mediante alegorías e imágenes: la viña y los sarmientos, la mujer que da a luz, el dentro de poco y ya no me veréis, etc., que no eran fácilmente comprensibles para los rudos Apóstoles.
Hasta ahora, les dice, os he hablado de una manera figurada, porque aún no erais capaces de comprender los grandes misterios de la religión; pero después de mi resurrección, os hablaré de mi Padre, como a hombres espirituales; os descubriré, sin enigmas y sin parábolas, los misterios inefables de la Santísima Trinidad, de mi Encarnación, de la Redención del mundo por mi muerte, y todo lo que concierne a la economía de la salvación y al establecimiento de mi Iglesia.
Y emprende lo prometido con esta frase: Salí del Padre y vine al mundo; otra vez dejo el mundo, y voy al Padre.
Un alma distraída e indiferente, leyendo este texto, quedaría insensible y pasaría por alto; pero un alma diligente y amante se sentirá detenida por esta expresión, y vería cumplirse la palabra de San Jerónimo: “Cualquier texto del Evangelio que, en un primer aspecto, aparece como frío; si lo tocas, arde”.
En efecto, ¡qué tesoro de teología está contenido en estas pocas palabras de Nuestro Señor!
De un modo rápido, solemne y profundo Jesús recapitula toda su vida, como Dios y como hombre: Salí del Padre, porque de Él procedo por generación eterna, y vine al mundo, tomando carne de una Virgen; y apareciendo con esta carne, como hombre mortal, entre los hombres.
Otra vez dejo el mundo, porque muero en cuanto al cuerpo que tomé, y voy al Padre, por mi resurrección y ascensión, sentándome a su diestra como Hombre.
Como explicación, tenemos un magnífico texto de San Hilario, que dice así:
“El Hijo salió de Dios y fue enviado por Él. Por esto dice: «Y creísteis que salí de Dios». Esto lo dice de su nacimiento y de su venida, y así añade: «Salí del Padre y vine al mundo». Lo uno se refiere a su Encarnación, y lo otro a su Naturaleza Divina. Porque el venir del Padre y salir del Padre no significan lo mismo, pues una cosa es salir de Dios en la substancia de su origen, y otra venir del Padre al mundo para consumar los misterios de nuestra redención. Y como el salir de Dios es poseer la sustancia de su nacimiento, ¿qué otro puede ser sino Dios?”
Expresa, pues, en este texto su doble origen: su eterna generación y su nacimiento temporal; así como también su doble naturaleza: la divina y la humana.
Por su generación eterna, es Dios, coeterno con su Padre; nunca se separó de su principio, Dios Padre, aunque salió de Él.
Cuando vino entre nosotros, en su nacimiento temporal, se entregó visible al mundo, donde fue enviado por su Padre para nuestra redención.
Además, no dice reliqui, sino exivi.
Por el contrario, del mundo dice que ahora lo deja, porque le retira su presencia visible (sin perjuicio de su presencia sacramental, que acaba de instituir), después de haber cumplido íntegramente su misión, y asciende a lo más alto del Cielo para sentarse allí a la derecha de su Padre: Iterum relinquo mundum et vado ad Patrem.
Enseña San Agustín:
Afirma, y habéis creído que salí de Dios. Salí del Padre y he venido al mundo; de nuevo dejo el mundo y voy al Padre. Lo hemos creído lisa y llanamente, pues esto no debe parecer increíble precisamente porque, al venir al mundo, salió del Padre sin abandonar al Padre y, dejado el mundo, va al Padre sin abandonar el mundo. En efecto, salió del Padre porque es del Padre; al mundo vino porque al mundo ha mostrado su cuerpo, que de la Virgen ha asumido. Ha dejado el mundo por separación corporal, se ha marchado al Padre por ascensión del hombre, mas no ha abandonado el mundo en cuanto a la gobernación de su presencia.
Toda la vida y todos los misterios de Jesús se encierran en estos dos viajes del Hijo de Dios: el de su venida al mundo, y el de su salida del mundo para volver al Padre.
