SANTO TOMAS MORO-AGONIA DE CRISTO

II. SOBRE LA OREJA SAJADA DE MALCO, LA FUGA DE LOS DISCÍPULOS Y LA CAPTURA
DE CRISTO

El poder de las tinieblas

«Dijo después Jesús a los príncipes de los sacerdotes y a los prefectos del templo y a los ancianos que habían venido: «Habéis salido a prenderme con espadas y con garrotes como si yo fuera un ladrón.

Todos los días estaba entre vosotros enseñando en el templo y nunca me echasteis la mano.

Mas ésta es la hora vuestra y el poder de las tinieblas». Así habló Cristo a aquellos príncipes de los sacerdotes y magistrados del templo que habían venido. Tienen aquí algunos una cierta duda porque el evangelista Lucas señala que Cristo se dirigió a los príncipes de los sacerdotes y a los magistrados del templo y a los ancianos del pueblo, mientras que los demás evangelistas dicen que no fueron esas personas al lugar, sino que enviaron una cohorte de sol-dados con sus servidores.

Afirman algunos no encontrar tal dificultad porque se puede decir que Cristo habló con ellos porque habló, de hecho, con los que habían sido enviados. Ordinaria-mente, se entiende que los príncipes hablan entre sí por medio de sus embajadores respectivos, y muchas personas se hablan valiéndose de mensajeros. Todo lo que decimos a un criado que se nos ha enviado, lo hablamos, realmente, a su amo que nos lo envió, pues el servidor repetirá todo a su señor. Aunque no juzgo improbable esta solución, me inclino mucho más a favor de la opinión de quienes piensan que Cristo habló cara a cara con los príncipes de los sacerdotes, ministros del templo y ancianos del pueblo.

Lucas, en efecto, no dice que Cristo se dirigiera a todos los príncipes de los sacerdotes ni a todos los prefectos del templo ni a todos los ancianos del pueblo, sino solamente a aquellos que habían venido.

Parece indicar que, aunque reunidos todos en consejo se decidió enviar la cohorte y los servidores para apresar a Jesús, hubo algunos de cada grupo (ancianos, príncipes y fariseos) que fueron junto a ellos. Esta explicación concuerda exactamente con las palabras de Lucas y no contradice los relatos de otros evangelistas.

Dirigiéndose, por tanto, a los príncipes, fariseos y ancianos, les recuerda Cristo tácitamente que no atribuyan su captura a sus fuerzas ni a su habilidad, y que no se jacten ridículamente de ella como si fuera una astuta e ingeniosa proeza (como suelen, desgraciadamente, hacer quienes al obrar la maldad se ven acompañados por la suerte). Nada pudieron contra Él las insensatas maquinaciones con las que se esforzaban por ahogar la verdad; detrás de todo estaba la profunda sabiduría de Dios que había previsto y establecido el tiempo en que el príncipe de este mundo perdería su presa, es decir, el género humano, por mucho que luchara por retenerla.

De otro modo, les siguió explicando Cristo, no hubiera habido necesidad de comprar un traidor, ni de venir en la noche con internas y antorchas, rodeados de soldados y armados con espadas y garrotes. Podían haberlo hecho antes, en cualquier momento. Podían haberle arrestado sin esfuerzo, sin pasar una noche en vela, sin ruido ni estrépito de armas, todas aquellas veces mientras, tranquilamente sentado, enseñaba en el templo. Se jactaban, quizá, porque pensaban que era muy difícil realizar lo que Cristo les mostraba haber sido tan fácil; temían que la captura de Cristo hubiera podido originar un gran peligro, un levantamiento del pueblo. Pero esta dificultad sólo se presentó, en su mayor partes, después de la resurrección de Lázaro. En efecto, más de una vez antes de este suceso, y a pesar del amor por sus virtudes y del profundo respeto que el pueblo sentía hacia Él, había tenido Cristo que servirse de su poder para escapar de en medio de ellos.

Quienes entonces hubieran intentado cogerle y matarle no habrían encontrado ningún peligro ni amenaza en la masa del pueblo, sino, más bien, un cómplice en el crimen (tan mudable es siempre la muchedumbre anónima y tan inclinada a decidirse por la parte equivocada). Los hechos mostraron poco después con qué facilidad se olvida el favor de la muchedumbre hacia una persona y el miedo que de ahí pueda surgir; porque, en cuando fue Cristo apresado, el pueblo que antes aclamara con júbilo: «¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en el cielo!», gritaba ahora furibundo en contra suya: «¡Afuera! ¡Crucifícalo!».

