JUEVES SANTO
Antes de la fiesta de Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora para que pasase de este mundo al Padre, como amaba a los suyos, los que estaban en el mundo, los amó hasta el fin.
¡Qué palabras maravillosas! Es que se trata del prodigio de los prodigios, la Sagrada Eucaristía…
El Salvador lo había anunciado y prometido con mucha antelación; y ha llegado el momento de realizar esta promesa divina…
Nuestro Señor nos amó rebajándose a nuestra nada, haciéndose hombre por nosotros, y tomando nuestra naturaleza para salvarnos.
Pero antes de volver a su Padre, quiso darnos un testimonio supremo de este amor, instituyendo el Santísimo Sacramento de la Eucaristía, que es a la vez su testamento y una extensión y aplicación de su Encarnación.
Él quiere permanecer así, en medio de nosotros, hasta la consumación de los siglos, y darse a nosotros de manera inefable, maravillosa, y bien digna de su poder, de su sabiduría, de su bondad.
Por la Encarnación, había descendido a nosotros, tomando nuestra naturaleza humana; a través de la Eucaristía, quiere elevarnos a sí mismo.
Verdaderamente, nos amó con exceso.
¿Y cuándo y en qué circunstancias hace este don? San Pablo nos dice: es en la noche misma en que fue traicionado; en el momento en que los hombres tejían su muerte y le preparaban el sufrimiento, la mirra, la hiel, el vinagre y la muerte.
Fue en la víspera de su muerte, cuando iba a volver a su Padre, que instituyó este divino Sacramento, como prenda de su amor, memorial perpetuo de su Pasión, cumplimiento de todas las figuras antiguas, compendio de todos sus misterios, viático de nuestra peregrinación aquí abajo, apoyo y refugio en todas nuestras pruebas, auxilio contra nuestros enemigos, manantial inagotable de gracias, prenda de gloria e inmortalidad…
Para colmo de su generosidad, Jesús nos da este don, no una vez, en un solo lugar y de pasada, sino para siempre y en todas partes: Hæc quotiescumque feceritis…
Parar esto da a sus Apóstoles y, a través de ellos, a todos sus sacerdotes, el asombroso poder de reiterar lo que Él mismo hizo, comprometiéndose a responder siempre a la voz de sus ministros legítimos, por miserables y pecadores que sean, porque su deseo es inmolarse y ofrecerse incesantemente a su Padre, estar siempre presente en su Iglesia, y poder ser recibido por los fieles cuantas veces lo deseen.
Y, sin embargo, Jesús conocía los ultrajes y las abominaciones de Judas y de sus sacrílegos seguidores, las celebraciones y las indignas comuniones de tantos sacerdotes y cristianos infieles, las irreverencias de tantas almas cobardes y tibias… Nada le impidió instituir este divino Sacramento y abandonarse en manos de los hombres…
¡Tan grande es su amor por ellos!
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Como sacrificio, Nuestro Señor lo instituyó para inmolarse y ofrecerse incesantemente a su Padre por nosotros, renovando así el Sacrificio del Calvario y aplicándonos los méritos.
Allí satisface, ora e intercede, es verdaderamente el divino y único Mediador entre Dios y los hombres culpables. Allí cumple, a los pies de su Padre, los cuatro grandes deberes de la virtud de religión: adoración, acción de gracias, propiciación y petición.
¡Quién podría contar los infinitos beneficios que el Santo Sacrificio, celebrado todos los días desde hace más de veinte siglos por tantos sacerdotes, ha procurado y procura aún para toda la Iglesia, militante, purgante y triunfante!
Dice Tomás de Kempis: Al celebrar, el sacerdote honra a Dios, alegra a los Ángeles, edifica a la Iglesia, ayuda a los vivos, procura el descanso a los difuntos y se hace partícipe de todos los bienes espirituales.
Y la Iglesia resume en una palabra toda esta hermosa doctrina en la Secreta del Noveno Domingo de Pentecostés: “Cada vez que se celebra la conmemoración de esta hostia, se renueva la obra de nuestra redención”.
Como Sacramento, Jesucristo está presente, queriendo habitar entre nosotros, invitándonos a todos con inefable bondad: Venid a mí, todos los que estáis cargados, y yo os aliviaré.
