P. CERIANI: SERMÓN DE LA SOLEDAD DE MARÍA SANTÍSIMA

COMPASIÓN Y SOLEDAD DE MARÍA SANTÍSIMA

Junto a la cruz de Jesús estaba de pie su madre … Jesús, viendo a su madre, y junto a ella al discípulo que amaba, dijo a su madre: Mujer, he ahí a tu hijo. Después dijo al discípulo: He ahí a tu madre. Y desde ese momento el discípulo la recibió consigo.

El fragmento del Evangelio nos representa, en unas pocas pinceladas, uno de los pasos o momentos más conmovedores del drama del Calvario: la presencia de María Corredentora cerca de su Hijo agonizante, y el Testamento supremo de Jesús, el último don de su Sacratísimo Corazón.

Esta página divina es como nuestro certificado de nacimiento, en cuanto hijos de Dios y de María; así que deberíamos leerla a menudo con devoción y grabarla profundamente en nuestro corazón, para suscitar allí incesantemente actos de gratitud y de amor a Jesús y María.

Jesús quiso que su Santísima Madre estuviera cerca de Él en ese momento, ya sea para experimentar un sufrimiento adicional, a través de la vista de sus dolores, ya sea para que fuera Ella misma, por su compasión, modelo de caridad, de fortaleza, magnanimidad, paciencia, constancia y perseverancia.

De la misma manera que quiso esperar el consentimiento de María para realizar su Encarnación, así mismo quiso que Ella estuviese también al pie de la Cruz, consintiendo al gran acto de la Redención.

La Virgen María, la tierna Madre de Jesús, estuvo, pues, lo más cerca posible de su Jesús. Su actitud fue noble, digna, conforme en todo a su dignidad de Madre de Dios.

El Evangelio nos la presenta de pie, como para cumplir un oficio, como un sacerdote que sacrifica, como habrá estado Abraham en el momento de inmolar a su hijo Isaac.

De hecho, Ella coopera en esta inmolación de su divino Jesús, lo vuelve a ofrecer como víctima de propiciación por los pecados del mundo.

Allí en el Calvario vemos dos altares infinitamente venerables, la Cruz y el Corazón Inmaculado y Doloroso de la Santísima Virgen.

Ella sacrifica a su Jesús, como Él se sacrifica a sí mismo; con los mismos fines, con el mismo acto de religión, el mismo amor, el mismo dolor…

Ella se inmola con Él, sufriendo toda la angustia predicha por el anciano Simeón, el día de la Presentación en el Templo.

De todos los testigos de la Pasión, sólo Ella tenía la plena comprensión de este inefable misterio de un Dios sufriente, por quien el imperio del demonio iba a ser derrumbado, y los hombres reconciliados con Dios.

Por lo tanto, Ella sola compadeció con dignidad estos sufrimientos divinos y compartió su infinidad, apreciando los maravillosos resultados.

En esta Pasión de Jesús, infinita en su alcance y en sus efectos, se encuentra la medida de la Compasión de María.

Ella es verdaderamente Reina de los mártires, puesto que, si supera en pureza a todas las Vírgenes, también es cierto que por el coraje y la constancia está por sobre todos los mártires, su martirio fue más doloroso que el de todos los siervos de Dios.

En efecto, fue extenso en cuanto a su duración, ya que comenzó con la profecía de Simeón, continuó toda su vida, hasta la muerte de Jesús y más allá. Sí, la espada cruel atravesó de buena hora su alma bendita y penetró su Corazón maternal con un sufrimiento indecible.

Dicho martirio es incomprensible en cuanto a su intensidad, ya que sus dolores fueron proporcionales a su inocencia y a su amor.

De su inocencia, porque, como enseña Santo Tomás, esto contribuye a aumentar el dolor, al demostrar que la pena impuesta es injustificada e indebida.

Y de su amor a Jesús, de la inteligencia que tenía tanto de sus infinitas perfecciones como Dios, así como también de la fealdad del pecado.

Veía interiormente la ingratitud y todos los pecados de los hombres, así como la causa de cada uno de los tormentos del alma y del cuerpo de su Jesús; y no hubo ninguno que no sintiera dentro de sí, en unión con Él.

Además, este martirio fue sin consuelo y sin piedad; porque su alma estaba especialmente desgarrada por la visión del inmenso abandono de Jesús muriendo y por la impotencia en que se encontraba para aliviarlo.