Había querido Dios, hasta este momento, que los que deseaban capturar a Cristo imaginaran todo tipo de razones ficticias para temblar de miedo cuando nada había que temer. Ahora que había llegado el tiempo oportuno para la redención de todos los mortales (los que de verdad quieran ser redimidos) por la muerte cruel de uno solo, siendo así restablecidos a la felicidad de la vida eterna, esas pobres creaturas que atrapan a Cristo se jactan de haber realizado con gran inteligencia y astucia lo que, de hecho, había prescrito Dios en su divina providencia y misericordia desde toda la eternidad; que ni siquiera la caída de un pájaro al suelo está fuera de su providencia. Para mostrarles cuán errados andaban, y para que supieran que, sin su consentimiento, de nada hubiera valido el engaño fraudulento del traidor, ni sus bien calculadas insidias, ni el poder de los soldados romanos, les dijo: «Pero ésta es vuestra hora y el poder de las tinieblas.» Palabras de Cristo que Mateo consolida con razón al escribir: «Todo esto se hace para que se cumplan las Escrituras del profeta».

Son muchos los lugares de los profetas donde se encuentran vaticinios sobre la muerte de Cristo:
«Fue llevado como un cordero al matadero, y su clamor no fue oído en las calles», «Horadaron mis manos y mis pies», «Fue contado entre los malhechores», «Tomó sobre sí nuestras enfermedades», «Por cuyas llagas hemos sido sanados». Abundan los profetas en claras predicciones de la muerte de Cristo, y, para que no quedaran incumplidas, era necesario que no dependieran totalmente de planes humanos, sino de Aquel que previó y ordenó desde toda la eternidad lo que iba a ocurrir, es decir, en el Padre de Cristo, en el mismo Cristo y en el Espíritu Santo de ambos; pues las obras de los tres de tal modo se unen que ninguna obra ad extra deja de pertenecer por igual a las tres Personas. El tiempo oportuno para el cumplimiento de aquel plan estaba así previsto y prescrito, y los príncipes de los sacerdotes, escribas, fariseos y ancianos, inicuos ministros que se enorgullecían de haber capturado a Cristo, no eran sino instrumentos ciegos de la voluntad bondadosísima e in-mutable de Dios Todopoderoso, no sólo de las personas del Padre y del Espíritu Santo, sino también de la persona de Cristo. Herramientas eran, en su ignorancia, ávidas, cegadas y alocadas por la malicia, que causaban daño enorme en sí mismos y un bien grande en otros, y que llevaron a Cristo a la muerte temporal, pero que fueron utilizadas para conseguir la felicidad para el género humano y para Cristo la gloria eterna.

Les dijo: «Más ésta es vuestra hora y el poder de las tinieblas.» Hubo un tiempo en el que, aunque me odiabais con furor y deseabais perderme, aunque podíais haberlo hecho en cualquier momento sin dificultad, no me cogisteis en el templo y ni siquiera pusisteis manos sobre mí. ¿Por qué? Porque ni el tiempo ni la hora habían llegado; no una hora fijada por las estrellas del cielo o escogida por vuestras astucias, sino por el plan inescrutable de mi Padre al que había yo dado mi consentimiento. ¿Os preguntáis cuándo la escogió? No en tiempos de Abraham, sino desde toda la eternidad. Desde siempre, junto con el Padre, antes de que Abraham fuera, yo soy. Pero ésta es vuestra hora y el poder de las tinieblas. Esta es la hora breve dada a vosotros, y éste, el poder concedido a las tinieblas, para que podáis hacer en la oscuridad de la noche lo que no se os permitió a la luz del día.

Como aves de rapiña, como búhos y lechuzas, murciélagos y cuervos de la noche, y otros pajarracos de esa suerte, chillando desaforadamente con vuestros picos, revoloteáis ahora sobre mí, pero todo será en vano. Porque en tinieblas andáis cuando achacáis mi muerte a vuestra fuerza. En tinieblas está Pilato, el gobernador, cuando se enorgullece de tener poder para salvarme o crucificarme: aunque mi pueblo y mis sacerdotes están a punto de entregarme a él, ningún poder tendría sobre mí si no le fuera dado del cielo; por esta razón, los que a él me entregan mayor pecado tienen. Mas ésta es la hora y el poder, pasajero y breve, de la tiniebla. Quien camina en la oscuridad no sabe a dónde va; y vosotros ni veis ni sabéis lo que hacéis, por lo que yo mismo rogaré al Padre para que se os pueda perdonar todo cuanto tramáis contra mí. Mas no a todos se perdonará ni se excusará su ceguera; porque vosotros mismos creáis y forjáis vuestra propia oscuridad. Apagáis la luz y cegáis primero vuestros ojos, y luego, los ojos de los demás. Os convertís en ciegos que guían a otros ciegos, hasta que ambos caen en el pozo. Esta vuestra hora es y será breve. Este es el poder incontrolable y frenético que os trae aquí bien armados para apresar el inerme y desarmado, el hombre cruel y sanguinario contra el hombre amable y apacible, hombres culpables contra el hombre inocente, el traidor contra su señor, pobres criaturas mortales contra su Dios.