Él da audiencia a todos, acepta nuestro homenaje, nos consuela, nos fortalece, nos instruye y colma nuestras almas con toda clase de gracias.
Pero, sobre todo, ¿quién podría hablar de los inmensos frutos de gracia, salvación y santidad que Jesús, como alimento de nuestras almas, quiere producir en nosotros? Yo soy el pan vivo… Si alguno come de este pan, vivirá para siempre…
No sólo nos invita, sino que nos exhorta: Si no coméis la carne del Hijo del hombre y bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros… El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna…; permanece en mí y yo en él…
Jesús, en la Sagrada Comunión, quiere por tanto unirse a nosotros de manera inefable, comunicarnos su vida divina, transformarnos en Él, hacernos fuertes y santos y depositar en nuestras almas una semilla de inmortalidad.
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¿Y cuáles son nuestros deberes para con el Santísimo Sacramento?
En relación con el Santo Sacrificio de la Misa, ante todo, ser fieles en el cumplimiento del precepto de la Iglesia, relativo a la asistencia a la Misa los domingos y fiestas de precepto, cada vez que nos sea posible.
En segundo lugar, adquirir el hábito de asistir con la mayor frecuencia posible, y buscar impregnarnos de los mismos sentimientos que tuvieron los Apóstoles en el Cenáculo, y la Santísima Virgen, María Magdalena y San Juan en el Calvario.
Dijo el Santo Cura de Ars: Si supiéramos el valor del Santo Sacrificio de la Misa, qué esfuerzo tan grande haríamos por asistir a ella.
En consecuencia, suscitar en nosotros los más vivos sentimientos de fe, contrición, fervor y amor, adorando, dando gracias, pidiendo perdón y gracias, en unión con Nuestra Señora, sacrificándonos y ofreciéndonos como hostias vivas, santas y agradables a Dios.
Para ello, estudiar las ceremonias y oraciones de la Santa Misa, impregnándonos de su espíritu.
En relación con Nuestro Señor Jesucristo, presente verdadera, real y substancialmente en el Santísimo Sacramento, adorarlo, consolarlo, ofrecerle los mismos sentimientos que en la Santa Misa.
Aprovechemos esta noche de adoración para cumplir con estos deberes.
En relación con la Sagrada Comunión, cuidemos de prepararla convenientemente con una vida más santa y mejor empleada, con una mejor oración, con una confesión humilde y sincera; desechemos la escoria del pecado y adornemos nuestra alma con las buenas obras y virtudes.
Llegado el momento de la Comunión, redoblemos nuestra fe, humildad, piedad, confianza y amor, ofreciendo a Jesús los sentimientos de su Santísima Madre y de los Apóstoles.
Después, hagamos una seria y ferviente acción de gracias, adorando a Jesús en nosotros, agradeciéndole, ofreciéndonos a Él, pidiéndole toda la ayuda que necesitamos.
¡Cuántas y qué importantes razones para agradecer, glorificar, amar a Jesús, por este gran beneficio de la adorable Eucaristía; pero también para compensar, con nuestro homenaje y nuestro fervor, los ultrajes e ingratitudes de los hombres!
Entremos hoy en los sentimientos de nuestra Madre, que nos invita a venir a rendir a Jesús en su divino Sacramento todos nuestros deberes y a repararle.
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Habiendo instituido la Sagrada Eucaristía, Nuestro Señor les confirió a los Apóstoles el sublime poder de consagrar, a su imitación, empleando la misma fórmula sacramental; así como también un segundo poder, no menos inmenso, el de perpetuar el Sacerdocio, consagrando Obispos y Presbíteros, como Él mismo los había consagrado a ellos.
De este modo, Jesús, a la vez Víctima Eucarística y Soberano Sacerdote, quiere habitar y multiplicarse entre nosotros, de estos dos modos: por su adorable Sacramento y por su divino Sacerdocio…
Doble don: Él mismo y sus sacerdotes…, y viniendo de la misma fuente: su amor inefable y la virtud todopoderosa de sus palabras pronunciadas aquella noche bendita:
Hoc est Corpus meum… Hic est calix Sanguinis mei… Hæc quotiescumque feceritis, in mei memoriam facietis…
¡Qué cúmulo de maravillas, en esta vigilia inolvidable!