Además, aunque los Mártires sufrieron cruelmente en sus cuerpos, la gracia, sin embargo, inundó sus almas con alegría y consuelo; pero Nuestra Señora sufrió en su alma misma torturas inauditas y sin dulzura alguna; a punto tal que toda la Pasión de su Hijo encontró en su Corazón un eco tan fiel como doloroso.

San Bernardo, devoto servidor de Nuestra Señora, exclama: “¡Oh María!, ni la lengua podría decir, ni el espíritu entender la extensión de los dolores y angustias que llenaron tu alma. ¡Oh Virgen Santa!, ahora pagas con usura lo que no sufriste en tu divino alumbramiento. Habías dado a luz este divino Hijo sin ningún dolor; pero al verlo morir, soportas mil veces estos dolores”.

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Jesús, viendo a su madre, y junto a ella al discípulo que amaba, dijo a su madre: Mujer, he ahí a tu hijo. Después dijo al discípulo: He ahí a tu madre.

Jesús viendo a su Madre. ¡Cuán entrañable fue esta dulce y última mirada de Jesús sobre su Madre amada y sobre su Discípulo! Es mucho más una mirada del corazón que de los ojos.

Antes de morir, quiso darles a ambos un supremo testimonio de su piedad filial y de su indecible amor: como buen hijo, cuida de su Madre; y, como buen maestro, piensa en su discípulo.

Jesús, pues, a punto de dejar la tierra, donde morará María para consuelo y bien de la Iglesia naciente, desea asegurarle una ayuda y un apoyo; y le da a San Juan, de preferencia a cualquier otro discípulo, primero porque le amaba más que a los demás, y porque se mostró más fiel que los otros, permaneciendo solo en el puesto de honor y de caridad heroica, allí, al pie de la Cruz, junto a la Santísima Virgen.

Mujer, he ahí tu hijo. Jesús llama a María: Mujer… Y esto porque Ella se convierte en la Mujer por excelencia, la nueva Eva, la verdadera Madre de los vivos, la mujer fuerte y generosa, que debe ser la Columna de la Iglesia, el Consuelo de los afligidos, el Refugio de los pecadores, el Auxilio de los cristianos, la Reina de los Apóstoles, Mártires, Confesores, Vírgenes y de todos los Santos.

He ahí tu hijo… Como si dijera: transfiere a él y a todos los que me pertenecen el cariño que tienes para conmigo. Ten para él toda la ternura de madre; te lo encomiendo…

He ahí tu Madre. Es a Juan que se dirige Jesús, al discípulo amado, el que personifica a todos los discípulos de Jesús, a todos los santos, a todos los cristianos.

Como si le estuviera diciendo: Mi Madre, de ahora en adelante, será tuya; hónrala, ámala, sírvela como un buen hijo. Recurre a Ella en todas tus dificultades, aflicciones y persecuciones.

Ella, por su parte, te ayudará con sus oraciones, sus consejos, su protección todopoderosa…

En su Corazón, la divina Madre de Jesús, respondió en el Calvario como en Nazaret: Ecce ancilla Domini, fiat mihi secundum verbum tuum

Adoremos de rodillas este divino Testamento y meditemos con gratitud y amor, pues contiene un gran misterio, el de nuestro nacimiento a la vida sobrenatural.

Jesucristo muere en la Cruz para salvarnos y hacernos hijos de Dios; pero, al legarnos a su Madre, nos hace, al mismo tiempo, hijos de María… Somos sus hijos de sangre…

Él quiso que Ella permaneciese en el Calvario, para ser su colaboradora en su inmolación, y también para dar a luz, junto con Él, al género humano; así como, y sobre todo, a la Santa Iglesia, a la gracia, a la vida de Dios.

Los dolores de María fueron en proporción a su dignidad de Madre de Dios y colaboradora del Salvador para la redención y regeneración de la humanidad. Ella está al pie de la cruz, no sólo como espectadora o testigo de los sufrimientos y muerte de Jesús, sino para inmolarse con Él y darnos a la luz de la vida de Dios a nosotros, los hijos de su dolor.

Desde toda la eternidad había dictaminado que esta Maternidad de la Santísima Virgen sería promulgada solemnemente por Él y consumada perfectamente en el Calvario… Y las palabras sacramentales eficientes fueron: He ahí a tu hijo… He ahí a tu Madre

Fecundas como las de la Consagración, estas palabras divinas operan lo que enuncian; le dan a María un Corazón de madre para con Juan y para con nosotros; así como a Juan un corazón de hijo respecto de María: amor maternal y piedad filial…

Que no se tenga que decir que, por nuestra culpa, esas palabras quedan ineficaces en lo que a nosotros corresponde…

Cristianos…, hijos de María…, no olvidemos nunca sus lágrimas y sus crueles sufrimientos… Comprendamos nuestra nobleza y recordemos que hemos sido comprados a gran precio…

Que el recuerdo de esta conmovedora escena de la Cruz y del Testamento de Jesús nos sirvan de continua advertencia, para evitar los pecados más pequeños y todo lo que podría renovar los dolores de Jesús y de María…

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Después que Jesús expiró, José de Arimatea, Nicodemo y algunos discípulos descendieron el Cuerpo de Jesús de la Cruz y lo entregaron a su Santísima Madre.