Eternamente presente ante el Padre, el Hijo divino, para cumplir una misión de la misericordia de Dios, hizo su viaje a la tierra, presentándose ante los hombres con el ropaje de su carne mortal. Con los hombres vivió y por los hombres murió. Su vida se consumió en el solo anhelo de llevar consigo los hombres a Dios. Dejó la semilla y se volvió al Padre.
Toda la eficacia del viaje de Jesús está en que los hombres suban al Padre con Él en este viaje de retorno.
Dice San Agustín: Bajó para levantar a muchos, se hizo Dios hombre, para que el hombre llegara hasta Dios.
No frustremos el penosísimo viaje de Nuestro Señor Jesucristo; ha venido a la tierra a buscarnos; seamos dóciles, y dejémonos llevar de su mano divina hasta Dios.
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Profundicemos un poco más. Llegada la plenitud de los tiempos, dejó Dios de hablarnos a través de los Profetas y envió al mundo a su propio Hijo; y se descorrió por completo el velo, y el hombre contempló atónito el misterio inefable de la divina fecundidad: Dios es Padre. Tiene un Hijo, engendrado por Él en el eterno hoy de su existencia.
La segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Hijo o Verbo del Padre, es Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, como confesamos con el Credo de la Misa.
El mismo Jesucristo lo proclamó abiertamente cuando dijo: El Padre y yo somos una misma cosa.
Ese Hijo muy amado, no se separa del Padre. El Verbo vive siempre en la inteligencia infinita que le concibe; el Hijo mora siempre en el seno del Padre, que le engendra.
Esta es, en sus líneas generales y en brevísimo resumen, la teología del Verbo de Dios, que subsiste eternamente en el seno del Padre: Salí del Padre…
Por eso, como hemos visto, San Hilario dice: “… salir del Padre se refiere a su Naturaleza Divina… significa salir de Dios en la substancia de su origen… poseer la sustancia de su nacimiento, ¿qué otro puede ser sino Dios?”
Y San Juan Evangelista, en el inicio de su Evangelio escribe: En el principio era el Verbo, y el Verbo era junto a Dios, y el Verbo era Dios, presentando al Hijo de Dios en tres frases que muestran sucesivamente cuatro verdades:
* La anterioridad del Verbo con relación a todo lo creado: En el principio era el Verbo.
* Su presencia eterna en Dios: Y el Verbo era junto a Dios.
* Su distinción de la Persona del Padre: si era junto a Dios Padre, es evidente que se distingue de Él.
* Su divinidad en cuanto Verbo: Y el Verbo era Dios.
Advirtamos la sublime elevación de estas ideas en medio de su aparente sencillez. Las palabras apenas varían y, sin embargo, el pensamiento se eleva sucesivamente, como en un vuelo circular, en un crescendo majestuoso, en el que San Juan va asentando, sucesivamente, las cuatro grandes afirmaciones que acabamos de señalar.
Por eso, entre los cuatro Evangelistas, San Juan es llamado el Águila, por la sublimidad de sus escritos, donde Dios nos revela los más altos misterios sobrenaturales.
En los dos primeros versículos, el Águila gira en torno a la eternidad del Hijo en Dios: antes de la creación, de toda eternidad, ya era el Verbo; y estaba con su Padre, siendo Dios como Él.
Más adelante, San Juan expresa: Nadie ha visto jamás a Dios; el Hijo único, que es en el seno del Padre, ése le ha dado a conocer.
Pero lo que los hombres no han podido ver jamás, lo ha visto el Unigénito del Padre, que vive en su propio seno.