El sacerdote, actuando en el Altar a ejemplo de Jesucristo, ejerciendo un doble poder en relación con el Santísimo Sacramento de la Eucaristía y, en consecuencia, sobre Nuestro Señor, lo efectúa y lo distribuye.
En primer lugar, el sacerdote confecciona la Sagrada Eucaristía, pues Nuestro Señor, para hacer presente nuevamente su Sacrificio y permanecer entre nosotros, instituyó el sacerdocio y dio a sus sacerdotes plena autoridad y poder para hacer lo que Él mismo hizo en el Cenáculo.
Es en virtud de esta palabra divina que el Obispo, después de haber ungido y consagrado las manos del nuevo sacerdote, le dice: Accipe potestatem offerre sacrificium Deo, missasque celebrare tam pro vivis quam pro defunctis. Es el poder de ofrecer el Santo Sacrificio, tanto por lo vivos como por los difuntos, en virtud de la fórmula de la Consagración, dicha in Persona Christi…, conforme a la célebre expresión, tan cierta como concisa: Sacerdos alter Christus…
¡Qué eminente es a los ojos de la fe esta dignidad del sacerdote! ¡Qué divino es su poder!
También dijo el Santo Cura de Ars: El sacerdocio es el amor del Corazón de Jesús.
Y agregó: Es el sacerdote quien continúa la obra de la Redención en la tierra. Por eso, cuando veas a un sacerdote, piensa en Nuestro Señor Jesucristo.
Esta es una de las dos maravillas que debemos admirar hoy, y que debe hacer del Jueves Santo venerable y sagrado.
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El sacerdote no es sólo el que consagra la Sagrada Eucaristía, es también su dispensador, quien la distribuye…
¡Dar a Jesús, dar a Dios!… Si scires donum Dei… Si conociésemos el don de Dios…
Nuestro Señor quiere bajar sobre el altar a la voz de su sacerdote, y quiere darse; no sólo invita, sino que insta, ordena… Si no comiereis la carne del Hijo del Hombre, no tendréis vida en vosotros…
El sacerdote es el bienaventurado ministro de este don inefable… Jesús se pone enteramente a su disposición, para ser dado a todos, e incluso llevado a los que no pueden acudir a Él…
¡Qué honor hace así Jesús a sus sacerdotes, y qué confianza muestra en ellos, poniéndose en sus manos! ¡Oh, qué fiel debe ser el sacerdote! Recemos, pues, esta noche por nuestros sacerdotes.
¡Oh Jesús!, que todos tus sacerdotes comprendan su dignidad y bienaventuranza; que celebren tus Santos Misterios, henchidos de los mismos sentimientos que Tú; que su corazón arda de amor, para adorarte, honrarte, guardarte y darte como se debe y como Tú quieres; que sus almas sacerdotales sean almas eucarísticas…
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Gloria, gratitud y amor a Jesús, por este doble don que hizo al mundo en este día sagrado: ¡la Sagrada Eucaristía y el Sacerdocio Católico, Divino!
¿Quién podría enumerar todas las maravillas del amor de Jesús por nosotros hoy? ¡Sólo las entenderemos en el Cielo!
Esta noche, contemplémoslas ante el Monumento, donde permanece Jesús Víctima adorable, Hostia divina…
Alma fiel…, ¿crees que Él está realmente presente aquí; ven y póstrate humildemente a sus pies, adóralo y pídele que te instruya y que te encienda con el fuego de su amor.