¡Qué desgarro habrá sufrido al recibir en sus brazos el cuerpo inanimado de su Hijo! ¡Con qué dolor contemplaría ese rostro divino, que ya no le sonríe, esa boca, que ya no le habla, esos ojos, que ya no la ven!

¡Con qué veneración y amor rinde los supremos deberes a este cuerpo sagrado y besa por última vez sus heridas!

¡Con qué fe y con qué respeto adora la Divinidad en este templo en ruinas, y se esfuerza por reparar interiormente los ultrajes sacrílegos de los miserables que han osado agredirlo!

¡Con qué resignación soporta su inmenso dolor!

La dolorosa Madre debe aceptar separarse de su preciado tesoro, porque ha llegado la hora de sepultar a Jesús…

El sagrado Cuerpo es piadosamente depositado en un nuevo sepulcro, y una piedra cierra la entrada… El despojo de María es completo… Pero, ¡qué agonía para su Corazón!… Si, al menos, pudiese quedarse allí… Pero Juan y los otros se la llevan…

Toda la noche y el día de reposo sigue repasando en su alma las terribles escenas de la Pasión; y sus lágrimas fluyen silenciosas y abundantes…

¿Quién podrá penetrar los actos de fe, de renuncia, de santo abandono, y también de firme confianza, de esta Madre santísima, en estas horas de luto?…

Con qué caridad ora por los culpables y consuela a los discípulos de Jesús…

Con qué sosegada e imperturbable confianza espera la Resurrección de su Hijo…

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Comprendamos que, habiéndose encarnado para redimir a los hombres, Nuestro Señor debió, con este fin, expiar y sufrir…

Ahora bien, al elegir a María para ser su Madre, la asoció también a la obra de la Redención; y, por tanto, María fue también predestinada a ser Madre de compasión y dolor…

Estaba en el orden providencial que la Madre del Redentor padeciese con Él, y más que todos los elegidos…

¿Por qué Dios ha permitido estos dolores?

La primera causa fue el amor infinito de Jesús por María.

Como hemos dicho, porque, como la había escogido para que fuese su Madre, así mismo había decretado su cooperación a la obra de la redención de los hombres, y por el mismo medio, el dolor.

Esta asociación con los sufrimientos de Jesús, debía hacer relucir sus virtudes y aumentar sus méritos en un grado prodigioso y como infinito.

La gloria de Dios dependía de que María compartiese los sufrimientos de su divino Hijo y fuese clavada con Él en la Cruz… Porque, si Jesús se inmoló como víctima de expiación por los pecados del mundo, María de su parte, en su propio nombre y en nombre de toda la creación, ofreció a Dios esta misma Víctima de un precio infinito; y, con ella y por ella, rendía a Dios el homenaje de adoración, de reconocimiento, satisfacción y amor que se le deben.

Dios también quiso que María sufriera por el bien de la Iglesia y por nuestro interés, para que sus sobreabundantes méritos se convirtiesen en nuestro patrimonio y se aplicasen a nosotros en forma de gracias, indulgencias y bendiciones.

Finalmente, para que Ella se convirtiese en nuestra Madre, nuestra Medianera, nuestra Abogada, nuestra Consoladora, nuestro Refugio, nuestro modelo en los dolores y los males de esta vida, y nuestra suprema esperanza en la hora de la muerte.

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¿Cómo soportó María Santísima sus dolores? ¿Cómo sufrió la Corredentora?

María padeció santamente, divinamente, en unión con Jesús, con las mismas intenciones perfectas y divinas, es decir, para honrar y glorificar a Dios, para satisfacer su justicia, y para salvar a los hombres.

María sufrió con perfecta resignación y completa sumisión al beneplácito de Dios, sin quejarse ni murmurar, y repitiendo sin cesar: He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según su palabra.