El Verbo de Dios permanece eternamente en el seno del Padre. Ni siquiera la Encarnación pudo desplazarlo de aquel lugar de reposo eterno. Al asumir la humana naturaleza, el Verbo no experimentó el menor cambio ni inmutación. El movimiento de asunción afectó únicamente a la naturaleza humana, que fue elevada a la unidad de Persona con el Verbo eterno, sin que Éste experimentara el menor cambio o saliese un solo instante del seno del Padre, que le engendra continuamente en el inmutable hoy de su eternidad: ex utero ante luciferum genui te…
El Verbo es el único que conoce al Padre en toda su plenitud infinita, puesto que es su propia Idea, su propia Palabra, su propia Imagen perfectísima. Y ese Verbo, Palabra divina del Padre, ha venido a la tierra para darnos a conocer, con palabras humanas, los misterios insondables de la vida íntima de Dios: Todo me ha sido transmitido por mi Padre, y nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.
Estas son, a grandes rasgos, las ideas fundamentales sobre el Verbo de Dios que expone San Juan en el maravilloso prólogo de su Evangelio.
San Pablo, escribiendo de Él a los colosenses, dice: Él es Imagen de Dios invisible, Primogénito de toda la creación, porque en Él fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles, los Tronos, las Dominaciones, los Principados, las Potestades: todo fue creado por Él y para Él; Él existe con anterioridad a todo, y todo tiene en Él su consistencia… Misterio escondido desde siglos y generaciones, y manifestado ahora a sus santos…
El conocimiento de este misterio es vital y fecundo para nuestras almas. Nuestro Señor Jesucristo, en su Oración Sacerdotal del Jueves Santo, exclama: Esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo.
Jesucristo, cuyo misterio debemos estudiar, contemplar, asimilar y vivir, es el Hijo de Dios Encarnado, el Verbo hecho carne.
Antes de asumir la naturaleza humana, Jesucristo es Dios. Al llegar a ser hombre, no por eso dejó de ser Dios. En cualquiera de sus misterios, Él es siempre y ante todo el Hijo único del Padre, el Unigénito de Dios.
Como hemos visto, San Juan, antes de narrar los misterios de Jesucristo, el Verbo encarnado, nos dice lo que es antes de la Encarnación, desde toda eternidad: In principio erat Verbum, et Verbum erat apud Deum, et Deus erat Verbum.
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Después de esta rápida visión de la teología del Verbo de Dios, tal como subsiste eternamente en el seno del Padre, abordemos ahora la segunda parte de nuestro comentario: Me voy a Aquel que me ha enviado… Otra vez dejo el mundo y voy al Padre…
San Juan nos enseña: Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros.
El Verbo se hizo hombre, carne; la cual connota la flaqueza humana en oposición a la gloria divina. Por medio de su humanidad moró en medio de nosotros. Y una vez acabada su obra, regresa al seno del Padre: Me voy a Aquel que me ha enviado…
La Ascensión de Jesucristo al Cielo es su magnífico triunfo; su sesión a la diestra del Padre le da una preeminencia sobre toda criatura.
Estar sentado allá, es habitar, conmorar; la diestra del Padre es la participación en su gloria, en su bienaventuranza, en su potestad.
La humanidad gloriosa de Jesucristo, recibida en el Cielo, es la aceptación por el Padre del precio del rescate. Sentado a su diestra, Jesucristo seguirá obrando, mientras duren los siglos, los frutos de su Redención en la Iglesia y en cada uno de sus hijos.
Hemos de saber que Jesucristo continúa en el Cielo su acción sacerdotal o de mediación, ofreciendo perpetuamente por la Iglesia su sacrificio consumado en la Cruz; intercediendo por la Iglesia, influyendo activamente sobre Ella y rindiendo a la Santísima Trinidad una adoración eterna y llena.
Es como la segunda etapa de la Redención.
No sólo subió allá el Triunfador, para recibir los laureles de su victoria, y el Primogénito de toda criatura, para tomar asiento en la cumbre del Cielo, junto al Padre… Subió el Sacerdote, el gran Pontífice, con las señales de su Sacrificio, cargado con todo el peso de Redención que el Sacrificio importa, para presentarse al Padre y rendir a sus pies la Hostia que ha ofrecido por el mundo…
Sube para pedirle, como Cabeza y Mediador de la humanidad, la Redención eterna de cuantos querrán entrar en el Cielo y de los cuales Él es el Precursor.