No sólo a vosotros, contra mí y aquí y ahora, se da este poder de la oscuridad, sino también a otros gobernadores, césares y autoridades temporales contra otros discípulos míos. Y poder de las tinieblas será esa hora, en verdad, porque cuanto sufran y digan no lo padecerán ni expresarán con solas sus fuerzas, sino que venciendo con mi energía, en su paciencia conquistarán sus almas, y será el Espíritu de mi Padre el que hable en ellos. De la misma manera, quienes les atormenten y asesinen no harán nada de sí mismos: el Príncipe de las tinieblas (ya se acerca y no tiene poder sobre mí) inculcará el veneno en verdugos y tiranos, mostrando y haciendo alarde de su fuerza a través de ellos y por el tiempo que le sea permitido. No lucharán mis compa-ñeros de armas contra la carne y la sangre, sino contra príncipes y potestades, contra los que manipulan la oscuridad de este mundo, contra los espíritus maléfi-cos»81. Ha de nacer todavía Nerón, por el que el príncipe de las tinieblas matará a Pedro, y después a Pablo, aunque éste todavía no se llama Pablo y se mueve en contra mía. Por el príncipe de las tinieblas muchos otros césares y autoridades se levantarán contra mis discípulos.

Aunque las gentes se amotinen y tracen las naciones planes vanos, aunque se alcen los poderosos de la tierra y conspiren juntos contra el Señor y su Cristo, es-forzándose por quebrantar los vínculos y arrojar el yugo tan suave que Dios tan amoroso y amable impone por medio de sus pastores sobre sus cuellos testarudos, el que mora en los cielos se reirá y se burlará de todos ellos. Que no está Él sobre un trono como el que tienen los poderosos de la tierra, elevados a unos pocos pies del suelo, sino que se alza majestuoso sobre la puesta del sol y se sienta por encima de los querubines; los cielos son su trono, la tierra es su escabel, su nombre es «el Señor». Rey de reyes y señor de señores. Rey de presencia impresionante que intimida los ánimos de los príncipes. Les hablará en su ira y con su furor los turbará. Constituirá a Cristo, su Hijo que hoy ha engendrado, como rey sobre Sión su monte santo, montaña que jamás se tambaleará. Pondrá sus enemigos como escañuelo bajo sus pies. Los que querían romper los lazos y arrojar lejos su yugo serán gobernados con vara de hierro y los despedazará como el barro. Contra todos ellos y contra su instigador, el príncipe de las tinieblas, serán mis discípulos confortados y fortalecidos en el Señor. Y revestidos con la armadura de Dios, los lomos ceñidos con la verdad, protegidos con la coraza de la justicia, calzados y listos para sembrar el evangelio de la paz, alzando en todas las cosas el escudo de la fe, y poniéndose el casco de salvación y la espada del espíritu, que es la palabra de Dios»83, serán revestidos con el poder de lo alto.

Resistirán, de esta manera, las insidias del diablo, esto es, los halagos y lisonjas, los placeres y comodidades que pondrán en labios de los perseguidores para que, vencidos por la flojedad y la blandura, abandonen el camino de la verdad. Aguantarán también firmes los asaltos abiertos de Satán resguardados por el escudo de la fe, bañando en lágrimas su oración, y sudando sangre en la agonía de su pasión. De nada valdrán los fie-ros dardos lanzados contra ellos por los esclavos de Satán. Después de haber cogido su cruz para seguirme, y una vez que hayan vencido al diablo y aplastado a los esbirros terrenales de Satanás, entrarán, por fin, los mártires en el Cielo con una gloria admirable sobre una carroza triunfal.

Pero, vosotros que ahora ejercéis sobre mí vuestra malicia y todos los que, en su corrupción, os imiten después, raza de víboras que, con parecida maldad y sin arrepentimiento, marcharán sobre los míos, seréis arrojados al fuego eterno del infierno. Se os concede, mientras tanto, mostrar y ejercer vuestro poder; y, para que no o ensoberbezcáis, no olvidéis que muy pronto se os acabará. No es el mundo sempiterno para que sea permitido tal desenfrenado libertinaje, sino que su duración ha sido abreviada hasta un tiempo muy corto por causa de los escogidos, para que no sean torturados más allá de sus fuerzas. Vuestro tiempo y el poder de las tinieblas no son eternos, sino tan fugaces como el momento presente, un instante temporal atrapado entre el pasado que ya fue y el futuro que todavía no ha llegado. Breve es vuestra hora y, para que no os perdáis nada de ella, proceded in-mediatamente a gastarla. Ya que me buscáis a mí para destruirme, daos prisa, haced rápidamente lo que pensáis hacer, pero dejad que éstos se vayan. «Entonces, todos los discípulos le abandonaron y huyeron»