Su obediencia, sumisión y conformidad con la santísima voluntad de Dios fueron plenas e íntegras, como las de Jesús… Ella sólo quiso lo que Dios quiere…; quiso la pasión y muerte de su Jesús, porque Dios las quiso; y, si hubiese sido necesario, según el pensamiento de muchos Santos, Ella no hubiera dudado en imitar a Abraham, renovando en el Calvario su acto de heroísmo.

María tuvo la ciencia y el entendimiento de los misterios de Dios; Ella sabía que, si Jesús se había encarnado en su seno, era para ser la hostia de la propiciación por los pecados de los hombres, que de su sacrificio dependía la salvación de la humanidad y la restauración de la gloria debida a Dios…

Por eso, en los sufrimientos y la muerte de su Jesús, se une al amor y celo con que se inmola a su Padre.

Ella sufrió generosamente, siguiendo a Jesús y de pie junto a la Cruz, con constancia admirable; sin consuelo y, sin embargo, sin desfallecimiento ni desánimo; bebiendo su cáliz de amargura hasta las heces, como Jesús; ofreciendo su divino Hijo con más fe y generosidad que Abraham a su amado Isaac, con más fervor y desinterés que Ana a su hijo Samuel, con un valor superior al de la generosa madre de los Macabeos.

¡Qué grandes y saludables lecciones nos da Nuestra Santísima Madre, en sus Dolores, Compasión y Soledad!

Ella nos puede decir, con mucha más razón que San Pablo: Hijitos míos, imitadme como yo mismo imité a Jesús.

Por tanto, consideremos a menudo a Jesús crucificado y a María a los pies de la cruz; aprendamos, a la vista de sus dolores, lo que vale nuestra alma y lo que les costó; con qué cuidado debemos trabajar en nuestra santificación y para nuestra salvación…

Los dolores de Nuestra Madre nos enseñan a odiar y a huir de todo pecado, ya que es el pecado quien los ha causado. Cada uno de nuestros pecados renueva la Pasión de Nuestro Señor y, como una espada, traspasa el Corazón Doloroso de María.

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Necesidad y ventajas de la compasión por los dolores de María

Siendo hijos de esta Madre de dolores y causa de todos sus sufrimientos, ¿qué podría ser más justo y más filial que compadecerse de sus penas y pensar en ellas constantemente?

Además, este recuerdo amoroso y continuo, como un precioso ramillete, producirá toda clase de buenos frutos.

Primero, un santo consuelo a la Santísima Virgen, nuestra Buena Madre.

Dijo Ella un día a Santa Brígida: “Busco en todo el mundo almas que recuerden mis dolores y que se compadezcan de mí; pero encuentro muy pocas. En cuanto a ti, hija mía, no seas ingrata, consuélame de tanto olvido e ingratitud, piensa cada día en mis sufrimientos e imita mi resignación”.

En segundo lugar, él nos obtiene favores especiales. Nuestro Señor, prometió un día a uno de sus siervos que acordaría a aquellos que honrasen los dolores de su Madre cuatro gracias señaladas, a saber:

– penitencia sincera por sus pecados,

– el recuerdo habitual de la Pasión,

– una protección muy especial de María durante la vida,

– asistencia especial en las tribulaciones, y especialmente en la agonía.

Este compadecerse de las penas de Nuestra Señora, nos fortalece y nos ayuda a sobrellevar nuestros dolores y nuestras pruebas, por pesadas y aplastantes que sean o nos parezcan, con paciencia y resignación, a semejanza de la divina Virgen, Nuestra Madre.

Finalmente, nos excita a aborrecer y a huir de toda clase de pecado, y despierta en nuestra alma un gran deseo de obrar, según nuestras fuerzas, por la conversión de los pecadores, que han costado tan caro a nuestro Redentor y a María…

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Demos gracias a nuestra amorosa Madre por su amor y por las inmensas penas que quiso soportar por nosotros…

Que esta compasión produzca en nosotros la sincera compunción, el espíritu de penitencia, humildad, reconocimiento, amor, conformidad por el beneplácito de Dios…

Que ninguno de nuestros días pase sin haber reflexionado, al menos por unos instantes, sobre sus Dolores y sobre la Pasión de Jesús…

Pidámosle la gracia de imitar sus virtudes y de permanecer siempre perfectamente sometidos, como Ella, a la adorable voluntad de Dios, llenos de amor y de celo por la gloria de Dios y la salvación de las almas…

Y recemos con la Santa Iglesia: Oh Dios, en cuya Pasión una espada de dolor traspasó el Corazón amoroso de la gloriosa Virgen María, tu Madre, haz que, celebrando con devoción el recuerdo de sus Dolores, obtengamos los felices frutos de tu Pasión.