Jesucristo está, pues, en los Cielos, a la diestra del Padre, triunfador y glorioso, pero en estado de víctima. Es Sacerdote, Víctima y Altar perpetuo; no porque ofrezca un nuevo sacrificio distinto del de la Cruz, sino como consumación celeste y eterna del sacrificio que en la Cruz ofreció en forma sangrienta; no por una nueva acción sacrificial distinta de la del Calvario, sino por el estado de «cosa sacrificada» con que, según San Pablo, se presentó para la destrucción del pecado con el sacrificio de sí mismo.
Hace más Jesucristo como Sacerdote en el Cielo. Es nuestro Abogado; defiende nuestra causa ante el Padre; y pleitea por nosotros en la forma que Él solo puede hacerlo.
¿Qué hace para estar con nosotros? Recibe nuestras oraciones y las ofrece al Padre. Es el Pontífice por quien son oídas todas nuestras plegarias, por quien todas las gracias son despachadas.
¿Qué más hace Jesucristo por nosotros en el ejercicio de su Sacerdocio? Ruega por nosotros. Es afirmación solemne del Apóstol: viviente siempre para interceder por nosotros.
Pero ¿qué oración es esta de un Dios Hombre que ruega a Dios? ¿No puede Jesucristo lo que puede el mismo Dios? ¿No es divina su Persona?
Ruega, dicen los teólogos, no pidiendo, sino representando. No con la voz, sino con la misericordia, dice San Gregorio…
Ruega, dice Santo Tomás, en primer lugar, presentando al Padre la humanidad que tomó por nosotros; y luego, expresando su alma santísima el deseo que tuvo siempre de nuestra salvación.
Así tiene su explicación magnífica el oficio de Precursor nuestro en los Cielos que le señala San Pablo, y la realidad de esta frase, síntesis de todas las misericordias de Dios: Nos ha hecho sentar en los cielos con Jesucristo.
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Termina Jesús esta magnífica oración indicando la finalidad que al hablarles se ha propuesto: Esto os he dicho, para que tengáis paz en mí; todo cuanto os he dicho en este discurso tiende a que estéis unidos a mí por la fe y el amor que dan la paz al espíritu; porque le dan la tranquilidad y la inconmovilidad de los que están juntos con Dios…
Que no os hagan vacilar las congojas que experimentaréis mientras viváis: En el mundo tendréis apretura; pero tened ánimo esforzado, pues yo, que he logrado ruidosa victoria sobre el mundo, sobre el príncipe de las tinieblas, sobre todo lo que se opone a la voluntad de Dios; soy la mejor garantía de que también vosotros triunfaréis: Mas tened confianza, que yo he vencido al mundo.
Grito anticipado de triunfo, que ha levantado el corazón de millones de cristianos.
¡Cuánta paz derivará a los Apóstoles, de esta unión con Cristo!
Toda la historia de la humanidad redimida se encierra entre dos hechos: la Encarnación Redentora del Verbo y su vuelta al mundo para juzgarle.
Y en este período de siglos, Jesucristo, Pontífice eterno y Víctima, no hará otra cosa, en el orden particular, que preparar a todos los hombres un lugar, para que todos estén con Él donde Él está.
Y cuando se acabe el tiempo y haya llegado a su plenitud su Cuerpo Místico, volverá a la tierra sentado en las nubes del cielo y juzgará a todos.
Y llevará consigo a su Iglesia, la universalidad de los predestinados; y seguirá, no ya intercediendo por el mundo, porque su salvación se habrá consumado, sino la adoración eterna de la Trinidad beatísima.
Como pedimos, hoy, por su mediación, así, por Él y con Él, adoraremos por los siglos: Per Dominum nostrum Jesum Christum…
Anticipemos ya, desde este valle de lágrimas, lo que será nuestra bienaventuranza eterna, la glorificación de la Santísima Trinidad por Nuestro Señor Jesucristo… Per Dominum nostrum Jesum Christum…