Escucha las palabras de Jesús, que te dice:
Recuerda con qué amor descendí a la tierra para salvarte; cómo me anonadé, tomando tu naturaleza humana en el seno de mi Purísima y Santísima Madre; cómo quise nacer humilde y pequeño en el pesebre de Belén; cómo llevé una vida pobre y oscura en Nazaret, dócil y sumiso a mis padres, trabajando y sufriendo ya por tu amor; cómo anduve con gran fatiga por los pueblos y aldeas de Judea, haciendo el bien por todas partes, curando con misericordia las enfermedades del alma y del cuerpo, y enseñando a todos, en todos los tiempos y en todos los lugares, el camino de la salvación…
Comprende las maravillas de mi ternura; antes de volver a mi Padre, quise dejarte un testimonio digno y permanente de esta caridad de mi Corazón, para hacerte un don inefable: instituí el Sacramento de mi Cuerpo y de mi Sangre, para estar con vosotros hasta el fin del mundo, para darme a cada uno de mis amigos y hermanos como alimento, sostén y única y verdadera vida de las almas…
Es por ti que me anonado en una pequeña hostia…, pero ¡qué ultrajes, qué insultos recibo! ¡Cómo me olvidan! Busco a alguien de buena voluntad que me consuele con su fidelidad y su amor… ¡y no lo encuentro!
Además, para perpetuar mi presencia entre mi pueblo, he instituido mi sacerdocio y hecho consagrar a mis sacerdotes, a quienes les he dado plena potestad para hacer lo que yo mismo hice…
Este divino Sacramento de la Eucaristía es también el memorial de mi Pasión. A través de Él quise recordar a mi pueblo todas las penas y sufrimientos que soporté aquella noche dolorosa, en el huerto de Getsemaní, y en casa de Caifás, luego en el pretorio de Pilatos y en el palacio de Herodes, en las calles de Jerusalén y en la cima del Calvario…
¿No podría encontrar, al menos hoy, algunos amigos fieles y amorosos que vengan a consolarme y, con su piedad, suplir tantas ingratitudes, descuidos, injurias, sacrilegios?
¡Oh alma amada!, te he redimido al precio de mi sangre y te he alimentado tantas veces con mi carne sagrada, ¿no harás nada por mí?
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¿Cuáles deben ser, pues, los homenajes del alma fiel a Jesús?
Oh Jesús, mi dulce Maestro, aquí estoy humildemente postrado a tus pies, indigno e infeliz pecador que soy; dígnate aceptar el homenaje de adoración, alabanza, gratitud y amor, que vengo a ofrecerte.
Quisiera en este momento ver a todos los hombres adorarte, confesarte por su Rey, su Señor y su Dios, y entregarse todo a Ti.
Te ofrezco, además de mi indigencia, todas las adoraciones y todos los cánticos de tus Ángeles y de tus Santos, y sobre todo de la gloriosa Virgen María, Madre tuya y nuestra.
Gracias, Señor, por las inefables humillaciones de tu Encarnación, de tu Natividad, de tu vida oculta; por los trabajos y fatigas de tu vida pública; y por todas las sublimes lecciones de humildad, abnegación, obediencia, paciencia, que nos has dado.
Gracias, especialmente, por el inmenso amor que nos mostraste en tu Última Cena, al instituir este divino Sacramento, para inmolarte de nuevo, cada día, por nuestra salvación, para permanecer constantemente y nutrirnos con tu divino Cuerpo y tu preciosísima Sangre.
Perdón, Señor, por la tibieza, la negligencia, el desprecio y el sacrilegio de tantos cristianos cobardes y culpables. Dígnate aceptar en este momento todos los actos de gratitud, amor y reparación de que es capaz mi corazón, como pequeña compensación de sus prevaricaciones y las mías.
Gracias nuevamente, Jesús, por la institución de tu Sacerdocio divino. Has revestido a tus sacerdotes de este augusto carácter, y nos los has dado para ocupar tu lugar, para renovar entre nosotros la oblación de tu Sacrificio, para perdonarnos en tu nombre, para nutrirnos con tu doctrina y tu Sacratísimo Cuerpo. Llénalos de tu espíritu, y sírvete de ellos para la salvación del mundo.
Finalmente, Señor Jesús, gracias por todo lo que te has dignado sufrir por nuestra salvación, en esta noche dolorosa y en el sangriento día del Viernes Santo.
Hago el propósito de no pasar un solo día sin reproducir en mi corazón algunos de tus sufrimientos, para suscitar en mí un mayor horror a todo pecado, un amor más ardiente por Ti, una mayor fidelidad a dedicarme y sufrir lo que os plazca, por vuestra gloria y por la salvación de las almas.
¡Oh Señor!, ya no quiero vivir sino por Ti, para merecer morir en paz en tu santa gracia, y ser un día glorificado por Ti en el Cielo.